14

Esta fue la realización de Muad’Dib: Vio la reserva subliminal de cada individuo como un inconsciente banco de memorias que llegaba hasta las células primordiales de nuestra génesis común. Cada uno de nosotros, dijo, puede medirse en razón de su distancia de este origen común. Viendo esto y aceptándolo, dio el audaz paso de la decisión. Muad’Dib tomó sobre sí mismo la tarea de integrar la memoria genética en la evaluación actual. De este modo rasgó los velos del Tiempo, haciendo una sola cosa del futuro y del pasado. Esta fue la creación de Muad’Dib, encarnada en su hijo y en su hija.

Testamento de Arrakis, por HARQ AL-ADA

Farad’n avanzaba a grandes zancadas por el amurallado jardín del palacio real de su abuelo, observando cómo su sombra se hacía más corta a medida que el sol de Salusa Secundus ascendía hacia el cenit. Tenía que esforzarse y acelerar el paso para mantenerse a la altura del alto Bashar que lo escoltaba.

—Tengo dudas, Tyekanik —dijo—. Oh, no puedo negar el atractivo que tiene un trono, pero… —inspiró profundamente—. Tengo tantos otros intereses.

Tyekanik, recién salido de una violenta discusión con la madre de Farad’n, miró de reojo al Príncipe, notando como la carne del muchacho se afirmaba a medida que se aproximaba su decimoctavo cumpleaños. Cada vez había menos y menos de Wensicia en él, a cada día que pasaba, y más del viejo Shaddam, que siempre había preferido sus aficiones privadas a las responsabilidades del reino. Y aquello había sido lo que finalmente le había costado el trono, por supuesto. Se había ablandado demasiado en el mando.

—Debéis tomar vuestra elección —dijo Tyekanik—. Oh, sin duda necesitaréis tiempo para alguno de vuestros intereses, pero…

Farad’n se mordió el labio inferior. El deber lo mantenía allí, pero se sentía frustrado. Hubiera preferido con mucho estar en aquel enclave rocoso donde se realizaban los experimentos con la trucha de arena. Aquel era un proyecto de enorme alcance: arrancar a los Atreides el monopolio de la especia. A partir de ello, cualquier cosa podía suceder.

—¿Estás seguro de que esos gemelos van a ser… eliminados?

—Nada es absolutamente seguro, mi Príncipe, pero las perspectivas son buenas.

Farad’n se alzó de hombros. El asesinato era un hecho común en la vida real. El lenguaje estaba repleto de sutiles variantes de la forma en que podían ser eliminados los personajes importantes. Con una simple palabra, uno podía distinguir entre el veneno en la bebida y el veneno en la comida. Presumía que la eliminación de los gemelos Atreides sería realizada a través de un veneno. No era un pensamiento agradable. Según lo que se decía, los gemelos eran una pareja excepcionalmente interesante.

—¿Tendremos que trasladarnos a Arrakis? —preguntó Farad’n.

—La mejor elección es siempre hallarse personalmente en el lugar donde la presión es mayor. —Farad’n daba la impresión de estar evitando una pregunta muy concreta, y Tyekanik se preguntó cuál podría ser.

—Estoy preocupado, Tyekanik —dijo Farad’n, mientras rebasaban un seto que formaba un recodo y se acercaban a una fuente rodeada de gigantescas rosas negras. Se podía oír el ruido de los jardineros trabajando tras los macizos.

—¿Sí? —invitó Tyekanik.

—Esta… ah… religión que profesas…

—No hay nada extraño en ello, mi Príncipe —dijo Tyekanik, y rogó por que su voz siguiera firme—. Esa religión le habla al guerrero que hay en mí. Es una religión apropiada para un Sardaukar. —Esto, al menos, era cierto.

—Síííííí… Pero mi madre parece muy complacida con ello.

¡Maldita Wensicia!, pensó Tyekanik. Ha hecho que sospechara.

—Lo que tu madre piense no tiene importancia. La religión de un hombre es un asunto estrictamente suyo. Quizás ella vea algo en la misma que pueda ayudarte a acceder al trono.

—Eso es lo que yo pienso —dijo Farad’n.

¡Oh, he aquí a un muchacho agudo!, pensó Tyekanik.

—Estudiad la religión por vos mismo —dijo—; veréis inmediatamente por qué yo la he elegido.

—De todos modos… ¿y las doctrinas de Muad’Dib? Después de todo, él era un Atreides.

—Sólo puedo deciros que los caminos de Dios son misteriosos —dijo Tyekanik.

—Lo sé. Dime, Tyek, ¿por qué me has pedido que viniera a pasear aquí contigo? Casi es mediodía, y normalmente a esa hora tú estás fuera cumpliendo algún encargo de mi madre.

Tyekanik se detuvo al lado de un banco de piedra, junto a la fuente y a las rosas gigantes que la flanqueaban. El rumor del agua lo calmaba, y concentró toda su atención antes de hablar:

—Mi Príncipe, he hecho algo que a lo mejor no le gustará a vuestra madre. —Y pensó: Si cree esto, su maldita maquinación funcionará. Casi deseaba que el plan de Wensicia fallase. Traer hasta aquí a ese condenado Predicador. Es estúpido. ¡Y el costo!

Viendo que Tyekanik permanecía en silencio, aguardando, Farad’n preguntó:

—De acuerdo, Tyek, ¿qué es lo que has hecho?

—He traído hasta aquí a un experto en oniromancia —dijo Tyekanik.

Farad’n lanzó una aguda mirada a su compañero. Algunos de los viejos Sardaukar se complacían jugando a la interpretación de los sueños, con mayor asiduidad desde su fracaso a manos del «Supremo Soñador» Muad’Dib. En algún lugar de sus sueños, razonaban, podía hallarse la forma de reconquistar el poder y la gloria. Pero Tyekanik siempre se había mantenido apartado de aquellos juegos.

—Eso no encaja contigo, Tyek —dijo Farad’n.

—Entonces sólo puedo hablar de mi nueva religión —dijo el Sardaukar mirando a la fuente. Por supuesto, era para hablar de la religión que se había arriesgado a traer hasta allí al Predicador.

—Entonces háblame de esa religión —dijo Farad’n.

—Como mi Príncipe ordene. —Se giró, miró a aquel joven en el que se concentraban todos los sueños destilados de los anhelos de futuro de la Casa de los Corrino. La Iglesia y el Estado, mi Príncipe, al igual que la razón científica y la fe, e incluso el progreso y la traición… todos se han reconciliado a través de las enseñanzas de Muad’Dib. Él nos dijo que no hay intransigencias opuestas excepto en las creencias de los hombres y, a veces, en sus sueños. Uno descubre el futuro en el pasado, y ambos forman parte de un todo.

Pese a las dudas que no conseguía disipar, Farad’n se sintió impresionado por aquellas palabras. Había captado una nota de reluctante sinceridad en la voz de Tyekanik, como si el hombre hablara venciendo sus compulsiones internas.

—¿Y es por esto por lo que me has traído a este… a este intérprete de sueños?

—Sí, mi Príncipe. Quizá vuestros sueños penetren el Tiempo. Para dominar conscientemente vuestro ser interior debéis primero reconocer el universo como un todo coherente. Vuestros sueños… bueno…

—Pero yo he hablado inútilmente de mis sueños —protestó Farad’n—. Son una curiosidad, nada más. Nunca sospeché que tú…

—Mi Príncipe, nada de lo que vos hagáis puede no tener importancia.

—Eso es muy halagador, Tyek. ¿Crees realmente que ese individuo pueda ver en el corazón de los más grandes misterios?

—Lo creo, mi Príncipe.

—Entonces deja que a mi madre no le guste.

—¿Lo veréis?

—Por supuesto… ya que lo has traído hasta aquí para que no le guste a mi madre.

¿Se está burlando de mí?, se dijo Tyekanik. Y en voz alta:

—Debo advertiros que ese viejo lleva una máscara. Es un ingenio ixiano que permite a los ciegos ver a través de su piel.

—¿Es ciego?

—Sí, mi Príncipe.

—¿Sabe quién soy yo?

—Se lo he dicho, mi Príncipe.

—Muy bien. Llévame hasta él.

—Si mi Príncipe quiere aguardar aquí un momento, traeré al hombre hasta vos.

Farad’n miró a su alrededor, a la fuente en medio del jardín, y sonrió. Cualquier lugar era bueno para aquella estupidez.

—¿Le has contado mis sueños?

—Sólo en términos generales, mi Príncipe. Él os pedirá que se los contéis personalmente.

—Oh, muy bien. Esperaré aquí. Tráelo.

Farad’n se giró de espaldas, oyendo a Tyekanik retirarse apresuradamente. Podía ver a un jardinero trabajando justo detrás del macizo, la parte alta de su cabeza cubierta con un gorro marrón, el rítmico agitarse de la vegetación bajo las tijeras de poda. El movimiento era casi hipnótico.

Ese asunto de los sueños es una estupidez, pensó Farad’n. Tyek se ha equivocado actuando así sin consultarme. Es extraño que Tyek haya abrazado una religión a su edad. Y luego los sueños.

Unos instantes más tarde oyó un ruido de pasos tras él: el rítmico y familiar taconeo de Tyekanik, y otro andar más lento y arrastrado. Farad’n se giró y contempló aproximarse al intérprete de sueños. La máscara ixiana era un utensilio negro y translúcido que ocultaba su rostro desde la frente hasta la parte inferior de la mandíbula. No había ranuras para los ojos en la máscara. Si uno creía en la publicidad ixiana, toda la máscara era un ojo único.

Tyekanik se detuvo a dos pasos de Farad’n, pero el viejo hombre enmascarado se aproximó hasta casi rozarlo.

—El intérprete de sueños —dijo Tyekanik.

Farad’n asintió.

El viejo enmascarado carraspeó en una extraña forma gruñente, como si quisiera liberar algo de su estómago.

Farad’n sintió la aguda impresión de un fuerte olor a especia proveniente del viejo hombre. Emanaba de la larga y colgante ropa gris que cubría su cuerpo.

—¿Es realmente esta máscara parte de tu carne? —preguntó Farad’n, dándose cuenta de que estaba intentando retrasar el tema de los sueños.

—Desde que la llevo —dijo el viejo hombre, y su voz arrastraba un gangueo amargo y una leve sugerencia de acento Fremen—. Tus sueños —dijo—. Cuéntame.

Farad’n se alzó de hombros. ¿Por qué no? Para eso había traído Tyek al viejo. ¿O no? Las dudas se aferraron a él.

—¿Eres realmente un practicante de la oniromancia? —preguntó.

—He venido para interpretar tus sueños, Poderoso Señor. Farad’n se alzó nuevamente de hombros. Aquella figura enmascarada lo ponía nervioso. Miró a Tyekanik, que permanecía en el mismo lugar donde se había detenido, con los brazos cruzados, mirando hacia la fuente.

—Tus sueños —insistió el viejo.

Farad’n inhaló profundamente, empezando a relatar sus sueños. Su voz se hizo más firme cuando fue adentrándose en ellos. Habló del agua fluyendo dentro del pozo, de los mundos que eran como átomos danzando en su cabeza, de la serpiente que se transformaba en un gusano de arena y estallaba en una nube de polvo. Al hablar de la serpiente, se sintió sorprendido al descubrir que le costaba un mayor esfuerzo hacerlo. Una terrible reluctancia lo inhibía, y se irritó consigo mismo a medida que hablaba.

El viejo hombre permaneció impasible cuando Farad’n terminó su relato. La negra máscara translúcida se movía ligeramente al ritmo de su respiración. Farad’n aguardó. El silencio se prolongó.

—¿No vas a interpretar mis sueños? —preguntó finalmente Farad’n.

—Ya los he interpretado —dijo el hombre, y su voz pareció llegar de una gran distancia.

—¿Y? —Farad’n notó cómo su voz se volvía estridente, traicionando la tensión que el relato de sus sueños le había producido.

El viejo hombre siguió impasiblemente silencioso.

—¡Habla! —la rabia se hizo evidente en el tono de su voz.

—He dicho que los he interpretado —dijo el viejo hombre—. No he dicho que fuera a contarte mi interpretación.

Tyekanik se movió ante aquellas palabras, descruzando sus brazos y poniéndose en jarras.

—¿Qué significa esto? —gruñó.

—Nunca he dicho que fuera a revelar mi interpretación —dijo el viejo.

—¿Quieres un pago más alto? —preguntó Farad’n.

—No he pedido ser pagado cuando he sido conducido hasta aquí. —Un cierto frío orgullo en aquella respuesta aplacó la rabia de Farad’n. Era un viejo valiente, después de todo. Debía saber que su desobediencia podía causarle la muerte.

—Permitidme, mi Príncipe —dijo Tyekanik, cuando Farad’n iba a hablar de nuevo—. ¿Puedes decirnos por qué razón no quieres revelarnos tu interpretación?

—Sí, mis Señores. Los propios sueños me dicen que no hay ninguna finalidad en explicar tales cosas.

Farad’n ya no pudo contenerse.

—¿Estás diciendo que yo ya sé el significado de mis sueños?

—Quizá lo sepáis, mi Señor, pero esto ya no es asunto mío.

Tyekanik avanzó hasta colocarse al lado de Farad’n. Ambos miraron furiosamente al viejo.

—Explícate —dijo Tyekanik.

—Sí, hazlo —dijo Farad’n.

—Si tuviera que hablarte de esos sueños, que explorar ese asunto del agua y del polvo, de las serpientes y los gusanos, que analizar los átomos que danzan en tu cabeza tal como lo hacen en la mía… ahhh, poderoso Señor, mis palabras sólo conseguirían confundirte y llevarte a interpretaciones erróneas.

—¿Temes que tus palabras me encolericen? —preguntó Farad’n.

—¡Mi Señor! Ya estás encolerizado.

—¿Se trata de que no confías en nosotros? —preguntó Tyekanik.

—Casi lo has captado, mi Señor. No confío en ninguno de vosotros dos, por la simple razón de que ninguno de vosotros dos confía en sí mismo.

—Estás caminando peligrosamente al filo de tu perdición —dijo Tyekanik—. Ha habido hombres que han sido muertos por un comportamiento menos ofensivo que el tuyo.

Farad’n asintió.

—No tientes nuestra ira —dijo.

—Las fatales consecuencias de la ira de los Corrino son bien conocidas, mi Señor de Salusa Secundus —dijo el viejo.

Tyekanik puso una mano en el brazo de Farad’n para calmarlo, y preguntó:

—¿Estás intentando empujarnos a que te matemos?

Farad’n, que no había pensado en aquello, sintió un estremecimiento al imaginar lo que esta actitud podía significar. ¿Ese viejo que se hacía llamar a sí mismo Predicador… era más de lo que aparentaba? ¿Cuáles serían las consecuencias de su muerte? Los mártires pueden convertirse en una peligrosa creación.

—Dudo que me matéis, diga yo lo que diga —dijo el Predicador—. Creo que conoces mi valía, Bashar, y tu Príncipe empieza a sospecharlo.

—¿Te niegas absolutamente a interpretar estos sueños? —preguntó Tyekanik.

—Ya los he interpretado.

—¿Y no quieres revelar lo que has visto en ellos?

—¿Me lo reprochas, mi Señor?

—¿Cómo puedes ser tú valioso para mí? —preguntó Farad’n.

El Predicador apuntó con su mano derecha.

—Si yo hago una simple seña con esta mano, Duncan Idaho acudirá y me obedecerá.

—¿Qué estúpida jactancia es ésta? —preguntó Farad’n.

Pero Tyekanik agitó la cabeza, recordando su discusión con Wensicia.

—Mi Príncipe, puede ser cierto —dijo—. Este Predicador tiene muchos seguidores en Dune.

—¿Por qué no me has dicho que venía de ese lugar? —preguntó Farad’n.

Antes de que Tyekanik pudiera contestar, el Predicador se dirigió a Farad’n:

—Mi Señor, no debes experimentar ningún complejo de culpabilidad con respecto a Arrakis. Tú eres tan sólo un producto de tu tiempo. Tu reacción es la normal de cualquier hombre asaltado por la culpa.

—¡Culpa! —Farad’n se sintió ultrajado.

El Predicador se limitó a alzarse de hombros.

Sorprendentemente, aquello cambió para Farad’n el ultraje en diversión. Se echó a reír, echando hacia atrás la cabeza, hasta tal punto que Tyekanik se le quedó mirando asombrado. Luego:

—Me gustas, Predicador —dijo.

—Esto me halaga, Príncipe —dijo el viejo.

Conteniendo la risa, Farad’n prosiguió:

—Te encontraremos un apartamento aquí en el palacio. Serás mi intérprete oficial de sueños… aunque nunca quieras relevarme una palabra de esas interpretaciones. Y me aconsejarás sobre Dune. Siento una gran curiosidad hacia ese lugar.

—No puedo hacer esto, Príncipe.

Un asomo de irritación surgió de nuevo en él. Farad’n miró furiosamente hacia la negra máscara.

—¿Y por qué no, si puedes decírmelo?

—Mi Príncipe —dijo Tyekanik, tocando de nuevo el brazo de Farad’n.

—¿Qué ocurre, Tyekanik?

—Lo hemos traído hasta aquí en base a un acuerdo vinculante con la Cofradía. Debe ser devuelto a Dune.

—Soy reclamado en Arrakis —dijo el Predicador.

—¿Y quién te reclamaría? —quiso saber Farad’n.

—Un poder más grande que el tuyo, Príncipe.

Farad’n dirigió una interrogadora mirada a Tyekanik.

—¿Es un espía Atreides?

—No es probable, mi Príncipe. Alia ha puesto precio a su cabeza.

—Si no son los Atreides, ¿quién te reclama? —preguntó Farad’n, volviendo de nuevo su atención al Predicador.

—Un poder más grande que el de los Atreides.

La risa se le escapó de nuevo a Farad’n. Aquello no eran más que estupideces místicas. ¿Cómo podía Tyek dejarse engañar por aquel fraude? Aquel Predicador había sido llamado… muy probablemente a causa de unos sueños. ¿Y qué importancia tenían los sueños?

—Eso ha sido una pérdida de tiempo, Tyek —dijo Farad’n—. ¿Por qué has querido someterme a esta… a esta farsa?

—Hay una doble razón, mi Príncipe —dijo Tyekanik—. Este intérprete de sueños me prometió conseguirme a Duncan Idaho como agente de la Casa de los Corrino. Todo lo que pedía era encontrarse con vos e interpretar vuestros sueños. —Y Tyekanik añadió para sí mismo: ¡O al menos eso es lo que dijo Wensicia! Las dudas asaltaron nuevamente al Bashar.

—¿Por qué mis sueños son tan importante para ti, viejo? —preguntó Farad’n.

—Tus sueños me dicen que hay grandes acontecimientos moviéndose hacia su lógica conclusión —dijo el Predicador—. Debo apresurar mi regreso.

—Y permanecerás inescrutable —dijo burlonamente Farad’n—, sin darme ningún consejo.

—Los consejos, Príncipe, son una mercancía peligrosa. Pero aventuraré unas pocas palabras que puedes tomar como un consejo o como lo que creas mejor.

—Por supuesto —dijo Farad’n.

El Predicador, más rígido que nunca, enfrentó su enmascarado rostro al de Farad’n.

—Los gobiernos pueden surgir y caer por razones aparentemente insignificantes, Príncipe. ¡Acontecimientos realmente pequeños! Una discusión entre dos mujeres… la forma en que sopla el viento un día determinado… un estornudo, un carraspeo, la longitud de un indumento o la eventual colisión de un grano de arena contra el ojo de un cortesano. No siempre son los majestuosos intereses de los ministros Imperiales los que dictan el curso de la historia, no son necesariamente las pontificaciones de los sumos sacerdotes las que mueven las manos de Dios.

Farad’n se sintió con sorpresa profundamente agitado por aquellas palabras, aunque no supo explicar su emoción.

Tyekanik, en cambio había centrado su atención en una sola frase. ¿Por qué había hablado aquel Predicador de un indumento? La mente de Tyekanik se centró en las ropas Imperiales enviadas a los gemelos Atreides, en los tigres entrenados para atacar. ¿Acaso aquel viejo había lanzando una sutil advertencia? ¿Qué era lo que sabía?

—¿Qué significa este consejo? —preguntó Farad’n.

—Si deseas tener éxito —dijo el Predicador—, deberás concentrar tu estrategia en unos pocos puntos. ¿Dónde aplica uno la estrategia? A un lugar en particular y a unas personas en particular. Pero incluso poniendo el mayor cuidado y minuciosidad, algunos pequeños detalles que parecen insignificantes terminan siempre por escapársete. ¿Puede tu estrategia, Príncipe, verse reducida a las ambiciones de la esposa de cualquier gobernador regional?

Tyekanik, con voz fría, interrumpió:

—¿Por qué insistes tanto en la estrategia, Predicador? ¿Eso es todo lo que piensas decirle a mi Príncipe?

—Está siendo empujado a desear un trono —dijo el Predicador—. Le deseo buena suerte, pero va a necesitar mucho más que suerte.

—Esas son palabras peligrosas —dijo Farad’n—. ¿Cómo te atreves a pronunciarlas?

—Las ambiciones tienden a quedar apartadas de las realidades —dijo el Predicador—. Me atrevo a decirte estas palabras porque te hallas en una encrucijada. Puedes convertirte en algo admirable. Pero actualmente te hallas rodeado por gentes que no buscan justificaciones morales, por consejeros orientados hacia la estrategia. Eres joven y fuerte, tenaz, pero careces de un adiestramiento avanzando que te permita desarrollar y madurar tu carácter. Y es triste, porque hay en ti una debilidad cuyas dimensiones ya te he descrito.

—¿Qué es lo que intentas decir? —exigió Tyekanik.

—Ten cuidado con lo que hablas —dijo Farad’n—. ¿Cuál es esta debilidad?

—Ni siquiera has pensado en el tipo de sociedad que preferirías —dijo el Predicador—. Nunca has tomado en consideración las esperanzas de tus súbditos. La forma del Imperio que ambicionas ni siquiera ha empezado a esbozarse en tu mente —giró su máscara hacia Tyekanik—. Tu mirada se centra únicamente en el poder, no en sus sutiles abusos ni en sus peligros. Tu futuro está así lleno de claras incógnitas: con mujeres peleándose, con golpes de tos y días ventosos. ¿Cómo esperas crear una época que ni siquiera puedes ver en detalle? Tu mente, por tenaz que sea, no te va a servir. Esta es tu debilidad.

Farad’n estudió al viejo hombre durante un largo espacio de tiempo, preguntándose cuáles eran las profundas razones implicadas en tales pensamientos, y la persistencia de conceptos tan desacreditados. ¡Moralidad! ¡Metas sociales! Todo aquello eran mitos que debían echarse a un lado frente al movimiento ascendente de la evolución.

—Ya basta de palabras —dijo Tyekanik—. ¿Qué hay con el precio que acordamos, Predicador?

—Duncan Idaho es vuestro —dijo el Predicador—. Tened cuidado en cómo lo usáis. Es una joya inestimable.

—Oh, tenemos una misión apropiada para él —dijo Tyekanik. Dirigió una mirada a Farad’n—. ¿Con vuestro permiso, mi Príncipe?

—Envíalo rápido, antes de que cambie de idea —dijo Farad’n. Luego, dirigiendo una irritada mirada a Tyekanik—: ¡No me gusta la forma en que me has usado, Tyek!

—Perdónalo, Príncipe —dijo el Predicador—. Tu leal Bashar sigue la voluntad de Dios sin siquiera saberlo. Con una inclinación, el Predicador se alejó, y Tyekanik se apresuró a seguirlo.

Farad’n contempló su retirada mientras pensaba: Debo informarme acerca de esta religión que ha abrazado Tyek. Y sonrió tristemente. ¡Vaya intérprete de sueños! ¿Pero qué importa? Al fin y al cabo, mi sueño no tenía la menor importancia.