12. ¿ESTOY TRAICIONANDO A ENDER?

«¿Por qué actúa la gente como si la guerra y la muerte no fueran naturales?

Lo que no es natural es vivir toda la vida

sin levantar jamás la mano en un gesto de violencia».

de Los susurros divinos de Han Qingjao

—Estamos haciéndolo todo mal —dijo Quara.

Miro sintió la antigua furia familiar surgir en su interior. Quara tenía una habilidad especial para enfadar a la gente, y no servía de ninguna ayuda que ella pareciera saber que molestaba a la gente y que encima eso le gustase. Cualquier otro de la nave podría haber dicho exactamente la misma frase sin que Miro pusiera pegas. Pero Quara se las apañaba para que sus palabras estuvieran cargadas de intención, como si pensara que todo el mundo menos ella era estúpido. Miro la amaba como hermana, pero no podía evitar odiar tener que pasar hora tras hora en su compañía.

Sin embargo, como Quara era de hecho la que más sabía sobre el lenguaje que había descubierto meses antes en el virus de la descolada, Miro no manifestó de forma audible su suspiro interno de exasperación, sino que giró en su asiento para escuchar.

Lo mismo hicieron los demás, aunque Ela se esforzó menos por ocultar su molestia. En realidad, no hizo ningún esfuerzo.

—Bueno, Quara, ¿por qué no hemos sido lo bastante listos para darnos cuenta antes de nuestra estupidez?

Quara pasó por alto el sarcasmo de Ela… o decidió ignorarlo.

—¿Cómo podemos descifrar un lenguaje a partir de la nada? No tenemos ningún referente. Pero sí archivos completos de las versiones del virus de la descolada. Sabemos qué aspecto tenía antes de que se adaptara al metabolismo humano. Sabemos cómo cambió después de cada intento de matarnos. Algunos de los cambios fueron funcionales: se estaba adaptando. Pero otros fueron para copiar: llevaba un registro de lo que hacía.

—Eso no lo sabemos —le corrigió Ela, quizá con demasiado placer.

—Yo sí lo sé —dijo Quara—. Además, aporta un contexto conocido, ¿no? Sabemos de qué trata ese lenguaje, aunque no hayamos podido descifrarlo.

—Bueno, ahora que has dicho todo eso —dijo Ela—, sigo sin tener ni idea de cómo nos ayudará esta nueva sabiduría a descodificar el lenguaje. ¿No es precisamente en eso en lo que has estado trabajando durante meses?

—Ah, sí. Pero lo que no he podido hacer es hablar las «palabras» que el virus de la descolada registró y ver qué respuestas conseguimos.

—Demasiado peligroso —dijo Jane de inmediato—. Absurdamente peligroso. Esta gente es capaz de crear virus que destruyen biosferas por completo, y es lo suficientemente insensible para utilizarlos. ¿Estás proponiendo que les demos precisamente el arma que usaron para devastar el planeta de los pequeninos, que probablemente contiene un registro completo, no sólo del metabolismo de los pequeninos, sino también del nuestro? ¿Por qué no abrirnos la garganta y enviarles la sangre?

Miro advirtió que, cuando Jane hablaba, los otros se quedaban un poco desconcertados. Quizás en parte su respuesta se debiera a la diferencia entre la actitud sumisa de Val y el atrevimiento de Jane y, en parte, a que la Jane que conocían era más parecida a un ordenador, menos dogmática. Miro, sin embargo, reconocía este estilo autoritario por la forma en que le hablaba al oído a través de la joya. En cierto modo, le resultaba un placer escucharlo de nuevo; también era preocupante oírlo surgir de los labios de otra persona. Val había desaparecido; Jane había vuelto. Era horrible; era maravilloso.

Como Miro no estaba tan desconcertado por la actitud de Jane, fue él quien rompió el silencio.

—Quara tiene razón, Jane. No tenemos años y años para resolver esto… disponemos sólo de unas semanas, de menos incluso. Necesitamos provocar una respuesta lingüística, conseguir que nos respondan y analizar la diferencia de lenguaje entre sus declaraciones iniciales y las posteriores.

—Revelamos demasiado —dijo Jane.

—Sin riesgo no hay ganancia.

—Demasiado riesgo y todos moriremos —dijo Jane maliciosamente. Pero en su malicia estaba la familiar ironía, una especie de soniquete que decía, sólo estoy jugando. Y eso procedía no de Jane (Jane nunca había hablado así), sino de Val. Dolía escucharlo, pero también era bueno. Las respuestas duales de Miro a todo lo que viniera de Jane le mantenían constantemente alerta. Te amo, te echo de menos, lloro por ti, cierra el pico; la persona con quien hablaba parecía cambiar en cuestión de minutos.

—Es sólo el futuro de tres especies inteligentes lo que nos jugamos aquí —añadió Ela.

Con eso, todos se volvieron hacia Apagafuegos.

—No me miréis —dijo—. Sólo soy un turista.

—Vamos —contestó Miro—. Estás aquí porque tu pueblo corre el mismo peligro que el nuestro. Es una decisión difícil y tienes que votar. En realidad eres quien corre más peligro, porque incluso los primeros códigos de la descolada que tenemos quizá revelen toda la historia biológica de tu pueblo desde que el virus se estableció entre vosotros.

—Entonces —dijo Apagafuegos—, eso significaría que ya saben cómo destruirnos y no tenemos nada que perder.

—No tenemos pruebas de que esa gente realice ningún tipo de vuelo espacial tripulado. Lo único que han enviado hasta ahora son sondas —dijo Miro.

—Por lo que sabemos —dijo Jane.

—Y no tenemos ninguna prueba de que nadie haya ido a comprobar lo efectiva que ha sido la descolada en la transformación de la biosfera de Lusitania al prepararla para recibir colonos de este planeta. Así que si tienen naves coloniales ahí fuera, o bien van de camino, por lo que no importa si compartimos esta información, o no han enviado ninguna, lo que significa que no pueden.

—Miro tiene razón —dijo Quara, dando un puñetazo. Miro parpadeó. Odiaba estar de parte de Quara, porque ahora sería el blanco del desagrado que todos sentían por ella—. O bien las vacas han salido del establo, con lo que no tiene sentido cerrar la puerta, o no pueden abrirla, así que ¿para qué ponerle un candado?

—¿Qué sabes tú de vacas? —preguntó Ela, despectiva.

—Después de todos estos años viviendo y trabajando contigo, soy una experta —respondió Quara desagradable.

—Chicas, chicas —dijo Jane—. Controlaos.

Una vez más, todos menos Miro se volvieron sorprendidos hacia ella.

Val no habría intervenido en un conflicto familiar como éste; ni tampoco la Jane que conocían… aunque por supuesto Miro estaba acostumbrado a oírla hablar todo el tiempo.

—Todos conocemos los riesgos de dar información sobre nosotros —dijo Miro—. También sabemos que no estamos logrando ningún avance y que tal vez podamos aprender algo sobre el funcionamiento de este lenguaje después de un intercambio.

—No es un intercambio —dijo Jane—. Es dar sin más. Les damos información que probablemente no conseguirían de otra forma, información que puede decirles todo lo que necesitan saber para crear nuevos virus capaces de esquivar todas nuestras armas contra ellos. Pero ya que no tenemos ni idea de cómo está codificada esa información, ni de dónde están localizados los datos específicos, ¿cómo vamos a interpretar la respuesta? Además, ¿y si la respuesta es un nuevo virus para destruirnos?

—Nos están enviando la información necesaria para construir el virus —dijo Quara, llena de desdén, como si considerara a Jane la persona más estúpida que existía en vez de la más parecida a una deidad por su brillantez—. Pero no vamos a construirlo. Mientras sea sólo una representación gráfica en una pantalla…

—Eso es —dijo Ela.

—¿Es qué? —preguntó Quara. Ahora le tocó el turno de molestarse, porque obviamente Ela se le había adelantado en algo.

—Sus señales no están hechas para ser representadas en una pantalla. Nosotros las representamos así porque tenemos un lenguaje escrito con símbolos que vemos a simple vista. Pero ellos deben de leer estas señales emitidas de forma más directa. El código llega, y de algún modo lo interpretan siguiendo las instrucciones para construir la molécula descrita en la emisión. Luego la «leen»… ¿cómo?, ¿oliéndola? ¿Tragándosela? La cuestión es que, si las moléculas genéticas son su lenguaje, entonces deben de tomarlas en su cuerpo de algún modo igual que nosotros llevamos a nuestros ojos las imágenes de nuestra escritura en el papel.

—Ya veo —dijo Jane—. Tu hipótesis es que ellos esperan que construyamos una molécula a partir de lo que envían, no que nos limitemos a leerlo en una pantalla y a tratar de entenderlo en abstracto.

—Por lo que sabemos, quizá sea ése su modo de meter en cintura a la gente o de atacarla. Envían un mensaje. Para «escuchar», los otros tienen que leer la molécula en sus cuerpos y dejar que surta efecto sobre ellos. Así, si el efecto es el envenenamiento o una enfermedad mortal, con oír el mensaje basta para que se sometan. Es como si todo nuestro lenguaje tuviera que ser transmitido a base de golpecitos en la nuca. Para escuchar, tendríamos que tendernos y descubrirnos ante cualquiera que sea la herramienta que elijan para enviar el mensaje. Si es un dedo o una pluma, muy bien… pero si es un hacha o un machete o un martillo pilón, lo tenemos claro.

—No tiene por qué ser fatal —dijo Quara, olvidada su rivalidad con Ela mientras desarrollaba mentalmente la idea—. A lo mejor las moléculas tienen recursos para alterar la conducta y oír es sinónimo de obedecer.

—No sé si tenéis razón en los detalles —dijo Jane—. Pero eso da al experimento mucho más potencial de éxito. Y sugiere que quizá no tenga un sistema para atacarnos directamente. Eso cambia las probabilidades de riesgo.

—Y la gente dice que no se puede pensar bien sin un ordenador —dijo Miro.

De inmediato, se sintió avergonzado. Inadvertidamente, le había hablado como solía hacerlo cuando subvocalizaba para que ella le oyera a través de la joya. Pero ahora le pareció desalmado burlarse de ella por haber perdido su red informática. Podía bromear así con Jane-en-la-joya. Pero Jane-en-la-carne era un asunto diferente. Ahora era una persona, un ser humano por cuyos sentimientos había que preocuparse.

Jane siempre tuvo sentimientos, pensó Miro. Pero yo no los tenía demasiado en cuenta porque… porque no tenía que hacerlo. Porque no la veía. Porque, en cierto sentido, no era real para mí.

—Sólo quería decir… —se excusó Miro—. Sólo quería decir que está muy bien pensado.

—Gracias —respondió Jane. No había ningún atisbo de ironía en su voz, pero Miro sabía que estaba allí igualmente, porque era inherente a la situación. Miro, este humano lineal, le estaba diciendo a aquel ser brillante que había pensado bien… como si estuviera en disposición de juzgarla.

De repente se sintió furioso, no con Jane, sino consigo mismo.

¿Por qué tenía que cuidar cada palabra que decía sólo porque ella no había adquirido este cuerpo de forma normal? Puede que antes no fuera humana, pero desde luego lo era ahora, y se le podía hablar como a tal. Si fuera de algún modo distinta a los demás seres humanos, ¿qué? Todos los seres humanos eran distintos unos de otros y, sin embargo, se suponía que para ser educado y amable, había que tratarlos a todos básicamente como a iguales. ¿No diría «Ves lo que quiero decir» a un ciego, esperando que el uso metafórico de «ver» fuera tomado sin segundas? Bien, ¿por qué no decir entonces «bien pensado» a Jane? El hecho de que los procesos de pensamiento de Jane fueran insondablemente profundos para un humano no significaba que no se pudiera emplear una expresión común de acuerdo y aprobación cuando se hablaba con ella.

Al mirarla ahora, notó una especie de tristeza en sus ojos. Sin duda procedía de su obvia confusión: después de bromear con ella como siempre, de pronto se sentía cohibido, se echaba atrás. Por eso su agradecimiento había sido irónico. Porque quería que fuera natural con ella, y no podía.

No, no había sido natural, pero desde luego que podía.

¿Y qué importaba, de todas formas? Estaban aquí para resolver el problema de los descoladores, no para limar las asperezas en sus relaciones personales tras el cambio de cuerpos.

—¿He de entender que estamos de acuerdo —preguntó Ela— en enviar mensajes codificados con la información contenida en el virus de la descolada?

—El primero solamente —dijo Jane—. Al menos para empezar.

—Y cuando respondan, trataré de hacer una simulación de lo que sucedería si construyéramos e ingiriéramos la molécula que nos envíen —dijo Ela.

—Si nos envían una —repuso Miro—. Si vamos por buen camino.

—Sí que eres Don Optimista —dijo Quara.

—Soy Don Asustado de la cabeza a los pies. Mientras que tú eres solamente Doña Latosa.

—¿No podemos llevarnos bien? —gimió Jane—. ¿No podemos ser todos amigos?

Quara se volvió hacia ella.

—¡Escucha, tú! No importa qué clase de supercerebro fueras, pero mantente al margen de las conversaciones familiares, ¿me oyes?

—¡Mira a tu alrededor, Quara! —le gritó Miro—. Si se mantuviera fuera de las conversaciones familiares, ¿cuándo podría hablar?

Apagafuegos levantó la mano.

—Yo he permanecido al margen. ¿Nadie me agradece eso?

Jane hizo un leve gesto para mandar callar a Miro y a Apagafuegos.

—Quara —dijo tranquilamente—. Voy a explicarte la auténtica diferencia entre tus hermanos y yo. Ellos están acostumbrados a ti porque te conocen de toda la vida. Te son leales porque atravesasteis juntos algunas experiencias terribles en vuestra familia. Son pacientes con tus infantiles estallidos y tu tozudez de mula porque se dicen, una y otra vez, que no puedes evitarlo, que tuviste una infancia problemática. Pero yo no soy un miembro de la familia, Quara. Y al ser alguien que te ha observado en tiempos de crisis, no tengo miedo de exponerte mis cándidas conclusiones. Eres bastante brillante y buena en lo que haces. A menudo eres perceptiva y creativa, y te diriges hacia las soluciones con sorprendente rectitud y perseverancia.

—Discúlpame —dijo Quara—, ¿me estás reprendiendo o qué?

—Pero no eres lo bastante lista y creativa y brillante y directa y perseverante como para que merezca la pena soportar más de quince segundos toda la soberana mierda que viertes cada minuto que estás despierta sobre tu familia y sobre cuantos te rodean. Claro que pasaste una infancia terrible, pero de eso hace unos cuantos años, y tendrías que haberlo superado y llevarte bien con los demás como una adulta educada normal.

—En otras palabras —dijo Quara—, no te gusta tener que admitir que alguien pueda ser lo bastante listo para tener una idea que a ti no se te ha ocurrido.

—No me comprendes… No soy tu hermana. Ni siquiera soy humana, técnicamente hablando. Si esta nave vuelve alguna vez a Lusítania será porque yo, con mi mente, la envíe allí. ¿Lo entiendes? ¿Entiendes la diferencia entre nosotras? ¿Puedes enviar siquiera una mota de polvo de tu regazo al mío?

—No veo que estés enviando naves espaciales a ninguna parte ahora mismo —dijo Quara, triunfante.

—Sigues intentando anotarte puntos a mi costa sin entender que no estoy discutiendo contigo. Lo que me dices es irrelevante. Lo único que importa es lo que yo te estoy diciendo a ti. Y te estoy diciendo que mientras tus hermanos soportan por ti lo insoportable, yo no lo haré. Sigue así, niña malcriada, y cuando esta nave vuelva a Lusítania tal vez no estés a bordo.

La expresión del rostro de Quara casi consiguió que Miro soltara una carcajada. Sabía, no obstante, que no era un buen momento para expresar su alegría.

—Me está amenazando —dijo Quara a los demás—. ¿La oís? Intenta coaccionarme amenazando con matarme.

—Yo nunca te mataría —dijo Jane—. Pero puedo ser incapaz de concebir tu presencia en esta nave cuando la lleve al Exterior y la traiga de vuelta al Interior. Pensar en ti podría resultarme tan insoportable que mi yo inconsciente rechazara esa idea y te excluyera. En realidad no comprendo, conscientemente, cómo funciona todo esto. No sé cómo está relacionado con mis sentimientos. Nunca he intentado transportar a alguien a quien odie. Sin duda intentaría llevarte con los demás, aunque sólo fuera porque, por razones que escapan a la comprensión, Miro y Ela seguramente se enfadarían conmigo si no lo hiciera. Pero intentar no es necesariamente tener éxito. Así que te sugiero, Quara, que te esfuerces un poquito en tratar de ser menos repulsiva.

—Así que en esto consiste el poder para ti —dijo Quara—. Es una oportunidad para empujar a la gente y actuar como una reina.

—Realmente no eres capaz, ¿verdad? —preguntó Jane.

—¿De qué? ¿De inclinarme y besarte los pies?

—De cerrar la boca para salvar tu propia vida.

—Estoy intentando resolver nuestro problema de comunicación con una especie alienígena, y a ti te preocupa que no sea lo bastante simpática contigo.

—Pero Quara, ¿no se te ha ocurrido que, cuando lleguen a conocerte, incluso los alienígenas desearán que nunca hubieras aprendido su idioma?

—Desde luego, desearía que tú no hubieras aprendido el mío —dijo Quara—. Estás tan pagada de ti misma, ahora que tienes ese bonito cuerpo para jugar… Bueno, no eres la reina del universo y no voy a saltar aros en llamas por ti. No fue idea mía hacer este viaje, pero aquí estoy… aquí estoy, la gran molestia, y si hay algo en mí que no te gusta, ¿por qué no te lo callas? Y ya que estamos con las amenazas, creo que si me presionas demasiado te arreglaré la cara más a mi gusto. ¿Está eso claro?

Jane se soltó de su asiento y flotó de la cabina principal al corredor que conducía a los almacenes de la lanzadera. Miro la siguió, ignorando a Quara, que decía a los demás:

—¿Habéis visto cómo me ha hablado? ¿Quién se cree que es, que se atreve a juzgar quién es demasiado irritante para vivir?

Miro siguió a Jane al almacén. Estaba agarrada a un asidero de la otra pared del fondo, con la cabeza inclinada y sacudiéndose de tal forma que se preguntó si no estaría vomitando. Pero no. Estaba llorando. O más bien, estaba tan furiosa que su cuerpo sollozaba y producía lágrimas por la pura imposibilidad de contener la emoción. Miro le tocó el hombro para intentar calmarla. Ella se apartó.

Por un momento, él estuvo a punto de decir: «Muy bien, como quieras». Luego se habría marchado, furioso consigo mismo, frustrado porque ella no quería aceptar su consuelo. Pero entonces recordó que nunca había estado así de enfadada, ni había tenido que vérselas con un cuerpo que respondiera de esa forma. Al principio, cuando había empezado a reprender a Quara, Miro se había dicho que ya era hora de que alguien le parara los pies. Pero al continuar y continuar la discusión, Miro se había dado cuenta de que no era Quara la que estaba fuera de control, sino Jane. No sabía cómo afrontar sus emociones. No sabía cuándo merecía la pena continuar. Sentía lo que sentía, y no sabía hacer otra cosa que expresarlo.

—Ha sido difícil —le dijo Miro—, cortar la discusión y venir aquí.

—Quería matarla —dijo Jane. Su voz era casi ininteligible por el llanto, por la salvaje tensión de su cuerpo—. Nunca había sentido nada parecido. Quería levantarme de la silla y destrozarla con las manos desnudas.

—Bienvenida al club.

—No comprendes. De verdad que quería hacerlo. Tenía los músculos en tensión; estaba dispuesta a hacerlo. Iba a hacerlo.

—Lo que digo. Quara nos hace sentir así a todos.

—No —dijo Jane—. No así. Todos conserváis la calma, todos os controláis.

—Y tú también lo harás, cuando tengas un poco más de práctica. Jane alzó la cabeza, la echó hacia atrás, la sacudió. Su cabello osciló ingrávido en el aire.

—¿Realmente te sientes igual?

—Todos nosotros —dijo Miro—. Para eso está la infancia… para aprender a superar las tendencias violentas. Pero todos nosotros las tenemos. Los chimpancés y los babuinos también. Todos los primates. Amagamos. Tenemos que expresar nuestra furia físicamente.

—Pero tú no lo haces. Te quedas tan tranquilo. La dejas farfullar y decir esas horribles…

—Porque no merece la pena detenerla. Ella paga su precio. Está desesperadamente sola y nadie busca a propósito una oportunidad para pasar el tiempo en su compañía.

—Y ése es el único motivo por el que no está muerta.

—Eso es —dijo Miro—. Eso es lo que hace la gente civilizada: evita lo que las enoja. O, si no puede, se inhibe. Eso es lo que Ela y yo hacemos casi siempre. Nos inhibimos. Dejamos que sus provocaciones nos pasen por encima.

—Yo no puedo. Era tan sencillo antes de que sintiera estas cosas… Podía dejarla fuera.

—Eso es. Es lo que hacemos. La dejamos fuera.

—Es más complicado de lo que pensaba. No sé si soy capaz.

—Sí, bueno, no tienes elección ahora mismo, ¿sabes?

—Miro, lo lamento mucho. Siempre sentí lástima por los humanos porque sólo podéis pensar en una cosa cada vez y vuestros recuerdos son tan imperfectos y… ahora me doy cuenta de que terminar el día sin matar a alguien puede ser todo un logro.

—Uno se acostumbra. La mayoría de nosotros consigue mantener reducido el cómputo de bajas. Es la convivencia vecinal.

Tardó un instante (un sollozo, y un hipido), pero luego ella se rió con una risa dulce y suave que Miro agradeció porque era un sonido que conocía y amaba, una risa que le gustaba oír. Y era su querida amiga quien reía. Su querida amiga Jane, con la risa y la voz de su amada Val. Una persona ahora. Después de todo aquel tiempo podía extender la mano y tocar a Jane, que siempre había estado imposiblemente lejos. Era como tener un amigo por teléfono y conocerlo por fin cara a cara.

La volvió a tocar, y ella cogió su mano y la sostuvo.

—Lamento que mis propias debilidades se interpongan en lo que estamos haciendo —dijo Jane.

—Sólo eres humana.

Ella lo miró, buscó en su rostro ironía, amargura.

—Hablo en serio —dijo él—. El precio de tener estas emociones, estas pasiones, es que hay que controlarlas, hay que soportarlas cuando son insoportables. Ahora eres humana. Nunca conseguirás que esos sentimientos desaparezcan. Sólo tienes que aprender a no actuar siguiéndolos.

—Quara no ha aprendido.

—Quara aprendió, claro que sí —dijo Miro—. En mi opinión Quara amaba a Marcáo, lo adoraba, y cuando él murió y los demás nos sentimos tan liberados ella se encontró perdida. Lo que ahora hace, esta constante provocación… está pidiendo que otra persona abuse de ella, que la golpee como Marcáo golpeaba a mi madre cada vez que lo provocaba. Creo que en cierto modo perverso Quara siempre estuvo celosa de que mi madre se quedara a solas con mi padre, aunque al final comprendió que le pegaba; cuando Quara quería que volviera la única forma que tenía de llamar su atención era… con esa boca suya. —Rió amargamente—. Eso me recuerda a mi madre, a decir verdad. Nunca la oíste en los viejos tiempos, cuando estaba atrapada en el matrimonio con Marcáo y tenía los hijos de Libo… oh, ella sí que no podía callarse. Yo me sentaba y la escuchaba provocar a Marcáo, burlarse de él, empujarle hasta que al final la golpeaba. No te atrevas a ponerle una mano encima a mi madre, pensaba yo, pero al mismo tiempo comprendía perfectamente su furia, su impotencia; porque él no era nunca, nunca, capaz de decir algo que la hiciera callar. Sólo su puño la silenciaba. Y Quara tiene esa boca, y necesita esa furia.

—Bueno, pues qué suerte para todos vosotros que yo le diera justo lo que necesitaba.

Miro se echó a reír.

—Pero no lo necesitaba de ti. Lo necesitaba de Marcáo, y él está muerto.

Entonces, de repente, Jane estalló en lágrimas de verdad. Lágrimas de pesar, y se volvió hacia Miro y se abrazó a él.

—¿Qué pasa? ¿Qué ocurre?

—Oh, Miro —le dijo ella—. Ender ha muerto. Nunca más volveré a verlo. Tengo un cuerpo por fin, tengo ojos para verlo, y no está aquí.

Miro se quedó de piedra. Naturalmente, ella echaba de menos a Ender. Ha pasado con él miles de años, y sólo unos cuantos conmigo. ¿Cómo he llegado a pensar que podía amarme? ¿Cómo pretendo compararme con Ender Wiggin? ¿Qué soy, comparado con el hombre que comandó flotas, que transformó la mentalidad de trillones de personas con sus libros, sus alocuciones, su reflexión, su capacidad para ver en los corazones de los demás y contarles sus más íntimas historias?

Y aunque envidiaba a Ender porque Jane siempre lo amaría más y Miro no podía esperar competir con él ni siquiera en la muerte, a pesar de estos sentimientos finalmente comprendió que sí, Ender estaba muerto. Ender, que había transformado a su familia, que había sido un verdadero amigo para él, que, en toda su vida, había sido el único hombre que había ansiado ser con todo su corazón. Ender había muerto. Las lágrimas de pesar de Miro fluyeron junto a las de Jane.

—Lo siento —dijo ella—. No puedo controlar ninguna de mis emociones.

—Sí, bueno, en realidad es un fallo común.

Ella extendió la mano y tocó las lágrimas de su mejilla. Entonces se llevó los dedos mojados a su propio rostro. Las lágrimas se fundieron.

—¿Sabes por qué he pensado en Ender ahora mismo? —dijo—. Porque te pareces mucho a él. Quara te molesta tanto como a cualquiera, y sin embargo tú miras más allá y ves cuáles son sus necesidades, por qué dice y hace esas cosas. No, no, relájate, Miro, no espero que seas como Ender; sólo estoy diciendo que una de las cosas que más me gustaban de él también está en ti… eso no es malo, ¿no? La percepción compasiva. Puede que tenga poca experiencia como ser humano, pero estoy segura de que es una cualidad poco común.

—No sé —dijo Miro—. Por la única persona que siento compasión ahora mismo es por mí. No es una tendencia muy admirable.

—¿Por qué sientes pena de ti mismo?

—Porque tú seguirás necesitando a Ender toda la vida, y lo único que encontrarás son pobres sustitutos, como yo.

Ella lo abrazó entonces con más fuerza; ahora era la que daba consuelo.

—Oh, Miro, tal vez sea cierto. Pero si lo es, lo es tanto como que Quara sigue intentando llamar la atención de su padre. Nunca se deja de necesitar a los padres, ¿verdad? Nunca dejas de reaccionar ante ellos, aunque estén muertos.

¿Padre? Eso nunca se le había pasado a Miro por la cabeza. Jane amaba a Ender, profundamente, sí, lo amaba eternamente… ¿pero como padre?

—Yo no puedo ser tu padre —dijo Miro—. No puedo ocupar su lugar.

Pero lo que realmente hacía era asegurarse de que la había comprendido. ¿Ender era su padre?

—No quiero que seas mi padre —dijo Jane—. Sigo teniendo todos estos sentimientos de Val, ya sabes. Quiero decir que tú y yo éramos amigos, ¿no? Eso fue muy importante para mí. Pero ahora tengo este cuerpo de Val, y cuando me tocas, sigue pareciendo la respuesta a una oración. —De inmediato, lamentó haberlo dicho—. Oh, lo siento, Miro, sé que la echas de menos.

—Sí. Pero es difícil hacerlo, ya que te pareces mucho a ella. Y hablas como ella. Y estoy aquí abrazándote como quise abrazarla, y si eso parece horrible porque supuestamente te estoy consolando y no debería estar pensando en deseos básicos, bueno, entonces soy un tipo horrible, ¿no?

—Horrible —dijo ella—. Estoy avergonzada de conocerte. Y lo besó, dulce, torpemente.

Él recordó su primer beso con Ouanda años atrás, cuando era joven y no sabía lo mal que podrían salir las cosas. Los dos fueron torpes entonces, inexpertos. Jóvenes. Jane, ahora… Jane era una de las criaturas más viejas del universo, pero también una de las más jóvenes. Y Val… no habría recursos en el cuerpo de Val de los que Jane pudiera servirse, pues en su corta vida, ¿qué oportunidad había tenido de encontrar el amor?

—¿Se ha parecido a lo que hacen los humanos? —preguntó Jane.

—Ha sido exactamente lo que hacen los humanos. No es sorprendente, sin embargo, ya que los dos lo somos.

—¿Estoy traicionando a Ender al llorarle un momento y luego ser feliz porque tú me abrazas al siguiente?

—¿Le estoy traicionando yo, al ser feliz sólo horas después de su muerte?

—Pero no está muerto —dijo Jane—. Sé dónde se encuentra. Lo perseguí hasta allí.

—Si es exactamente la misma persona que era, entonces es una lástima. Porque por bueno que fuese, no era feliz. Tuvo sus momentos, pero nunca fue… nunca estuvo realmente en paz. ¿No sería hermoso que Peter pudiera vivir una vida plena sin tener que cargar con la culpa del xenocidio, sin tener que sentir el peso de toda la humanidad sobre sus hombros?

—Hablando del tema, tenemos trabajo que hacer.

—También tenemos una vida que vivir —dijo Miro—. No lamento este encuentro, aunque haya hecho falta toda la maldad de Quara para que tuviera lugar.

—Hagamos lo civilizado. Casémonos. Tengamos niños. Quiero ser humana, Miro, quiero hacerlo todo. Quiero ser parte de la vida humana de principio a fin. Y quiero hacerlo todo contigo.

—¿Es eso una propuesta? —preguntó Miro.

—Morí y renací hace sólo una docena de horas. Mi… demonios, puedo llamarlo padre, ¿no? Mi padre ha muerto también. La vida es corta, siento lo corta que es: después de tres mil años, todos ellos intensos, sigue pareciendo demasiado corta. Tengo prisa. Y tú, ¿no has malgastado ya demasiado tiempo? ¿No estás preparado?

—Pero no tengo anillo.

—Tenemos algo mucho mejor —dijo Jane. Volvió a tocarse la mejilla, donde había puesto su lágrima. Todavía estaba húmeda, y seguía estándolo cuando tocó con su dedo la mejilla de él—. He unido tus lágrimas a las mías, y tú has unido las mías a las tuyas. Creo que eso es aún más íntimo que un beso.

—Tal vez. Pero no tan divertido.

—Esta emoción que estoy sintiendo ahora… Es amor, ¿verdad?

—No lo sé. ¿Es un ansia? ¿Sientes una felicidad estúpida y mareante sólo por estar conmigo?

—Sí.

—Es gripe —dijo Miro—. Tendrás náuseas o diarrea en cuestión de horas.

Ella lo empujó, y en la ingravidez de la nave el movimiento lo envió por los aires hasta que golpeó otra superficie.

—¿Qué? —dijo, fingiendo inocencia—. ¿Qué he dicho?

Ella se apartó de la pared y se dirigió hacia la puerta.

—Vamos. A trabajar.

—Mejor que no anunciemos nuestro compromiso —dijo él.

—¿Por qué no? ¿Avergonzado ya?

—No. Tal vez es mezquino por mi parte, pero cuando lo anunciemos, no quiero que esté presente Quara.

—Es muy poco digno de ti —dijo Jane—. Tienes que ser más magnánimo y paciente, como yo.

—Lo sé. Estoy tratando de aprender.

Volvieron flotando a la cámara principal de la lanzadera. Los otros preparaban el mensaje genético que emitirían en la misma frecuencia utilizada por los descoladores para desafiarles cuando aparecieron por primera vez cerca del planeta. Todos alzaron la cabeza. Ela sonrió débilmente. Apagafuegos saludó con alegría.

Quara ladeó la cabeza.

—Bueno, espero que hayamos acabado con ese arrebato emocional —dijo.

Miro notó que Jane hervía por dentro, aunque no respondió a la observación. Y cuando los dos estuvieron sentados y atados a sus asientos, se miraron, y Jane le hizo un guiño.

—Lo he visto —dijo Quara.

—Lo hemos hecho adrede —respondió Miro.

—Creced —les soltó Quara despreciativa.

Una hora más tarde enviaron el mensaje. Y de inmediato llegó una inundación de respuestas que no entendían pero que debían esforzarse por entender. No hubo entonces tiempo para discutir, ni para amar, ni para apenarse. Sólo había lenguaje: densos, anchos campos de mensajes alienígenas que tenían que descifrar de algún modo, y sin tardanza.