EN DICIEMBRE el invierno descendió de súbito a los faldeos de la sierra y millares de mineros debieron abandonar sus pertenencias para trasladarse a los pueblos en espera de la primavera. La nieve cubrió con un manto piadoso el vasto terreno horadado por aquellas hormigas codiciosas y el oro que aún quedaba volvió a descansar en el silencio de la naturaleza. Joe Rompehuesos condujo su caravana a uno de los pequeños pueblos recién nacidos a lo largo de la Veta Madre, donde alquiló un galpón para invernar. Vendió las mulas, compró una gran batea de madera para el baño, una cocina, dos estufas, unas piezas de tela ordinaria y botas rusas para su gente, porque con la lluvia y el frío eran indispensables. Puso a todos a raspar la mugre del galpón y hacer cortinas para separar cuartos, instaló las camas con baldaquino, los espejos dorados y el piano. Enseguida partió en visita de cortesía a las tabernas, el almacén y la herrería, centros de la actividad social. A modo de periódico, el pueblo contaba con una hoja de noticias hecha en una vetusta imprenta que había atravesado el continente a la rastra, de la cual se valió Joe para anunciar discretamente su negocio. Además de sus muchachas, ofrecía botellas del mejor ron de Cuba y Jamaica, como lo llamaba, aunque en verdad era un brebaje de caníbales capaz de torcer el rumbo del alma, libros «calientes» y un par de mesas de juego. Los clientes acudieron con prontitud. Había otro burdel, pero siempre la novedad era bienvenida. La madama del otro establecimiento declaró una guerra solapada de calumnias contra sus rivales, pero se abstuvo de enfrentar abiertamente al dúo formidable de la Rompehuesos y Babalú, el Malo. En el galpón se retozaba detrás de las improvisadas cortinas, se bailaba al son del piano y se jugaban sumas considerables bajo la custodia de la patrona, quien no aceptaba peleas ni más trampas que las suyas bajo su techo. Eliza vio hombres perder en un par de noches la ganancia de meses de esfuerzo titánico y llorar en el pecho de las chicas que habían ayudado a esquilmarlos.
Al poco tiempo los mineros tomaron afecto a Joe. A pesar de su aspecto de corsario, la mujer tenía un corazón de madre y ese invierno las circunstancias lo pusieron a prueba. Se desencadenó una epidemia de disentería que tumbó a la mitad de la población y mató a varios. Apenas se enteraba de que alguien estaba en trance de muerte en alguna cabaña lejana, Joe pedía prestado un par de caballos en la herrería y se iba con Babalú, a socorrer al desgraciado. Solía acompañarlos el herrero, un cuáquero formidable que desaprobaba el negocio de la mujerona, pero estaba siempre dispuesto a ayudar al prójimo. Joe hacía de comer para el enfermo, lo limpiaba, le lavaba la ropa y lo consolaba releyendo por centésima vez las cartas de su familia lejana, mientras Babalú y el herrero despejaban la nieve, buscaban agua, cortaban leña y la apilaban junto a la estufa. Si el hombre estaba muy mal, Joe lo envolvía en mantas, lo atravesaba como un saco en su cabalgadura y se lo llevaba a su casa, donde las mujeres lo cuidaban con vocación de enfermeras, contentas ante la oportunidad de sentirse virtuosas. No podían hacer mucho, fuera de obligar a los pacientes a beber litros de té azucarado para que no se secaran por completo, mantenerlos limpios, abrigados y en reposo, con la esperanza de que la cagantina les vaciara el alma y la fiebre no les cocinara los sesos. Algunos morían y el resto demoraba semanas en volver al mundo. Joe era la única que se daba maña para desafiar el invierno y acudir a las cabañas más aisladas, así le tocó descubrir cuerpos convertidos en estatuas de cristal. No todos eran víctimas de enfermedad, a veces el tipo se había dado un tiro en la boca porque no podía más con el retortijón de tripas, la soledad y el delirio. En un par de ocasiones Joe debió cerrar su negocio, porque tenía el galpón sembrado de petates por el suelo y sus palomas no daban a basto cuidando pacientes. El sheriff del pueblo temblaba cuando ella aparecía con su pipa holandesa y su apremiante vozarrón de profeta a exigir ayuda. Nadie podía negársela. Los mismos hombres que con sus tropelías dieron mal nombre al pueblo, se colocaban mansamente a su servicio. No contaban con nada parecido a un hospital, el único médico estaba agobiado y ella asumía con naturalidad la tarea de movilizar recursos cuando se trataba de una emergencia. Los afortunados a quienes salvaba la vida se convertían en sus devotos deudores y así tejió ese invierno la red de contactos que habría de sostenerla durante el incendio.
El herrero se Llamaba James Morton y era uno de esos escasos ejemplares de hombre bueno. Sentía un amor seguro por la humanidad completa, incluso sus enemigos ideológicos, a quienes consideraba errados por ignorancia y no por intrínseca maldad. Incapaz de una vileza, no podía imaginarla en el prójimo, prefería creer que la perversidad ajena era una desviación del carácter, remediable con la luz de la piedad y el afecto. Venía de una larga estirpe de cuáqueros de Ohio, donde había colaborado con sus hermanos en una cadena clandestina de solidaridad con los esclavos fugitivos para esconderlos y llevarlos a los estados libres y a Canadá. Sus actividades atrajeron la ira de los esclavistas y una noche cayó sobre la granja una turba y le prendió fuego, mientras la familia observaba inmóvil, porque fiel a su fe no podía tomar armas contra sus semejantes. Los Morton debieron abandonar su tierra y se dispersaron, pero se mantenían en estrecho contacto porque pertenecían a la red humanitaria de los abolicionistas. A James buscar oro no le parecía un medio honorable de ganarse la existencia, porque nada producía y tampoco prestaban servicios. La riqueza envilece el alma, complica la existencia y engendra infelicidad, sostenía. Además el oro era un metal blando, inútil para fabricar herramientas; no lograba entender la fascinación que ejercía en los demás. Alto, fornido, con una tupida barba color avellana, ojos celestes y gruesos brazos marcados por incontables quemaduras, era la reencarnación del dios Vulcano iluminado por el resplandor de su forja. En el pueblo había sólo tres cuáqueros, gente de trabajo y familia, siempre contentos de su suerte, los únicos que no juraban, eran abstemios y evitaban los burdeles. Se reunían regularmente para practicar su fe sin aspavientos, predicando con el ejemplo, mientras esperaban con paciencia la llegada de un grupo de amigos que venía del Este a engrosar su comunidad. Morton frecuentaba el galpón de la Rompehuesos para ayudar con las víctimas de la epidemia y allí conoció a Esther. Iba a visitarla y le pagaba por el servicio completo, pero sólo se sentaba a su lado a conversar. No podía comprender por qué ella había escogido esa clase de vida.
—Entre los azotes de mi padre y esto, prefiero mil veces la vida que tengo ahora.
—¿Por qué te golpeaba?
—Me acusaba de provocar lujuria e incitar al pecado. Creía que Adán todavía estaría en el Paraíso si Eva no lo hubiera tentado. Tal vez tenía razón, ya ves cómo me gano la vida…
—Hay otros trabajos Esther.
—Este no es tan malo, James. Cierro los ojos y no pienso en nada. Son sólo unos minutos y pasan rápido.
A pesar de las vicisitudes de su profesión, la joven mantenía la frescura de sus veinte años y había un cierto encanto en su manera discreta y silenciosa de comportarse, tan diferente a la de sus compañeras. Nada tenía de coqueta, era rellena, con un rostro plácido de ternera y firmes manos de campesina. Comparada con las otras palomas, resultaba la menos agraciada, pero su piel era luminosa y su mirada suave. El herrero no supo cuándo empezó a soñar con ella, a verla en las chispas de la fragua, en la luz del metal caliente y en el cielo despejado, hasta que no pudo seguir ignorando esa materia algodonosa que le envolvía el corazón y amenazaba con sofocarlo. Peor desgracia que enamorarse de una mujerzuela no podía ocurrirle, sería imposible de justificarlo ante los ojos de Dios y su comunidad. Decidido a vencer aquella tentación con sudor, se encerraba en la herrería a trabajar como un demente. Algunas noches se oían los feroces golpes de su martillo hasta la madrugada.
Apenas tuvo una dirección fija, Eliza escribió a Tao Chi'en al restaurante chino de Sacramento, dándole su nuevo nombre de Elías Andieta y pidiéndole consejo para combatir la disentería, porque el único remedio que conocía contra el contagio era un trozo de carne cruda atado al ombligo con una faja de lana roja, como hacía Mama Fresia en Chile, pero no estaba dando los resultados esperados. Lo echaba de menos dolorosamente; a veces amanecía abrazada a Tom Sin Tribu imaginando en la confusión de la duermevela que era Tao Chi'en, pero el olor a humo del niño la devolvía a la realidad. Nadie tenía aquella fresca fragancia de mar de su amigo. La distancia que los separaba era corta en millas, pero la inclemencia del clima volvía la ruta ardua y peligrosa. Se le ocurrió acompañar al cartero para seguir buscando a Joaquín Andieta, como había hecha en otras ocasiones, pero esperando una oportunidad apropiada fueron pasando semanas. No sólo el invierno se atravesaba en sus planes. En esos días había explotado la tensión entre los mineros yanquis y los chilenos al sur de la Veta Madre. Los gringos, hartos de la presencia de extranjeros, se juntaron para expulsarlos, pero los otros resistieron, primero con sus armas y luego ante un juez, quien reconoció sus derechos. Lejos de intimidar a los agresores, la orden del juez sirvió para enardecerlos, varios chilenos terminaron en la horca o lanzados por un despeñadero y los sobrevivientes debieron huir. En respuesta se formaron bandas dedicadas al asalto, tal como hacían muchos mexicanos. Eliza comprendió que no podía arriesgarse, bastaba su disfraz de muchacho latino para ser acusada de cualquier crimen inventado.
A finales de enero de 1850 cayó una de las peores heladas que se había visto por esos lados. Nadie se atrevía a salir de sus casas, el pueblo parecía muerto y durante más de diez días no acudió un solo cliente al galpón. Hacía tanto frío que el agua en las palanganas amanecía sólida, a pesar de las estufas siempre encendidas, y algunas noches debieron meter el caballo de Eliza al interior de la casa para salvarlo de la suerte de otros animales, que amanecían presos en bloques de hielo. Las mujeres dormían de a dos por cama y ella lo hacía con el niño, con quien había desarrollado un cariño celoso y feroz, que él devolvía con taimada constancia. La única persona de la compañía que podía competir con Eliza en el afecto del chiquillo era la Rompehuesos «Un día voy a tener un hijo fuerte y valiente como Tom Sin Tribu, pero mucho más alegre. Esta criatura no se ríe nunca» le contaba a Tao Chi'en en las cartas. Babalú, el Malo, no sabía dormir de noche y pasaba las largas horas de oscuridad paseando de un extremo a otro del galpón con sus botas rusas, sus aporreadas pieles y una manta sobre los hombros. Dejó de afeitarse la cabeza y lucía una corta pelambrera de lobo igual a la de su chaqueta. Esther le había tejido un gorro de lana color amarillo patito, que lo cubría hasta las orejas y le daba un aire de monstruoso bebé. Fue él quien sintió unos débiles golpes aquella madrugada y tuvo el buen criterio de distinguirlos del ruido del temporal. Entreabrió la puerta con su pistolón en la mano y encontró un bulto tirado en la nieve. Alarmado llamó a Joe y entre los dos, luchando con el viento para que no arrancara la puerta de cuajo, lograron arrastrarlo al interior. Era un hombre medio congelado.
No fue fácil reanimar al visitante. Mientras Babalú lo friccionaba e intentaba echarle brandy por la boca, Joe despertó a las mujeres, animaron el fuego de las estufas y pusieron a calentar agua para llenar la bañera, donde lo sumergieron hasta que poco a poco fue reviviendo, perdió el color azul y pudo articular unas palabras. Tenía la nariz, los pies y las manos quemados por el hielo. Era un campesino del estado mexicano de Sonora, que había venido como millares de sus compatriotas a los placeres de California, dijo. Se llamaba Jack, nombre gringo que sin duda no era el suyo, pero tampoco los demás en esa casa usaban sus nombres verdaderos. En las horas siguientes estuvo varias veces en el umbral de la muerte, pero cuando parecía que ya nada se podía hacer por él, regresaba del otro mundo y tragaba unos chorros de licor. A eso de las ocho, cuando por fin amainó el temporal, Joe ordenó a Babalú que fuera a buscar al doctor. Al oírla el mexicano, quien permanecía inmóvil y respiraba a gorgoritos como un pez, abrió los ojos y lanzó un ¡no! estrepitoso, asustándolos a todos. Nadie debía saber que estaba allí, exigió con tal ferocidad, que no se atrevieron a contradecirlo. No fueron necesarias muchas explicaciones: era evidente que tenía problemas con la justicia y ese pueblo con su horca en la plaza era el último del mundo donde un fugitivo desearía buscar asilo. Sólo la crueldad del temporal pudo obligarlo a acercarse por allí. Eliza nada dijo, pero para ella la reacción del hombre no fue una sorpresa: olía a maldad.
A los tres días Jack había recuperado algo de sus fuerzas, pero se le cayó la punta de la nariz y empezaron a gangrenársele dos dedos de una mano. Ni así lograron convencerlo de la necesidad de acudir al médico; prefería pudrirse de a poco que acabar ahorcado, dijo. Joe Rompehuesos reunió a su gente en el otro extremo del galpón y deliberaron en cuchicheos: debían cortarle los dedos. Todos los ojos se volvieron hacia Babalú, el Malo.
—¿Yo? ¡Ni de vaina!
—¡Babalú, hijo de la chingada, déjate de mariconerías! —exclamó Joe furiosa.
—Hazlo tú, Joe, yo no sirvo para eso.
—Si puedes destazar un venado, bien puedes hacer esto. ¿Qué son un par de miserables dedos?
—Una cosa es un animal y otra muy distinta es un cristiano.
—¡No lo puedo creer! ¡Este hijo de la gran puta, con permiso de ustedes, muchachas, no es capaz de hacerme un favor insignificante como este! ¡Después de todo lo que he hecho por ti, desgraciado!
—Disculpa, Joe. Nunca he hecho daño a un ser humano…
—¡Pero de qué estás hablando! ¿No eres un asesino acaso? ¿No estuviste en prisión?
—Fue por robar ganado —confesó el gigante a punto de llorar de humillación.
—Yo lo haré —interrumpió Eliza, pálida, pero firme.
Se quedaron mirándola incrédulos. Hasta Tom Sin Tribu les parecía más apto para realizar la operación que el delicado Chilenito.
—Necesito un cuchillo bien afilado, un martillo, aguja, hilo y unos trapos limpios.
Babalú se sentó en el suelo con su cabezota entre las manos, horrorizado, mientras las mujeres preparaban lo necesario en respetuoso silencio. Eliza repasó lo aprendido junto a Tao Chi'en cuando extraían balas y cosían heridas en Sacramento. Si entonces pudo hacerlo sin pestañear, igual podría hacerlo ahora, decidió. Lo más importante, según su amigo, era evitar hemorragias e infecciones. No lo había visto hacer amputaciones, pero cuando curaban a los infortunados que llegaban sin orejas, comentaba que en otras latitudes cortaban manos y pies por el mismo delito. «El hacha del verdugo es rápida, pero no deja tejido para cubrir el muñón del hueso», había dicho Tao Chi'en. Le explicó las lecciones del doctor Ebanizer Hobbs, quien tenía práctica con heridos de guerra y le había enseñado cómo hacerlo. Menos mal en este caso son sólo dedos, concluyó Eliza.
La Rompehuesos saturó de licor al paciente hasta dejarlo inconsciente, Mientras Eliza desinfectaba el cuchillo calentándolo al rojo. Hizo sentar a Jack en una silla, le mojó la mano en una palangana con whisky y luego se la puso al borde de la mesa con los dedos malos separados. Murmuró una de las oraciones mágicas de Mama Fresia y cuando estuvo lista hizo una señal silenciosa a las mujeres para que sujetaran al paciente. Apoyó el cuchillo sobre los dedos y le dio un golpe certero de martillo, hundiendo la hoja, que rebanó limpiamente los huesos y quedó clavada en la mesa. Jack lanzó un alarido desde el fondo del vientre, pero estaba tan intoxicado que no se dio cuenta cuando ella lo cosía y Esther lo vendaba. En pocos minutos el suplicio había terminado. Eliza se quedó mirando los dedos amputados y tratando de dominar las arcadas, mientras las mujeres acostaban a Jack en uno de los petates. Babalú, el Malo, quien había permanecido lo más lejos posible del espectáculo, se acercó tímidamente, con su gorro de bebé en la mano.
—Eres todo un hombre, Chilenito —murmuró, admirado.
En marzo Eliza cumplió calladamente dieciocho años, mientras esperaba que tarde o temprano apareciera su Joaquín en la puerta, tal como haría cualquier hombre en cien millas a la redonda, como sostenía Babalú. Jack, el mexicano, se repuso en pocos días y se escabulló de noche sin despedirse de nadie, antes que cicatrizaran sus dedos. Era un tipo siniestro y se alegraron cuando se fue. Hablaba muy poco y estaba siempre en ascuas, desafiante, listo para atacar ante la menor sombra de una provocación imaginada. No dio muestras de agradecimiento por los favores recibidos, al contrario, cuando despertó de la borrachera y supo que le habían amputado los dedos de disparar, se lanzó en una retahíla de maldiciones y amenazas, jurando que el hijo de perra que le había malogrado la mano iba a pagarlo con su propia vida. Entonces a Babalú se le agotó la paciencia. Lo cogió como un muñeco, lo levantó a su altura, le clavó los ojos y le dijo con la voz suave que usaba cuando estaba a punto de estallar.
—Ese fui yo: Babalú, el Malo. ¿Hay algún problema?
Apenas se le pasó la fiebre, Jack quiso aprovechar a las palomas para darse un gusto, pero lo rechazaron en coro: no estaban dispuestas a darle nada gratis y él tenía los bolsillos vacíos, como habían comprobado cuando lo desvistieron para meterlo en la bañera la noche en que apareció congelado. Joe Rompehuesos se dio el trabajo de explicarle que si no le cortan los dedos habría perdido el brazo o la vida, así es que más le valía agradecer al cielo haber caído bajo su techo. Eliza no permitía que Tom Sin Tribu se acercara al tipo y ella sólo lo hacía para pasarle la comida y cambiar los vendajes, porque el olor de la maldad le molestaba como una presencia tangible. Tampoco Babalú podía soportarlo y mientras estuvo en la casa se abstuvo de hablarle. Consideraba a esas mujeres como sus hermanas y se ponía frenético cuándo Jack se insinuaba con comentarios obscenos. Ni en caso de extrema necesidad se le habría ocurrido utilizar los servicios profesionales de sus compañeras, para él equivalía a cometer incesto, si su naturaleza lo apremiaba iba a los locales de la competencia y le había advertido al Chilenito que debía hacer lo mismo, en el caso improbable que se curara de sus malas costumbres de señorita.
Mientras servía un plato de sopa a Jack, Eliza se atrevió finalmente a interrogarlo sobra Joaquín Andieta.
—¿Murieta? —preguntó él, desconfiado.
—Andieta.
—No lo conozco.
—Tal vez se trata del mismo —sugirió Eliza.
—¿Qué quieres con él?
—Es mi hermano. Vine desde Chile para encontrarlo.
—¿Cómo es tu hermano?
—No muy alto, con el pelo y los ojos negros, la piel blanca, como yo, pero no nos parecemos. Es delgado, musculoso, valiente y apasionado. Cuando habla todos se callan.
—Así es Joaquín Murieta, pero no es chileno, es mexicano.
—¿Está seguro?
—Seguro no estoy de nada, pero si veo a Murieta le diré que lo buscas.
A la noche siguiente se fue y no supieron más de él, pero dos semanas más tarde encontraron en la puerta del galpón una bolsa con dos libras de café. Poco después Eliza la abrió para preparar el desayuno y vio que no era café, sino oro en polvo. Según Joe Rompehuesos podía provenir de cualquiera de los mineros enfermos que ellas habían cuidado durante ese período, pero Eliza tuvo la corazonada de que Jack la había dejado como una forma de pago. Ese hombre no estaba dispuesto a deber un favor a nadie. El domingo supieron que el sheriff estaba organizando una partida de vigilantes para buscar al asesino de un minero: lo habían encontrado en su cabaña, donde pasaba solo el invierno, con nueve puñaladas en el pecho y los ojos reventados. No había ni rastro de su oro y por la brutalidad del crimen echaron la culpa a los indios. Joe Rompehuesos no quiso verse en líos, enterró las dos libras de oro debajo de un roble y dio instrucciones perentorias a su gente de cerrar la boca y no mencionar ni por broma al mexicano de los dedos cortados ni la bolsa de café. En los dos meses siguientes los vigilantes mataron media docena de indios y se olvidaron del asunto, porque tenían entre manos otros problemas más urgentes, y cuando el jefe de la tribu apareció dignamente a pedir explicaciones, también lo despacharon. Indios, chinos, negros o mulatos no podían atestiguar en un juicio contra un blanco. James Morton y los otros tres cuáqueros del pueblo fueron los únicos que se atrevieron a enfrentar a la muchedumbre dispuesta al linchamiento. Se plantaron sin armas formando un círculo en torno al condenado, recitando de memoria los pasajes de la Biblia que prohibían matar a un semejante, pero la turba los apartó a empujones.
Nadie supo del cumpleaños de Eliza y por lo tanto no lo celebraron, pero de todos modos esa noche del 15 de marzo fue memorable para ella y los demás. Los clientes habían vuelto al galpón, las palomas estaban siempre ocupadas, el Chilenito aporreaba el piano con sincero entusiasmo y Joe sacaba cuentas optimistas. El invierno no había sido tan malo, después de todo, lo peor de la epidemia estaba pasando y no quedaban enfermos en los petates. Esa noche había una docena de mineros bebiendo a conciencia, mientras afuera el viento arrancaba de cuajo las ramas de los pinos. A eso de las once se desató el infierno. Nadie pudo explicar cómo comenzó el incendio y Joe siempre sospechó de la otra madama. Las maderas prendieron como petardos y en un instante empezaron a arder las cortinas, los chales de seda y los colgajos de la cama. Todos escaparon ilesos, incluso alcanzaron a echarse unas mantas encima y Eliza cogió al vuelo la caja de lata que contenía sus preciosas cartas. Las llamas y el humo envolvieron rápidamente el local y en menos de diez minutos ardía como una antorcha, mientras las mujeres a medio vestir, junto a sus mareados clientes, observaban el espectáculo en total impotencia. Entonces Eliza echó una mirada contando a los presentes y se dio cuenta horrorizada que faltaba Tom Sin Tribu. El niño había quedado durmiendo en la cama que ambos compartían. No supo cómo le arrebató una cobija a Esther de los hombros, se cubrió la cabeza y corrió atravesando de un empellón el delgado tabique de madera ardiendo, seguida por Babalú, quien intentaba detenerla a gritos sin entender por qué se lanzaba al fuego. Encontró al chico de pie en la humareda, con los ojos despavoridos, pero perfectamente sereno. Le tiró la manta encima y trató de levantarlo en brazos, pero era muy pesado y un acceso de tos la dobló en dos. Cayó de rodillas empujando a Tom para que corriera hacia afuera, pero él no se movió de su lado y los dos habrían quedado reducidos a ceniza si Babalú no aparece en ese instante para coger uno en cada brazo como si fueran paquetes y salir con ellos a la carrera en medio de la ovación de quienes esperaban afuera.
—¡Condenado muchacho! ¡Qué hacías allí adentro! —reprochaba Joe al indiecito mientras lo abrazaba, lo besaba y le daba cachetazos para que respirara.
Gracias a que el galpón quedaba aislado, no ardió medio pueblo, como señaló después el sheriff, quien tenía experiencia en incendios porque ocurrían con demasiada frecuencia por esos lados. Al resplandor acudió una docena de voluntarios encabezados por el herrero a combatir las llamas, pero ya era tarde y sólo pudieron rescatar el caballo de Eliza, del cual nadie se había acordado en la pelotera de los primeros minutos y todavía estaba amarrado en su cobertizo, loco de terror. Joe Rompehuesos perdió esa noche cuanto poseía en el mundo y por primera vez la vieron flaquear. Con el niño en los brazos presenció la destrucción, sin poder contener las lágrimas, y cuando sólo quedaron tizones humeantes escondió la cara en el pecho enorme de Babalú, a quien se le habían chamuscado cejas y pestañas. Ante la debilidad de esa madraza, a quien creían invulnerable, las cuatro mujeres rompieron a llorar a coro en un racimo de enaguas, cabelleras alborotadas y carnes temblorosas. Pero la red de solidaridad comenzó a funcionar aún antes que se apagaran las llamas y en menos de una hora había alojamiento disponible para todos en varias casas del pueblo y uno de los mineros, a quien Joe salvó de la disentería, inició una colecta. El Chilenito, Babalú, y el niño —los tres varones de la comparsa— pasaron la noche en la herrería. James Morton colocó dos colchones con gruesas cobijas junto a la forja siempre caliente y sirvió un espléndido desayuno a sus huéspedes, preparado con esmero por la esposa del predicador que los domingos denunciaba a grito abierto el ejercicio descarado del vicio, como llamaba a las actividades de los dos burdeles.
—No es el momento para remilgos, estos pobres cristianos están tiritando —dijo la esposa del reverendo cuando se presentó en la herrería con su guiso de liebre, una jarra de chocolate y galletas de canela.
La misma señora recorrió el pueblo pidiendo ropa para las palomas, que seguían en enaguas, y la respuesta de las otras damas fue generosa. Evitaban pasar frente al local de la otra madama, pero habían tenido que relacionarse con Joe Rompehuesos durante la epidemia y la respetaban. Así fue como las cuatro pindongas anduvieron un buen tiempo vestidas de señoras modestas, tapadas del cuello hasta los pies, hasta que pudieron reponer sus atuendos rumbosos. La noche del incendio la esposa del pastor quiso llevarse a Tom Sin Tribu a su casa, pero el niño se aferró del cuello de Babalú y no hubo poder humano capaz de arrancarlo de allí. El gigante había pasado horas insomne, con el Chilenito acurrucado en uno de su brazos y el niño en el otro, bastante picado por las miradas sorprendidas del herrero.
—Sáquese esa idea de la cabeza, hombre. No soy maricón —farfulló indignado, pero sin soltar a ninguno de los dos durmientes.
La colecta de los mineros y la bolsa de café enterrada bajo el roble sirvieron para instalar a los damnificados en una casa tan cómoda y decente, que Joe Rompehuesos pensó renunciar a su compañía itinerante y establecerse allí. Mientras otros pueblos desaparecían cuando los mineros se movilizaban hacia nuevos lavaderos, este crecía, se afirmaba e incluso pensaban cambiarle el nombre por uno más digno. Cuando terminara el invierno volverían a subir hacia los faldeos de la sierra nuevas oleadas de aventureros y la otra madama se estaba preparando. Joe Rompehuesos sólo contaba con tres chicas, porque era evidente que el herrero pensaba arrebatarle a Esther, pero ya vería cómo se las arreglaba. Había ganado cierta consideración con su obras de compasión y no deseaba perderla: por primera vez en su agitada existencia se sentía aceptada en una comunidad. Eso era mucho más de lo que tuvo entre holandeses en Pennsylvania y la idea de echar raíces no estaba del todo mal a su edad. Al enterarse de esos planes, Eliza decidió que si Joaquín Andieta —o Murieta— no aparecía en la primavera, tendría que despedirse de sus amigos y seguir buscándolo.