El castillo de la Dama Blanca

El castillo de la Dama Blanca es un laberinto. Llevo meses aquí y aún no he conseguido llegar a la puerta de entrada. Ayer me di cuenta de que no sé cómo se sale. Se lo dije a Dhuoda mientras jugábamos al ajedrez.

—Me siento prisionero.

—¿De veras? Creí que eras mi huésped bien amado y que estabas disfrutando de mi hospitalidad…

Es verdad. Los días se deslizan unos detrás de otros fácil y felizmente, espléndidos días sin hambre, sin frío, sin trabajos, días carentes de pasado, como si todo formara parte de un hermoso sueño. Este es un lugar mágico que te hace olvidar que antes has sido otra: cuan rápido se acostumbra una a la abundancia. Deambulo a mi aire por las salas, por los salones y los pasadizos de la ciudadela, y a veces me acompaña alguno de los perros de la Duquesa. Tiene muchos, tal vez medía docena, todos de pelaje blanco como la nieve. Son perros refinados y de gustos nobles, y viven una vida mucho más opulenta de la que jamás viví yo, cuando era Leola la campesina; o de la que vivieron mis padres, o los padres de los padres de mis padres.

—Tenéis razón, mi Dama, y no quisiera parecer desagradecido… Estoy disfrutando mucho de mi estancia aquí. Lo que sucede es que me he dado cuenta de que no sé salir.

—No te preocupes, Leo… Si desearas marcharte de verdad, encontrarías la puerta…

Debe de ser cierto: no quiero marcharme. El castillo es un mundo en sí mismo, el mejor mundo que jamás he conocido. Posee patio de armas, explanadas de entrenamiento y juegos, jardines interiores. Cada zona del castillo muestra un color determinado en las enseñas y las tapicerías. Los pajes adscritos a cada sector llevan un jubón de la misma tonalidad, y sólo conocen bien el fragmento de la fortaleza que les corresponde. Para ir desde el aposento donde dormimos Nyneve y yo, en lo alto de una estrecha torre redonda, a la biblioteca, hay que pasar tres demarcaciones, y los pajes que te guían te van entregando en la frontera de cada zona al paje siguiente. He intentado recorrer el castillo por mí misma, pero siempre me pierdo. Cuando creo que voy a llegar al gran patio de armas, doy con un pequeño y recoleto jardincillo en el que nunca había estado; y cuando pienso que estoy subiendo las escaleras que llevan a mi cuarto, termino en una almena sin salida. Los sirvientes me han contado que esta fantasía, esta extravagancia pétrea, es obra del abuelo de Puño de Hierro, un hombre viejo y poderoso que se enamoró de una chiquilla de doce años y construyó este castillo para que la niña no supiera cómo escaparse. Una vez terminada la edificación, el maestro constructor que la había diseñado fue decapitado: de ese modo silenciaba el secreto de sus planos para siempre.

Todas las mañanas me entreno y recupero forma en el patio de armas. A veces combato contra sir Wolf, a veces contra el capitán de la guardia de la Duquesa Blanca. Luego me escondo en algún rincón de los jardines y disfruto de los libros de Dhuoda. Con Nyneve he leído El Libro de los Monstruos, un compendio de la obra latina de un tal Plinio, que es un sabio del tiempo antiguo, traducido a nuestra lengua. Es un libro increíble en el que cabe el mundo. Por él me he enterado de que hay confines remotos en los que existen hombres con una sola pierna, y con el pie tan grande que lo usan para taparse el sol. Y también hay seres que carecen de boca, y que se alimentan oliendo la comida. Nunca pensé que la Tierra fuera un lugar con tantas maravillas.

—No deberías creerte todo lo que lees —me aconseja Nyneve.

—¡Pero si tú me has dicho que el saber está en los libros!

—Sí, pero ni siquiera el saber es del todo fiable… Hay que aprender a distinguir.

Pero a Plinio le creo. Cuenta que al Norte de todo está un lugar muy parecido al Paraíso. Me he aprendido sus palabras de memoria: «Se cree que allá se encuentran los goznes del mundo. Es una zona templada de agradable temperatura, exenta de todo tipo de viento nocivo. Toda discordia y sufrimiento son desconocidos para sus pobladores. La muerte no les sobreviene sino por estar hartos de vivir». Él dice que ésa es la tierra de los hiperbóreos, pero un lugar cálido y eterno en el Norte frío, ¿qué otra cosa puede ser, sino Avalon? La isla de la que hablaba mi Jacques, el lugar de la dulzura y la belleza, existe en algún lugar y nos espera. Y también dice Plinio: «Dios significa para un mortal ayudar a otro mortal, y ése es el camino para la gloria eterna». Y este Dios me gusta, le comprendo. Es mejor que el Dios del santo Job, como decía la Duquesa el otro día. Todos estos libros, lo noto, me están cambiando por dentro. Yo no podía imaginarme que esto de leer era como vivir.

También he leído, por mí sola, El Caballero de la Carreta, de Chrétien de Troyes, una obra maravillosa que cuenta las aventuras de la hermosa reina Ginebra y del gentil Lanzarote. Y lo que más me emociona es que Dhuoda asegura conocer personalmente al gran Chrétien:

—Vive en la corte de la reina Leonor. Iremos a Poitiers para el Gran Torneo y te lo presentaré.

A veces pienso que la Dama Blanca me promete estos viajes para aliviar mi encierro. Porque soy feliz, pero siento crecer en mi interior una extraña inquietud, como un huevecillo que va gestando su pollo. La primavera explota en los jardines del castillo y me hace hervir la sangre. No quiero irme y al mismo tiempo tampoco quiero quedarme.

—Es la incapacidad de los humanos para ser dichosos —suspira Nyneve cuando se lo explico—. No te preocupes, Leo, pronto partiremos. Y luego pasarás coda tu vida añorando estos días.

En mis primeras semanas de vagabundeo por el castillo, a veces me cruzaba con sir Wolf. Que siempre estaba triste, inmensamente triste. Alicaído como un viejo bridón olvidado en la cuadra. Sir Wolf ama a la Duquesa, que es su Dama, con un amor desesperado e imposible. Dhuoda es virgen y ha jurado no conocer jamás varón. Cómo se puede ser al mismo tiempo viuda y virgen es algo que no termino de entender, pero la doncellez de la Duquesa es al parecer un hecho famoso en toda la comarca. Por eso viste siempre de blanco, para proclamar su estricta pureza. Y por eso sir Wolf penaba tanto. Pero ahora, con la llegada de la primavera, el caballero parece haberse recuperado. Ahora estira los hombros, como liberado de un yugo de castigo, y sus acuchillados ojos de gavilán centellean de viveza. Sé lo que le sucede: Nyneve ha vuelto a dejarme sola por las noches.

—Pero, Nyneve, ahora sir Wolf sabe que tú eres mujer, y probablemente imaginará que yo también lo soy. Con tu aventura nos estás poniendo a las dos en peligro.

—No te apures, es un verdadero caballero y no dirá nada… Y, además, por si acaso, le he cubierto con un conjuro de silencio, para estar seguras.

Ahora sir Wolf sigue amando a su blanca Dama con ese amor divino que Lanzarote mostraba por Ginebra en El Caballero de la Carreta; pero el amor terrenal lo vive con Nyneve la pelirroja, cuyo cuerpo está cubierto de colores desde la cabeza hasta los pies. Y yo, para mi desgracia tan virgen como Dhuoda, envidio y ansío el sudoroso enrojecimiento de la carne.

Enderezo el cuello y todos mis sentidos entran en alerta: aún no sé cuál ha sido la causa de la alarma, pero mi cuerpo bien entrenado ya se ha puesto en tensión. Aguzo las orejas y ahora percibo algo: roces apagados a mi espalda, como de alguien que intentara acercarse sin ser advertido. Miro hacia atrás, pero no noto nada extraño. Estoy en un banco de piedra, en el corredor abierto que da al pequeño jardín del pozo y los naranjos. Atardece rápidamente y la galería es un remanso de sombras. Cierro el libro que estaba terminando de leer con las últimas briznas de la luz menguante y me pongo de pie. Una risa sofocada se escucha muy cerca. Vuelvo a escudriñar alrededor: no se ve a nadie.

—¿Quién anda ahí?

Silencio. Pero ahora se oye una vez más, justo a mi lado, el siseo de las ropas y los pasos. Parece cosa de magia y, si lo es, desde luego no se trata de magia blanca. La risita cascada rebota sobre las piedras grises del corredor. Es una risa burlona, un ruido maligno. En la esquina opuesta del jardín todavía queda una porción de sol, un pedacito de mundo muy verde y muy brillante. El rumor de la presencia cercana e invisible es como el sonido sinuoso que debía de producir la serpiente en el Paraíso. Un miedo irracional empieza a pesarme en los brazos, en las piernas, en mis músculos endurecidos por la inquietud. No estoy armada y lo lamento. Echo de menos mi espada, o siquiera el cuchillo. Aunque los hierros nada pueden contra los espíritus.

—¡Por Cristo, Nuestro Salvador! ¿Quién anda ahí?

De nuevo un silencio de tumba. Ni siquiera los pájaros cantan, y eso es un mal presagio. Giro sobre mí misma contemplando la vacía galería. De pronto, el horror me petrifica: una hoja cortante araña mi cuello con su frío filo. No puede ser, no entiendo. Hace un instante no había nadie a mis espaldas y ahora tengo un puñal pegado a mi garganta. Me quedo muy quieta. Detrás de mí, el asaltante tampoco se mueve, tampoco dice nada. El hierro se aprieta un poco más contra mi carne; siento que el filo rasguña la piel. Entonces me decido; echo repentinamente el cuerpo hacia atrás e intento golpear el rostro de mi agresor con mi cabeza. Apenas le rozo porque es más bajo que yo, pero mi movimiento le desconcierta y afloja la presión del arma. Sujeto su muñeca con mi mano; él suelta el cuchillo, que cae al suelo con tintineo metálico, se zafa de un tirón y se escabulle. Me giro a tiempo de verle desaparecer por una puerta secreta que hay abierta en el muro, junto al banco de piedra: una figura imprecisa envuelta en una larga capa negra con capucha. Salgo detrás de él, pero el agresor es muy rápido: se pierde por los vericuetos del corredor secreto, que es estrecho y oscuro. Yo también me introduzco sin pensar en el lóbrego túnel; al principio parece tan tenebroso como un pozo, pero enseguida empiezo a encontrar, de tanto en tanto, débiles lámparas de aceite que iluminan el lugar con un resplandor mortecino. Las mohosas paredes rezuman humedad y en el suelo hay tramos de escalones con los que tropiezo, pues resultan casi invisibles en la penumbra. Corro y corro durante no sé cuánto tiempo, entre la espesa piedra de los muros, respirando el aire rancio y estancado. De pronto se me ocurre que mi atacante puede estar esperándome en alguna de las revueltas del pasadizo, dispuesto a saltar sobre mí y degollarme. El vello se me encrespa sobre la nuca y pienso en el cuchillo que cayó al suelo: salí en persecución del asesino con tanta premura que no atiné a recogerlo. El miedo empieza a subir por mi interior como una marea fría; las piernas se me debilitan, corro menos. Pero al doblar una esquina atisbo a lo lejos al hombre embozado: empuja la pared y abre otra puerta. Además, también él ha perdido su puñal. Salgo detrás con renovadas fuerzas y me encuentro en una de las salas del castillo. Una sala que no reconozco, pero esto no es raro. La persecución prosigue: a veces sólo me guía el repiqueteo de los pasos de mi enemigo. Atravesamos salones, antesalas, patios, subimos por amplias escalinatas y bajamos por intrincadas escaleras de caracol. Todas estas dependencias de la fortaleza me parecen desconocidas y, lo que es más inquietante, en toda nuestra carrera no nos hemos encontrado a nadie: ni un paje, ni un soldado, ni un criado, ni un perro. El castillo, enorme y laberíntico, es igual que el de Dhuoda, pero podría ser otro, tan distinto y siniestro me parece en la creciente penumbra, rota de cuando en cuando por un hachón humeante.

A lo lejos, mi asaltante abre de un empellón una gran puerta labrada, y sus hojas retumban en el silencio cuando se cierran. Llego sin aliento hasta el dintel y me detengo con la mano apoyada en la falleba. No sé si abrir. No sé si seguir. Intuyo que si cruzo el umbral puedo descubrir cosas que tal vez hubiera preferido no saber. Miro a mi alrededor: la galería oscura y desierta, los ventanales empotrados en el ancho muro, la noche temprana apretándose contra los vidrios como una gasa fúnebre. Ignoro dónde estoy. Ignoro por qué y por quién he sido atacada. Hay ignorancias que matan. Si no llego hasta el final, quedaré atrapada en el peligro, a merced de nuevas agresiones.

Giro la falleba con cuidado y empujo la puerta lentamente. Una antesala vacía y, luego, un gran cuarto. Una cama enorme y abultada como un carro de heno ocupa el centro de la estancia. Colgaduras de seda caen desde lo alto del dosel cubriendo parte del lecho. Parpadeo, encandilada por la luz. Docenas de finas velas blancas, ricas velas de cera, iluminan la estancia con su aliento dorado. Arcones, abigarrados tapices, una mesa. Es una alcoba digna de un rey. Aunque yo nunca he conocido a ningún rey e ignoro cómo son sus aposentos privados. El vivo resplandor de las candelas me permite observar que no hay otra salida, aunque mi agresor puede haber utilizado nuevamente una puerta secreta. Pero algo me dice que no me encuentro sola, que aunque no lo vea él aún está aquí. El aire me pesa sobre los hombros, me cuesta respirar, estoy mareada. Sólo puede haberse escondido detrás de las colgaduras del dosel. Busco desesperadamente a mi alrededor y cojo un renegrido hierro de atizar el fuego que descansa junto a la chimenea apagada. Con él en el puño, me aproximo muy despacio a la cama. Ya estoy cerca. Muy cerca. Me parece distinguir el bulto oscuro al otro lado de las sedas vaporosas. Me parece escuchar su respiración. Levanto el atizador y, con la otra mano, corro los cortinajes de un tirón. Aquí está. Sentado sobre el lecho, envuelto en sus ropajes negros, con la encapuchada cabeza inclinada sobre el pecho. Perfectamente quieto. Un espasmo de vértigo pasa por mi cabeza como las ondas pasan sobre las aguas lisas tras haber arrojado un guijarro a un estanque. Durante un instante de estupor me parece encontrarme en la mitad de un sueño. Pero aprieto el hierro en mi mano y es duro y es real.

—¿Quién sois? ¿Por qué me habéis atacado?

El hombre no contesta, pero su cabeza empieza a levantarse lentamente. Aguanto el aliento. La capucha cae. Un rostro blanco y arrebolado, una boca sonriente, unos ojos de fuego.

—¡Dhuoda!

Las llamas de las velas aletean en sus pabilos, como agitadas por una rara brisa. Siento la presencia del Maligno. Me persigno torpemente con la mano izquierda, porque con la derecha aún aferró el atizador. Dhuoda ve mi gesto y suelta una carcajada burlona y salvaje.

—¿Crees que soy un demonio, mi buen Leo? Está bien… No eres el primero que lo piensa.

Su voz parece romper el maleficio. Es su voz de siempre, la voz de la Duquesa. Las cosas vuelven a adquirir consistencia real y el miedo empieza a abandonarme poco a poco.

—¿Por qué me has atacado?

La he tuteado. Me he dirigido a ella sin el tratamiento habitual de cortesía. Pero su puñal parece haber borrado las diferencias. La Dama Blanca vuelve a reír.

—Ha sido un juego. Una broma. Un divertimento. Me aburría. Y no te he atacado. Si lo hubiera deseado, podría haberte rebanado el cuello.

Toco mi garganta con la mano: unas cuantas gotas de sangre me manchan los dedos.

—Me has cortado.

—Oh, sí, qué herida tan enorme, y cómo se duele de ella el gran caballero —se mofa Dhuoda. Pero inmediatamente se pone muy seria—. Sin embargo, haces bien en advertir tu diminuto rasguño… y en preocuparte por él. ¿Sabes lo que es la cantárida? Es un pequeño insecto que vive en el fresno…, una especie de mosca. Si arrancas las alas de unas cuantas cantáridas y las pones a cocer con un poco de agua hasta que el líquido se seque, te quedará una pasta pegajosa… Una pasta mortal. El veneno más letal que se conoce. ¿Y quién te dice a ti que yo no he embadurnado el filo de mi cuchillo con cantárida? ¿Y que por eso te he hecho luego correr, para que la ponzoña se extendiera rápidamente por tu cuerpo? ¿No te sientes raro, mi querido Leo? ¿Te duele el corazón, te pesa el pecho, te cuesta respirar, se te nubla la vista?

Por todos los santos, creo que me duele el corazón, que me pesa el pecho. Creo que me cuesta respirar y que el contorno de las cosas se difumina. Me tambaleo. Pero no, no es posible. Está bromeando. Resoplo con decisión y sacudo la cabeza.

—No es verdad. Estoy perfectamente. No te creo.

La Duquesa vuelve a reír.

—Y haces bien en no creerme, porque es mentira. Además, si hubiera envenenado mi puñal con cantárida ya te habrías desplomado hace tiempo.

—Pero ¿por qué haces todo esto?

—Ya te he dicho, me aburro. ¿Por qué participan en torneos los caballeros? ¿Por qué se divierten matando y dejándose matar?

Dhuoda hace un mohín de disgusto y se quita la tosca capa negra. Debajo lleva uno de sus deslumbrantes trajes albos, con el escote recamado de perlas. Sobre el pecho, prendida con un alfiler de oro, lleva una rosa también blanca, semejante a las que cultiva en su jardín.

—Hay días, hay momentos en los que la vida se te queda pequeña. ¿Nunca te ha pasado, mi querido Leo? El tiempo se detiene y el aire que te rodea se convierte en una jaula estrecha y asfixiante. Eres prisionera de tu cuerpo, pero dentro de ti hay algo grande y libre, algo casi feroz que quiere salir. En esos momentos me arrojaría desde la almena más alta de mi castillo, y es muy posible que pudiera volar. Algún día tengo que probarlo.

—No hablas en serio, Dhuoda…

—Nunca he bromeado más en serio.

Nos quedamos en silencio. La conversación me inquieta y me incomoda. Miro alrededor.

—¿Dónde nos encontramos?

—En mi ala privada del castillo y en mi habitación, naturalmente. Disfruta de este privilegio, Leo, porque aquí no entra nadie. Ni siquiera ha entrado sir Wolf, y eso que los caballeros suelen tener acceso a las alcobas de sus damas… Pero yo soy la Duquesa Blanca.

Su piel es tan clara que parece de leche, aunque sus mejillas hoy están sonrosadas, tal vez por la carrera. Tiene el rostro carnoso, los labios abultados, una nariz menuda y unos ojos oscuros e inquietantes que ahora me miran fijamente con mirada de loca. Dhuoda suspira, desabrocha su alfiler de oro, coge la rosa blanca de su pecho y hunde su nariz entre los pétalos con deleite.

—Mmmmm…, qué hermosas son las rosas. Mira ésta: la belleza de su forma, el aroma exquisito… y sus espinas duras y crueles.

Es verdad: en el breve tallo de la flor cortada hay tres o cuatro espolones de temible aspecto.

—Por eso amo las rosas, porque no son inocentes, aunque lo parecen… Escucha, mi Leo: además de matar, la cantárida posee otras propiedades. Si mezclas el cocimiento ponzoñoso con miel en las proporciones adecuadas y luego te lo comes, el cuerpo se te enciende como un fuego y eres una pura llama de gozo carnal, hasta un punto que no podrías ni imaginar. Pero para alcanzar ese paraíso de los sentidos tienes que ser sabio, para controlar la exactitud de la mezcla, y valiente, para que no te importen las consecuencias…

Tengo la boca seca.

—Pero vos sois la Dama Blanca…

No sé por qué, he vuelto a utilizar la voz de cortesía.

—Es cierto, lo soy.

—Quiero decir que… Perdonadme, pero… Yo había oído que os llamaban así porque sois doncella.

—En efecto, así es.

—Pero entonces…

Dhuoda alarga la mano y roza mi boca con los pétalos de la rosa, para hacerme callar. Luego me agarra por la cintura con el otro brazo y tira de mí hacia ella. Continúa sentada sobre la alta cama y su rostro está a la altura de mi pecho.

—Duquesa…

—¿Quieres volar conmigo, Leo? No hace falta subirse a las almenas… Podría untar miel de cantárida en mis labios… y podrías comerla de mi boca.

Doy un tirón y un paso hacia atrás y me desprendo con rudeza de su abrazo:

—No sabéis de lo que habláis, mi reya… Es decir, me siento muy honrado pero… No puedo hacerlo, Dhuoda. Y, además, ¡vos sois la Dama Blanca!

La Duquesa ríe.

—Claro que lo soy. ¿Y eso qué importa? Dime, mi buen Leo…, ¿por qué no puedes hacerlo? ¿Porque no te gusto? ¿O acaso tienes miedo de que descubra tu verdadero cuerpo?

Callo, consternada.

—Mi querida Leo, mi linda guerrera…, ¿acaso creías que me tenías engañada? Hace tiempo que sueño con tus ojos azules… y con las suaves y redondas formas que se ocultan bajo tu cota de malla. Y ahora que ya ha quedado todo claro, ¿de verdad no te atreves a jugar conmigo?

La cabeza me da vueltas. Me da miedo desdeñarla, pero nunca he deseado a una mujer. ¡Pero si ni siquiera he gozado de varón! La sola idea de tocarla me parece imposible.

—Dhuoda, Dhuoda… Perdonadme, Dhuoda. Perdonadme por engañaros sobre mi condición, y por ser tan torpe y tan estúpida. Sois maravillosa. Sois bellísima, elegante, refinada. La mejor anfitriona, la más generosa. Pero yo sólo soy una pobre campesina, joven e ignorante. Haría todo lo que me pidierais, pero no esto. No me siento capaz de hacer lo que queréis. Por favor, mi Dama, por favor…

Estoy aterrorizada y ella lo advierte. Hace un mohín amargo, o quizá triste, y se recuesta en el lecho.

—Está bien. Por desgracia, éste es un juego que se juega a dos. Yo podría amenazarte… Podría revelar tu verdadera naturaleza y castigarte por fingirte varón. Pero tranquilízate, no voy a hacerlo.

—Gracias por vuestra magnanimidad, mi reya.

—No es magnanimidad, pequeña Leo, sino amor. Un sentimiento que no sé si me gusta. El amor te ablanda por dentro y quiebra las piernas de tu orgullo. Disfruta de este privilegio, Leo: entran aún menos personas en mi amor que en mi alcoba. Sin embargo, es una pena. Y lo que más lamento es que ni siquiera seas capaz de imaginar lo que te estás perdiendo.

Estira el brazo y vuelve a pasar la rosa por mi cara con un roce levísimo. Permanezco petrificada mientras la flor me acaricia las mejillas, la nariz, mientras el terciopelo de los pétalos explora mis labios. Dhuoda me contempla con una mirada fija y quieta, sus ojos en mis ojos, dos simas de negrura. Ahora, sin dejar de mirarme, se lleva la rosa a la boca. Sus pequeños dientes, blancos y afilados como los de un animal, muerden las suaves hojas con fiereza. Corta y mastica y traga. Se está comiendo la flor. La devora lentamente, con impavidez y obstinación. Primero desaparecen los pétalos, después la rizada base verde, luego el corto tallo erizado de espinas. Aterra ver entrar los formidables pinchos en su boca, pero ella sigue masticando sin hacer ni un gesto. Transcurre un tiempo interminable; Dhuoda ha dejado de rumiar y ya no queda nada de la rosa. La Duquesa sonríe:

—Tienes razón, Leo. No eres más que una campesina ignorante. Pero es posible que algún día llegues a aprender lo cerca que está el placer del sufrimiento.

Y una gota de sangre resbala por sus labios y cae sobre la inmaculada seda blanca del vestido.