Mi corazón está tan oscuro y aterido como el día. Hemos vuelto a amanecer bajo la niebla y no he conseguido ver más al alquimista. Ayer nos alojaron en una alcoba distinta, mucho más grande, con cuatro lechos repletos de durmientes, y ninguno de ellos era Gastón. A media noche llegó un viajero tardío con quien tuvimos que compartir el jergón; no paró de dar vueltas y de toser. He dormido muy mal. Además, estoy irritada con Nyneve y apenas nos hablamos. Estamos terminando de preparar los caballos con las manos entumecidas por la humedad y el frío. Tiro de las cinchas y los dedos me duelen. También me duele el esqueleto todo, porque este relente interminable se te mete en el meollo de los huesos. Tengo miedo de que la bruma no levante jamas. De que las cosas se hayan borrado para siempre.
Un momento, ¡un momento! Mi cuerpo se tensa y un sudor helado me inunda la nuca: creo que acabo de ver al matón de los dientes de cabra, al bellaco que insultó a Nyneve ayer por la mañana. Acabamos de salir del establo y, por un instante, me ha parecido reconocer al bribón, borrosamente, entre los plomizos velos de la neblina. Si era él, estaba apostado junto a la puerta del establo, como si estuviera espiándonos. Pero ahora no hay nadie.
—¿Qué haces? —me pregunta Nyneve, ya a lomos de Alado, extrañada de verme husmear por los alrededores de la cuadra.
—Nada. Esta maldita niebla, que te hace ver visiones.
Monto en Fuego y emprendemos el viaje. Prefiero no decirle nada, porque lo más probable es que me haya equivocado: el hombre no estaba anoche en la posada, o al menos no lo vimos, ni a él ni a sus secuaces. Pero un remusguillo de inquietud me retuerce las tripas. Ese perfil maligno entre la bruma. Esa actitud de alimaña al acecho. De pronto se me ocurre que quizá fuera él, y no Gastón, quien me vigilaba a hurtadillas mientras me bañaba en el río. Es un pensamiento repugnante. Pero no, no puede ser, no hay ningún rufián: son todo figuraciones mías. Este mundo sin luz, sin forma y sin color me está volviendo loca.
Avanzamos aún más despacio que ayer. Nyneve desciende de cuando en cuando del caballo, para verificar nuestros pasos. Le dejo hacer con una desgana tal que, si lo pienso bien, casi me asusta. Pero no lo pienso bien; a decir verdad, apenas pienso. La niebla me entumece el cuerpo y me vacía la cabeza. El tiempo transcurre sin sentir dentro de este embrutecimiento ciego y mudo. Hace algunos años, en un paso de montaña, tuvimos que dormir una noche al raso bajo una nevada. El frío se nos metió en los huesos y nos heló la sangre; y cuando la escarcha me llegó al corazón, supe que iba a morir y no me importó. Ese mismo desinterés es el que siento ahora: ese pecado de abulia contra el don de la vida. Aquella noche, en las montañas, nos salvó Nyneve. Había muerto congelado uno de los caballos, el viejo bridón que obtuve en el torneo, y Nyneve le abrió el vientre y nos metimos dentro, calentándonos con sus vísceras y su pobre sangre. Pero ahora ni siquiera puedo recordar el vivo color rojo de aquella caverna salvadora: mi memoria está impregnada por el gris de la bruma.
Cabalgamos sin parar, aunque parece que no nos movemos. Tal vez nos hayamos metido en el mundo de las ánimas, sin haberlo advertido. Que la Virgen nos ampare: de tanto andar por los caminos, tal vez hayamos cruzado, sin saberlo, las puertas invisibles y malditas que conducen al territorio de los muertos. Puede que estemos condenadas a vagar para siempre jamás por esta desolación sin forma y sin color.
—Si quieres que te diga la verdad, Leo, creo que estoy empezando a hartarme de esta vida vagabunda —dice Nyneve, como si me hubiera leído el pensamiento.
¿Y ahora qué sucede? De pronto, los caballos se han detenido y se niegan a avanzar, por más que arrimemos los talones a sus flancos.
—Mejor desmontamos —dice Nyneve—. Quizá nos estén intentando avisar de algún peligro. Sé de más de un pobre desgraciado que se ha despeñado en plena niebla. Sin embargo, no parece que delante de nosotras se abra ningún abismo. De todas formas continuamos a píe, llevando a los animales de las bridas. Estamos atravesando lo que debe de ser una especie de bosque: a ambos lados de la vereda, robles y nogales se pierden en la niebla como un ejército fantasma. Los caballos cabecean y hacen girar sus grandes ojos asustados. Fuego me golpea el hombro con su hocico: ¿por qué seguimos avanzando en esta negra noche blanca?, me pregunta. Yo tampoco lo sé. Le acaricio la testuz y la tiene empapada. Es un agua insidiosa que se mete dentro de las venas.
Un siseo veloz junto a mi cara. Un pájaro plateado que me roza. Un golpe seco en la madera del árbol más cercano. Miro el tronco y lo veo: un cuchillo recién hincado y todavía vibrante.
—Nos atacan —susurro a Nyneve mientras desenvaino la espada.
Mi amiga también saca su puñal, aunque no es demasiado ducha combatiendo cuerpo a cuerpo. Pero sus certeras flechas no sirven de nada con esta bruma. Nos quedamos quietas, esforzándonos en descubrir al enemigo. No llevo puesto ni el almófar ni el yelmo, y lo lamento. Miro con ahínco la muralla gris que nos rodea, y los ojos me duelen de intentar traspasar las veladuras. Oigo roces. Chasquidos. Un pisar cauteloso alrededor. Ahora veo algo…, una sombra a mi derecha que vuelve a ser engullida por la bruma. ¡Y ahora me parece atisbar un fugaz movimiento por la izquierda! Doy vueltas sobre mí misma con la espada en la mano. No poder ver me angustia.
—¡Cuidado! —grita Nyneve. Pero, antes de escuchar su voz, yo ya había presentido que el ataque llegaba; quizá oí un rumor, o advertí el movimiento del aire a mis espaldas. Percibo que algo roza mi cuello, pero doy un salto hacia un lado y al mismo tiempo me giro; y al volver a poner los pies en el suelo me inclino hacía delante e impulso el mandoble con toda la inercia de mi peso. Lo hago a ciegas, lo hago sin pensar, lo hago con todo lo que sé como guerrero en la mejor estocada de mi vida. La hoja encuentra un cuerpo y se hunde en él. El hierro atraviesa a mi atacante. Veo su rostro muy cerca del mío, sus ojos desorbitados, un borbotón de sangre que le sube a la boca. Luego se desploma, arrancándome la espada de las manos. Recupero mi arma de un tirón y vuelvo a ponerme en guardia. Se oyen silbidos, palabras ininteligibles, pasos apresurados que se alejan. Permanecemos en estado de alerta durante un buen rato, pero parece que la confrontación ha terminado. Me acerco cautelosamente al cuerpo caído: es el rufián de los dientes caprinos y está muerto. En mis muchos años de combates he tajado y he herido, y he debido de arrebatar alguna vida. Pero este malhechor se ha dado tanta prisa en fallecer que se ha convertido en mi primer muerto inmediato e indudable. Mío y sólo mío, con su boca abierta para exhalar un grito que no llegó a salir y sus ojos vidriosos.
Intento limpiar la sangre de la espada contra el tronco de un árbol, con puñados de tierra, con manojos de hojas.
—Creo que yo también estoy harta de todo esto —resoplo.
Nyneve se ha acercado a observar el cadáver. Se estremece al reconocerlo y suspira hondo:
—Cálmate, Leo… Bien muerto está, te lo aseguro. Y ven, déjame ver, tienes sangre en el cuello.
¿Sangre? ¿De quién? Los dedos de Nyneve recorren mi piel.
—No es más que un rasguño, pero podría haberte degollado… No sé cómo has conseguido librarte, a decir verdad. Has estado muy bien. Increíblemente atinada y rápida.
Ahora veo que en la mano del muerto brilla un largo cuchillo. Y aún hay otros más, cuidadosamente dispuestos en el cinto. Siento un escalofrío.
—No soporto esta niebla por más tiempo, Nyneve.
Un redoblar de cascos me hace ponerme en guardia nuevamente. Miro alrededor, casi con pánico. De pronto, un caballo blanco se transparenta por un instante, poderoso y veloz, entre las brumas. No lleva silla ni correaje alguno y la niebla se enreda en sus crines flotantes. Aparece y desaparece en la grisura como un latido de luz y de belleza.
—¿Qué era eso? —pregunto, sin aliento.
—Un caballo.
—Pero tenía… Me ha parecido verle como una especie de cuerno en la testuz…
—¿De veras? —Nyneve me mira con interés—. Yo sólo he visto un vulgar caballo. Pero si tú has creído ver un unicornio, por algo será… Es el símbolo de la pureza.
¿De la pureza? ¿Justamente cuando acabo de matar a mi muerto? No es que no se haya ganado su fin ese bribón, pero aun así siento que su sangre me ha manchado. Y ni siquiera vamos a darle cristiana sepultura, porque cavar una tumba sin las herramientas adecuadas nos llevaría demasiado tiempo, y no resulta sensato quedarse por aquí al albur de una nueva emboscada… De manera que lo dejamos donde ha caído, cubierto con unas cuantas ramas pero expuesto a las inclemencias del tiempo y a las alimañas. Si de verdad era un unicornio lo que he visto, debía de estar huyendo de mí.
Hemos retomado el camino y avanzamos sin hablar y arrastrando los pies, llevando a los caballos de las bridas. Andamos durante mucho tiempo a través de este mundo envuelto en un sudario. Siento el cuerpo fatigado, la cabeza vacía. Siento el deseo de no ser quien soy.
—Creo que hemos regresado a la posada —dice Nyneve.
Es verdad. Aquí estamos de nuevo: el cruce de caminos, la gran mole sólida de la casa de piedra y argamasa emergiendo espectralmente de la niebla. Debería inquietarme, pero un pequeño y loco regocijo se enciende dentro de mí, una pequeña luz dentro de esta tierra de perpetuas sombras. Tengo la intuición de que voy a volver a ver al alquimista, y ésa es una esperanza suficiente.
Vamos directamente al establo a dejar los caballos, que resoplan aliviados. El mozo de la cuadra no está: hoy hemos regresado más temprano que ayer. Desensillamos a los animales y les ponemos paja en el pesebre. Dentro del establo, en un cabo de esparto, hay tendida ropa a secar, a resguardo de la húmeda bruma. Son vestimentas de mujer.
—¿Necesitáis ayuda?
Es la sirvienta de la cara quemada, que acaba de aparecer en la puerta del cobertizo. De nuevo me parece advertir que su cicatriz tiene una forma extraña, que ha habido un corrimiento de costurones y pellejos, una variación en el contorno de la vieja herida, pero estoy tan excitada que no me detengo a pensar en ello.
—¿Son tuyas estas ropas? —le pregunto.
Nyneve me mira.
—Sí, mi rey. ¿Os molestan? Las retiro ahora mismo. Están casi secas.
—No, no es eso. ¿Cómo te llamas?
La muchacha clava en mí la mirada recelosa de su ojo sano.
—Tonea, rey. Pero todo el mundo me conoce por la Ardida —dice al fin.
—Tonea, quiero comprarte este vestido.
—No, necesitaremos dos —interviene Nyneve—. ¿Tienes ropas mejores? Trae tus vestimentas de fiesta y yo me quedo con éste. Te pagaremos bien.
La Ardida frunce ligeramente el ceño, pero en su expresión, que sólo trasluce cálculo e interés monetario, no hay sorpresa ninguna: cuántas cosas ha debido de ver ese único ojo.
—Tengo una bonita blusa blanca, una jaqueta y una falda de lino. Ahora os las traigo.
La posadera se va y yo me vuelvo hacia Nyneve: a pesar de todos los años que llevamos juntas me sigue asombrando.
—Si apareces vestida de mujer y yo sigo siendo el mismo escudero, cualquiera que nos haya visto en los días anteriores puede reconocernos. Será mejor evitar ese riesgo —explica mi amiga.
—Pero ¿cómo has sabido que…?
—Por favor, mi Leo… Ya sé que te has prendado del guapo charlatán. Pero lo más probable es que él no.
—No es un charlatán. Ya viste la moneda de oro.
Nyneve se ríe.
—Sí, claro, el oro filosófico. ¿Llevas ahí la moneda? ¿Por qué no la miras?
Busco la pieza en mi faltriquera. La saco… y es de plomo. No puede ser: la niebla ha debido de devorar también su brillo y su color. La escudriño de cerca. Sigo sin ver el oro.
—Mi querida Leo, el oro filosófico es uno de los trucos más viejos que existen…, ¡incluso el bribón de Myrddin lo hacía mejor! El aspecto dorado sólo dura un tiempo. Un breve tiempo. Lo mismo que el atractivo de la belleza.
—¿De qué hablas?
—De tu debilidad por los hombres hermosos, mi Leo… —ríe mi amiga.
Su atrevimiento me encrespa. Desde luego, a ella le dan lo mismo feos que hermosos: sus piernas se abren con igual ligereza. El regreso de la Ardida me impide decir nada. La muchacha trae una brazada de ropa y acepta con satisfacción el generoso pago que le damos.
—Si ahora vais a ser mujeres, mi rey…, mi reya, tendré que buscaros un acomodo distinto para pasar la noche. Eso también os costará más.
Depositamos más monedas en su mano ávida.
—Ya me las ingeniaré —dice la Ardida, y abandona el establo canturreando.
Nyneve y yo nos escondemos en el fondo de la cuadra y nos cambiamos de ropa. El áspero vestido de labor que se pone mi amiga le queda muy largo: ha de doblar las mangas y remeterse la saya en la cintura. En cuanto a mí, tengo la suerte de que la muchacha sea tan alta como yo, cosa poco habitual, pero, aunque he quitado las vendas que oprimen y esconden mis pechos, ella tiene unos senos mucho más abundantes que los míos. La blusa es bastante fina y bonita y el traje, de color verde oscuro, lleva cordones de cuero que ajustan el corpiño; apretándolos mucho, disimulo la holgura del escote. Nos lavamos en el abrevadero, peinamos nuestros cabellos hacia atrás y ocultamos la cortedad de nuestras melenas con unos bonetes que la sirvienta también nos ha traído. Lo peor es el color de nuestros rostros, curados por las ventiscas y los soles de los caminos. Nos empolvamos la cara con un poco de la harina fina que llevamos entre nuestras provisiones, para intentar aclararnos la tez. Con sus fuertes hombros y toda la ropa remetida en la cintura, Nyneve ofrece un aspecto bastante rollizo, pero, por lo demás, parece verdaderamente una mujer. Pero qué digo: es una mujer, cómo no va a parecerlo.
—Estás guapa —dice mi amiga—. Pero acuérdate de quitarte las espuelas.
Creo que me estoy ruborizando. Intento recordar las clases de Dhuoda: estirar la espalda, arquear el cuello, movimientos suaves, pasos cortos. La saya, con toda su tela sobrante, se me mete entre las piernas y me incomoda al andar. Hacemos un atado con nuestras ropas, la armadura y las armas y lo escondemos todo debajo del pesebre de nuestros caballos. Si alguien intenta acercarse, tendrá que arrostrar las coces de Fuego, que no permite proximidades con los extraños.
—Quedémonos con los puñales. Por si acaso —dice Nyneve.
Nuestros cintos viriles tienen poco que ver con las escarcelas femeninas, pero los disimulamos entre los pliegues de la ropa. Siento una alegría irrefrenable, un aturdimiento semejante a la embriaguez del vino. Nyneve suspira:
—Está bien. Vamos allá.
Cruzamos la espesa niebla en dirección a la posada y entramos en la gran sala, que ya está bastante llena. Todo el mundo calla al vernos aparecer. Es raro ser mujer, y aún más raro observar sus efectos. Atravesamos la estancia y nos sentamos en el rincón más apartado, lejos de la chimenea. Al poco rato las conversaciones vuelven a enhebrarse, pero seguimos siendo el centro de atención. Tonea viene y nos sirve la cena: simula a la perfección no conocernos. Veo a lo lejos al preboste Evervin y a otros comensales de los días anteriores, pero Gastón no está. La ansiedad me impide probar bocado. Hoy se percibe un ambiente extraño: hay mucho más ruido, risotadas, grandes voces, una especie de tensión en el ambiente. Se lo comento a Nyneve.
—Es por nosotras, Leo. Los hombres son así.
¿Por nosotras? No lo entiendo. La Ardida viene y va con grandes jarras de cerveza y de vino. Todo el mundo semeja estar sediento: se diría que están bebiendo mucho más que en las otras noches. Y sucede otra cosa extraordinaria: cada vez que dirijo la vista hacia algún lugar, mis ojos chocan con los de algún hombre que me observa intensamente. Me incomodan esas miradas fijas que parecen querer decirme algo; bajo los ojos y ya casi no me atrevo a levantarlos.
—Tu Gastón no vendrá, pero terminaremos teniendo algún problema… —dice Nyneve.
No le contesto porque el alquimista acaba de entrar. La sangre se me agolpa en las orejas y me enciende la cara de rubor. Gastón echa una mirada por la sala y me descubre… pero deja resbalar sus ojos por encima de mí, como si no le interesara en absoluto, y se sienta en otra mesa. Pero cómo: ¿todos los varones de la posada están contemplándome y él no me presta ninguna atención? La humillación me deja sin palabras.
—Tranquila, no es más que una estrategia por su parte —dice Nyneve—. Míralo, ahora está brindando.
Es verdad: desde el otro lado de la estancia, Gastón ha levantado su jarra de cerveza y me saluda con una pequeña sonrisa. Con una sonrisa deliciosa.
Súbitamente, ya no puedo verle. Entre el alquimista y yo se ha interpuesto un hombre. Es uno de los que antes me miraba con más insistencia: lleva un peto de cuero despellejado y tiene aspecto de soldado de fortuna, un rudo hombre de armas sucio y muy borracho.
—Quítate de en medio —le ordeno, con mi altivo y fulminante tono de señor de Zarco.
Pero ahora no soy un caballero sino una doncella, y el tipo suelta una risotada que a medio camino se transforma en regüeldo. Se deja caer pesadamente en el banco, junto a mí.
—Antes dame un beso… —farfulla.
Y, alargando sus manazas, agarra mis hombros y me busca la boca. La sorpresa me paraliza: estoy acostumbrada al miedo y al respeto que impone la armadura. Pero cuando sus babosos labios rozan los míos recupero los reflejos: saco el puñal del cinto y le hinco ligeramente la punta bajo el mentón. El tipo chilla y se queda muy quieto. Una gota de sangre resbala por la hoja.
—Suéltame ahora mismo o te meto este hierro hasta los sesos.
El hombre deja caer los brazos. Me pongo de píe manteniendo el cuchillo apretado bajo la barbilla del soldado y paso torpemente por encima del banco, maldiciendo el barullo de faldas que obstaculiza mis piernas. Echo una ojeada alrededor: todo el mundo está paralizado y en silencio, disfrutando del espectáculo. Nyneve se ha levantado y está junto a mí, también con el puñal en la mano. Tonea y el posadero se acercan a toda prisa.
—No pasa nada. A mi amigo el soldado le voy a servir una cerveza gratis. Y las señoras ya tienen su aposento preparado. Ardida, acompáñalas —dice el posadero.
Bajo el puñal y libero al hombre, que me mira con expresión beoda y aturdida. Tonea nos empuja y salimos de la estancia sin detenernos; intento buscar con los ojos a Gastón, pero no lo encuentro. Hemos abandonado la posada y nos dirigimos hacia el establo entre la niebla. La Ardida parece enfadada; camina a grandes pasos, bamboleando los dos fanales con bujías que cuelgan de sus manos.
—Os he dispuesto un lecho en el pajar. No había otra cosa. Pero estaréis solas y calientes —gruñe.
Subimos por una escala al altillo de la cuadra. Sobre las tablas se ve una especie de jergón informe y abultado. No parece una cama muy confortable, pero al menos, en efecto, no hace frío: el vaho de los animales que están bajo nosotras sube a través de las tablas mal encajadas. La muchacha nos da una de las velas y se apresta a marcharse. Pero antes se vuelve y nos mira. Un temblor de crispación recorre su pobre rostro lacerado:
—Es triste ser mujer —dice, con una amargura tal que sobrecoge.
Y desaparece ligera y silenciosa.
Nyneve se acuesta, pero yo estoy demasiado nerviosa para dormir. Bajo nuevamente del altillo y salgo a la noche blanca y ciega. Días de niebla, noches de frustración e insomnio. La humedad va mojando mis mejillas, helándome las manos, empapando mi escote desnudo de mujer. Tanta ropa nueva para qué. Para acabar peleando con un borracho. Por un instante se me pasa por la mente la imagen del rufián de los dientes de cabra. Su grito silencioso de muerto veloz. Sacudo la cabeza para alejar su figura angustiosa. Escucho, amortiguado por la bruma, el triste tañido de unas campanas. También sonaron ayer: son del monasterio de monjas cercano, y doblan para alejar la niebla de la comarca. Pero un momento. Un momento Entre tañido y tañido, me parece oír un rechinar de arenisca, un rozar de telas… Alguien está aquí. Alguien se me acerca por la espalda.
—¡Eh, cuidado!
Mi cuchillo apunta a su garganta. Y el corazón martillea sangre en mis oídos. Es Gastón.
—Te me has echado encima como un gato rabioso… —dice el alquimista.
—Pensé que era otra vez ese borracho. No deberías acercarte a nadie por la espalda tan sigilosamente.
—No venía con sigilo… Es la bruma, que se come los ruidos… Y el sonido de las campanas esas…
Le miro en silencio. Me gusta mirarle. Posee un rostro fino y pálido lleno de sombras. Aterciopeladas sombras bajo sus pestañas. Misteriosas sombras en las comisuras de sus labios. Mi mano izquierda sigue apoyada sobre el pecho del alquimista. Y en mi mano derecha aún está el puñal.
—¿No podrías guardar esa hoja?
—Sí, claro…
Envaino el cuchillo con gesto forzado. Hierros que separan los cuerpos hermosos.
—Estas monjas son bastante inútiles… Por mucho que voltean sus campanas, no consiguen que la niebla se retire… Los benedictinos de Charleroi, sin embargo, son capaces de acabar con una tormenta de rayos y truenos con sólo un par de tañidos… —comenta Gastón.
Dicho lo cual, coloca sus manos sobre mis pechos. Y yo me rindo.