23

Esta es la falacia del poder: Un último análisis es efectivo tan sólo en un universo absoluto y limitado. Pero la lección básica de nuestro universo relativista es que las cosas cambian. Cualquier poder terminará siempre por enfrentarse a un poder más grande. Paul Muad’Dib enseñó esta lección a los Sardaukar en las llanuras de Arrakeen. Sus descendientes aún deben aprender esta lección por sí mismos.

El PREDICADOR a Arrakeen

El primer suplicante de la audiencia de la mañana era un trovador kadeshiano, un peregrino del Hajj cuya bolsa había sido vaciada por los mercenarios de Arrakeen. Estaba erguido, de pie sobre las piedras verde agua del suelo de la estancia, sin dar muestras de venir a suplicar nada.

Jessica admiró su audacia desde el lugar donde estaba sentada, junto a Alia, en la plataforma doselada que había en lo alto de los siete peldaños. Dos tronos idénticos habían sido instalados allí para madre e hija, y Jessica había tomado buena nota del hecho de que Alia se había sentado a la derecha, la posición masculina.

En cuanto al trovador kadeshiano, era obvio que la gente de Javid lo había admitido precisamente por la cualidad que ahora desplegaba: su audacia. Se esperaba que el trovador proporcionara un cierto entretenimiento a los cortesanos que llenaban la Gran Sala; era el único pago que se le podía dar en lugar del dinero que ya no poseía.

Según el informe del Sacerdote Abogado que ahora exponía el caso del trovador, el kadeshiano había conseguido retener tan sólo las ropas que llevaba encima y el baliset que colgaba en su hombro, sujeto por una cuerda de cuero.

—Dice que se le dio a beber una bebida oscura —dijo el Abogado, disimulando la sonrisa que afloraba a sus labios—. Y, con perdón de vuestra Santidad, la bebida lo dejó despierto pero impotente, mientras ellos cortaban su bolsa.

Jessica estudió al trovador mientras el Abogado proseguía su rutinario discurso con voz llena de fangosa moralidad. El kadeshiano era alto, casi dos metros. Tenía unos ojos vivaces que revelaban una inteligente malicia y un sentido del humor. Su cabello rubio descendía hasta sus hombros, al estilo de su planeta, y había una sensación de fuerza viril en su amplio pecho y el musculoso cuerpo que el gris hábito del Hajj no conseguía disimular. Su nombre había sido presentado como Tagir Mohandis, y descendía de una estirpe de mercaderes y técnicos que lo hacían sentirse orgulloso de sus antepasados y de sí mismo.

Finalmente, Alia cortó la súplica con un gesto de su mano y dijo sin girarse:

—Dama Jessica pronunciará el primer juicio, en honor a su regreso entre nosotros.

—Gracias, hija —dijo Jessica, haciendo notar a todos los que escuchaban el orden de ascendencia. ¡Hija! Así, aquel Tagir Mohandis formaba parte de su plan. ¿O era un incauto inocente? Aquel juicio podía ser considerado como un ataque abierto contra ella, se dijo Jessica. Era obvio en la actitud de Alia.

—¿Sabes tocar bien ese instrumento? —preguntó Jessica, señalando el baliset de nueve cuerdas en el hombro del trovador.

—¡Tan bien como el propio gran Gurney Halleck! —respondió con voz muy alta Tagir Mohandis, para que todos los que estaban en la sala pudieran oírle, y sus palabras levantaron un interesado murmullo entre los cortesanos.

—Tú pides el don de dinero para tu viaje —dijo Jessica—. ¿Hasta dónde quieres que te lleve este dinero?

—Hasta Salusa Secundus y la corte de Farad’n —dijo Mohandis—. He oído que busca trovadores y menestrales, que está ayudando al arte, y que está edificando un gran renacimiento de la más cultivada vida a su alrededor.

Jessica se obligó a no mirar a Alia. Ella sabía, por supuesto, lo que iba a decir Mohandis. Se sintió divertida por aquel doble juego. ¿Creía realmente que no iba a ser capaz de parar aquel golpe?

—¿Estás dispuesto a tocar para pagar tu pasaje? —preguntó Jessica—. Mis términos son términos Fremen. Si me gusta tu música, te quedarás aquí para aliviar mis preocupaciones; si tu música me ofende, te enviaré al desierto para que puedas ganarte allí el dinero para tu pasaje. Si lo que tocas lo juzgo apto para Farad’n, que según se dice es un enemigo de los Atreides, entonces te enviaré a él con mis bendiciones. ¿Estás dispuesto a tocar en estos términos, Tagir Mohandis?

El trovador echó hacia atrás la cabeza en una gran risotada. Su rubio cabello osciló cuando se quitó el baliset y lo puso ágilmente a tono, indicando que aceptaba el desafío.

La multitud empezó a apretujarse en la estancia, acercándose, pero fueron empujados hacia atrás por los cortesanos y los guardias.

Tras unos instantes Mohandis hizo sonar una nota, regulando con extremada atención las tonalidades bajas, expresivamente vibrantes, de las cuerdas laterales. Luego, con voz de tenor, profunda y viril, empezó a cantar, obviamente improvisando, pero con tal arte que Jessica se sintió fascinada antes incluso de captar el sentido de sus palabras:

Decís que añoráis los mares de Caladan,

Donde un día gobernasteis, Atreides,

Por largo, largo tiempo…

¡Pero ahora, exiliados, moráis en tierra extranjera!

Sabéis que era amargo, los hombres tan rudos,

Comprar vuestros sueños de Shai-Hulud,

Por una insípida comida…

Y, exiliados, moráis en tierra extranjera.

Habéis enfermado a Arrakis,

Silenciado el paso del gusano,

Y puesto fin a vuestro tiempo…

Como exiliados, morando en tierra extranjera.

¡Alia! Te llaman Coan-Teen,

El espíritu que nunca puede ser visto

Hasta que…

¡Ya basta! —gritó Alia. Se medio alzó de su trono—. Voy a hacer que…

—¡Alia! —restalló Jessica, con la voz severamente controlada para que todos la oyeran sin que ello provocara una abierta confrontación. Fue un uso magistral de la Voz, y todos aquellos que la oyeron reconocieron los adiestrados poderes implícitos en aquella demostración. Alia se hundió en su silla, y Jessica notó que no se mostraba turbada en absoluto.

También esto estaba previsto, pensó Jessica. Muy interesante.

—Este primer juicio es mío —le recordó a Alia.

—Muy bien —las palabras de Alia apenas fueron audibles.

—Creo que este hombre será un regalo interesante para Farad’n —dijo Jessica—. Tiene una lengua que corta como un crys. Los sangrantes azotes que una tal lengua puede administrar serían saludables incluso para nuestra propia corte, pero prefiero que los disfrute la Casa de los Corrino.

Una suave oleada de risas se esparció por la sala.

Alia se permitió un irritado resoplido.

—¿Has oído cómo me ha llamado?

—No te ha llamado de ninguna manera, hija mía. Simplemente ha mencionado algo que él o cualquier otro puede haber oído por las calles. Si allí te llaman Coan-Teen…

—El espíritu femenino de la muerte que camina sin pies —gruñó Alia.

—Si te niegas a escuchar lo que te informa la gente, terminarás oyendo tan sólo a aquellos que te dicen lo que tú deseas oír —dijo Jessica con voz suave—. No sé de nada más venenoso que enterrarte en tus propias reflexiones.

Unos murmullos audibles surgieron de aquellos que estaban inmediatamente debajo de los tronos.

Jessica centró su atención en Mohandis, que permanecía silencioso, de pie, en absoluto atemorizado. Aguardaba como si cualquier juicio dictado contra él fuera a pasar a su través sin tocarlo siquiera. Mohandis era exactamente el tipo de hombre que su Duque hubiera elegido para tenerlo a su lado en los tiempos difíciles: un hombre que actuaba seguro de su propio juicio, pero que aceptaba cualquier cosa que pudiera venirle, incluso la muerte, sin lamentarse de su destino. Entonces, ¿por qué había elegido aquel rumbo?

—¿Por qué has cantado esta letra en particular? —le preguntó Jessica.

El hombre levantó orgullosamente su cabeza para decir con voz clara:

—He oído decir que los Atreides son gente de honor y de mente abierta. He intentado probarlo y quizá quedarme aquí a vuestro servicio, ganándome así el tiempo de buscar a aquellos que me robaron y dar cuenta de ellos a mi manera.

—¡Se atreve a probarnos a nosotros! —murmuró Alia.

—¿Por qué no? —dijo Jessica.

Sonrió al trovador para demostrarle su simpatía. Se había presentado en aquella sala tan sólo porque aquello le ofrecía la oportunidad de otra aventura, otro pasaje a través de su universo. Jessica se sintió tentada de tomarlo a su servicio, pero la reacción de Alia era peligrosa para el bravo Mohandis. Había también algunos otros signos que decían que esto era lo que se esperaba que hiciera Dama Jessica… tomar a un bravo y apuesto trovador a su servicio tal como había tomado al bravo Gurney Halleck. Era mejor que Mohandis fuera enviado a que siguiera su camino, aunque no le gustaba enviar a un tal espécimen a Farad’n.

—Este hombre debe llegar hasta Farad’n —dijo Jessica—. Cuidad de que reciba el dinero para el pasaje. Dejad que su lengua vaya a arrancarles la sangre a la Casa de los Corrino, y ver si sobrevive a ello.

Alia miró furiosa al suelo, y luego, demasiado tarde, esbozó una sonrisa.

—La sabiduría de Dama Jessica prevalece —dijo, haciendo un gesto de despedida a Mohandis.

Las cosas no han ido como ella esperaba, pensó Jessica, pero había indicios en el modo de actuar de Alia que hacían suponer que le aguardaban nuevas pruebas más difíciles.

Otro suplicante fue hecho entrar en la sala.

Jessica, notando la reacción de su hija, se sintió presa de dudas. La lección aprendida de los gemelos le iba a ser necesaria ahora. Aunque Alia fuese una Abominación, seguía siendo uno de los prenacidos. Tenía que conocer a su madre tanto como se conocía a sí misma. Esto no concordaba con el hecho de que Alia hubiera juzgado mal las reacciones de su madre en relación con el trovador. ¿Por qué Alia ha preparado esta confrontación? ¿Para distraerme?

Pero ya no había tiempo para reflexionar. El segundo suplicante había ocupado su lugar bajo los dos tronos gemelos, con su Abogado al lado.

Esta vez el suplicante era un Fremen, un hombre viejo con las señales de arena de los nacidos en el desierto en su rostro. No era alto, pero tenía un cuerpo delgado y la larga dishdasha que usualmente habría llevado sobre su destiltraje le daba una apariencia digna. Sus ropas cuadraban perfectamente con su rostro enjuto y su nariz aguileña y el brillo de sus ojos completamente azules. No llevaba destiltraje, y parecía incómodo sin él. El gigantesco espacio de la Sala de Audiencias debía parecerle algo así como el peligroso aire libre que roba la preciosa humedad de los cuerpos. Bajo la capucha, echada parcialmente hacia atrás, se entreveía el keffiya, el cubrecabezas anudado de un Naib.

—Soy Gadhean al-Fali —dijo el hombre, colocando pie en el primer peldaño para remarcar su estatus por encima del de la multitud—. Fui uno de los comandos de muerte de Muad’Dib, y estoy aquí en relación a un asunto del desierto.

Alia apenas se envaró, un pequeño gesto que la traicionó, Al-Fali era uno de los nombres que figuraban en la petición para dar a Jessica un lugar en el Consejo.

¡Un asunto del desierto!, pensó Jessica.

Ghadhean al-Fali había hablado antes de que su Abogado hubiera podido iniciar su apelación. Con aquella frase formal Fremen le había hecho saber que él estaba allí para hablar por sí mismo de cualquier cosa que concerniera a Dune… y que hablaba con la autoridad de un Fedaykin que había ofrecido su vida junto a Paul Muad’Dib. Jessica dudó que Ghadhean al-Fali le hubiera dicho a Javid o al abogado General nada de aquello al solicitar la audiencia. Sus dudas fueron confirmadas cuando un oficial del Sacerdocio echó a correr al fondo de la sala agitando el paño negro de intercesión.

—¡Mis Señoras! —gritó en voz alta el oficial—. ¡No escuchéis a este hombre! Ha venido aquí bajo falsa…

Jessica, observando al Sacerdote correr hacia ellos, captó un movimiento fuera del campo de visión de sus ojos, vio la mano de Alia señalando en el viejo lenguaje de batalla Atreides: «¡Ahora!». Jessica no pudo determinar a quién iba dirigida la señal, pero actuó instintivamente echándose hacia la izquierda, arrastrando el trono consigo. Rodó sobre sí misma alejándose del trono, que se estrelló contra el suelo, y saltó sobre sus pies al mismo tiempo que oía el cortante spat de una pistola maula… dos veces. Pero ya se estaba moviendo al primer sonido, sintiendo que algo rozaba su manga izquierda. Se metió entre la multitud de suplicantes y cortesanos apiñados bajo la plataforma. Alia, observó, no se había movido.

Rodeada de gente, Jessica se detuvo.

Ghadhean al-Fali, vio, había saltado al otro lado del dosel, pero el Abogado permanecía en su posición original.

Todo había ocurrido con la rapidez de una emboscada, pero todos en la Sala sabían cómo reaccionaría, cogido por sorpresa, cualquiera con reflejos bien adiestrados. Alia y el Abogado habían permanecido en una helada inmovilidad a los ojos de todos.

Un tumulto en mitad de la sala llamó la atención de Jessica, y se abrió camino entre la multitud. Cuatro suplicantes mantenían inmóvil al oficial del Sacerdocio. Su paño negro de intercesión yacía cerca de sus pies, y una pistola maula que traía entre sus pliegues.

Al-Fali llegó corriendo y rebasó a Jessica, deteniéndose junto al oficial y contemplando la pistola y luego al Sacerdote. El Fremen lanzó un grito de rabia, sacó una mano de la cintura y le lanzó un golpe achag, con los dedos de su mano izquierda rígidos. Alcanzó al Sacerdote en la garganta, un golpe que mataba casi instantáneamente por bloqueo de las vías respiratorias. Sin dedicarle ni una mirada, el viejo Naib se giró con rostro rabioso hacia el dosel.

¡Dalal-il ’an-nubuwwa! —gritó al-Fali, colocando las palmas de sus dos manos sobre su frente y bajándolas luego—. ¡El Qadis as-Salaf no permitirá que yo sea silenciado! ¡Si yo no consigo eliminar a aquellos que pretenden interferir, otros lo harán por mí!

Piensa que él era el blanco, se dio cuenta Jessica. Miró a su manga, metió un dedo por el limpio agujero dejado por el proyectil maula. Envenenado, sin la menor duda.

Los suplicantes habían soltado al Sacerdote, que yacía sobre el pavimento, agonizando, con la laringe partida. Jessica hizo una seña a un par de impresionados cortesanos que estaban a su izquierda y les dijo: Quiero que este hombre sea salvado para interrogarlo ¡Si muere, vosotros dos moriréis! —Y al ver que vacilaban, mirando dubitativamente hacia el palio, usó la Voz sobre ellos—: ¡Moveos!

El par de hombres se movió.

Jessica se situó al lado de al-Fali y le dijo, tirando de su brazo:

—¡Eres un estúpido, Naib! Iban a por mí, no a por ti.

Varios a su alrededor oyeron sus palabras. En el impresionado silencio que siguió, al-Fali miró de nuevo al dosel con uno de los tronos volcado y Alia sentada inmóvil en el otro. La comprensión que se reflejó en su rostro hubiera podido ser leída por un novicio.

—Fedaykin —dijo Jessica, recordándole así sus antiguos servicios a su familia—, nosotros que nos hemos chamuscado sabemos que es mejor permanecer espalda contra espalda.

—Confiad en mi, mi Dama —dijo el hombre, comprendido inmediatamente el sentido de aquellas palabras.

Un jadeo tras Jessica la hizo girarse rápidamente, y hacerlo sintió a al-Fali moviéndose para situarse apoyándose con su espalda contra la de ella. Una mujer, con las chillonas ropas de una Fremen de ciudad, se estaba levantando al lado del Sacerdote tendido en el suelo. De los dos cortesanos no había ni rastro. La mujer ni siquiera miró a Jessica, pero alzó la voz en el antiguo lamento de su pueblo… la llamada para aquellos que trabajan en los destiladores de muertos, la llamada para que acudan a recoger el agua del cuerpo para echarla a la cisterna tribal. Era un lamento extraño e incongruente, surgiendo de una mujer vestida de aquella manera. Jessica captó la persistencia de las antiguas costumbres, incluso aunque sonaran a falso, como con aquella mujer de ciudad. Obviamente aquella mujer de ropas chillonas había rematado al Sacerdote para asegurarse de que sus labios permanecerían silenciosos.

¿Por qué se ha tomado tanto trabajo?, se preguntó Jessica. Hubiera bastado con esperar a que el hombre muriera por asfixia. Aquel era un acto desesperado, un signo de profundo temor.

Alia estaba sentada al borde de su trono, con sus ojos brillando, alertas. Una mujer delgada, con las insignias de las guardianas de Alia, rozó a Jessica al pasar por su lado, se inclinó sobre el Sacerdote, se enderezó, y miró hacia la plataforma.

—Está muerto —dijo.

—Que se lo lleven —dijo Alia. Hizo una seña a los guardias tras el dosel—. Enderezad el trono de Dama Jessica.

¡De modo que está intentando hacer como si no hubiera pasado nada!, pensó Jessica. ¿Creía Alia que la gente se dejaría engañar? Al-Fali había hablado del Qadis as-Salaf, invocando a los sagrados padres de la mitología Fremen como sus protectores. Pero ninguna intervención sobrenatural había podido introducir una pistola maula en aquella sala, donde las armas no eran permitidas. Una conspiración que involucraba a la gente de Javid era la única respuesta, y la impasibilidad de Alia con respecto a su propia persona revelaba a todos que ella formaba parte de la conspiración.

El viejo Naib se dirigió a Jessica sin dejar de apoyar su espalda contra la de ella:

—Aceptad mis disculpas, mi Dama. Nosotros los del desierto hemos acudido a vos como nuestra última esperanza, y ahora hemos visto que sois vos quien todavía necesita de nosotros.

—El matricidio no se le da bien a mi hija —dijo Jessica.

—Las tribus oirán de esto —prometió al-Fali.

—Si tenéis una necesidad tan desesperada de mí —preguntó Jessica—, ¿por qué no os acercasteis a mí en la Convocación en el Sietch Tabr?

—Stilgar no lo hubiera permitido.

Ahhh, pensó Jessica, la regla de los Naibs. En el Tabr, la palabra de Stilgar era la ley.

El trono volcado había sido puesto de nuevo en su sitio. Alia invitó a su madre a regresar y dijo:

—Todos vosotros tomad nota de la muerte de ese sacerdote traidor. Todos aquellos que me amenazan mueren. —Miró a al-Fali—. Mi agradecimiento hacia ti, Naib.

—Gracias por un error —murmuró al-Fali. Miró a Jessica—. Vos estabais en lo cierto. Mi rabia eliminó a un hombre que debería haber sido interrogado.

—Recuerda a esos dos cortesanos y a la mujer de las ropas chillonas, Fedaykin —susurró Jessica—. Quiero que sean apresados e interrogados.

—Será hecho —dijo el hombre.

—Si salimos vivos de aquí —dijo Jessica—. Vamos, regresemos a nuestros puestos y representemos nuestros papeles.

—Como digáis, mi Dama.

Juntos regresaron a la plataforma, Jessica subiendo los peldaños y ocupando su lugar junto a Alia, al-Fali deteniéndose en el lugar de los suplicantes, abajo.

—Adelante —dijo Alia.

—Un momento, hija —dijo Jessica. Levantó su manga y mostró el orificio pasando un dedo a su través—. El ataque iba dirigido contra mí. El proyectil casi me alcanzó, pese a esquivarlo. Y como todos pueden observar, la pistola maula ya no está donde estaba. —Señaló—. ¿Quién la ha tomado?

No hubo respuesta.

—Quizá si buscásemos bien —dijo Jessica.

—¡Qué tontería! —dijo Alia—. Era yo el…

Jessica se giró a medias hacia su hija, haciendo un gesto con su mano izquierda.

—Alguien ahí abajo tiene esa pistola. ¿No temes que…?

—¡Una de mis guardianas la tiene! —dijo Alia.

—Entonces que esa guardiana me la entregue a mí —dijo Jessica.

—Ya se la ha llevado de aquí.

—Qué conveniente —dijo Jessica.

—¿Qué estás insinuando? —preguntó Alia.

Jessica se permitió una sardónica sonrisa.

—Estoy insinuando que dos de tus cortesanos fueron encargados de salvar a ese Sacerdote traidor. Les advertí de que ambos morirían si él moría. Así que morirán.

—¡Lo prohíbo!

Jessica se limitó a alzarse de hombros.

—Tenemos aquí a un bravo Fedaykin —dijo Alia, señalando hacia al-Fali—. Esta discusión puede esperar.

—Puede esperar por siempre —dijo Jessica, hablando en chakobsa. Sus palabras de doble filo le dijeron a Alia que ninguna discusión podría detener aquella sentencia de muerte.

—¡Ya lo veremos! —dijo Alia. Se giró hacia al-Fali—. ¿Por qué estás aquí, Ghadhean al-Fali?

—Para ver a la madre de Muad’Dib —dijo el Naib—. Unos pocos Fedaykin, ese grupo de hermanos que servimos a su hijo, han reunido sus pobres recursos para comprar mi entrada aquí a los avariciosos guardias que aíslan a los Atreides de las realidades de Arrakis.

—Cualquier cosa que deseen los Fedaykin —dijo Alia—, sólo tienen que…

—Ha venido a verme a mí —interrumpió Jessica—. ¿Cuál es tu desesperada necesidad, Fedaykin?

—¡Yo soy quien habla en nombre de los Atreides aquí! —dijo Alia—. ¿Qué es…?

—¡Calla, Abominación asesina! —restalló Jessica—. ¡Has intentado matarme, hija! Lo digo para que todo el mundo lo sepa. No podrás eliminar a todos los que están en esta sala para silenciarlos… como ha sido silenciado ese sacerdote. Sí, el golpe del Naib casi mató a ese hombre, pero hubiera podido ser salvado. ¡Hubiera podido ser interrogado! No te importó que fuera silenciado. ¡Derrama tus protestas sobre quien quieras, pero tu culpabilidad está escrita en tus acciones!

Alia se inmovilizó en un helado silencio, con el rostro pálido. Y Jessica, observando el juego de emociones a través del rostro de su hija, vio un terriblemente familiar movimiento en las manos de Alia, una inconsciente respuesta que en un tiempo había identificado a un mortal enemigo de los Atreides. Los dedos de Alia se movían en un rítmico tamborilear… el dedo meñique dos veces, el dedo índice tres veces, el dedo anular dos veces, el dedo meñique una vez, el dedo anular dos veces… y de nuevo siguiendo el mismo orden.

¡El viejo Barón!

La fijeza de los ojos de Jessica llamó la atención de Alia; bajó su mirada hacia sus propios dedos, los cerró, miró de nuevo a su madre, y captó el terrible reconocimiento. Una maligna sonrisa distendió la boca de Alia.

—Así es que te estás vengando de nosotros —susurró Jessica.

—¿Te has vuelto loca, madre? —preguntó Alia.

—Querría estarlo —dijo Jessica. Y pensó: Sabe que confirmaré esto a la Hermandad. Lo sabe. Podría incluso sospechar que voy a decírselo a los Fremen y a obligarla a someterse a la Prueba de la Posesión. No puede dejarme salir viva de aquí.

—Nuestro bravo Fedaykin espera mientras nosotros discutimos —dijo Alia.

Jessica se obligó a fijar su atención en el viejo Naib. Controló sus propias reacciones y dijo—:

—Has venido a verme, Ghadhean.

—Sí, mi Dama. Nosotros los del desierto vemos que están ocurriendo cosas terribles. Los Pequeños Hacedores surgen de la arena tal como había sido predicho en las antiguas profecías. Shai-Hulud ya no se encuentra excepto en las profundidades de la Región Vacía. ¡Hemos abandonado a nuestro amigo, el desierto!

Jessica miró a Alia, que simplemente se limitó a hacerle una seña para que continuara. Jessica contempló la multitud que llenaba la Sala y vio la sorprendida tensión en todos sus rostros. La importancia de la lucha entre madre e hija no había pasado inadvertida para ellos, y debían estarse preguntando por qué continuaba la audiencia. Volvió su atención a al-Fali.

—Ghadhean, ¿qué son esas historias sobre los Pequeños Hacedores y la escasez de los gusanos de arena?

—Madre de la Humedad —dijo el hombre, utilizando el antiguo título Fremen—, fuimos advertidos de esto por el Kitab al-Ibar. Te suplicamos. ¡Nadie puede olvidar que el día en que murió Muad’Dib, todo Arrakis giró sobre sí mismo! Nosotros no podemos abandonar el desierto.

—¡Ja! —se burló Alia—. La supersticiosa gentuza del Desierto Profundo teme a la transformación ecológica. Ellos…

—Te he comprendido, Ghadhean —dijo Jessica—. Si el gusano se va, la especia se va. Si la especia se va, ¿con qué moneda pagaremos nuestro camino?

Sonidos de sorpresa: jadeos y susurros apresurados, pudieron oírse a través de toda la Gran Sala. La enorme estancia recogió los ecos del sonido.

Alia se alzó de hombros.

—¡Supersticiones estúpidas!

Al-Fali levantó su mano derecha, señalando a Alia.

—¡Hablo a la Madre de la Humedad, no a la Coan-Teen!

Las manos de Alia se crisparon sobre los brazos de su trono, pero permaneció sentada.

Al-Fali miró a Jessica.

—Hubo un tiempo en el que ésta era la tierra donde no crecía nada. Ahora hay plantas. Que se desparraman como piojos sobre una herida. ¡Se han producido nubes y lluvias alrededor de todo el cinturón de Dune! ¡Lluvias, mi Dama! Oh, preciosa madre de Muad’Dib, al igual que el sueño es el hermano de la muerte, la lluvia en el Cinturón de Dune es la muerte de todos nosotros.

—Nosotros tan sólo hacemos lo que Liet-Kynes y el propio Muad’Dib nos dijeron que hiciéramos —protestó Alia—. ¿Qué son todas esas habladurías supersticiosas? Nosotros reverenciamos las palabras de Liet-Kynes, que nos dijo: «Quiero ver este planeta completamente cubierto de una capa de plantas verdes». Y así será.

—¿Y qué ocurrirá con los gusanos y la especia? —preguntó Jessica.

—Siempre habrá algo de desierto —dijo Alia—. Los gusanos sobrevivirán.

Está mintiendo, pensó Jessica. Pero ¿por qué miente?

—Ayúdanos, Madre de la Humedad —suplicó al-Fali.

Con una repentina sensación de doble visión, Jessica sintió que su consciencia se tambaleaba, empujada por las palabras del viejo Naib. Era el inequívoco adab, la memoria que exige, que se despierta por sí misma. Surgió sin ningún aviso previo y mantuvo inmóviles sus sentidos mientras las lecciones del pasado quedaban impresas en su consciencia. Se sintió completamente atrapada en ella, como un pez en la red. Sin embargo sintió aquella exigencia como un momento esencialmente humano, con cada pequeña parte de ella un vívido recuerdo de la creación. Cada elemento de aquella lección-memoria era real pero insustancial en su constante cambio, y se dio cuenta de que era lo más próximo que había experimentado nunca de la mordiente presciencia que había afligido a su hijo.

Alia ha mentido porque está poseída por alguien que quiere destruir a los Atreides. Ella misma ha sido quien ha iniciado esta destrucción. Entonces al-Fali dice la verdad: los gusanos están condenados a menos que el curso de la transformación ecológica sea modificado.

Atrapada por la revelación, Jessica vio a la gente de la audiencia reducida a débiles movimientos, con sus respectivos papeles claramente identificados para ella. Reconoció inmediatamente a aquellos encargados de que no saliera viva de allí. Y su camino entre ellos se destacó en su consciencia como si estuviera dibujado con una brillante luz… una repentina confusión, uno de ellos tropezando accidentalmente contra otro, grupos enteros arracimándose. Vio también que si conseguía salir viva de aquella Gran Sala sería tan sólo para caer en otras manos. A Alia no le importaba crear de ella un mártir. No… a la cosa que la poseía no le importaba.

Ahora, en aquel instante congelado de tiempo, Jessica eligió la manera de salvar al viejo Naib y enviarle al mismo tiempo como mensajero. El camino a través de la audiencia seguía perfectamente claro a sus ojos. ¡Qué sencillo era! Aquellos hombres eran bufones de ojos cegatos, con los hombros encogidos en una actitud de inamovible defensa. Cada una de sus posiciones en el enorme suelo podía ser considerada como el resultado de colisiones estáticas de aquellas carnes muertas que llegaban incluso a revelar los esqueletos. Sus cuerpos, sus ropas y sus rostros describían infiernos individuales… los pechos excavados por ocultos terrores, la destellante presencia de una joya convertida en sustituto de una armadura; las bocas eran juicios llenos de aterrorizados absolutismos, catedrales prismáticas de cejas enarcadas exhibiendo sentimientos religiosos que sus entrañas renegaban.

Jessica captó la disolución de las fuerzas creadoras liberadas sobre Arrakis. La voz de al-Fali había sido como un distrans en su alma, despertando a la bestia que yacía en lo más profundo de su ser.

En un parpadeo, Jessica se movió del adab al universo del movimiento, pero era un universo distinto del que había reclamado su atención hacía tan sólo un segundo.

Alia estaba empezando a decir algo, pero Jessica gritó:

—¡Silencio! —Y luego—: Hay algunos de vosotros que temen que haya vuelto sin reservas a la Hermandad. Pero desde aquel día en el desierto, cuando los Fremen nos hicieron el don de la vida a mí y a mi hijo, me convertí en Fremen. —Y pasó a la antigua lengua que tan sólo aquellos de la enorme estancia que podían sacar provecho de ello podían comprender—. ¡Onsar akhaka zeliman aw maslumen!¡Hay que sostener a vuestro hermano en estos tiempos de necesidad, sea él justo o injusto!

Sus palabras causaron el efecto deseado, un sutil cambio de posiciones en la Gran Sala.

Pero Jessica rugió:

—Este Ghadhean al-Fali, un honesto Fremen, ha venido aquí para decirme lo que otros debieran haberme dicho hace ya tiempo. ¡Que nadie se atreva a negarlo! ¡La transformación ecológica se ha convertido en una tempestad fuera de control!

Mudas confirmaciones surgieron por toda la estancia.

—¡Y mi hija se alegra de ello! —dijo Jessica—. ¡Mektub al-mellah! ¡Herís mi carne y echáis encima sal! ¿Por qué los Atreides no han hallado un hogar aquí? Porque el Mohalata era algo natural para nosotros. Para los Atreides el gobierno ha sido siempre un compromiso mutuo de protección: Mohalata, como los Fremen lo han conocido siempre. ¡Y ahora miradla! —Jessica señaló a Alia—. ¡Ríe sola por la noche contemplando su propia maldad! ¡La producción de especia caerá a cero, o en el mejor de los casos a una fracción ínfima de su nivel actual! Y cuando esto se sepa fuera de aquí…

—¡Tendremos una reserva del más inapreciable producto del universo! —gritó Alia.

—¡Tendremos una reserva de infierno! —rugió Jessica.

Y Alia empezó a hablar en el más antiguo chakobsa, el lenguaje privado de los Atreides, con sus difíciles pausas guturales y clics:

—¡Ahora ya lo sabes, madre! ¿Creías que una nieta del Barón Harkonnen no iba a apreciar todas las vidas que tú metiste en mi consciencia antes de que yo naciera? Cuando me rebelé contra aquello que me habías dado, necesité tan sólo preguntarme cómo habría actuado el Barón. ¡Y él me respondió! ¡Compréndelo, perra Atreides! ¡Él me respondió!

Jessica sintió todo el veneno que surgía de aquella boca, y tuvo la confirmación de su sospecha. ¡Abominación! Alia se había visto dominada por su interior, poseída por aquel cahueit diabólico, el Barón Vladimir Harkonnen. El propio Barón hablaba ahora por su boca, indiferente de lo que revelaba. Quería que ella viera su venganza, que supiera que no podía ser arrojado de allí.

Se supone que yo permaneceré aquí, indefensa en mi conocimiento de lo que sé, pensó Jessica. Y con este pensamiento, se lanzó por el sendero que le había revelado el adab, gritando:

—¡Fedaykin, seguidme!

Había seis Fedaykin en la estancia, y cinco de ellos lograron pasar tras ella.