Muad’Dib nos dio un tipo particular de conocimiento acerca de la penetración profética, acerca del comportamiento que rodea a tal penetración y su influencia sobre los acontecimientos vistos como «activos» (es decir, acontecimientos que se supone ocurrirán en un sistema relacionado que el profeta revela e interpreta). Como ha sido notado en otros lugares, esta penetración opera como una trampa peculiar para el propio profeta. Él puede convertirse en la víctima de lo que sabe… lo cual es un fracaso humano relativamente común. El peligro es que aquellos que predicen acontecimientos reales pueden verse dominados por el efecto polarizante producido por los abusos de su propia verdad. Tienden a olvidar que nada puede existir en un universo polarizado sin que esté presente su opuesto.
La Visión Presciente, por HARQ AL-ADA
Torbellinos de arena colgaban como niebla en el horizonte, oscureciendo el naciente sol. La arena era fría a la sombra de las dunas. Leto permanecía inmóvil, de pie, fuera del anillo de los palmerales, mirando al desierto. Podía oler el polvo y el aroma de las plantas espinosas, oír los sonidos matutinos de la gente y de los animales. Los Fremen no mantenían ningún qanat en aquel lugar. Tenían tan sólo el mínimo de plantas que podían ser irrigadas por las mujeres, que transportaban el agua en recipientes de piel. Su trampa de viento era un artilugio frágil, que era destruido fácilmente por los tormentosos vientos pero que era reconstruido también fácilmente. La adversidad, los rigores del comercio de la especia y la aventura eran allí una forma de vida. Aquellos Fremen seguían creyendo que el paraíso era el sonido del agua fluyendo, pero que conservaban ante todo un concepto de Libertad que Leto compartía.
La libertad es un estado de la soledad, pensó.
Leto ajustó los pliegues de la túnica blanca que cubría su destiltraje viviente. Podía sentir como la membrana de truchas de arena lo había cambiado y, como siempre que pensaba en ello, se veía obligado a sobreponerse a un profundo sentimiento de pérdida. Ya nunca más sería completamente humano. Extrañas cosas nadaban en su sangre. Los cilios de las truchas de arena habían penetrado en cada uno de sus órganos, ajustándolos, cambiándolos. Las propias truchas de arena estaban cambiando, adaptándose. Pero Leto, sabiendo aquello, se sentía torturado por los viejos hilos de su perdida humanidad, de su vida atrapada en la angustia primaria de la antigua continuidad interrumpida. Conocía la trampa de dejarse dominar por tales emociones. La conocía muy bien.
Deja que el futuro ocurra por sí mismo, pensó. La única regla que gobierna la creatividad es el acto mismo de la creación.
Le era difícil apartar su mirada de la arena, de las dunas… de aquel gran vacío. Allí, a la orilla de la arena, había unas pocas rocas, pero que ayudaban a la imaginación a saltar hacia adelante, hacia los vientos, el polvo, las escasas plantas y los solitarios animales, las dunas confundiéndose con las dunas, el desierto con el desierto.
A sus espaldas le llegó el sonido de una flauta llamando a la plegaria matutina, el canto por la humedad que ahora era un salmo sutilmente alterado para el nuevo Shai-Hulud. Aquel conocimiento en la mente de Leto daba a la música un sentido de eterna soledad.
Podría simplemente adentrarme en este desierto, pensó Leto.
Todo podría cambiar entonces. Una dirección podía ser tan buena como cualquier otra. Había aprendido ya a vivir libre de posesiones. Había refinado la mística Fremen hasta darle un terrible filo: todo lo que llevaba consigo era necesario, y esto era todo lo que llevaba. Pero no llevaba nada excepto las ropas que lo cubrían, el anillo con el halcón Atreides oculto en sus pliegues, y la piel-que-no-era-la-suya.
Sería tan fácil irse de allí.
Un movimiento muy arriba en el cielo llamó su atención: las enormes alas extendidas identificaron a un buitre. Aquello llenó su pecho de dolor. Como los Fremen salvajes, los buitres vivían en aquellos parajes porque allí era donde habían nacido. No conocían nada mejor. El desierto había hecho de ellos lo que eran.
Sin embargo, otra raza Fremen estaba surgiendo del surco abierto por Muad’Dib y Alia. Esas eran las razones por las cuales él no podía permitirse el adentrarse en el desierto como había hecho su padre. Leto recordó las palabras de Idaho, en los primeros tiempos:
—¡Esos Fremen! Están magníficamente vivos. Nunca me he encontrado con un Fremen glotón.
Ahora había multitud de Fremen glotones.
Una oleada de tristeza atravesó a Leto. Se había empeñado en una senda que podía cambiar todo eso, pero a un precio terrible. Y el dominar esa senda se hacía cada vez más difícil a medida que avanzaba hacia el vórtice.
Kralizec, el Tifón en el Límite del Universo, estaba allí… pero Kralizec o algo peor eran el precio de un paso en falso.
Sonaron voces a espaldas de Leto, luego una voz claramente infantil dijo:
—Está aquí.
Leto se giró.
El Predicador había salido de los palmerales, conducido por un niño.
¿Por qué sigo pensando en él como el Predicador?, se dijo Leto.
La respuesta estaba allí, claramente grabada en la mente de Leto: Porque ya no es Muad’Dib, ya no es Paul Atreides. El desierto había hecho de él lo que era. El desierto y los chacales de Jacurutu con sus sobredosis de melange y sus constantes traiciones. El Predicador había envejecido mucho más allá de su edad, no sólo a pesar de la especia sino a causa de ella.
—Me han dicho que deseabas verme —dijo el Predicador, hablando cuando su pequeño guía se detuvo.
Leto miró al niño surgido de los palmerales, un ser casi tan pequeño como él mismo, temeroso pero al mismo tiempo ávidamente curioso. Sus jóvenes ojos relucían sombríos sobre la máscara de su destiltraje, adecuada a su tamaño.
Leto hizo un gesto con la mano.
—Déjanos.
Por un momento hubo rebeldía en el envararse de los hombros del pequeño, luego el temor y el innato respeto Fremen a la intimidad se sobrepusieron. El niño los dejó solos.
—¿Sabes que Farad’n está aquí en Arrakis? —preguntó Leto.
—Gurney me lo dijo cuando me trajo hasta aquí con el tóptero esta noche.
Y el Predicador pensó: Qué fríamente medidas son sus palabras. Es como era yo en los viejos días.
—Me enfrento con una difícil elección —dijo Leto.
—Creía que ya habías hecho todas tus elecciones.
—Ambos conocemos esa trampa, padre.
El Predicador carraspeó. Las tensiones le decían qué cerca estaban de la aniquilante crisis. Ahora Leto ya no se basaba en las visiones en sí, sino en el manejo de esas visiones.
—¿Necesitas mi ayuda? —preguntó el Predicador.
—Sí. Voy a volver a Arrakeen, y quiero ir como tu guía.
—¿Con qué fin?
—¿Quieres predicar una vez más en Arrakeen?
—Quizá. Hay cosas que todavía no les he dicho.
—No volverás más al desierto, padre.
—¿Si voy contigo?
—Haré lo que tú decidas.
—¿Lo has reflexionado? Con Farad’n allí, tu madre estaría con él.
—Sin la menor duda.
El Predicador carraspeó otra vez. Era un signo de nerviosismo que Muad’Dib nunca se hubiera permitido. Aquella carne había estado demasiado tiempo alejada del antiguo régimen de la autodisciplina, su mente traicionaba demasiado a menudo la locura de Jacurutu. Y el Predicador pensaba que quizá no fuera juicioso volver a Arrakeen.
—No estás obligado a volver allí conmigo —dijo Leto—. Pero mi hermana está allí, y debo regresar. Tú podrías ir con Gurney.
—¿Y tú irías a Arrakeen solo?
—Sí. Debo encontrarme con Farad’n.
—Iré contigo —suspiró el Predicador.
Y Leto captó un toque de la vieja locura de las visiones en los ademanes del Predicador, y se dijo: ¿Está jugando al juego de la presciencia? No. Nunca se adentraría de nuevo en aquel camino. Conocía la trampa de un compromiso parcial. Cada palabra del Predicador confirmaba que había transferido las visiones a su hijo, sabiendo que todo en aquel universo había sido anticipado.
Eran las viejas polaridades las que se burlaban ahora del Predicador. Había huido de paradoja en paradoja.
—Partiremos dentro de pocos minutos, entonces —dijo Leto—. ¿Quieres decírselo a Gurney?
—¿Gurney no va a venir con nosotros?
—Quiero que Gurney sobreviva.
Entonces el Predicador se abrió a las tensiones. Estaban en el aire a su alrededor, en el suelo bajo sus pies, algo móvil que convergía en el niño que era su hijo. El embotado grito de sus antiguas visiones aguardaba en la garganta del Predicador.
¡Aquella maldita santidad!
El ácido jugo de sus temores no podía ser evitado. Sabía lo que se enfrentaría con ellos allí en Arrakeen. Iban a jugar una vez más con terribles y mortíferas fuerzas que nunca iban a traerles la paz.