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Podemos recordar todavía los días dorados antes de Heisenberg, que mostró a los seres humanos las paredes que encierran nuestras predestinadas argumentaciones. Las vidas dentro de mí encuentran esto divertido. El conocimiento, sabéis, no sirve sin una finalidad, pero es precisamente la finalidad quien construye las paredes que nos encierran.

LETO ATREIDES II, su Voz

Alia se descubrió a sí misma hablando ásperamente a los guardias que estaban frente a ella en el vestíbulo del templo. Eran nueve en total, con los polvorientos uniformes verdes de las patrullas suburbanas, y todavía sudaban y jadeaban por el esfuerzo. La luz del anochecer entraba por la puerta a sus espaldas. La zona había sido limpiada de peregrinos.

—Así pues, ¿mis órdenes no significan nada para vosotros? —preguntó Alia.

Y se maravilló de su propia irritación, no intentando contenerla sino dejándola surgir. Su cuerpo temblaba con incontroladas tensiones: Idaho desaparecido… Dama Jessica… ningún informe… sólo rumores de que se hallaban en Salusa ¿Por qué Idaho no le había enviado ningún mensaje? ¿Por qué había hecho aquello? ¿Había sabido finalmente lo de Javid?

Alia ostentaba el color amarillo del luto en Arrakeen, el color del ardiente sol de la historia Fremen. Dentro de pocos minutos iba a presidir la segunda y última procesión fúnebre a la Vieja Hendidura, para completar la lápida de piedra de su difunto sobrino. El trabajo sería completado por la noche, rindiendo así homenaje a aquel que estaba destinado a conducir a los Fremen.

Los guardias sacerdotales parecían desafiantes frente a su irritación, en absoluto avergonzados. Permanecían inmóviles ante ella, recortados sobre la agonizante luz. El olor de su transpiración era fácilmente detectado a través de los ligeros e ineficientes destiltrajes de los habitantes de la ciudad. Su jefe, un alto y rubio kaza con las Insignias de bourka de la familia Cadelam, echó a un lado la máscara del destiltraje para hablar más claramente. Su voz estaba llena de las orgullosas entonaciones que podían esperarse del retoño de la familia que en un tiempo había gobernado en el Sietch Abbir.

—¡Por supuesto que hemos intentado capturarlo! —El hombre se sentía obviamente ultrajado por su ataque. ¡Blasfemaba! ¡Conocíamos vuestras órdenes, pero lo oímos con nuestros propios oídos!

—Y no habéis conseguido capturarlo —dijo Alia, con voz baja y acusadora.

Otro de los guardias, una mujer joven y baja, intentó defenderse.

—¡La gente era muy densa allí! ¡Juro que la gente interfirió nuestro trabajo!

—Seguiremos tras él —dijo el Cadelam—. No siempre fallaremos.

Alia frunció el ceño.

—¿Por qué no intentáis comprender y me obedecéis?

—Mi Dama, nosotros…

—¿Qué haréis vosotros, retoño de Cade Lamb[1], si lo torturáis y descubrís que es en realidad mi hermano?

Obviamente él no captó el especial énfasis en su nombre, aunque no hubiera podido formar parte de la guardia sacerdotal sin haber recibido alguna educación que debía haberle permitido captarlo. ¿Acaso se estaba sacrificando?

El guardia tragó saliva y dijo:

—Deberemos matarlo nosotros mismos, porque causa desórdenes.

Los demás permanecieron horrorizados ante aquello, pero siguieron desafiantes. Sabían qué significaba lo que habían oído.

—Llama a las tribus a unirse contra vos —dijo el Cadelam. Ahora Alia sabía cómo manejarlo. Habló en tono tranquilo, desapasionado.

—Entiendo. Entonces, si tú deseas sacrificarte de esta forma, matándolo abiertamente para que todos puedan ver quién eres y lo que estás haciendo, entonces creo que eres tú quien debe hacerlo.

—Sacrificarme… —el guardia se interrumpió, miró a sus compañeros. Como kaza de aquel grupo, su jefe elegido, tenía derecho a hablar en su nombre, pero en aquel instante dio señales de que hubiera deseado más permanecer silencioso. Los otros guardias se agitaron inquietos. En el calor de la caza, habían desafiado a Alia. Ahora tan sólo podían reflexionar sobre el significado de tal desafío al «Seno del Cielo». Con obvio nerviosismo, los guardias abrieron un pequeño espacio entre ellos y su kaza.

—Por el bien de la Iglesia, nuestra reacción oficial debería ser severa —dijo Alia—. Comprendes esto, ¿no?

—Pero él…

—Lo he oído por mí misma —dijo ella—. Pero este es un caso especial.

—¡Él no puede ser Muad’Dib, mi Dama!

¡Qué poco sabes!, pensó ella. Y dijo:

—No podemos arriesgarnos a hacerlo abiertamente, hiriéndole allá donde otros puedan verlo. Si se presentara alguna otra oportunidad, por supuesto…

—¡Pero últimamente siempre está rodeado por la multitud!

—Entonces me temo que deberás ser paciente. Por supuesto, si insistes en desafiarme… —dejó que las consecuencias colgaran en el aire, inexpresadas pero bien comprendidas. El Cadelam era ambicioso, tenía una brillante carrera ante sí.

—Ni soñaba en desafiaros, mi Dama —el hombre había recuperado de nuevo el control—. Actuamos precipitadamente, ahora lo comprendo. Perdonadnos, pero él…

—Nada ha ocurrido, nada hay que perdonar —dijo ella, usando la habitual fórmula Fremen. Era una de las muchas formas en las cuales una tribu mantenía la paz en sus filas, y aquel Cadelam seguía siendo lo suficientemente Viejo Fremen como para recordarlo. Su familia arrastraba una larga tradición de jefes. La culpabilidad era el látigo de los Naib, que debía ser usado parcamente. Los Fremen servían mejor cuando se veían libres de la culpabilidad o del resentimiento.

El hombre mostró haber comprendido su juicio inclinando la cabeza y diciendo:

—Por el bien de la tribu; comprendo.

—Entonces id a refrescaros —dijo ella—. La procesión empezará dentro de pocos minutos.

—Sí, mi Dama. —Se alejaron apresuradamente, revelando en cada uno de sus movimientos su alivio por escapar así. Dentro de la cabeza de Alia una voz de bajo retumbó:

—Ahhhhh, has llevado esto astutamente. Uno o dos de ellos siguen creyendo todavía que deseas ver muerto al Predicador. Intentarán complacerte.

—¡Cállate! —silbó ella—. ¡Cállate! ¡Nunca hubiera debido escucharte! Mira lo que has hecho…

—Te he puesto en el camino de la inmortalidad —dijo la voz de bajo.

Ella sintió cómo creaba ecos en su cráneo como un distante dolor, y pensó: ¿Dónde puedo esconderme? ¡No hay ningún lugar adonde ir!

—El cuchillo de Ghanima es afilado —dijo el Barón—. Recuerda esto.

Alia parpadeó. Sí, era algo que debía recordar. El cuchillo de Ghanima era afilado. Aquel cuchillo podía librarla de aquella actual difícil situación.