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El santo y seña me fue comunicado por un hombre que murió en las mazmorras de Arrakeen. Ved, es por ello que tengo este anillo en forma de tortuga. Estaba en el suk fuera de la ciudad donde me habían ocultado los rebeldes. ¿El santo y seña? Oh, ha sido cambiado muchas veces desde entonces. Era «Persistencia». Y la contraseña de respuesta era «Tortuga». Me hizo salir vivo de allí. Por eso compré este anillo: es un recuerdo.

TAGIR MOHANDIS, Conversaciones con un Amigo

Leto se había adentrado mucho en la arena cuando oyó al gusano tras él, acudiendo atraído por su martilleador y por el polvo de especia que había esparcido en torno a los tigres muertos. Era un buen auspicio para el inicio de su plan: los gusanos solían ser escasos en aquella zona. El gusano no era esencial, pero ayudaba. Ghanima no tendría necesidad de explicar la ausencia de su cuerpo.

En aquellos momentos sabía ya que Ghanima habría actuado sobre sí misma de tal modo que estaría convencida de que él había muerto. Tan sólo una minúscula y aislada cápsula de consciencia permanecería en ella, un recuerdo enquistado que podría ser liberado de nuevo pronunciando las palabras adecuadas en aquella antigua lengua que tan sólo ellos dos conocían en todo el universo. Secher Nbiw. Si ella oía aquellas palabras: Sendero de Oro… sólo entonces le recordaría como a un ser vivo. Hasta entonces, estaba muerto.

Ahora Leto se sintió realmente solo.

Avanzó con aquel paso irregular que era característico de los sonidos naturales del desierto; Nada en su caminar revelaría a aquel gusano a sus espaldas que un ser humano se estaba moviendo en sus inmediaciones. Era una forma de caminar tan profundamente condicionada en él que ni siquiera tenía que pensar en ello. Sus pies se movían por sí mismos, sin dar ningún ritmo determinado a su progresión. Cualquier sonido producido por aquellos pies podía ser imputado al viento, a la gravedad. Ningún ser humano estaba avanzando allí.

Cuando el gusano hubo terminado su trabajo tras él, Leto se acurrucó en la resbaladiza pendiente de una duna y miró hacia atrás, hacia El Que Espera. Sí, estaba lo bastante lejos. Plantó un martilleador y llamó así a su transporte. El gusano acudió rápidamente, dándole apenas tiempo de situarse en posición antes de tragarse el martilleador. Mientras pasaba por su lado, Leto se agarró a su costado y trepó con ayuda de los garfios de doma, abrió el sensible borde de uno de los anillos, e hizo que la estúpida bestia girara hacia el sudeste. Era un gusano pequeño pero fuerte. Podía sentir la fuerza de sus contorsiones mientras avanzaba siseando entre las dunas. Se produjo una cálida brisa que fue marcando su paso, provocada por el calor de la fricción.

A medida que el gusano se movía, la mente de Leto también se movía. Stilgar lo había tomado a su cargo en su primer viaje a lomos de un gusano. Leto necesitaba tan sólo dejar fluir su memoria para poder escuchar de nuevo la voz de Stilgar: calmada y precisa, llena de la cortesía de otras épocas. No eran propios de Stilgar los amenazadores tambaleos de un Fremen borracho de licor de especia. No eran de Stilgar los gritos y las explosiones de rabia de estos tiempos. No… Stilgar tenía su deber que cumplir. Era un instructor de la realeza:

—En los viejos tiempos, los pájaros eran llamados según sus cantos. Cada viento tenía su nombre. Un viento de seis klick era llamado un Pastaza, uno de veinte klick era un Cueshma, y un viento de cien klick era un Heinali… Heinali, el que empuja a los hombres. Luego había el viento del demonio en el desierto abierto: el Hulasikali Wala, el viento que come la carne.

Y Leto, que ya conocía estas cosas, había asentido su gratitud ante la sabiduría de aquella instrucción.

Pero la voz de Stilgar estaba repleta de cosas que podían ser muy valiosas.

—En los viejos tiempos había ciertas tribus que eran conocidas como cazadores de agua. Eran llamadas los iduali, que significa «insectos de agua», debido a que esas gentes no vacilaban en robar el agua de otro Fremen. Si hallaban a alguien solo en el desierto, no le dejaban el menor átomo de agua en su carne. El lugar donde vivían era llamado Sietch Jacurutu. Hasta que las demás tribus se unieron y enviaron una expedición contra los iduali y los aniquilaron. Esto ocurrió hace mucho tiempo, mucho antes de Kynes… en los días de mi tatarabuelo. Y desde aquellos días hasta hoy ningún Fremen ha vuelto a Jacurutu. Es tabú.

Entonces Leto había recordado algo del conocimiento que yacía en su memoria. Había sido una importante lección acerca de cómo funcionaba la memoria. La memoria en sí no era suficiente, ni siquiera para alguien cuyo pasado era tan multiforme como el suyo, a menos que uno supiera como usarla y el valor que tenían las cosas que eran puestas al descubierto. Jacurutu podía tener agua, una trampa de viento, todos los atributos de un sietch Fremen, y además la incomparable ventaja de que ningún Fremen se aventuraría hasta allí. Muchos de los más jóvenes ni siquiera habían oído hablar de que alguna vez hubiera existido un lugar llamado Jacurutu. Oh, sabían de la existencia de Fondak, por supuesto, pero aquel era un lugar de contrabandistas.

Era un lugar perfecto para ocultar a un muerto… entre los contrabandistas y los muertos de otra época.

Gracias, Stilgar.

El gusano se cansó antes del alba. Leto se deslizó por su flanco y lo contempló mientras se hundía entre las dunas, moviéndose suavemente en la forma peculiar de aquellas criaturas. Se hundiría hasta muy profundo y se acurrucaría allí para descansar.

Debo esperar a que termine el día, pensó.

Se detuvo en lo alto de una duna y escrutó a su alrededor: vacío, vacío, vacío. Sólo la ondulada huella del desaparecido gusano rompía la soledad.

El lento grito de un pájaro nocturno desafió la primera línea de verdosa luz a lo largo del horizonte oriental. Leto cavó una oquedad en la arena, hinchó la destiltienda alrededor de su cuerpo, y sacó fuera el extremo de un snork de arena para sondear el aire.

Durante largo tiempo, antes de que acudiera el sueño, yació tendido en aquella forzada oscuridad, pensando en la decisión que él y Ghanima habían tomado. No había sido una decisión fácil, especialmente para Ghanima. Él no le había revelado toda su visión, ni todos los razonamientos derivados de ella. Ahora estaba convencido de que había sido una visión, no un sueño. Pero la peculiaridad era que la veía como la visión de una visión. Si existía algún argumento que pudiera convencerle de que su padre aún seguía vivo, este era aquella visión de una visión.

La vida del profeta se encierra en su visión, pensó Leto. Y un profeta puede tan sólo arrancarse de su visión creando su muerte en desacuerdo con ella. Así era como aparecía en la doble visión de Leto, y sopesó aquello en su relación con la elección que había tomado. Pobre Juan el Bautista, pensó. Si tan sólo hubiera tenido el valor de morir de alguna otra manera… Pero quizá su elección fue la más valerosa de todas. ¿Cómo puedo saber las alternativas que se le presentaron? Sin embargo, sé qué alternativas se presentaron ante mi padre.

Leto suspiró. Darle la espalda a su padre era como traicionar a un dios. Pero el Imperio de los Atreides necesitaba ser sacudido. Se había derrumbado en la peor visión de Paul. Qué fácil era eliminar a los hombres. Se hacia sin pensar una segunda vez en ello. El muelle de una locura religiosa había sido tensado al máximo y luego soltado.

Y nosotros hemos quedado encerrados en la visión de mi padre.

La salida de aquella locura se hallaba a lo largo del Sendero de Oro. Leto lo sabía. Su padre lo había visto. Pero la humanidad podía salir del Sendero de Oro y mirar hacia atrás a los tiempos de Muad’Dib, viéndolos como una era mejor. La humanidad debía experimentar aún la alternativa a Muad’Dib, o en caso contrario nunca comprendería sus mitos.

Seguridad… paz… prosperidad…

Ante la elección, no había la menor duda acerca de lo que la mayor parte de los ciudadanos del Imperio habrían decidido.

Aunque me odien, pensó. Aunque Ghani me odie.

Su mano derecha le picaba, y pensó en el terrible guante de su visión-visión. Así será, pensó. Sí, así será.

Arrakis, dame fuerzas, rogó. Su planeta seguía siendo fuerte y vivo bajo él y en torno a él. Su arena presionaba fuertemente contra la destiltienda. Dune era un gigante contando sus riquezas amasadas. Era una entidad engañosa, al mismo tiempo bella y vulgarmente horrible. La única moneda que realmente conocían sus mercaderes era el pulsar de la sangre de su propio poder, sin importar la forma en que tal Poder había sido amasado. Poseían aquel planeta de la misma forma que un hombre posee a una amante prisionera, de la misma forma que la Bene Gesserit posee a sus Hermanas.

No era de extrañar que Stilgar odiara a los sacerdotes-mercaderes.

Gracias, Stilgar.

Leto recordó entonces la belleza de las antiguas tradiciones del sietch, la vida tal como era vivida antes de la llegada de la tecnocracia del Imperio, y su mente fluyó tal como sabía que fluían los sueños de Stilgar. Antes de los globos y de los láseres, antes de los ornitópteros y de las factorías de especia, había otra forma de vida: madres de piel bronceada con bebés en sus brazos, lámparas que quemaban aceite de especia desprendiendo una densa fragancia a canela. Naibs que persuadían a su gente porque sabían que no podían obligarles. Era una oscura multitud de vida en madrigueras de roca…

Un terrible guante restaurará el equilibrio, pensó Leto.

Luego se durmió.