Nunca he visto un torneo

Nunca he visto un torneo y debo admitir que, a mi pesar, estoy interesada e incluso un poco emocionada. A mi lado, Nyneve arruga el ceño con gesto despectivo.

—¡Qué cantidad de polvo! ¡Qué campo de justas tan inmundo! ¡Y qué personajes tan lastimosos!

El encuentro se celebra en una explanada de tierra a las afueras del pueblo, cerca de la torre del señor de Lou, que en realidad no es una torre, sino una morada rudimentaria y pobre, más parecida a una casa grande de labor que a un castillo.

—Ya me he enterado de todo: el señor de Lou era un pequeño vasallo de un noble, y acaba de conseguir su señorío casándose con una sobrina segunda de su antiguo patrono… —explica Nyneve.

Unos maderos sin cepillar clavados unos encima de otros hacen las veces de asiento para la muchedumbre. En las esquinas, unas cuantas banderolas blancas y verdes. El señor de Lou está subido a una tarima y encogido en un sillón, más que sentado. Es un hombre un poco jorobado y de rostro carnoso y aturdido. A su lado se encuentra la que debe de ser su esposa, una mujer flaca con expresión de remilgado disgusto.

—Y esa pareja de mediana edad que está detrás, con los rostros tan redondos como cebollas, son el cura de Lou y su mujer —dice Nyneve.

—¿Su mujer? En Mende el cura no puede tener esposa…

—Oh, claro que no, mi Leo. Hace ya por lo menos un centenar de años que la Iglesia decretó el celibato, pero, ya ves, la mayoría de los curas de los villorrios siguen casados: el poder papal tarda en llegar a estos rincones… De hecho, ese clérigo ni siquiera debería estar aquí, porque el Santo Padre ha condenado y prohibido los torneos. Dice que son unas ferias detestables y ha dispuesto que los caballeros que mueran en una justa no puedan ser enterrados en sagrado. Pero no te preocupes, porque las órdenes militares han decidido desobedecer al Pontífice en este punto y siguen admitiendo en sus cementerios a los guerreros caídos en los torneos. No te quedarás sin enterrar.

Debe de ser una broma, pero yo no tengo ganas de reír. Está locuaz Nyneve: supongo que habla y habla para entretener la larga espera, para intentar disolver con sus palabras el peso de mi angustia. Para que me olvide de que mi rucio apenas trota y de que no creo ser capaz de ponerlo al galope.

—Tranquila. Recuerda que soy maga. Le haré un conjuro a tu caballo y volará como una golondrina sobre el campo.

Sus palabras no me serenan demasiado. Los contendientes estamos agrupados en un extremo de la explanada, junto a nuestros escuderos y criados. Llevamos mucho tiempo preparados, pero la justa no empieza: no sé a qué estamos esperando. Sólo somos diez y, quitando un par de ellos, ninguno tiene aspecto de auténtico guerrero. Las armaduras son malas o ridículas, demasiado ornamentadas, de paseo, inútiles para la verdadera acción. Los caballeros caminan de acá para allá con grandes pavoneos por delante de los bancos de las damas, intentando atraer su atención. Pero ellas parecen estar más interesadas en los vendedores ambulantes de manzanas y de cerveza.

—Bueno, llamarles damas es mucho decir —continúa refunfuñando Nyneve—. Es el torneo más mísero y deplorable que he visto en mi vida. ¡Pero si sólo dura un día! Tenías que haber estado en Camelot, en las justas de la corte del rey Arturo. Eso sí que era un espectáculo grandioso. Los torneos se prolongaban durante dos semanas y asistían los guerreros más afamados.

Estoy empezando a acostumbrarme a las rarezas de Nyneve, pero esto es demasiado:

—No pretenderás decirme que tú sí has visto esos torneos…

—Más de una vez, en efecto.

—Todo eso sucedió hace cientos de años.

Nyneve ríe:

—Me conservo muy bien, eso es verdad… Pero sí, los he visto. Y los he conocido a todos ellos, a Arturo, a Ginebra, a Lanzarote, a Gawain… Los he tratado mucho más de lo que tú puedas imaginar.

Su boca sonríe, pero sus pequeños ojos negros están muy serios. Siento una punzada de emoción: ¿y por qué no? Todo el mundo sabe que las brujas existen, que los hechiceros no mueren, que hay personajes mágicos más allá de las leyes de la carne. ¿Por qué no va a ser Nyneve uno de ellos?

—¿Y también conociste a Merlín?

Nyneve arruga la boca:

—Oh, sí, Myrddin…, por supuesto que he tratado a ese farsante.

—¿Farsante? ¿Y por qué le llamas Myrddin?

—Ése era su verdadero nombre. Y no era mago. Era un bardo con una bella voz y con una notable habilidad para usar las palabras… Su gran acierto fue el de narrar por vez primera la historia de Arturo… Y la contó a su placer y su manera, tal y como él quiso. Se inventó la mitad.

Se puso a sí mismo como personaje y se reservó la parte más brillante. Sí, nos conocimos bien. Demasiado bien, Y como al final las cosas entre nosotros se torcieron, Myrddin se vengó inventando para mí un papel infamante.

—¿Para ti? ¿Dónde?

—Dijo que yo había engañado al gran Merlín; que había fingido enamorarme de él, para aprovecharme de su gran sabiduría. Que le había sonsacado con malas artes de mujer todos sus secretos de nigromante, y que al final le había encerrado para siempre jamás en el interior de una montaña por medio de un conjuro.

—¡Pero eso lo hizo Viviana!

—Nyneve, Viviana, Niviana, qué importa… Tengo muchos nombres. Los nombres, como las verdades, dependen de quien los utiliza. De hecho, el éxito de su mentira me ha obligado a denominarme de otro modo. Pero mira, acaba de llegar una auténtica gran Dama…

En efecto, está haciendo su entrada en el campo una joven de alcurnia, acompañada con gran pompa por varios sirvientes y por un caballero armado de aspecto formidable. Me acongojo, pensando que el guerrero puede ser un nuevo contrincante. Pero no, custodia a la Dama hasta el estrado de honor y se queda a su lado, de pie, a modo de escolta. El señor de Lou y su esposa se han apresurado a levantarse, doblando la cerviz con obsequiosa pleitesía. El jorobado cede su sillón a la Dama y ordena traer otro asiento para él. La joven se acomoda con gesto displicente, sin hacer el menor caso a sus serviles anfitriones. Desde donde estoy, que es un poco lejos, parece una mujer hermosísima. Tiene el pelo negro como la tinta, ondulado sobre la amplia frente y recogido en un rodete en la coronilla. Lleva un espléndido traje de brocado de color marfil que pone un resplandor de perlas sobre su cara, y su estrecha cintura está ceñida por un cinto de oro. El señor de Lou se ha puesto de pie y ha levantado el brazo. Un golpe de sudor frío me sube a las sienes: sí, las justas van a comenzar. Sin duda estábamos esperando la llegada de la Dama. Suena una corneta. Dos de mis compañeros se encaminan al terreno de lucha.

—Ha llegado el momento del conjuro —dice Nyneve.

Acaricia la cabeza de mi rucio y le susurra inaudibles palabras en la peluda oreja. Luego saca un puñado de pajitas secas de la alforja y se las da a comer. El animal las engulle mansamente.

—¿Para qué le das eso?

—Es un ofrecimiento propiciatorio, para captar la buena voluntad del caballo. Ya está. Correrá, te lo aseguro. Un bramido de la muchedumbre me hace mirar al campo: uno de los contendientes ha caído y el otro levanta triunfalmente la lanza. Estoy tan nerviosa que me he perdido el primer encuentro: ni siquiera lo he visto. En el sorteo me ha tocado salir en la segunda de las cinco parejas, de modo que es mi turno. Aprieto los talones contra los flancos del caballo y el animal da un nervioso respingo.

—Espera, todavía no —me detiene Nyneve—. Aguarda a que toque la corneta.

Por fin suena la señal y mi contrincante y yo salimos lentamente al campo, conducidos por nuestros escuderos, que llevan los caballos de las bridas. Nos colocan a cada uno en nuestra marca.

—Quédate tranquila, tu enemigo es menos peligroso que un estafermo… —me susurra Nyneve antes de marcharse.

Al otro lado de la explanada, a una distancia que me parece enorme, está el caballero. Es uno de los más gruesos y de los más adornados; su armadura brilla demasiado y su yelmo tiene unas absurdas alas. Unas alas que ahora mismo parecen agitarse, dispuestas a volar. El toque que debe indicar nuestra acometida está tardando en sonar un tiempo infinito. Ahora que me fijo, verdaderamente las alas del casco se mueven demasiado. Y también la lanza se cimbrea de una manera extraña. En el silencio me parece escuchar un tintineo de lata. Un rumor comienza a extenderse por el público. Un rumor crecedero. Risas, algún grito. El caballero trepida sobre su caballo. Salen al campo sus criados y corren hacia él. Estalla un alboroto entre el gentío. Mi rival está temblando. Tiembla tanto que no puede sujetar la lanza erguida y el escudo repiquetea contra su pierna. Los criados le sacan del campo y le ayudan a descender de su bridón: el pobre hombre cae al suelo como un saco de nabos. Nyneve se acerca y toma la brida de mi rucio para conducirme fuera de la explanada.

—Ya está. Has ganado. Es la justa más absurda que jamás he visto. Ya tenemos un caballo. Y una armadura. Se la cambiaremos por dinero, es espantosa.

Estoy empapada en sudor, como si de verdad hubiera combatido. Intento relajarme en nuestra esquina del campo mientras el torneo prosigue. Los cascos de los caballos levantan un polvo insoportable que irrita los ojos y se agarra a la garganta. Miro a la joven Dama: sostiene un pañuelo sobre su boca con gesto de infinito aburrimiento. Las lides se están solventando con bastante rapidez. Un caballero ha caído al primer encontronazo, otro ha sido derribado en el segundo intento y ahora la tercera pareja está combatiendo a pie, porque ambos han perdido su montura. Ninguno parece ser un rival preocupante, salvo el vencedor de la tercera justa, que desmontó limpiamente a su oponente en la primera pasada. En la explanada, el guerrero más joven se rinde. Sólo quedamos cinco.

Hay que sortear de nuevo. El criado se acerca con la bolsa donde ha colocado pequeños fragmentos de tela con nuestros colores. Dado que somos impares, uno de nosotras tendrá que combatir contra dos. Para facilitar el sorteo se han introducido en la bolsa retales de color blanco, que son nulos. A mi lado, el caballero que me parece más peligroso saca el color verde y luego una de las piezas blancas. Respiro aliviada. Introduzco la mano en la bolsa: amarillo y azul. Como el azul es el mío, lo descarto y cojo otro: gris. De manera que soy yo quien tendrá que luchar dos veces… si es que consigo ganar a mi primer rival.

—No te preocupes, has sido muy afortunada… Los dos guerreros mejores son el caballero negro y el caballero verde, y les ha tocado justar entre ellos… —dice Nyneve.

Tengo que salir en primer lugar, porque así el vencedor de la lid puede disponer de algún tiempo de descanso antes de volver a combatir. Mi rival, el guerrero a quien le corresponde el amarillo, aparenta ser muy joven. Es un poco más alto que yo y casi igual de delgado. Su mediocre armadura es prestada o heredada, porque le viene enorme. Casi me avergüenzo de la calidad de mi loriga y de lo bien que se adapta a mi cuerpo: tuve mucho tino al elegir el muerto, o mucha suerte. Nuestros escuderos nos colocan de nuevo en las marcas y se retiran. Enristro la larga lanza, que tiene la punta recubierta por un tope cuadrado de metal para evitar heridas. Observo a mi rival con inquietud: él ya ha ganado un combate, mientras que yo aún no he hecho nada. Suena la corneta. Allá voy.

¡Por todos los santos! Nyneve es bruja y mi caballo vuela. Con sólo soltar las riendas, el rucio ha salido disparado como un virote de ballesta. Intento recolocarme por el camino, porque no me esperaba tanta velocidad. Tampoco he justado nunca con mi nueva adarga: procuro calcular el volumen de su superficie abombada para adivinar el momento del contacto con la lanza enemiga. Los cascos de nuestros caballos resuenan ensordecedoramente en mis oídos, al compás de los latidos de mi corazón. Ya está aquí mi enemigo, se me viene encima, está tan cerca que le veo los ojos. Me pongo en pie sobre los estribos como el Maestro me enseñó, alargo el escudo… Siento en todo el cuerpo algo parecido a la coz de un mulo. Salgo por los aires y aterrizo de espaldas sobre la tierra. Doy un rugido de rabia y frustración. Me revuelvo en el suelo y miro hacia atrás: ¡el caballo de mi rival galopa solo! Luego yo también le he desmontado. Ni me he dado cuenta, ni sé cómo lo he hecho. Me pongo en píe de un salto, sacando mi espada embotada y buscándole con la mirada por el campo. Sí, allí se está levantando, entre los restos de una lanza astillada. A pie, su armadura demasiado grande resulta todavía más engorrosa. Con sólo verle extraer la espada de la vaina ya sé que no es rival para mí. Me acerco en dos zancadas y, mientras él intenta cubrirse con el escudo, yo le golpeo en lo alto del casco con el filo romo. El enorme yelmo se le cala hasta media nariz, tapándole los ojos. El chico suelta la espada y el escudo y levanta las manos en señal de rendición. Resulta que he ganado, después de todo.

—¡Y van dos! —se regocija Nyneve—. Y eso que no querías participar. Ya te lo dije.

Intento relajarme mientras combate la segunda pareja. Nyneve tenía razón; hasta ahora son los mejores con diferencia. Son dos hombres de mediana edad y aspecto sólido, con armaduras baqueteadas y sin duda propias. Hacen dos pasadas con sus bridones sin derribarse, y a la tercera carrera caen ambos a tierra. Prosiguen su duelo a pie, y verdaderamente saben pelear. Al final el guerrero verde pierde el equilibrio y cae de espaldas. El negro ha ganado. El público le vitorea. Busco con la vista a la Dama y, cuando al fin la encuentro, siento algo parecido a un sobresalto: en vez de estar admirando y aplaudiendo al campeón, como todo el mundo, me parece que la Dama me está mirando a mí. ¿A mí? Pero no puede ser, me estoy confundiendo. Ahora se sonríe… ¿O me sonríe?

Suena la señal. Debo volver al campo. Nyneve me conduce a mi lugar.

—En la justa anterior estabas demasiado tensa. Recuerda a Roland: no pienses tanto, siente.

Lo malo es que esa intuición relampagueante y certera del buen guerrero, ese mero sentir sin pensamiento, sólo se conquista tras haber pensado mucho durante mucho tiempo. Pero Nyneve tiene razón: luego hay que olvidarlo. No debo obsesionarme por mi nuevo escudo. Y mucho menos debo llegar a ver los ojos de mi rival. Suena la corneta, me pongo en movimiento. Mi contrincante no es más que un volumen que viene deprisa, un estorbo del que debo desembarazarme. Galopo fácilmente, me inclino hacía delante, amortiguo el golpe con mi brazo izquierdo. Mi rival sale disparado de la silla y cae al suelo. Todo ha sido tan sencillo que apenas lo entiendo. He ganado otra vez y no sé cómo. Troto con mi rucio hasta el final del campo y regreso a la mitad de la explanada con la lanza en ristre, para saludar. Ahora estoy cerca, muy cerca de la Dama del vestido blanco, y efectivamente es la más hermosa que jamás he visto. Pero su sonrisa posee algo oscuro, inquietante. Nyneve se aproxima.

—No me gusta el caballero negro…, es un brabanzón, un belga, un soldado profesional… Yo creo que por hoy ya hemos hecho bastante. Déjame hacer a mí.

El ambiente está caldeado, la gente chilla y canta. El caballero negro y yo salimos a la explanada arropados por la excitación de la multitud. Pero Nyneve cruza con decisión el campo en dirección a mi rival. El rumor del público va amainando a medida que ella avanza, hasta alcanzar un silencio absoluto. Carraspeo con la garganta atenazada por el polvo y mi tos resuena como un trueno.

Nyneve ha llegado junto al brabanzón. Le hace una reverencia:

—Mi rey me envía a deciros que se encuentra fatigado y que considera que sois un rival muy bueno. Mi rey está dispuesto a retirarse sin combatir y a reconocer que sois, con toda justeza, el triunfador absoluto de este torneo. Os ruego que aceptéis su rendición.

—¿Y qué pasará con el botín? —pregunta el caballero negro con una voz extrañamente chillona.

—Se respetarán los derechos habituales del vencedor sobre el vencido.

—Está bien —grazna el hombre—. Acepto.

Suspiro aliviada. El público no parece demasiado contento; algunos me gritan y hacen gestos obscenos. Miro a la Dama: está conversando con el guerrero que la escolta y se ha olvidado por completo de mí. Qué extraño: antes me inquietaba que me mirara y ahora lo que me incomoda es que me ignore.