Dolor y deshonra

Dolor y deshonra. Hoy arruiné mi vida.

Nuestro viaje de regreso de Poitiers fue nefasto desde el mismo principio. Tras despedirnos de fray Angélico, que marchaba a París, completamos una primera y tediosa jornada de camino y paramos a hacer noche en el pueblo de Dunn. Las sirvientas de Dhuoda ya habían adecentado el mejor cuarto de la posada y montado un lecho mullido y limpio para su reya con linos traídos del castillo, cuando la Duquesa, muy agitada, nos dio la orden de proseguir el viaje. Nadie dijo nada, aunque tuvimos que salir con tanta premura que dejamos atrás media impedimenta. Parecíamos un pequeño ejército huyendo de la batalla tras una derrota. Hombres y animales estábamos desfallecidos, y aún llevábamos peor el peso de la fatiga porque habíamos creído poder descansar. Para más quebranto, comenzó a llover. Al poco de abandonar Dunn, el capitán de la guardia se acercó a sir Wolf, a Nyneve y a mí, que cabalgábamos juntos.

—Caballeros, os ruego que permanezcáis próximos a la Duquesa y que extreméis la vigilancia… Hemos sido informados de que se estaba preparando una emboscada en Dunn para raptar a la reya.

—¿Para raptarla?

—Sí, mi Leo —dijo Dhuoda, aproximándose a nosotros a lomos de su cansado palafrén.

Siempre viaja a caballo, detesta las galeras.

—¿Otra vez vuestro hermano?

—No… Se trata al parecer de Roger du Bois, un joven y turbulento caballero, hermano segundón del barón de Alois. Carece de patrimonio, porque en sus tierras impera la ley de la primogenitura, y pretende raptarme y desposarme a la fuerza, para quedarse con mis posesiones.

—¿Eso puede hacerse?

—Mi ignorante Leo, eso se hace todo el tiempo. También intentaron raptar a Leonor de Aquitania en dos o tres ocasiones, después de que se divorciara del rey de Francia y antes de desposar al inglés. Creo que hemos burlado a Roger, pero puede que encontremos por el camino a algún otro miserable caballero con el mismo afán. En Poitíers me han visto muchos, nuestro viaje de regreso es conocido y soy una pieza codiciada. Por eso, entre otras cosas, aborrezco salir del castillo. Afortunadamente soy prudente, y soborno a un buen número de villanos a lo largo de todo el trayecto, para que me mantengan informada de lo que vean y oigan… Fue el mozo de establos de la posada de Dunn quien nos avisó de la trampa preparada por Du Bois.

Era una noche lóbrega, porque los nubarrones tapaban la luna. Cabalgamos sin parar hasta el amanecer, imaginando enemigos en todas las sombras. Calados y extenuados, por la mañana dormitamos malamente a la vera del camino, haciendo turnos de guardia; y así proseguimos jornada tras jornada, durmiendo a la intemperie y avanzando a paso de marcha. No volvimos a tener ningún contratiempo, pero cuando llegamos, hace unas horas, a las proximidades del castillo de Dhuoda, todos nos encontrábamos demasiado exasperados y agotados. Y entonces sucedió lo peor.

El primer aviso fue una piedra, arrojada con tanta puntería que se estrelló en la frente de uno de los soldados y le derribó descalabrado.

—¡Nos atacan! ¡Formación de defensa! —gritó el capitán.

Todos nos agrupamos en torno a la Duquesa, levantando nuestros escudos y sacando las espadas. Pero pasaba el tiempo y no ocurría nada. Estábamos en un camino que discurre entre árboles, muy cerca del castillo. No se veía a nadie, aunque sin duda la espesura podía servir de buen escondrijo. Al cabo, desesperados por nuestra propia inmovilidad, rompimos la formación. Todo siguió en calma, de modo que recogimos al soldado herido y proseguimos nuestra marcha. Pero al poco, cuando salimos del bosque y vimos ya, muy próxima, la fortaleza de Dhuoda, nos topamos con ellos. Estaban colocados a ambos lados de la vereda, desde la linde de la floresta hasta el mismo puente levadizo. Sobre todo eran hombres, pero también había mujeres y niños. Desarrapados, paupérrimos, descalzos, con las miradas duras, los puños apretados. Eran los siervos de Dhuoda. Empezamos a pasar a través de ellos; nadie decía nada, pero el silencio era tan intenso y tan pesado que parecía que iba a celebrarse una ejecución. De pronto, un hombre joven se cruzó en nuestro camino y se detuvo delante de la Dama Blanca. Era bajo y robusto, de rostro renegrido y velludo como un jabalí, con una pelambre muy rizada y sucia.

—Mi reya, nos morimos de hambre —dijo con voz un poco temblorosa—. No podemos pagaros la nueva exacción. Apenas tenemos para alimentar a nuestros hijos.

—Trabajad más y con mayor diligencia y tendréis suficiente —contestó Dhuoda con enojo—. Y aparta de mi paso.

—¡Las nieves tardías helaron la cosecha! No tenemos nada, y vuestros hombres han venido a nuestras casas y nos han arrebatado también esa pequeña nada —dijo el hombre en tono más firme.

—¡Apártate, villano! —rugió Dhuoda, azuzando el caballo.

—Cuando Adán araba, cuando Eva hilaba, ¿dónde estaban los duques? —gritó alguien entre la plebe.

Y eso fue una especie de señal. El joven robusto intentó sujetar las riendas del palafrén de la Duquesa con sus estropeadas zarpas de labriego y empezaron a llovemos piedras de todas partes. De pronto me vi con la espada en la mano, rodeada de campesinos que intentaban agarrarse a mis piernas y desmontarme. Y que Dios me perdone, pero les odié. Odié su violencia, su ira, su suciedad y su pobreza. Odié sus pretensiones, su falta de respeto, su rudeza y la molestia que nos causaban. Les odié porque me odiaban y me defendí, y no sólo me defendí, sino que ataqué y herí y tajé. Ciega de furor y embebida en la lucha, no paré hasta que súbitamente me encontré rodeada de soldados de Dhuoda: habían salido del castillo para rescatarnos. Me detuve a mirar alrededor como quien despierta de un sueño, con el aliento entrecortado y la espada teñida de sangre. Los soldados perseguían a los siervos, que huían en desbandada ladera abajo, dejando atrás a sus heridos y a sus muertos. Y entonces los vi por vez primera, Vi a niños llorando junto a cuerpos caídos de mujeres, vi a viejos renqueantes intentando escapar inútilmente de los hombres de hierro, vi a campesinos ensangrentados pidiendo clemencia.

—Qué he hecho… —musité con una voz que no reconocí como mía.

A mi lado estaba Nyneve, lívida y desencajada.

—Te dije que teníamos que marcharnos…

Entramos en el castillo en pos de Dhuoda, que se encontraba enloquecida por la furia. Daba grandes voces, dictaba órdenes contradictorias, reclamaba venganza.

—¡Que me traigan al cabecilla!

Se lo trajeron atado y a empellones. Tenía un ojo morado y unos cuantos cortes, pero no parecía herido de consideración. Ese cuello fuerte, ese rostro quemado por el sol eran como los de mi Jacques. La boca se me llenó de una saliva espesa y reprimí una arcada: ahora me daba cuenta de que llevaba demasiado tiempo sin recordar a Jacques. Yo le había abandonado y le había traicionado con mi olvido porque prefería este bello mundo de los nobles. Pero este bello mundo es un pozo de sangre.

—¡Has intentado matarme! —gritó la Dama Blanca.

—Sólo quería detener vuestro caballo, Duquesa. Sólo quería explicaros nuestra situación.

—¡Mientes, bellaco! ¡Has intentado matarme! ¡A tu reya! ¡Y has azuzado a los siervos contra mí! ¡Pagarás con tu vida!

El joven alzó la cabeza y la miró:

—Vivir así es peor que la muerte…, mi reya.

Y no lo dijo con odio, sino con tristeza.

—¡Ponedle en la rueda, para que nos diga los nombres de sus compinches! ¡Y después colgadle! —rugió Dhuoda.

Los hombres se llevaron a rastras al detenido y yo sentí que se me moría parte del corazón. Esperé hasta estar a solas con Dhuoda y me arrojé a sus pies:

—Por favor, Duquesa… Perdonad a ese joven, perdonad a los siervos… Ya han tenido muchas bajas. Ya les habéis castigado de modo suficiente.

—¡No digas tonterías! ¡Tú no entiendes nada, Leo! Es necesario darles un escarmiento ejemplar o volverán a rebelarse… Contra mí, o contra otro… Los siervos son perezosos, estúpidos e indóciles. Son como animales, y es necesario usar con ellos el látigo, como con un burro empecinado. ¿Y qué haces ahí tirada? ¡Levántate! ¡Me exaspera que te arrojes al suelo por un puñado de bribones!

—Mi reya, os lo ruego, perdonadles… Nunca os volveré a pedir ninguna otra cosa, y si me concedéis este favor seré vuestra más leal servidora durante toda mi vida.

—¡No insistas, Leo, y no me irrites! Ha sido un viaje muy largo y muy desagradable y estoy cansada. ¡No hay nada más que hablar! ¡Y levántate de una vez!

Me puse en pie lentamente.

—Sí hay algo más que hablar, Duquesa… Yo he sido sierva, vos lo sabéis, porque os lo he contado. Y puede que no sepa casi nada del mundo, pero sé de la vida campesina. Sé de sus angustias y sus dificultades, sé de la dura y a menudo injusta mano del amo.

Los ojos de Dhuoda relampaguearon:

—No digas una sola palabra más, Leo. Tú tienes que estar conmigo, no con ellos. Tú tienes que defenderme, y ellos son mis enemigos.

—Hoy te he defendido. He herido y cortado y quizá matado. Y ¿sabes algo, Dhuoda?…, siento que yo soy la derrotada y que ellos me han vencido. Te pido una vez más clemencia para ellos. Por favor.

La voz me salía ronca y había dejado de usar el tratamiento de cortesía. A veces me sucedía, con Dhuoda, en aquellas ocasiones en las que la Duquesa se encontraba especialmente afable, cuando casi la veía como una amiga. Pero ahora la sentía tan lejana y ajena como la luna.

Dhuoda me observó en silencio unos instantes con el ceño fruncido.

—Sobre esto no cabe ninguna discusión. Mi decisión es definitiva —dijo al fin tensamente.

Los ojos se me nublaron.

—Está bien. Entonces mi decisión también es definitiva. Tengo que marcharme, Dhuoda. Me iré del castillo en cuanto amanezca.

La Duquesa apretó los puños como si fuera a pegarme.

—¡No! No te irás. Te lo prohíbo.

—Sí, me iré. Salvo que quieras aplicarme la rueda y ahorcarme a mí también. Al fin y al cabo, no soy más que una sierva.

Dhuoda me miró con una expresión feroz y desorbitada que yo atribuí a la cólera. Pensé que su respuesta iba a ser terrible. Pensé que, en efecto, tal vez me mandara al tormento, como al campesino. Algo parecido al pavor me paralizaba por dentro y encogía mis vísceras en un nudo apretado y doloroso. Pero al mismo tiempo sabía que el castigo de Dhuoda no podía ser peor que lo que ya me había sucedido. Sabía que lo había perdido todo y que merecía lo que me ocurriera. Entonces, para mi sorpresa, la Dama Blanca exhaló un extraño y largo sonido, algo que empezó como un bramido y terminó pareciéndose a un lamento, y, moviéndose con gran agitación, abandonó la estancia casi corriendo. Allí quedé yo, turbada, confundida, con las piernas temblando y el alma derrotada. El nudo de mi vientre no se deshizo con su ausencia ni se ha deshecho ahora: aquí está todavía, a la altura de mi cintura, partiéndome el cuerpo en dos. De modo que ahora sé que ese encogimiento de las entrañas no era un producto del miedo, sino del dolor. Me recuerdo tajando fácilmente carnes sin proteger por una armadura y el nudo se aprieta un poco más. Hace algunos días me emocioné hasta las lágrimas cuando Saldebreuil ofreció su cuerpo desnudo al duro acero, y su gesto me pareció el más noble y más puro. Pero ahora he causado estragos carniceros en cuerpos igualmente indefensos, sólo que cubiertos con sucias camisas campesinas, en vez del refinado hilo de la Reina; y ni siquiera me he detenido a pensar en su entereza, en su desesperación y su coraje. Ni siquiera les he visto como personas.

Cuando Dhuoda me dejó sola, estuve un largo rato sin saber qué hacer, pues la confusión cegaba mi entendimiento. Pensé en abandonar el castillo de inmediato, pero luego recordé que mi caballo estaba extenuado y que aún no sabía cómo encontrar la salida. Esa idea sacudió mi estupor y me puso en movimiento; abandoné la estancia, que era el salón ducal en el que la Dama Blanca despacha sus asuntos, dispuesta a hallar la puerta como fuera. En cuanto pisé el corredor advertí que algo había cambiado. En el entretanto había anochecido y el castillo se encontraba casi a oscuras, apenas iluminado por unos cuantos hachones que los pajes estaban prendiendo a toda prisa, retrasados en su labor por el desorden que los acontecimientos habían provocado. Pese a la fantasmagoría de las sombras, el castillo de Dhuoda empezó a parecerme mucho más pequeño de lo que recordaba. El gran patio de armas se me antojó de pronto un modesto cuadrado enlosetado, la sala de banquetes y sus colosales chimeneas adquirieron las dimensiones de una estancia burguesa, los pasillos dejaron de ser interminables. Al principio pensé que mi paso por el espléndido palacio de Poitiers había empobrecido, por comparación, mi percepción de la morada de Dhuoda. Pero luego llegué al jardín de los naranjos y descubrí, por vez primera, que ese huerto recoleto era también el patio del pozo y del ciprés: me había pasado año y medio en la ciudadela creyendo que eran dos lugares diferentes. A partir de ese momento algo se recolocó dentro de mi cabeza, y en mi memoria se iluminó un mapa simplísimo, la planta del castillo despojada de innumerables estancias inexistentes, de recovecos ciegos y pasillos imposibles; y, súbitamente, comprendí que conocía el lugar a la perfección y que no podría perderme nunca más. Y, en efecto, caminé con decisión, salvando escaleras y doblando esquinas, y enseguida llegué al patio de entrada, a los establos, las garitas de guardia y el portón con su puente levadizo; y después regresé con la misma seguridad y destreza a nuestra alcoba, donde encontré a Nyneve preparando los bártulos, pues, sin habernos dicho nada, ya sabía que nos marchábamos.

Aquí estamos ahora. Nyneve dormita, enteramente vestida, sobre el lecho. Feliz ella que puede descansar. Yo no consigo cerrar los ojos y, a juzgar por cómo me siento, se diría que no seré capaz de dormir nunca más. Acodada en una de las troneras, miro la luna, menguante y luminosa; y sobre todo aguzo el oído, por sí oigo lamentos. Sé que en estos instantes están aplicándole el tormento al joven siervo e imaginar su sufrimiento me inunda la cabeza de agonía y de sangre. Pero los muros del castillo son gruesos, y la mazmorra atroz, que no conozco y cuya existencia ni siquiera sospechaba, debe de encontrarse en el subsuelo. No se escucha nada, salvo el pasajero ulular de un búho. Qué incongruente resulta sentir tanto dolor en una noche tan hermosa y tan plácida.

Nyneve y yo hemos acordado partir al amanecer. Yo hubiera preferido escapar ahora mismo como un ladrón avergonzado, pero mi amiga me ha convencido de la conveniencia de dar algún reposo a los jumentos y de marchar de día.

—Las puertas del castillo ahora están cerradas y probablemente tendríamos problemas para salir. Y es posible que los campesinos intenten vengarse —ha añadido Nyneve.

Está en lo cierto. Y, además, también me lo merezco: la noche en blanco, la proximidad con el suplicio que no he sabido evitar.

Súbitamente, la puerta del cuarto se abre de par en par y la hoja golpea con violencia contra el muro. En el umbral está Dhuoda. Una presencia amedrentadora, tan quieta y callada entre las sombras.

—Voy a ver los caballos —dice Nyneve, que se ha despertado con el ruido—. Con vuestra venia, mi reya.

Y sale de la estancia esquivando el rígido cuerpo de la Dama Blanca.

—Duquesa… —digo, la boca seca, los labios pegados.

Dhuoda entra en la alcoba con pasos lentos y envarados, como si le doliera caminar. Ahora que la luz de las lámparas la ilumina, advierto que sus ojos están enrojecidos, sus párpados hinchados. Tiene aspecto de haber llorado mucho y una expresión extraviada, como de loca. Llega a mi lado y se detiene.

—Entonces, ¿de verdad vas a irte? —pregunta con voz ronca.

—Sí. En cuanto despunte el día.

—¿No puedo hacer nada para que cambies de opinión?

—Sí podéis, mi reya… Mandad que detengan el suplicio del campesino y perdonadle a él y a los demás —digo, esperanzada.

La Duquesa se tambalea ligeramente.

—Eso no es discutible. Además, ya están muertos, él y sus compinches. Pero aunque vivieran todavía, jamás renunciaría a mis derechos —contesta con dureza.

El nudo de mi estómago se aprieta un poco más.

—Entonces ya no tenemos nada que decirnos, Duquesa.

El rostro de Dhuoda comienza a temblar y luego se contrae en una mueca penosa. Reprime un sollozo.

—Pero ¿cómo es posible que no me entiendas, mi Leo? Mi pequeña Leo, mi dulce guerrera, yo creía que nos comprendíamos bien, que eras feliz conmigo… Yo creía que me querías…

Está llorando y en su voz se transparenta el sufrimiento. Su pena me impresiona. Me compadezco de Dhuoda. Y también de mí misma. Pero es como si ya no me quedaran sentimientos que poder ofrecerle.

—Habéis sido muy generosa conmigo, mi reya. Os lo agradezco y siempre recordaré mi deuda con vos. Pero debo irme. En estos momentos no sé si os quiero o no. Ni siquiera puedo pensar en vos. Sólo pienso en lo mucho que me desprecio.

Dhuoda gime y alarga las manos hacia mí, como si ansiara tocarme, pero a medio camino detiene el movimiento y las deja caer. Sus manos, observo ahora, están ensangrentadas y llenas de pequeños pero profundos cortes, heridas recientes que aún no han coagulado.

—Está bien —dice la Dama Blanca.

Las lágrimas ruedan por sus mejillas como gotas de lluvia, pero ha recuperado la compostura y la firmeza en el tono.

—Voy a hacerte un último regalo, Leo. Voy a nombrarte caballero. Velarás las armas esta noche, y al amanecer, antes de tu partida, te otorgaré las espuelas y un título. Estarás más protegida de ese modo.

—No deseo ningún regalo más, Dhuoda. No pienso aceptarlo.

—¡Me lo debes! —ruge la Dama Blanca, con su altivez y su dominio habituales—. Me lo debes porque has aceptado ya demasiados presentes de mí. No tienes el menor derecho, ¿entiendes?, el más mínimo derecho a rechazar mi generosidad y a humillarme.

Tiene razón. Le debo demasiado. Callo, confundida.

—Ahora vendrán los servidores para prepararte el baño purificador y traer las vestiduras rituales, con las que deberás velar en la capilla… ¿Has encontrado ya la puerta del castillo?

—Sí, Duquesa. Ahora es muy fácil.

Dhuoda hace un pequeño gesto desdeñoso.

—Ya te dije que sólo era necesario querer irse.

Da media vuelta brusca y se aleja. Pero antes de cruzar el umbral se detiene un momento y me mira por encima del hombro.

—Serás el señor de Zarco…, en honor al color azul de tus inolvidables ojos.

Y desaparece, tragada por las sombras del corredor. En el suelo de piedra, allí donde hace un instante estuvo ella, hay una pequeña constelación de gotas de sangre.