37

Si creéis en ciertas palabras, creed en sus ocultos significados. Cuando uno cree que algo es cierto o está equivocado, es verdadero o falso, cree en realidad en las suposiciones inscritas en las palabras que expresan estos argumentos. Tales suposiciones están a menudo llenas de lagunas, pero siguen siendo preciosas para los convencidos.

La Prueba Abierta de la Panoplia Prophetica

La mente de Leto flotaba en una masa de olores selváticos. Reconoció el fuerte olor a canela de la melange, el sudor de cuerpos trabajando en un ambiente cerrado, la acritud de un destilador de muertos sin cubrir, polvo de varias clases el que dominaba el pedernal. Aquellos olores formaban indicio a través del arenoso sueño, creando manchas niebla en una tierra muerta. Supo que aquellos olores debían decirle algo, pero parte de él no conseguía escuchar.

Pensamientos espectrales flotaban a través de su mente: En este momento no poseo rasgos definidos; soy todos mis antecesores. El Sol que surge en la arena es el sol que surge en mi alma. Hubo un tiempo en que esa multitud dentro mí era grande, pero esto ha terminado. Soy Fremen y tendré un fin Fremen. El Sendero de Oro ha terminado antes de empezar. No es más que una pista barrida por el viento. Nosotros los Fremen conocíamos todos los trucos para ocultarnos; no dejábamos ni heces, ni agua, ni huellas… Ahora mira cómo mi pista se desvanece.

Una voz masculina habló cerca de su oído:

—Podría matarte, Atreides. Podría matarte, Atreides. —La frase fue repetida una y otra vez hasta perder su significado, hasta convertirse en un sonido indistinto dentro del sueño de Leto, una especie de letanía—: Podría matarte, Atreides.

Leto carraspeó, y el sentido de realidad de aquel simple acto sacudió sus sentidos. Su seca garganta consiguió articular:

—¿Quién…?

—Soy un Fremen instruido y he matado a mi hombre —dijo la voz junto a él—. Vosotros nos robasteis nuestros dioses, Atreides. ¿Qué puede importarnos vuestro hediondo Muad’Dib? ¡Vuestro dios está muerto!

¿Aquella era una auténtica voz Ouraba, u otra parte de su sueño? Leto abrió los ojos, descubriéndose tendido en una superficie dura, sin nada que lo sujetara. Miró hacia arriba, hacia el techo de roca, hacia la suave luz de unos globos, hacia el rostro sin máscara que lo contemplaba desde tan cerca que podía oler su aliento con todos los aromas familiares de la dieta de un sietch. El rostro era Fremen; uno no podía equivocarse respecto a aquella piel oscura, aquellos rasgos angulosos y aquella epidermis reseca por la usura de agua. No era un gordo habitante de la ciudad. Era un Fremen del desierto.

—Soy Namri, padre de Javid —dijo el Fremen—. ¿Me conoces ahora, Atreides?

—Conozco a Javid —dijo Leto roncamente.

—Sí, tu familia conoce muy bien a mi hijo. Estoy orgulloso de él. Tú, Atreides, podrás conocerlo mejor dentro de muy poco.

—¿Qué…?

—Yo soy uno de tus educadores, Atreides. Tengo tan sólo una función: soy el que puede matarte. Lo haré con gusto. En esta escuela, graduarse es vivir; suspender es ser puesto en mis manos.

Leto captó la implacable sinceridad de aquella voz. El frío lo invadió. Aquello era un gom jabbar humano, un despótico enemigo cuya misión era poner a prueba su derecho de entrada en la competición con los demás seres humanos. Leto sintió la mano de su abuela en todo aquello y, tras ella, la masa anónima de la Bene Gesserit. Se rebeló ante aquel pensamiento.

—Tu educación empieza conmigo —dijo Namri—. Esto es justo. Es práctico. Porque podría terminar conmigo. Escúchame atentamente ahora. Cada una de mis palabras lleva en ella tu vida. Cada uno de mis actos lleva tu muerte en él.

Leto escrutó la estancia con su mirada: paredes de roca, desnudas… sólo el camastro donde estaba tendido, los globos, y un oscuro pasadizo tras Namri.

—No conseguirás pasar por encima de mí —dijo Namri. Y Leto lo creyó.

—¿Por qué haces esto? —preguntó.

—Ya te ha sido explicado. ¡Piensa en los planes que hay en tu cabeza! Pero estás aquí, y no puedes poner un futuro a tu presente condición. Las dos cosas no pueden ir juntas: presente y futuro. Pero si realmente conoces tu pasado. Si miras hacia atrás y ves dónde has estado, quizá puedas encontrar de nuevo una razón de vivir. Si no, morirás.

Leto notó que el tono de Namri no era descortés, pero era firme y no contradecía la promesa de muerte enunciada.

Namri se echó hacia atrás sobre sus talones y miró al techo de roca.

—En los viejos tiempos, los Fremen miraban hacia el este al alba. Eos, ¿sabes? El alba en una de las viejas lenguas.

Con un asomo de amargura en su voz, Leto dijo:

—Sé hablar esa lengua.

—Entonces no me has escuchado —dijo Namri, y su voz tenía un cortante filo—. La noche era el tiempo del caos. El día era el tiempo del orden. Así era en la época de esa lengua que dices sabes hablar: oscuridad-desorden, luz-orden. Nosotros los Fremen cambiamos eso. Eos era la luz que recelábamos. Preferíamos la luz de una luna, o de las estrellas. La luz significaba demasiado orden, y eso podía ser fatal. ¿Comprendes lo que vosotros, Eos-Atreides, habéis hecho? El hombre es tan sólo una criatura de esa luz que lo protege. El sol era nuestro enemigo en Dune. —Namri bajó de nuevo sus ojos al nivel de Leto—. ¿Qué luz prefieres tú, Atreides?

Por la tensa actitud de Namri, Leto comprendió que aquella pregunta era trascendental. ¿Iba a matarlo aquel hombre si fallaba en responder correctamente? Quizá. Leto vio la mano de Namri apoyada suavemente cerca de la pulida empuñadura de su crys. Un anillo en forma de tortuga mágica brillaba en aquella mano Fremen.

Leto se irguió sobre sus codos y envió su mente a indagar en las antiguas creencias Fremen. Aquellos viejos Fremen creían en las Leyes, y les gustaba oírlas explicar en términos de analogías. ¿La luz de la luna?

—Yo prefiero… la luz de Lisanu L’haqq —dijo Leto, escrutando a Namri en busca de sutiles indicios reveladores. El hombre pareció desilusionado, pero su mano se apartó del cuchillo—. Es la luz de la verdad, la luz del perfecto hombre en la cual puede verse claramente la influencia de al-Mutakallim —prosiguió Leto—. ¿Qué otra luz podría preferir un ser humano?

—Hablas como alguien que recita, no como alguien que cree —dijo Namri.

Y Leto pensó: He recitado. Pero empezó a captar el curso de los pensamientos de Namri, el modo cómo sus palabras eran filtradas por un entrenamiento desde la infancia en resolver antiguos acertijos. Había miles de esos acertijos en el adiestramiento Fremen, y Leto necesitaba tan sólo fijar su atención en aquella costumbre para que multitud de ejemplos acudieran a su mente. «Pregunta: ¿Silencio? Respuesta: El amigo del cazado».

Namri asintió para sí mismo, como si compartiera aquellos pensamientos, y dijo:

—Hay una caverna que es la caverna de la vida para los Fremen. Es una caverna que existe pero que el desierto ha ocultado. Shai-Hulud, el gran abuelo de todos los Fremen, selló esa caverna. Mi tío Ziamad me habló de ella, y nunca me mintió. Esa caverna existe.

Leto captó el desafiante silencio que siguió a las palabras de Namri. ¿La caverna de la vida?

—Mi tío Stilgar también me ha hablado de esa caverna —dijo—. Fue sellada para impedir que los cobardes se ocultaran allí.

El reflejo de un globo brilló en los ojos de Namri, ocultos en las sombras.

—¿Habéis abierto esa caverna vosotros los Atreides? —preguntó—. Intentáis controlar la vida a través de un ministerio: vuestro Ministerio Central de Información, Auqaf y Hajj. El Maulana encargado de él es llamado Kausar. Ha recorrido un largo camino desde los inicios de su familia en las minas de sal de Niazi. Dime, Atreides, ¿qué hay equivocado en vuestro ministerio?

Leto se sentó, consciente ahora de que estaba plenamente metido en el juego de adivinanzas con Namri, y de que la alternativa era la muerte. El hombre daba constantemente muestras de que usaría aquel crys a la primera respuesta equivocada.

Namri, reconociendo aquella consciencia en Leto, dijo:

—Créeme, Atreides. Yo soy el destripaterrones. Yo soy el Martillo de Hierro.

Entonces Leto comprendió. Namri se veía a sí mismo como Mirzabah, el Martillo de Hierro con el que eran golpeados todos los muertos que no podían responder satisfactoriamente a las preguntas que tenían que responder antes de entrar en el paraíso.

¿Qué estaba equivocado en el ministerio central que Alia y sus sacerdotes habían creado?

Leto pensó en el motivo que lo había empujado al desierto, y volvió a él una pequeña esperanza de que el Sendero de Oro pudiera aparecer de nuevo en su universo. Lo que implicaba la pregunta de Namri no era más que el motivo que había empujado al hijo de Muad’Dib a adentrarse en el desierto.

—Es Dios quien debe mostrar el camino —dijo Leto.

Namri bajó fulminantemente la mandíbula y atravesó a Leto con la mirada.

—¿Es posible que tú creas eso? —preguntó.

—Es por ello por lo que estoy aquí —dijo Leto.

—¿Para hallar el camino?

—Para hallarlo por mí mismo. —Leto apoyó los pies en el suelo, al lado del camastro. El suelo de roca, sin ninguna alfombra que lo cubriera, estaba frío. Los Sacerdotes crearon su ministerio para ocultar el camino.

—Hablas como un auténtico rebelde —dijo Namri, y frotó la tortuga de su anillo con uno de sus dedos—. Ya veremos. Escucha atentamente una vez más. ¿Conoces la alta Muralla Escudo en Jalal-ud-Din? En aquella Muralla se hallan las marcas de mi familia esculpidas allí en los primeros días. Javid, mi hijo, ha visto esas marcas. Abedi Jalil, mi sobrino, las ha visto. Mujahid Shafqat, de los Otros, las ha visto también. En la estación de las tormentas, cerca de Sukkar, fui con mi amigo Yakup Abad y me acerqué a aquel lugar. Los vientos eran calientes y torbellineantes como los remolinos de donde hemos aprendido nuestras danzas. No tuvimos tiempo de ver las marcas porque una tormenta nos bloqueó el camino. Pero cuando la tormenta hubo pasado pudimos ver la visión de Thatta sobre la removida arena. El rostro de Shakir Ali estuvo allí por un momento, contemplando su ciudad de tumbas. La visión desapareció al instante, pero todos pudimos verla. Dime, Atreides, ¿dónde puedo encontrar esa ciudad de tumbas?

Los remolinos de donde hemos aprendido nuestras danzas, pensó Leto. La visión de Thatta y Shakir Ali. Aquellas eran las palabras de un Zensunni Errante, que se consideran a sí mismos como los únicos verdaderos hombres del desierto.

Y a los Fremen les está prohibido tener tumbas.

—La ciudad de las tumbas está al final del sendero que siguen todos los hombres —dijo Leto. Y la extrajo de las bienaventuranzas Zensunni—. Está en un jardín de un millar de pasos cuadrados. Hay un espléndido corredor de entrada de doscientos treinta y tres pasos de largo y cien de ancho, todo él pavimentado con mármol de la antigua Jaipur. Allí dentro habita ar-Razzaq, el que provee de alimentos a todo aquel que se lo pide. Y en el Día del Ajuste de Cuentas, todos aquellos que se levanten y busquen la ciudad de las tumbas no la hallarán. Porque está escrito: Aquello que habéis conocido en un mundo no lo encontraréis en el otro.

—De nuevo recitas sin creer —se burló Namri—. Pero lo aceptaré por ahora porque creo que sabes por qué estás aquí. —Una fría sonrisa rozó sus labios—. Te doy un futuro provisional, Atreides.

Leto estudió circunspectamente al hombre. ¿Se trataba de otra pregunta disimulada?

—¡Bien! —dijo Namri—. Tu consciencia ha sido preparada. He clavado al máximo las púas. Una cosa más, entonces. ¿Has oído que utilizan imitaciones de destiltrajes en las ciudades del lejano Kadrish?

Mientras Namri lo observaba, Leto sondeó su mente en busca de un significado oculto. ¿Imitaciones de destiltrajes? Las utilizan en muchos planetas.

—Las frívolas costumbres de Kadrish son una vieja historia repetida muy a menudo. El animal sabio se confunde con su entorno.

Namri asintió lentamente. Luego dijo:

—El que te atrapó y te trajo hasta aquí vendrá dentro de muy poco. No intentes abandonar este lugar. Podría representar tu muerte. —Se levantó mientras hablaba, y penetró en el oscuro corredor.

Durante un largo tiempo después de que Namri se hubiera ido, Leto permaneció mirando al corredor. Podía oír sonidos allá afuera, las débiles voces de los hombres de guardia. La historia de Namri del espejismo-visión volvió a su mente. Luego pensó en la larga travesía del desierto hasta aquel lugar. Ya no importaba que aquel lugar fuera o no Jacurutu/Fondak. Namri no era un contrabandista. Era algo mucho más potente. Y el juego al que había jugado Namri olía a Dama Jessica; hedía a Bene Gesserit. Leto sintió un envolvente peligro aletear a su alrededor. Pero aquel oscuro corredor por donde había desaparecido Namri era la única salida de aquella estancia. Y allá afuera se abría un extraño sietch… y fuera de él, el desierto. La áspera severidad de aquel desierto, su ordenado caos con espejismos e interminables dunas, abrumó a Leto como parte integrante de aquella trampa en la que había caído. Podía cruzar de nuevo aquella arena, pero, ¿adónde lo conduciría aquella fuga? Su pensamiento era como agua estancada. Nunca conseguiría apagar su sed.