Nos hemos pasado dos jornadas enteras en Lou negociando el botín del torneo. Por un día de justas, dos días de controversias monetarias. Menos mal que Nyneve está acostumbrada a este comercio:
—Ah, sí, esto es lo más pesado de las justas…, todos los acuerdos económicos que hay que discutir y afinar después… Sobre todo en torneos como éste, en los que predominan los bachilleres que ignoran las verdaderas normas de la caballería… Aunque debo decirte que también me he topado alguna vez con duques avaros y reyes miserables y tramposos.
Al final me he quedado con el caballo del hombre tembloroso, un percherón robusto de largos y amarillentos pelos en las patas, y hemos aceptado una libra en lugar de su ornamentada ropa de hierro. Todo cuanto llevaba mi segundo vencido, el muchacho de la armadura grande, era alquilado, incluyendo el jumento. No nos quedó más remedio que tomar en prenda al propio caballero y pedir rescate por él a su rey, que por fortuna era el de Lou, porque sí se hubiera tratado de un rey más lejano habríamos tenido que esperar muchos días y, para peor, alimentarlo en el entretanto. Le hemos perdonado al joven el coste de las armas y de la armadura y nos hemos contentado con recibir otro caballo, un castaño un poco entrado en edad, pero bastante bueno. En cuanto al botín de mi tercer vencido, se lo entregue íntegramente al brabanzón ante quien me rendí. Henos aquí, pues, con nuestras cuentas hechas, libres y ricas, cada una montada en un bridón. Contemplo el mundo desde arriba y ahora sí que me siento un caballero.
Poco después de salir de Lou hemos encontrado un pequeño río que al parecer es afluente del Tarn, Estamos siguiendo el sinuoso sendero que se ciñe a su curso y que conduce hasta un estrecho puente de piedra que nos cruzará a la otra orilla. Pero sobre el puente hay alguien.
—Vaya… No sé si esto me gusta —dice Nyneve.
Ese alguien, ahora lo veo, es un hombre de hierro… Peor: es el caballero que acompañaba a la noble Dama del torneo. Que también está aquí, sentada sobre unos cojines de seda, almorzando a un lado del camino. Sus criados le sirven algo de beber en un diminuto vaso de oro. Me detengo al llegar a su altura y la saludo con una inclinación de cabeza. Quiero continuar mi viaje, pero el hombre de hierro, montado a caballo y con su lanza, está plantado en mitad del puente y me impide el avance.
—Rey, no nos dejáis pasar.
—Rey, si queréis cruzar este puente, tendréis que combatir antes conmigo.
Nyneve resopla a mi lado, exasperada:
—Ya empezamos con estas tonterías caballerescas… —masculla.
Yo miro alrededor, por ver si hay otra manera de seguir el sendero. Pero por aquí las laderas del río son abruptas y están llenas de zarzas, y la corriente parece encajonada y bastante fuerte. Además, dudo que el caballero me hubiera permitido vadear el afluente sin lanzarse contra mí. No lo entiendo. ¿Por qué?
—¿Por qué queréis que combatamos? No os deseo ningún mal y no os he hecho nada.
El hombre se ríe, despectivo.
—Qué extraña pregunta… ¿Por qué quiere el pájaro volar y el corzo correr? Está en mi sangre de caballero… Es el orgullo de la espada. Soy sir Wolf de Cumbria, y provengo de once generaciones de grandes guerreros. Ni mi padre, ni el padre de mi padre, ni el padre del padre de mi padre murieron en casa. Todos mis antepasados perecieron por el frío acero en la batalla.
Lo dice con orgullo, escupiendo las palabras. Pero yo no entiendo por qué se enorgullece de matar y ser muerto sin sentido, por una mera baladronada sobre el cruce de un puente.
Miro a la Dama, esperando encontrar en ella alguna sensatez. Pero la joven mordisquea un pastelillo de carne y me sonríe, maliciosa y aparentemente divertida con la situación.
—Pues yo no quiero pelear con vos. Además, ni siquiera dispongo de lanza.
—Da lo mismo. Lucharemos a pie y con la espada. Esa cobardía que estáis demostrando, además de vuestra falta de blasones, me hace sospechar que no sois un caballero, sino un impostor. De manera que, o bien lucháis conmigo como un hombre, o bien acabo con vos como quien acaba con una rata, en castigo a vuestro atrevimiento de farsante. Escoged lo que prefiráis.
Lo dice en serio, lo sé. Los hombres de hierro pueden ser así de arbitrarios y de violentos. Llevamos armas verdaderas y el combate está planteado a sangre, quizá a muerte. Es la lucha más peligrosa a la que me he tenido que enfrentar hasta ahora, pero por alguna razón no siento miedo… Siento una aturdida y hueca extrañeza, como si me hubiera salido de mi cuerpo, como si estuviera contemplando la escena desde fuera. Suspiro y me bajo del percherón. Le entrego las riendas a Nyneve:
—No sé para qué sirve que seas bruja, si no puedes hacer algo en estos casos… —le susurro.
—Siempre hago algo, aunque tú no lo adviertas.
Descuelgo mi escudo de la silla y lo embrazo; luego desenvaino la espada y me vuelvo hacia el puente. Sir Wolf ya ha desmontado y me está esperando. Hace un hermoso día de otoño y los árboles estiran sus ramas desnudas para gozar de los últimos soles. Es curioso: tengo la sensación de que el mundo se ha detenido y de que puedo apreciarlo todo al mismo tiempo con una minuciosidad extraordinaria. Las peladas copas de los árboles, las sombras alargadas de la tarde, el mirlo de pico rojo que curiosea la escena posado en el pretil, las frías y revueltas aguas del río, los peces que centellean entre la espuma, la Dama que arruga la boquita para escupir un hueso de su comida, el inquieto piafar de mi caballo, el siseo lento y cauteloso de la armadura bien engrasada de mi rival.
Súbitamente, la vorágine. Relámpagos de velocidad y de acción pura. Entrechocar de hierros, repique de espadas. Jadeos que no sé si salen de mi garganta o de la de mi oponente. Giro y golpeo y me agacho y me inclino, bailo sin pensar la danza del acero. Hasta que, de pronto, el ritmo se interrumpe. Algo ha sucedido. Mi espada gotea sangre. He herido a mi enemigo en un costado, un tajo profundo que ha cortado los eslabones de su loriga: nunca me hubiera creído capaz de hacer algo así. Entonces todo se viene abajo. No sé qué me sucede. Dejo de contemplar la escena desde fuera y ahora sólo soy consciente de mi hoja ensangrentada, de la tremenda herida. Pierdo mi concentración, descuido mi postura. Sir Wolf se arroja hacia delante con un grito de rabia y me clava su espada en el pecho. La noto penetrar, fría y abrasadora al mismo tiempo, un hielo que quema. El cielo todavía está azul y en el aire limpio y quieto ya se huele el invierno.
Adiós, Leola, adiós, despídete para siempre de esta tarde tan bella, me dicen afectuosamente las truchas desde el brillante tío. Las rodillas se me doblan, la vista se nubla. Caigo dentro de la oscuridad con un gemido. El cuerpo duele, Maestro.
Llevo largas semanas tumbada boca arriba, contemplando el techo de madera labrada del castillo de Dhuoda. Me he aprendido hasta la última muesca, hasta el más pequeño detalle que la gubia del maestro ebanista ha extraído del leño, esa lengua retorcida del dragón que remata la viga, esos ojos expresivos y asimétricos del rostro sonriente en el rosetón central. Al caer la tarde, la oscuridad va trepando por la madera y borrando los contornos de las figuras talladas. Duermen también ellas, encima de mí, durante las noches; a veces incluso me parece escuchar sus ronquidos. Durante los largos días de fiebre y de delirio, se me antojaban monstruos furiosos. Ahora son amigos, cómplices prudentes de mi secreto.
—Nyneve, ¿cómo es posible que no hayan advertido que soy una mujer?
—Sólo te he cuidado yo. Y prohibí que te viera ningún médico. Lo cual, por cierto, te ha salvado la vida, porque son unos médicos malísimos.
Aun así, no lo entiendo. Llevo mucho tiempo aquí y las criadas me han visto febril y quizá delirando con mi voz de mujer. Mientras estuve aprendiendo a combatir con el Maestro, intenté adquirir gestos y maneras de varón: para sentarme, para caminar, para mover las manos. Además, hablo siempre en voz baja y susurrante, en el registro más grave que puedo extraer de mi garganta. Y nunca río en público. La risa, lo he descubierto, es femenina. Sin embargo, me sigue asombrando que los demás admitan mi añagaza sin plantearse dudas ni preguntas. Tal vez sea simplemente una cuestión de costumbre. Tal vez las rutinas nos cieguen y sólo veamos lo que creemos que debemos ver. Recuerdo ahora a ese primo del señor de Abuny… Era tan bello y delicado que le llamaban La Pucelle, La Doncella. Era un gran guerrero y murió combatiendo en tierra de infieles. Ahora que lo pienso, quizá La Pucelle fuera una mujer… y quizá los demás no nos diéramos cuenta porque ni siquiera nos detuvimos a planteárnoslo.
La espada de sir Wolf se clavó por debajo de mi clavícula y por encima de mi corazón. Me lo ha explicado Nyneve, que tiene un extraordinario conocimiento del cuerpo humano y que desde luego posee la mágica sabiduría de curar. También ha salvado a sir Wolf, que al parecer ha estado más grave que yo, porque mi tajo le cortó las entrañas y esas heridas enseguida se pudren y te envenenan con sus humores mortales. Yo perdí mucha sangre y tuve calentura. Recuerdo vagamente a Nyneve sentada a horcajadas sobre mí, cosiéndome la herida y aplicando emplastos de esas raras hierbas que ella siempre guarda en sus alforjas. Ahora llevo semanas de convalecencia, y disimulo el retorno de mis fuerzas por el placer de gozar de esta vida suntuosa que jamás pensé que conocería. Mi lecho es amplio, cálido y suave como plumón de pato. Solícitas sirvientas me traen tres veces al día los bocados de comida más exquisitos. He gustado un pan tan blanco y fino como nunca pensé que existiera, acostumbrada como estaba al pan negro de sorgo. He probado el hipocrás, ese delicioso vino caliente y especiado de los ricos, y ahora es mi bebida favorita. Veo nevar a través de los vidrios emplomados de la ventana, pero en la chimenea de mi cuarto siempre crepita el fuego. Y de cuando en cuando viene a visitarme Dhuoda, la misteriosa y bella mujer del torneo de Lou, también llamada la Dama Blanca porque solamente viste ese color. Ahora, por el frío, viene envuelta en hermosas capas de seda forradas con armiño. Dhuoda me está enseñando a jugar al ajedrez, un extraordinario pasatiempo procedente del reino árabe de Valencia.
—Bueno, el ajedrez viene de más antiguo… Hace ya más de un siglo, mi pariente el rey Alfonso VI de Castilla levantó el sitio a la ciudad mora de Sevilla porque perdió una partida contra el rey al-Mutamid… Eso sí, Alfonso se llevó el ajedrez, que era de sándalo, oro y ébano, y duplicó el tributo que le tenían que pagar los sevillanos… —me explicó Dhuoda con un gracioso mohín de suficiencia—. Pero hace poco, en el Reino de Valencia, añadieron al juego la figura de la reina. Y eso es esencial. Ahora que ya sabes jugar, Leo, ¿tú te imaginas el ajedrez sin reinas? Sería como el hipocrás sin especias… Algo muy aburrido e insustancial. El mundo necesita reinas y los hombres nos necesitáis a las mujeres.
Nyneve desconfía de Dhuoda. Dice que le ve el aura, que es como el halo de luz que llevan los santos en torno a la cabeza, y que la tiene negra. Dice que es una mala bruja, aunque todavía no lo sepa. Dice que la Dama pertenece a un tipo de personas que ella, Nyneve, conoce muy bien y que aborrece: aquellas que han sufrido un dolor y que por eso se creen justificadas para cometer cualquier tropelía, como sí los demás individuos les debieran algo para siempre.
—Pero ¿qué dolor ha sufrido Dhuoda?
—No seré yo quien hable. Que te lo cuente ella.
A mí la Duquesa me parece una joven mimada y malcriada, caprichosa y arbitraria, pero fascinante. Es culta e inteligente; posee, según me dicen, una biblioteca de casi trescientos volúmenes. A veces es despótica y otras veces muy dulce y seductora. Jugó con nosotros, con sir Wolf y conmigo, haciéndonos combatir sin que le inquietara lo que pudiera sucedemos. Pero luego nos ha recogido en su castillo y nos cuida y atiende magnánimamente. La Duquesa está viuda; su marido, el duque Roger de Beauville, ha muerto en las cruzadas. El Duque era un hombre bárbaro y cruel a quien todos llamaban Puño de Hierro desde que, una noche, un joven paje tropezó y vertió el plato de comida que le estaba sirviendo. Al parecer el paje no se disculpó con la vehemencia y la humildad que Beauville reclamaba, y entonces el Duque le agarró por el cuello, le arrastró hasta la enorme chimenea y le mantuvo allí dentro, entre las llamas, hasta que el joven se achicharró y su propio brazo quedó convertido en un carbón. Tuvo que usar a partir de entonces un guantelete de hierro del que se sentía tan orgulloso que incluso lo adoptó como apodo y enseña.
Hoy la Dama Blanca nos ha enviado dos juegos de ropas finas para Nyneve y para mí. Sabe que estoy bastante recuperado y quiere que baje a cenar con ella a la gran sala del castillo. Son unas vestiduras magníficas, sobre todo las mías: zapatos de cordobán colorado, calzas de seda, una casaca larga de piel de marta y, por encima, una sobreveste de tela carmesí con cinto de plata. Nos aseamos con el agua caliente que han traído los sirvientes, nos recortamos el pelo y nos ataviamos con nuestras ricas ropas. Me miro en el espejo: pálida y delgada como estoy, parezco más que nunca una mujer disfrazada de hombre. Hundo el dedo en las cenizas del hogar y ensombrezco un poco mi labio superior, mi entrecejo y mi quijada, para fingir un bozo que no tengo. Menos mal que es de noche y la luz temblorosa de las antorchas empaña la visión con un baile de sombras.
Cuando un paje nos conduce por el laberíntico interior del castillo hasta la sala principal, los demás comensales ya están sentados alrededor de la mesa de roble.
La estancia es enorme y, aunque dispone de dos grandiosas chimeneas, una a cada lado de la habitación (sin duda Puño de Hierro abrasó al muchacho en una de ellas), y aunque ambas están encendidas con voraces fuegos que crepitan tanto como el incendio de un bosque, el aposento resulta helador: por eso Dhuoda nos ha proporcionado ropas tan abrigadas. Todos vestimos pieles por debajo de nuestros finos trajes cortesanos, menos la Duquesa, que lleva la piel por fuera y se envuelve en su manto de armiño como el apretado capullo de una rosa blanca.
A la mesa está sir Wolf, a quien no había vuelto a ver desde la contienda. Le encuentro muy desmejorado e incluso un poco encorvado sobre el costado que le tajé, como si le doliera enderezarse. Le he reconocido por su nariz un poco ganchuda, sus ojos amarillentos, su rostro cuadrado y obstinado, como de ave rapaz. Me saluda con una especie de gruñido, pero tengo la sensación de que, tras casi haberlo matado, me tiene cierto aprecio. A su lado hay un hombre de unos treinta años. Un religioso. Es alto y musculoso, con los hombros anchos y la reciedumbre de un guerrero; pero posee una delicada cabeza almendrada, más pequeña que lo que su cuerpo parecería exigir. Su cráneo está cubierto de una fina capa de rizos apretados, menudos y muy negros; su barba, igualmente rizosa, está muy recortada y bien cuidada. Tiene los labios gruesos, la nariz recta, unos grandes ojos soñadores y oscuros, sombreados por larguísimas pestañas. Lleva un forro de piel de zorro que asoma por el cuello y por las mangas, y encima un hábito frailuno de hechura perfecta y rico paño de lana. Es un varón muy hermoso.
—Bien, me alegra comprobar que todos los heridos ya están lo suficientemente recuperados como para sentarse a mi mesa —dice Dhuoda alegremente—. A sir Wolf ya lo conocéis. En cuanto a fray Angélico, es mi primo, además de una de las águilas de la Iglesia. Cuidaros de la dulzura de su rostro, porque es inteligente, inflexible e influyente. Ellos son Leo y Nyne.
—A fe mía que son nombres breves… y no se puede decir que ofrezcan mucha información sobre vuestra procedencia… —contesta el fraile con suave y socarrona voz.
—Son invitados míos y con eso te basta, primo.
—Y, además, yo atestiguo que el caballero Leo sabe combatir con honor y fiereza —interviene sir Wolf con gallardía.
—Por supuesto, por supuesto… Nunca lo he dudado. Además, me gustan los misterios.
El fraile me mira y un chispazo de sonrisa le enciende la barba. Parece encantador. Yo también le sonrío. Luego recuerdo que soy un caballero y recompongo el gesto. Leola, ten cuidado; los varones atractivos son un peligro. Por fortuna, es un fraile.
Los criados van trayendo platos y más platos deliciosos: puerros tiernos con avefrías, pasteles de alondra, cerdo relleno. Crecí sin saber que se podían degustar cosas tan exquisitas como todas las que estoy probando en este castillo. Comemos con avidez y gula, mientras el hipocrás nos endulza la garganta y el corazón.
—Mi primo llegará a Papa, os lo aseguro…
—Dhuoda, por favor… —le reconviene graciosamente fray Angélico.
—Por lo pronto, es el asistente y consejero más preciado de Bernardo de Claraval, ya sabéis, el gran Bernardo.
—Le llaman el Doctor Melifluo, por su verbo dulce y maravilloso. Dicen que es un santo —interviene sir Wolf con la barbilla brillante de grasa.
—Un santo que predica la muerte, curiosamente. Ha sido el gran impulsor de las órdenes militares y sus encendidos y elocuentes sermones han originado las grandes matanzas de las cruzadas. Más que de miel, sus palabras parecen ser de afilado acero —dice Nyneve.
Todo el mundo la contempla con extrañeza. Incluso yo misma. ¿Acaso las órdenes militares no son unas instituciones nobilísimas, el mejor ejemplo del honor y el servicio caballeresco? Y en cuanto a los muertos, ¿no es justa la guerra cuando es contra el infiel?
—Son los enemigos de Cristo, los enemigos de nuestro mundo. Es la guerra, una guerra santa —dice precisamente sir Wolf.
—Bueno, la verdad es que cuando Godofredo de Bouillon entró en Jerusalén, no se detuvo a preguntar cuáles eran las creencias de sus habitantes. En la carnicería que organizó murieron musulmanes, judíos y cristianos orientales. Sí, también cristianos. Y niños, y mujeres. Murieron todos —insiste mi amiga.
—Cuando Godofredo de Bouillon entró en Jerusalén, el gran Bernardo de Claraval apenas sería un niño de diez años. Poco pudo predicar esa gesta que vos llamáis carnicería —dice fray Angélico con rápida dureza. Y luego prosigue endulzando el tono—: Mi buen amigo Nyne, es cierto que el dolor humano repugna al alma cristiana… El monje es precisamente is qui luget, el que llora por los pecados de los hombres. Y estoy dispuesto a concederos que tal vez en el fragor de la contienda se cometieran excesos. Pero no es menos cierto que nos encontramos inmersos en una gran batalla del Bien contra el Mal, de la Cristiandad contra el infiel. Estamos ante un enemigo poderoso y terrible que ansia exterminarnos. Un enemigo que carece de compasión, os lo aseguro. ¿Recordáis a aquellos pobres desgraciados que se dejaron entusiasmar por la prédica del pastorcillo de Vendóme? ¿Aquella cruzada llamada de los Niños? Acabo de enterarme de que, tras sufrir grandes calamidades, los peregrinos llegaron a Marsella, como tenían previsto; pero allí los truhanes con los que viajaban, en connivencia con los infieles, les subieron, engañados, en los barcos de los traficantes de esclavos, a quienes los habían vendido. Las pobres criaturas creían que se dirigían hacia Tierra Santa, pero en realidad las llevaron a los harenes y burdeles de Egipto.
Una opresión en el pecho que me impide respirar. Guy, el pobre Guy. Y el Maestro. ¿Qué habrá sido de ellos? Y todos aquellos muchachitos y muchachitas, toda esa juventud entusiasmada… Ahora recuerdo con vividez a aquellos personajes de extraña catadura que les acompañaban. Lobos que pastoreaban a los corderos. Imagino a los niños en sus manos y siento náuseas.
—Y luego están, como seguramente sabéis, los terribles monjes militares del Islam… Los ashashin. Son tan peligrosos y crueles que la palabra asesino, que ahora ya empleamos de modo habitual en la lengua popular, la hemos aprendido de su nombre… Sólo deben obediencia a su Gran Maestre, el Viejo de la Montaña, y viven en inaccesibles fortalezas que ellos llaman ribbats y que, en alguna heroica ocasión, han sido tomadas y ocupadas por caballeros templarios… Su ferocidad es tal que están obligados por juramento a no abandonar ningún combate mientras el número de sus enemigos no les supere por más de siete a uno… Nuestros templarios, que son los más aguerridos de entre todos los caballeros cristianos, sólo están juramentados para resistir hasta cuatro contrincantes. Claro que los ashashin se ayudan del hashis, una sustancia intoxicante que ingieren momentos antes de la batalla… Como veréis, mi apreciado Nyne, necesitamos órdenes militares para luchar contra estos demonios. Además, ¿no creéis que la cruzada posee el beneficio añadido de ofrecer un objetivo de gloria a los jóvenes caballeros? Sin eso, nuestros caminos estarían llenos de guerreros segundones y turbulentos, de iuvenes airados buscándose la vida y organizando contiendas contra sus propios hermanos. Y os ruego que me perdonéis, si por ventura ése es vuestro caso.
—No hay ofensa, mi querido fray Angélico. Tenéis mucha razón en lo que decís, y yo no dudo de la brutalidad y la miseria de los hombres. Pero a veces pienso que tal vez podríamos relacionarnos de otra manera con los infieles, quienes, por cierto, consideran que los infieles somos nosotros. Sabed que no todo el mundo está a favor del enfrentamiento y de la muerte. Escuchad estos versos:
Mi corazón lo contiene todo.
Una pradera donde pastan las gacelas,
un convento de monjes cristianos,
un templo para ídolos,
la Kaaba del peregrino,
los rollos de la Torah
y el libro del Corán.
—Decidme, fray Angélico, ¿qué os parecen?
—Interesantes y heréticos. ¿De quién son?
—Del poeta sufí Ibn Arabi.
—De un infiel, desde luego.
—De alguien con el alma lo suficientemente grande como para querer que quepamos todos dentro de ella.
—Sois un extraño escudero, mi querido Nyne…, más me parecéis un estudioso, un polemista… Y tenéis unas ideas peligrosas. Hemos quemado a más de un hereje por causas menores…
—¿Hemos, fray Angélico? —intervengo yo, apenada e inquieta—. ¿Queréis decir que vos mismo habéis participado en alguno de esos procesos?
Cierro la boca, asustada de mi propio atrevimiento. Estaba dispuesta a no decir nada en toda la noche, porque no me siento segura de mí misma en este ambiente. Pero me incomoda imaginar a este hombre tan hermoso encendiendo una pira. El fraile me mira con sus penetrantes ojos y vuelve a sonreír con suavidad.
—Ya he dicho que el dolor humano repugna al alma cristiana. Habló de la doctrina de la Iglesia…
—Os estáis poniendo muy aburridos con esta discusión, primo —dice Dhuoda con gracejo liviano—. Y, además, es verdad que la Iglesia está quedándose anticuada.
—Mi reya… —se escandaliza el pobre sir Wolf, que empieza a parecerme un alma simple.
—Sí, sí, muy anticuada. Pero ¿acaso no os dais cuenta de lo mucho que están cambiando las cosas, sir Wolf? Sin embargo, la Iglesia sigue igual, empeñada en repetir que hemos venido a este mundo a sufrir y poniendo al santo Job como ejemplo perfecto de la vida cristiana…, ese santo Job lleno de llagas y de calamidades que se revuelca en el estiércol… Pero ¿quién quiere sufrir? Yo desde luego no. ¿Y por qué va a ser pecado la felicidad? ¿Por qué no va a poder entrar en el Cielo alguien que ha sido feliz?
—Claro que puede, Dhuoda. Los santos son felices en su renuncia y en su…
—¡No hablo de eso, primo! Hablo de los placeres de la vida. Hablo de los bellos ideales de las damas y del amor cortés… Las mujeres estamos haciendo del mundo un lugar más hermoso… Gracias al empuje de las damas existen los torneos… ¿Y no son mejores y más caballerescos los torneos que las guerras? Pues a pesar de ello, la Iglesia los prohíbe. Gracias a las damas hay poesía y los libros han salido de los monasterios. Hoy los guerreros nos aman y nos reverencian, y para hacerse dignos de nosotras han abandonado sus costumbres bárbaras. Hoy un buen caballero no sólo tiene que ser un buen combatiente en el campo de justas, sino que, además, debe saber leer, y cantar versos, y lavarse y cortarse el pelo, y llevar las uñas limpias, y no enjugarse la grasa de los dedos en la camisa…
Sir Wolf se ruboriza y esconde sus manazas bajo la mesa.
—Hoy el mundo es un lugar más bello y más amable gracias a nosotras, pero ¿acaso la Iglesia nos lo reconoce?
—Mi querida prima, justamente la Iglesia venera a la Primera Dama, a la Madre Amantísima, a Nuestra Dama la Virgen María…
—Ah, sí…, menos mal que la Virgen María nos ampara —interviene Nyneve—. Decidme, fray Angélico, vos sin duda sois Doctor en Teología y sabéis mucho… ¿Desde cuándo se venera a Nuestra Santa Madre?
—¿Cómo que desde cuándo? Desde siempre, desde que trajo al mundo a Nuestro rey.
—Naturalmente, sí, naturalmente… Pero ¿no es verdad que la Santísima Virgen apenas ocupaba antes lugar en los cultos? ¿No es cierto que ha sido justamente en los últimos tiempos cuando se ha reconocido oficialmente su preeminencia, y cuando han empezado a construirse las nuevas y hermosas catedrales consagradas a Nuestra Dama?
Los hermosos ojos del fraile relampaguean.
—Es verdad que los últimos concilios han tratado de manera especial la figura de la Virgen María… Pero ¿qué queréis indicar con esto, mi obcecado Nyne? ¿Acaso sugerís que la Santa Iglesia está promoviendo el culto de la Madre del rey como respuesta a esa insensata y minúscula moda de los juegos cortesanos de las damas?
—No sugiero nada, fray Angélico. Sólo pienso que, como dice mi señora Dhuoda, los tiempos están cambiando, y los seres humanos empiezan a tener cierta valía por sí mismos, independientemente de su sexo y de su condición en el mundo: mirad a los hombres libres, a los burgueses…
—¡Ah! Eso sí que no es un avance. Esos plebeyos que se creen con derechos… No son más que campesinos encerrados entre murallas —interviene apasionadamente la Duquesa.
Nyneve hace una cortés inclinación de cabeza hacia Dhuoda:
—No es mi deseo llevar la contraria a una anfitriona tan encantadora y tan magnánima… Pero, en fin, en cualquier caso coincidiréis conmigo, Duquesa, en que hoy las mujeres parecen ocupar posiciones de mayor rango.
—Y aunque fuera así, que por cierto no lo es —interviene fray Angélico—. Pero, aunque fuera tal como decís, y Nuestra Madre Iglesia estuviera intentando dar cabida en su amplio seno a esos nuevos sentimientos que aseguráis que tienen sus feligreses, ¿no sería esto algo bueno? ¿No sería la prueba de que la Iglesia está viva y se mueve con las necesidades de su rebaño? ¿Cómo podéis censurar a la Iglesia al mismo tiempo por estar anticuada y por cambiar demasiado?
—Es verdad eso que contáis de las mujeres, querido Nyne —tercia la Dama Blanca—. He oído hablar de esa nueva secta llamada de los tejedores…, dicen que los condes de Tolosa se han convertido a ella… Al parecer, aseguran que el infierno no existe y que tenemos derecho a ser felices. Y entre ellos, las mujeres tienen tanta preeminencia como los hombres. A lo mejor yo también me convierto.
El rostro de fray Angélico se crispa.
—Dhuoda, no sabes de lo que estás hablando… Esos tejedores o cátaros son unos seres endemoniados y muy peligrosos. Están organizando una verdadera Iglesia paralela, la Iglesia del Diablo, porque sostienen que Dios y el Diablo poseen el mismo poder. Tienen el alma tan sombría como sus ropas, pues siempre visten de negro. No juegues con las ideas heréticas, prima mía, pecas de ligereza. Porque sé bien que sólo es un juego para ti. Tú nunca te aliarías con los cátaros.
—¿Ah no? ¿Y por qué no? —dice Dhuoda, retadora.
—Porque tú siempre estás con el poder. Tú eres el poder. Y ellos van a perder.
La Dama Blanca se echa a reír.
—Ahí te doy la razón, primo. Sin duda nos conocemos bien. Pero basta ya de temas tristes y serios. Que pasen los acróbatas. Y que sirvan los postres.
Los criados aparecen con nuevas fuentes: barquillos de moras, frutos secos del Garona, confituras dulcísimas. Con ellos ha entrado un pequeño grupo de malabaristas y saltimbanquis. Arrojan al aire bolas pintadas con purpurina de oro y hacen maravillosas contorsiones sin que las esferas se les caigan al suelo. A la luz de las antorchas, el efecto es fantástico: las bolas echan chispas en la penumbra y parecen flotar o volar por sí solas. Cuando acaba el número, uno de los acróbatas, el de mayor edad, coge una vihuela y se acerca a la mesa.
—Mi hermosa reya, mis reyes, ruego vuestro permiso para contaros la historia más extraordinaria que jamás he escuchado, Se trata de la historia del rey Transparente.
Nyneve, a mi lado, da un respingo.
—Sucedió hace muchos años en un reino lejano. Era un reino más o menos feliz, tan dichoso como pueda serlo el incierto destino de los humanos. Cuando menos, llevaban tantos años de paz que no recordaban ninguna guerra, y eran gobernados por un rey tranquilo, hijo, nieto y bisnieto de otros reyes tranquilos que lograron morir de viejos y en el lecho. Pero nuestro monarca tenía un problema, y era que…
Nyneve está de pie: la miro extrañada, porque no sé si quiete decir algo, o interrumpir el relato, o arrojarse sobre el hombre. Súbitamente, un estruendo infernal explota en mis oídos. Me vuelvo hacía el acróbata, pero ya no está. Es decir, no está en pie, sino sepultado bajo la gran lámpara central de la sala, una corona de hierro donde se sujetan cuatro hachones. Todo el artefacto, más la pesada cadena que lo sustenta, se ha desplomado sobre el trovero. Sus compañeros gritan, lloran y se afanan, junto con los criados, en sacar el cuerpo destrozado de debajo de la trampa metálica. Dhuoda está indignada.
—¿Quién prendió esos hachones, quién ajustó la lámpara? ¡Qué servidumbre tan inútil!
Y, contemplando la carne rota y ensangrentada del acróbata, la Duquesa arruga con desagrado su blanca naricilla y remata:
—Bendito sea Dios, se nos podría haber caído encima a cualquiera. En fin, menos mal que no ha ocurrido nada.