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El Fremen debe retornar a su fe original, a su genio en formar comunidades humanas; debe retornar al pasado, de donde aprendió esa lección de supervivencia en su lucha con Arrakis. La única preocupación del Fremen debe ser el abrir su alma a las enseñanzas internas. Los mundos del Imperio, el Landsraad y la Confederación de la CHOAM no tienen ningún mensaje que ofrecerle. Lo único que pueden hacer es robárselo de su alma.

El PREDICADOR en Arrakeen

Todo en torno a Dama Jessica, hasta los confines que se perdían en la grisácea llanura del campo de aterrizaje donde se había posado su transporte, hormigueaba con un océano de humanidad. Estimó que habría allí como medio millón de personas, y probablemente tan sólo un tercio de ellos serían peregrinos. Permanecían sumidos en un terrible silencio, con toda su atención centrada en la plataforma de salida del transporte, cuyas sombras la ocultaban a ella y a su séquito.

Todavía faltaban dos horas para el mediodía, pero el aire por encima de aquella multitud reflejaba un impalpable polvo que era una promesa de un día caluroso.

Jessica tocó sus cobrizos cabellos, moteados de plata, que enmarcaban su ovalado rostro bajo la capucha de Reverenda Madre. Sabía que su aspecto no era el mejor tras aquel largo viaje, y el negro de la aba no era su color preferido. Pero otras veces, antes, había llevado aquel mismo hábito aquí. El significado de la aba no se habría perdido para los Fremen. Suspiró. Detestaba los viajes espaciales, y en esta ocasión había además la pesada carga de los recuerdos… aquel otro viaje desde Caladan a Arrakis, cuando su Duque se había visto obligado a aceptar aquel feudo contra su voluntad.

Lentamente, utilizando su habilidad proporcionada por el adiestramiento Bene Gesserit de detectar las más insignificantes minucias, rastreó aquel mar de gente. Había capuchas gris opaco de destiltrajes, ropas características de los Fremen del desierto profundo; había peregrinos vestidos de blanco con marcas de penitencia en sus hombros; había esparcidos algunos ricos comerciantes, con la cabeza descubierta y vistiendo ropas ligeras que evidenciaban su desdén por la pérdida de su agua en el seco aire de Arrakeen… y había también la delegación de la Sociedad de los Creyentes, vestidos de verde y cubiertos con pesadas capuchas, manteniéndose aparte de los demás, rodeados por la santidad de su propio grupo.

Sólo cuando apartó sus ojos de la multitud la escena adquirió una similitud con aquella otra que la había recibido a su llegada al lado de su querido Duque. ¿Cuánto tiempo hacía de ello? Más de veinte años. Siempre se negaba a pensar en cuántos latidos había dado su corazón desde entonces. El tiempo yacía en su interior como un peso muerto, y parecía como si los años que había pasado alejada de aquel planeta no hubieran existido nunca.

Estoy de nuevo en la boca del dragón, pensó.

Allá, en aquella llanura, su hijo le había arrebatado el Imperio al difunto Shaddam IV. Una convulsión de la historia había impreso aquel lugar en las mentes y creencias de los hombres.

Oyó inquietarse a su séquito tras ella, y suspiró de nuevo. Estaban esperando a Alia, que se retrasaba. Finalmente, el séquito de Alia fue visible a lo lejos, aproximándose desde un ángulo del gentío, creando un oleaje humano a medida que la Guardia Real se abría paso.

Jessica contempló el paisaje una vez más. De repente aparecieron delante de sus ojos muchas diferencias. A la torre de control del campo de aterrizaje le había sido añadido un balcón de plegarias. Y, visible a lo lejos, a la izquierda y más allá de la llanura, se erguía la imponente mole de plastiacero que Paul había edificado como su fortaleza… su «sietch sobre la arena». Era la mayor construcción individual que jamás hubiera sido edificada por mano humana. Ciudades enteras hubieran podido ser alojadas en el interior de sus paredes, hubiera sobrado espacio. Ahora albergaba la más potente fuerza gubernativa del Imperio, la «Sociedad de los Creyentes» de Alia, que ésta había erigido literalmente sobre el cuerpo de su hermano.

Este lugar debe desaparecer, pensó Jessica.

La delegación de Alia había alcanzado el pie de la rampa de salida, y permanecía allí, expectante. Jessica reconoció las angulosas facciones de Stilgar. Y, ¡Dios nos guarde!, allí estaba la princesa Irulan, ocultando su crueldad en aquel cuerpo seductor cuyos dorados cabellos flotaban a los caprichos del viento. Irulan parecía no haber envejecido ni un solo día; era una afrenta. Y allí, al extremo de la cuña, estaba Alia, sus rasgos imprudentemente jóvenes, sus ojos mirando fijamente la oscuridad de la escotilla. La boca de Jessica se convirtió en una delgada línea mientras sus ojos escrutaban el rostro de su hija. Una repentina sensación pulsó a través del cuerpo de Jessica, y sintió como si la resaca de toda su vida resonara en sus oídos. ¡Los rumores eran ciertos! ¡Horrible! ¡Horrible! Alia había penetrado en los caminos prohibidos. La evidencia estaba allí, para cualquier iniciado que supiera leer. ¡Abominación!

En los pocos instantes que necesitó para recuperarse, Jessica se dio cuenta de cuánto había estado deseando que los rumores se hubieran revelado falsos.

¿Y los gemelos?, se preguntó. ¿También se han perdido?

Lentamente, con el porte de la madre de un dios, Jessica salió de las sombras y se detuvo en el borde de la rampa. Su séquito permaneció tras ella, de acuerdo con sus instrucciones. Los próximos instantes iban a ser cruciales. Jessica permaneció inmóvil, sola, frente a la multitud. Oyó a Gurney toser nerviosamente tras ella. Gurney había objetado: «¿Ni siquiera un escudo personal? ¡Por el amor de Dios, mujer! ¡Estáis loca!».

Pero entre las más valiosas cualidades de Gurney estaban el respeto y la obediencia. Hacía su escena, pero luego acataba. Y ahora acataba también.

La marea humana emitió un sonido parecido al siseo de un gigantesco gusano de arena cuando Jessica apareció. Levantó sus brazos en el signo de bendición que los Sacerdotes habían condicionado en todo el Imperio. Con significativos grupos de retardados, pero obedeciendo como si fuera un solo organismo, la multitud cayó de rodillas. Incluso los séquitos oficiales.

Jessica anotó los lugares donde se habían producido los retrasos, y supo que otros ojos tras ella, así como entre sus agentes en la multitud, habían memorizado un mapa de tiempos con sus respectivas localizaciones.

Mientras Jessica permanecía con los brazos alzados, Gurney y sus hombres emergieron. Avanzaron sibilinamente por sus lados y descendieron la rampa, ignorando las sorprendidas miradas del séquito oficial que les recibía y uniéndose a los agentes que se identificaron a sí mismos con una seña de su mano. Rápidamente se abrieron camino a través de la marea humana, saltando masas de figuras arrodilladas, fintando en los estrechos pasillos que quedaban libres. Unos pocos de sus blancos se dieron cuenta del peligro e intentaron huir. Esos fueron los más fáciles: un golpe de cuchillo, un lazo en el cuello, y los fugitivos se derrumbaron. Otros fueron inmovilizados en sus lugares y sacados de entre la multitud, las manos atadas, los pies trabados.

Mientras ocurría todo esto, Jessica permanecía con los brazos alzados, bendiciendo con su presencia, manteniendo sometida a la multitud. Podía captar los signos de los inequívocos rumores que se estaban alzando, y supo cuál era el que dominaba tras lo ocurrido: «La Reverenda Madre regresa para extirpar a los indolentes. Bendita sea la madre de nuestro Señor!».

Cuando todo hubo terminado —algunos cadáveres diseminados por la arena, algunos prisioneros llevados al interior, bajo la torre de aterrizaje—, Jessica bajó los brazos.

Habían transcurrido quizá tres minutos. Sabía que era casi imposible que entre los hombres capturados por Gurney y los suyos hubiera alguno de los cabecillas, aquellos que representaban la peor amenaza. Estos eran gente hábil y precavida. Pero entre los prisioneros podía haber algún pez interesante, además de los habituales desechos y estúpidos.

Jessica bajó los brazos y, aliviada, la multitud se puso en pie.

Como si nada fuera de lo habitual hubiera ocurrido, Jessica descendió sola la rampa, evitando a su hija y dirigiendo ostensiblemente su atención a Stilgar. La barba negra que surgía de la parte inferior del óvalo de la capucha de su destiltraje formaba como un delta salpicado de gris, pero sus ojos tenían aquella misma intensidad completamente azul que habían evidenciado en su primer encuentro en el desierto. Stilgar sabía lo que acababa de ocurrir, y lo aprobaba.

Seguía siendo un auténtico Naib Fremen, un conductor de hombres, capaz de tomar decisiones de sangre. Sus primeras palabras correspondieron enteramente a su carácter:

—Bienvenida al hogar, mi Dama. Siempre causa placer ver una acción directa y efectiva.

Jessica se permitió una leve sonrisa.

—Cierra el espaciopuerto, Stil. Que nadie salga hasta que hayamos interrogado a los que hemos cogido.

—Ya está hecho, mi Dama —dijo Stilgar—. El hombre de Gurney y yo planeamos esto conjuntamente.

—Entonces eran tus hombres los que nos han ayudado.

—Algunos de ellos, mi Dama.

Jessica captó una oculta reserva. Asintió.

—Me estudiaste muy bien en aquellos viejos tiempos, Stil.

—Aunque os costara decírmelo, mi Dama, uno observa a los supervivientes y aprende de ellos.

Alia avanzó hacia ellos, y Stilgar se apartó a un lado mientras Jessica se enfrentaba a su hija.

Sabiendo que no había razón alguna para ocultar lo que sabía Jessica ni siquiera lo intentó. Alia podía leer minuciosamente a su alrededor siempre que lo deseara, tan bien como cualquier adepto de la Hermandad. Lo que había ocurrido a la llegada de Jessica había sido correctamente visto e interpretado. Había enemigos para quienes la palabra mortal era tan sólo una aproximación superficial.

Alia escogió la cólera como la reacción más fácil y adecuada.

—¿Cómo te has atrevido a planear una acción como ésta sin consultarme? —preguntó, acercando su rostro al de Jessica.

—Como acabas de oír —respondió Jessica, impasible—, Gurney ni siquiera me informó a mí del plan. Pensó que…

—¡Y tú, Stilgar! —restalló Alia, girándose hacia él—. ¿De este modo eres leal?

—Mi juramento fue hecho hacia los hijos de Muad’Dib —dijo Stilgar, hablando rígidamente—. Hemos destruido un peligro que se cernía sobre ellos.

—¿Y esto no te llena de alegría… hija? —preguntó Jessica.

Alia parpadeó, mirando de nuevo a su madre, ahogando su tormenta interior y extirpando una forzada sonrisa.

Estoy llena de alegría… madre —dijo. Y para su propia sorpresa, Alia se dio cuenta de que realmente estaba alegre, experimentando un intenso placer que la invadía por completo e irradiaba de ella hacia su madre. El momento que había estado temiendo había pasado, y el equilibrio de poderes no había cambiado en absoluto—. Discutiremos esto con mayor detalle en un momento más adecuado —dijo, hablando tanto a su madre como a Stilgar.

—Por supuesto —dijo Jessica, dando por terminada la conversación y girándose para enfrentar a la Princesa Irulan.

Por unos breves latidos de corazón, Jessica y la Princesa permanecieron inmóviles, silenciosas, estudiándose mutuamente… dos Bene Gesserit que habían roto con la Hermandad por idéntica razón: amor… ambas por amor a un hombre que ahora estaba muerto. Aquella Princesa había amado a Paul en vano, convirtiéndose en su esposa pero no en su compañera. Y ahora vivía tan sólo para los hijos que había recibido Paul de su concubina Fremen, Chani.

Jessica fue quien habló primero:

—¿Dónde están mis nietos?

—En el Sietch Tabr.

—Entiendo; es demasiado peligroso aquí para ellos.

Irulan se permitió una leve inclinación de cabeza. Había observado el enfrentamiento entre Jessica y Alia, haciendo suya rápidamente la interpretación de Alia: «Jessica ha vuelto a la Hermandad, y ambas sabemos que tienen planes para los hijos de Paul». Irulan nunca había sido la más aprovechada de las adeptas Bene Gesserit… su único mérito había sido en realidad ser una de las hijas de Shaddam IV, a menudo demasiado orgullosa como para preocuparse por ampliar capacidades. Ahora se inclinó hacia uno de los dos bandos con una rapidez que no hablaba mucho en favor de su adiestramiento.

—Realmente, Jessica —dijo—, el Consejo Real debería haber sido consultado. Fue una equivocación por tu parte el actuar sin más apoyo que…

—¿Debo entender que ninguna de vosotras confía en Stilgar? —preguntó Jessica.

Irulan poseía la suficiente sensatez como para darse cuenta de que no había respuesta posible a tal pregunta. Se sintió feliz cuando el delegado de los Sacerdotes, incapaz de contener más tiempo su impaciencia, se abrió camino hasta ellos.

Intercambió una mirada con Alia, pensando: ¡Jessica esta más arrogante y segura de sí misma que nunca! Pero un axioma Bene Gesserit acudió de pronto a su mente: «Los arrogantes no hacen más que construir los muros del castillo tras los cuales intentan ocultar sus dudas y sus miedos». ¿Era eso cierto también con Jessica? Seguramente no. Entonces debía ser una pose. ¿Pero con qué propósito? La cuestión inquietaba a Irulan.

Los sacerdotes se apiñaban ruidosamente en torno a la Madre de Muad’Dib. Algunos tan sólo rozaban sus brazos, pero la mayor parte de ellos se inclinó ante ella profiriendo frases de saludo. Finalmente, los jefes de la delegación creyeron llegado su turno con la Muy Santa Reverenda Madre, tras aceptar el papel impuesto —«Los primeros serán los últimos»— con afectadas sonrisas, diciéndole que la ceremonia oficial de Purificación les aguardaba en la Ciudadela, la antigua fortaleza amurallada de Paul.

Jessica estudió al par de hombres, hallándolos repelentes. Uno se llamaba Javid, un hombre joven de ariscas facciones y redondeadas mejillas, con unos ojos sombríos que no podían disimular las sospechas que anidaban sus profundidades. El otro era Zebataleph, el segundo hijo de un Naib al que ella había conocido en sus días Fremen, como él se apresuró a recordarle. Era fácil clasificarlo: fingida cordialidad sobre una crueldad evidente, un rostro delgado enmarcado por una barba rubia, y una aureola de secretas excitaciones y poderoso conocimiento. Juzgó a Javid y con mucho el más peligroso de los dos, un hombre reservado, simultáneamente magnético y —no podía encontrar otra palabra más adecuada— repelente. Notó un extraño acento, lleno de viejas pronunciaciones Fremen, como si hubiera venido de alguna aislada tribu de su pueblo.

—Dime, Javid —preguntó—, ¿de dónde vienes?

—Tan sólo soy un simple Fremen del desierto —dijo él, con cada sílaba destilando mentira.

Zebataleph intervino con una deferencia ofensiva, casi burlona:

—Tenemos muchas cosas que hablar de los viejos días, mi Dama. Yo fui uno de los primeros, ¿sabéis?, en reconocer la naturaleza sagrada de la misión de vuestro hijo.

—Pero tú no has sido nunca uno de sus Fedaykin —dijo ella.

—No, mi Dama. Fui poseído por inclinaciones más filosóficas: elegí el camino del sacerdocio.

Y así aseguraste la conservación de tu piel, pensó ella.

—Nos aguardan en la Ciudadela, mi Dama —dijo Javid. De nuevo lo extraño de su acento fue una pregunta abierta que solicitaba respuesta.

—¿Quién nos aguarda? —preguntó Jessica.

—La Convocación de los Creyentes, todos aquellos que mantienen encendido el nombre y las acciones de tu santo hijo —dijo Javid.

Jessica miró a su alrededor, vio a Alia sonriéndole a Javid, y le preguntó:

—¿Es este hombre uno de tus elegidos, hija?

Alia asintió.

—Es un hombre destinado a grandes empresas.

Pero Jessica se dio cuenta de que Javid no se mostraba complacido con aquella atención, y pensó que debía recomendarle a Gurney que lo vigilara de cerca. Y en aquel preciso momento llegó Gurney, seguido por cuatro hombres de confianza, comunicando que los sospechosos estaban siendo interrogados. Andaba con el paso recio de un hombre poderoso, mirando a derecha e izquierda, observándolo todo a su alrededor, con todos sus músculos en aquella tensa relajación que ella le había enseñado extrayéndola del manual prana-bindu de la Bene Gesserit. Era un temible manojo de estriados reflejos, un asesino, el terror de muchos, pero Jessica lo quería y lo apreciaba por encima de cualquier otro hombre. La cicatriz de un latigazo de estigma le cruzaba la mejilla dándole una apariencia siniestra, pero una sonrisa ablandó su rostro cuando vio a Stilgar.

—Bien hecho, Stil —dijo. Y se estrecharon los brazos al estilo Fremen.

—La Purificación —dijo Javid, tocando el brazo de Jessica.

Jessica dio un paso atrás, eligiendo cuidadosamente sus palabras y usando el controlado poder de la Voz, con el tono y la pronunciación calculados para obtener el efecto emocional necesario en Javid y Zebataleph:

—He vuelto a Dune para ver a mis nietos. ¿Debo perder tiempo en estas estupideces sacerdotales?

Zebataleph reaccionó sorprendido, su boca se abrió, sus ojos se agrandaron, miró a su alrededor a todos los que habían oído. Sus ojos registraron a cada uno de ellos. ¡Estupideces sacerdotales! ¿Qué efecto producirían aquellas palabras venidas de la madre de su mesías?

Javid, sin embargo, confirmó el juicio de Jessica sobre él. Su boca se apretó en una dura línea, luego sonrió. Pero sus ojos no sonrieron ni escrutaron a los oyentes. Javid sabía de memoria quien era cada miembro de su grupo que estaba allí. Había trazado ya un mapa mental de todos aquellos que estaban al alcance de las palabras recientemente pronunciadas que a partir de aquel momento debían ser estrechamente vigilados. Tan sólo unos segundos más tarde dejó bruscamente de sonreír, al darse cuenta del modo cómo se había traicionado a sí mismo. Sabía los poderes de observación que poseía Dama Jessica. Dedicó una breve y seca inclinación de cabeza en homenaje a aquellos poderes.

Con una iluminación mental Jessica supo lo que debía hacer a continuación. Una sutil seña a Gurney con la mano provocaría la muerte de Javid. En aquel mismo momento, para impresionar a los demás, o suavemente, más tarde, haciéndola aparecer como un accidente.

Incluso cuando intentamos ocultar nuestros más secretos impulsos, pensó, todo nuestro cuerpo los traiciona, gritándolos al exterior. Todo el adiestramiento Bene Gesserit giraba en torno a esta revelación… alzando a los adeptos por encima de ella y enseñándoles a leer en la abierta piel de los demás. Vio que la inteligencia de Javid era inapreciable, un peso que había que tener en cuenta en la balanza. Si conseguía pasarlo a su platillo, podría convertirse en el lazo que necesitaba, el cabo que le permitiría penetrar en la comunidad sacerdotal de Arrakeen. Y además era uno de los hombres de Alia.

—Mi escolta oficial es pequeña —dijo Jessica—. De todos modos hay lugar para una persona más. Javid, te unirás a nosotros. Lo siento, Zebataleph. Y, Javid… acudiré a esta… ceremonia, si tú insistes.

Javid se concedió un profundo suspiro y dijo en voz muy baja:

—Como ordene la madre de Muad’Dib. —Miró a Alia, luego a Zebataleph, luego a Jessica—. Lamento retrasar el encuentro con vuestros nietos, pero existen, esto, razones de estado…

Muy bien, pensó Jessica. Después de todo, no es nada más que un hombre de negocios. Una vez hayamos acordado el precio adecuado; lo compraremos. Y se descubrió a sí misma alegrándose del hecho de que él insistiera en su preciosa ceremonia. Aquella pequeña victoria le había dado un cierto poder ante sus compañeros, y ambos lo sabían. Aceptar su ceremonia de Purificación podía ser un pago por sus futuros servicios.

—Imagino que habrás pensado en el transporte —dijo.