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Y vi a otra bestia surgiendo de la arena; y tenía dos cuernos como un cordero, pero su boca estaba repleta de colmillos y era feroz como la de un dragón, y su cuerpo resplandecía y ardía como un horno y silbaba como una serpiente.

Biblia Católica Naranja Revisada

Se hacía llamar El Predicador, y mucha gente de Arrakis, presa de reverencial temor, pensaba que podía ser realmente Muad’Dib de regreso del desierto, no muerto en absoluto. Muad’Dib podía estar vivo; ¿acaso alguien había visto alguna vez su cuerpo? Claro que, ¿quién había visto nunca algún cuerpo de los que se tragaba el desierto? Pero… ¿Muad’Dib? Podían ser establecidos puntos de comparación, aunque nadie de los que lo habían conocido en los viejos días podía decir: «Sí, es Muad’Dib. Lo reconozco».

Pero… Como Muad’Dib, el Predicador era ciego; sus órbitas eran negras y estaban cauterizadas de un modo que tan sólo podía causar un quemador de piedras. Y su voz poseía aquella crujiente penetración, aquella misma fuerza compulsiva que exigía una respuesta desde lo más profundo de uno. Muchos habían notado aquello. El Predicador era delgado, su rostro estaba curtido y lleno de arrugas, sus cabellos eran grisáceos. Pero el desierto profundo le hacía esto a la mayoría de la gente. Uno sólo tenía que mirar a su alrededor para darse cuenta de ello. Y había otro punto de discusión: El Predicador iba guiado por un joven Fremen, un muchacho de quien ningún sietch conocido había oído hablar, que cuando era preguntado respondía que trabajaba a cambio de un salario. Se argumentaba que Muad’Dib, puesto que conocía el futuro, no había necesitado ningún guía excepto al final, cuando el dolor lo había abrumado. Y entonces lo había utilizado, todos lo sabían.

El Predicador había aparecido una mañana de invierno en calles de Arrakeen, una curtida y venosa mano sobre el hombro de su joven guía. El muchacho, que dijo llamarse Assan Tariq, se movía a través de la multitud ciudadana que olía a polvo y a roca, guiando a su pupilo con la práctica agilidad de un gazapo, sin perder ni una vez el contacto.

Fue observado que el hombre ciego llevaba una tradicional bourka sobre un destiltraje que llevaba todas las señales de aquellos que se hacían tan sólo en las cavernas sietch del desierto profundo. No era como los destiltrajes de escasa calidad que se hacían actualmente. El tubo nasal que cambiaba la humedad de la respiración hacia los depósitos de recuperación situados bajo la bourka era en espiral, y estaba recubierto con fibras vegetales en la forma tradicional. La máscara que le cubría la parte inferior del rostro tenía manchas verdosas producidas por la erosión del viento cargado de arena. Todo en el aspecto de aquel Predicador parecía surgido del pasado de Dune.

Muchos entre la madrugadora multitud de aquel día de invierno notaron su paso. Después de todo, un Fremen ciego era una rareza. La Ley Fremen entregaba a los ciegos a Shai-Hulud. La palabra de la Ley, aunque era menos honrada en los tiempos modernos ricos en agua, seguía inalterada desde los primeros días. Los ciegos eran un regalo a Shai-Hulud. Eran expuestos al abierto bled para ser devorados por los grandes gusanos. Cuando esto ocurría —y circulaban habladurías al respecto por todas las ciudades—, ocurría allá donde todavía reinaban los grandes gusanos, aquellos llamados los Hombres Viejos del Desierto. Un Fremen ciego era pues una curiosidad, y la gente se detenía para contemplar el paso de aquella extraña pareja.

El muchacho aparentaba unos catorce años estándar, un componente de las nuevas generaciones que llevaba uno de aquellos destiltrajes modificados que dejaban el rostro descubierto al aire ávido de humedad. Tenía rasgos delgados, ojos completamente azules, una nariz respingona, y aquella inocua mirada inocente que tan a menudo enmascara en los jóvenes un cínico conocimiento de las cosas. Como contraste, el ciego era un recuerdo de tiempos ya casi olvidados: pasos mesurados, y una resistencia que hablaba de muchos años pasados en la arena con tan sólo sus pies o un gusano cautivo para trasladarse de un lugar a otro. Erguía su cabeza con aquella rigidez del cuello que tan sólo algunos ciegos consiguen evidenciar. Su encapuchada cabeza se movía tan sólo cuando algún sonido interesante llegaba hasta su oído.

La extraña pareja siguió avanzando durante todo el día a través de la muchedumbre, llegando finalmente ante la escalinata que era en realidad una serie de amplias terrazas que ascendían hasta la escarpadura donde se hallaba el Templo de Alia, un digno compañero de la Ciudadela de Paul. El Predicador y su joven guía ascendieron hasta la tercera gran explanada, allá donde los peregrinos del Hajj aguardaban por la mañana a que se abrieran las gigantescas puertas sobre ellos. Eran unas puertas tan grandes que admitirían por ellas toda una catedral de cualquiera de las antiguas religiones. Se decía que pasar a través de ellas reducía el alma del peregrino a una mota infinitésima, lo suficientemente pequeña como para pasar a través del ojo de una aguja y penetrar en el paraíso.

Al extremo de la tercera explanada el Predicador se giró, y pareció como si estuviera mirando a su alrededor, viendo con las vacías órbitas de sus ojos los fatuos habitantes de la ciudad, algunos de los cuales eran Fremen, con ropas que simulaban destiltrajes pero que eran tan sólo tejidos decorativos, viendo los anhelantes peregrinos desembarcados apenas de los transportes espaciales de la Cofradía y esperando dar aquel primer devoto paso en el camino que iba a asegurarles un lugar en el paraíso.

La explanada era un lugar ruidoso: allí estaban los Cultistas del Espíritu Mahdi, con sus ropas verdes y llevando halcones amaestrados a graznar su «llamada a los cielos». Gritones vendedores ofrecían comida. Se vendía todo tipo de cosas, y las voces que las proclamaban resonaban competitiva estridencia: allí estaba el Tarot de Dune con sus opúsculos de comentarios impresos en hilo shiga. Un vendedor mostraba exóticos trozos de tela, «¡garantizados de haber sido tocados por el propio Muad’Dib en persona!».

Otro exhibía ampollitas de agua «certificada su procedencia del Sietch Tabr, donde vivió Muad’Dib». A través de todo ello se oían conversaciones en un centenar o más de dialectos del Galach, entremezclados con los sonidos secos, ásperos y guturales de las muchas otras lenguas de planetas anexionados al Sagrado Imperio. Danzarines rostro y otros pequeños seres presumiblemente procedentes de los planetas artesanos de los tleilaxu danzaban y saltaban a través de la multitud, destacando en sus brillantes ropas. Había rostros delgados y rostros gordos, repletos de agua. El susurro de nerviosos pies surgía del granuloso plastiacero que formaba los amplios peldaños. Y ocasionalmente una voz lamentosa se alzaba de entre la cacofonía reinante con una plegaria:

—¡Mua-a-a-ad’Dib! ¡Mua-a-a-ad’Dib! ¡Te suplico que acojas mi alma! ¡Tú, que has sido ungido por Dios, acoge mi alma! ¡Mua-a-a-ad’Dib!

Allá cerca, entre los peregrinos, dos actores callejeros actuaban por unas pocas monedas, recitando los versos de la popular «Disputa entre Armistead y Leandgrah».

El Predicador irguió la cabeza para escuchar.

Los actores eran hombres de ciudad de mediana edad, con voces aburridas. A una voz de mando, el joven guía se los describió al Predicador. Iban vestidos con ropas sueltas, largas, que ni siquiera pretendían simular destiltrajes sobre sus cuerpos ricos en agua. Assan Tariq los encontró divertidos pero el Predicador se lo recriminó.

El actor que representaba la parte de Leandgrah estaba en aquellos momentos concluyendo su perorata:

—¡Bah! El universo puede ser asido tan sólo por la mano sensitiva. Esa mano es la que guía tu precioso cerebro, y guía todas las cosas que emanan de este cerebro. Puedes ver lo que has creado, puedes empezar a sentir, ¡tan sólo después de que la mano haya realizado su trabajo!

Unos diseminados aplausos premiaron su actuación. El Predicador olisqueó, y las aletas de su nariz recogieron los intensos olores de aquel lugar: exhalaciones de destiltrajes mal ajustados, almizcles de diverso origen para disimular el olor corporal, el habitual olor a pedernal del polvo, exhalaciones de incontables dietas exóticas, y el aroma de raros inciensos prendidos en el interior del Templo de Alia y que surgían ahora al exterior arrastrados por las corrientes de aire. Los pensamientos del Predicador se reflejaron en su rostro mientras absorbía los alrededores: ¡A esto hemos llegado, nosotros los Fremen!

La atención de la multitud que abarrotaba la explanada se vio desviada por un repentino espectáculo. Unos Danzarines de la Arena habían penetrado en la plaza al pie de la escalinata, medio centenar de ellos, atados los unos a los otros con cuerdas de elacca. Obviamente llevaban danzando así desde hacía días, buscando alcanzar el éxtasis. La espuma resbalaba por la comisura de sus bocas mientras saltaban y golpeaban el suelo con los pies al ritmo de su secreta música. Más de un tercio de ellos colgaban inconscientes de sus cuerdas, siendo arrastrados y agitados por los otros como marionetas al extremo de sus hilos. Una de aquellas marionetas recuperó en aquel instante el conocimiento, y la multitud pareció comprender lo que iba a ocurrir a continuación.

—¡He vi-i-isto! —graznó el recién despertado danzarín—. ¡He vi-i-i-isto! —Resistió el empuje de los demás danzarines, mirando a diestra y siniestra con ojos alocados—. ¡Donde ahora está esta ciudad, tan sólo quedará arena! ¡He vi-i-i-isto!

Una estruendosa risotada surgió de los espectadores. Incluso los nuevos peregrinos se unieron a ella.

Aquello era demasiado para el Predicador. Levantó ambos brazos y rugió con una voz que seguramente había mandado a conductores de gusanos:

—¡Silencio!

Toda la multitud que atiborraba la plaza calló ante aquel grito de batalla.

El Predicador apuntó una delgada mano hacia los danzarines, y la ilusión de que los estaba viendo realmente originó un estremecimiento.

—¿No oísteis a aquel hombre? ¡Blasfemos e idólatras! ¡Todos vosotros! La religión de Muad’Dib no es Muad’Dib. ¡Él la desprecia como os desprecia a vosotros! La arena cubrirá este lugar. La arena os cubrirá a todos vosotros.

Diciendo esto, bajó sus brazos, apoyó una mano en el hombro de su joven guía, y ordenó:

—Sácame de este lugar.

Quizá fueron las palabras que había elegido el Predicador: ¡El la desprecia como os desprecia a vosotros! Quizá fue su tono, realmente mucho más que humano, una vocalización a buen seguro adiestrada en las artes de la Voz Bene Gesserit, de ordenar con las variaciones más pequeñas de la más sutil inflexión. Quizá fuera tan sólo el misticismo inherente de aquel lugar, donde Muad’Dib había vivido y andado y gobernado. Alguien gritó desde la explanada, dirigiéndose al Predicador, que le había vuelto la espalda, con una voz que temblaba con un temor religioso:

—¿Es este hombre Muad’Dib que ha vuelto entre nosotros?

El Predicador se detuvo, buscó algo en una bolsa bajo su bourka y sacó un objeto que tan sólo los que estaban más cerca de él reconocieron. Era una mano humana momificada por el desierto, una de las bromas que el planeta jugaba con la muerte, haciéndolas surgir ocasionalmente fuera de la arena, y que eran consideradas universalmente como mensajes de Shai-Hulud. La mano estaba completamente disecada en forma de un puño cerrado, y se truncaba en la muñeca, por donde surgía un blanco hueso fuertemente erosionado por los vientos cargados de arena.

—¡Traigo la Mano de Dios, y eso es todo lo que traigo! —gritó el Predicador—. Hablo en nombre de la Mano de Dios. Soy el Predicador.

Algunos pensaron que la mano era la de Muad’Dib, pero se sintieron fascinados por aquella imperiosa presencia y aquella terrible voz… y así fue como Arrakis supo su nombre. Pero aquella no fue la última vez que oyeron su voz.