Negocios

EL CAPITÁN John Sommers ancló el Fortuna en la bahía de San Francisco, a suficiente distancia de la orilla como para que ningún valiente tuviera la audacia de lanzarse al agua y nadar hasta la costa. Había advertido a la tripulación que el agua fría y las corrientes despachaban en menos de veinte minutos, en caso que no lo hicieran los tiburones. Era su segundo viaje con el hielo y se sentía más seguro. Antes de entrar por el estrecho canal del Golden Gate hizo abrir varios toneles de ron, los repartió generosamente entre los marineros y cuando estuvieron ebrios, desenfundó un par de pistolones y los obligó a colocarse boca abajo en el suelo. El segundo de a bordo los encadenó con cepos en los pies, ante el desconcierto de los pasajeros embarcados en Valparaíso, que observaban la escena en la primera cubierta sin saber qué diablos ocurría. Entretanto desde el muelle los hermanos Rodríguez de Santa Cruz habían enviado una flotilla de botes para conducir a tierra a los pasajeros y la preciosa carga del vapor. La tripulación sería liberada para maniobrar el zarpe del barco en el momento del regreso, después de recibir más licor y un bono en monedas auténticas de oro y plata, por el doble de sus salarios. Eso no compensaba el hecho de que no podrían perderse tierra adentro en busca de las minas, como casi todos planeaban, pero al menos servía de consuelo. El mismo método había empleado en el primer viaje, con excelentes resultados; se jactaba de tener uno de los pocos barcos mercantes que no había sido abandonado en la demencia del oro. Nadie se atrevía a desafiar a ese pirata inglés, hijo de la puta madre y de Francis Drake, como lo llamaban, porque no les cabía duda alguna que era capaz de descargar sus trabucos en el pecho de cualquiera que se alzara.

En los muelles de San Francisco se apilaron los productos enviados por Paulina desde Valparaíso: huevos y quesos frescos, verduras y frutas del verano chileno, mantequilla, sidra, pescados y mariscos, embutidos de la mejor calidad, carne de vacuno y toda suerte de aves rellenas y condimentadas listas para cocinar. Paulina había encargado a las monjas pasteles coloniales de dulce de leche y tortas de milhojas, así como los guisos más populares de la cocina criolla, que viajaron congelados en las cámaras de nieve azul. El primer envío fue arrebatado en menos de tres días con una utilidad tan asombrosa, que los hermanos descuidaron sus otros negocios para concentrarse en el prodigio del hielo. Los trozos de témpano se derretían lentamente durante la navegación, pero quedaba mucho y a la vuelta el capitán pensaba venderlo a precio de usurero en Panamá. Fue imposible mantener callado el éxito apabullante del primer viaje y la noticia de que había unos chilenos navegando con pedazos de un glaciar a bordo corrió como pólvora. Pronto se formaron sociedades para hacer lo mismo con icebergs de Alaska, pero resultó imposible conseguir tripulantes y productos frescos capaces de competir con los de Chile y Paulina pudo continuar su intenso negocio sin rivales, mientras conseguía un segundo vapor para ampliar la empresa.

También las cajas de libros eróticos del capitán Sommers se vendieron en un abrir y cerrar de ojos, pero bajo un manto de discreción y sin pasar por las manos de los hermanos Rodríguez de Santa Cruz. El capitán debía evitar a toda costa que se levantaran voces virtuosas, como había ocurrido en otras ciudades, cuando la censura los confiscaba por inmorales y terminaban ardiendo en hogueras públicas. En Europa circulaban secretamente en ediciones de lujo entre señorones y coleccionistas, pero las mayores ganancias se obtenían de ediciones para consumo popular. Se imprimían en Inglaterra, donde se ofrecían clandestinamente por unos centavos, pero en California el capitán obtuvo cincuenta veces su valor. En vista del entusiasmo por esa clase de literatura, se le ocurrió incorporar ilustraciones, porque la mayoría de los mineros sólo leía títulos de periódicos. Las nuevas ediciones ya se estaban imprimiendo en Londres con dibujos vulgares, pero explícitos, que a fin de cuentas era lo único que interesaba.

Esa misma tarde John Sommers, instalado en el salón del mejor hotel de San Francisco, cenaba con los hermanos Rodríguez de Santa Cruz, quienes en pocos meses habían recuperado su aspecto de caballeros. Nada quedaba de los hirsutos cavernícolas que meses antes buscaban oro. La fortuna estaba allí mismo, en limpias transacciones que podían hacer en los mullidos sillones del hotel con un whisky en la mano, como gente civilizada y no como patanes, decían. A los cinco mineros chilenos traídos por ellos a fines de 1848, se habían sumado ochenta peones del campo, gente humilde y sumisa, que nada sabía de minas, pero aprendía rápido, acataba órdenes y no se sublevaba. Los hermanos los mantenían trabajando en las orillas del Río Americano al mando de leales capataces, mientras ellos se dedicaban al transporte y al comercio. Compraron dos embarcaciones para hacer la travesía de San Francisco a Sacramento y doscientas mulas para transportar mercadería a los placeres, que vendían directamente sin pasar por los almacenes. El esclavo fugitivo, quien antes hacía de guardaespalda, resultó un as para los números y ahora llevaba la contabilidad, también vestido de gran señor y con una copa y un cigarro en la mano, a pesar de los rezongos de los gringos, quienes apenas toleraban su color, pero no tenían más recurso que negociar con él.

—Su señora manda decir que en el próximo viaje del Fortuna se viene con los niños, las criadas y el perro. Dice que vaya pensando dónde se instalarán, porque no piensa vivir en un hotel —le comunicó el capitán a Feliciano Rodríguez de Santa Cruz.

—¡Qué idea tan descabellada! La explosión del oro se acabará de repente y esta ciudad volverá a ser el villorrio que fue dos años atrás. Ya hay signos de que el mineral ha disminuido, se acabaron esos hallazgos de pepas como peñascos. ¿Y a quién le importará California cuando se termine?

—Cuando vine por primera vez esto parecía un campamento de refugiados, pero se ha convertido en una ciudad como Dios manda. Francamente, no creo que desaparezca de un soplido, es la puerta del Oeste por el Pacífico.

—Eso dice Paulina en su carta.

—Sigue el consejo de tu mujer, Feliciano, mira que tiene ojo de lince —interrumpió su hermano.

—Además no habrá modo de detenerla. En el próximo viaje ella viene conmigo. No olvidemos que es la patrona del Fortuna —sonrió el capitán.

Les sirvieron ostras frescas del Pacífico, uno de los pocos lujos gastronómicos de San Francisco, tórtolas rellenas con almendras y peras confitadas del cargamento de Paulina, que el hotel compró de inmediato. El vino tinto también provenía de Chile y la champaña de Francia. Se había corrido la voz de la llegada de los chilenos con el hielo y se llenaron todos los restaurantes y hoteles de la ciudad con parroquianos ansiosos por regalarse con las delicias frescas antes que se agotaran. Estaban encendiendo los puros para acompañar el café y el brandy, cuando John Sommers sintió un palmotazo en el hombro que por poco le tumba el vaso. Al volverse se encontró frente a Jacob Todd, a quien no había visto desde hacía más de tres años, cuando lo desembarcó en Inglaterra, pobre y humillado. Era la última persona que esperaba ver y demoró un instante en reconocerlo, porque el falso misionero de antaño parecía una caricatura de yanqui. Había perdido peso y pelo, dos largas patillas le enmarcaban la cara, vestía un traje a cuadros algo estrecho para su tamaño, botas de culebra y un incongruente sombrero blanco de Virginia, además asomaban lápices, libretas y hojas de periódico por los cuatro bolsillos de su chaqueta. Se abrazaron como viejos camaradas. Jacob Todd llevaba cinco meses en San Francisco y escribía artículos de prensa sobre la fiebre del oro, que se publicaban regularmente en Inglaterra y también en Boston y Nueva York. Había llegado gracias a la intervención generosa de Feliciano Rodríguez de Santa Cruz, quien no había echado en saco roto el servicio que debía al inglés. Como buen chileno, nunca olvidaba un favor —tampoco una ofensa— y al enterarse de sus cuitas en Inglaterra, le mandó dinero, pasaje y una nota explicando que California era lo más lejos que se podía ir antes de empezar a volver por el otro lado. En 1845 Jacob Todd había descendido del barco del capitán John Sommers con renovada salud y pleno de energía, dispuesto a olvidar el bochornoso incidente en Valparaíso y dedicarse en cuerpo y alma a implantar en su país la comunidad utópica con la cual tanto había soñado. Llevaba su gruesa libreta, amarillenta por el uso y el aire de mar, repleta de anotaciones. Hasta el menor detalle de la comunidad había sido estudiado y planeado, estaba seguro de que muchos jóvenes —los viejos no interesaban— abandonarían sus fatigosas existencias para unirse a la hermandad ideal de hombres y mujeres libres, bajo un sistema de absoluta igualdad, sin autoridades, policías ni religión. Los candidatos potenciales para el experimento resultaron mucho más tercos de entendimiento de lo que supuso, pero al cabo de unos meses contaba con dos o tres dispuestos a intentarlo. Sólo faltaba un mecenas para financiar el costoso proyecto, se requería un terreno amplio, porque la comunidad pretendía vivir alejada de las aberraciones del mundo y debía satisfacer todas sus necesidades. Todd había iniciado conversaciones con un lord algo desquiciado, quien disponía de una inmensa propiedad en Irlanda, cuando el rumor del escándalo en Valparaíso lo alcanzó en Londres, acosándolo como un perro tenaz sin darle respiro. También allí se le cerraron las puertas y perdió a los amigos, los discípulos y el noble lo repudiaron y el sueño de la utopía se fue al diablo. Una vez más Jacob Todd intentó encontrar consuelo en el alcohol y de nuevo se sumió en el atolladero de los malos recuerdos. Vivía como una rata en una pensión de mala muerte, cuando le llegó el mensaje salvador de su amigo. No lo pensó dos veces. Se cambió el apellido y se embarcó hacia los Estados Unidos, dispuesto a iniciar un nuevo y flamante destino. Su único propósito era enterrar la vergüenza y vivir en anonimato hasta que surgiera la oportunidad de reavivar su idílico proyecto. Lo primordial sería conseguir un empleo; su pensión se había reducido y los tiempos gloriosos del ocio estaban terminando. Al llegar a Nueva York se presentó a un par de periódicos ofreciéndose como corresponsal en California y luego hizo el viaje al Oeste por el Istmo de Panamá, porque no le dio el coraje para hacerlo por el Estrecho de Magallanes y volver a pisar Valparaíso, donde la vergüenza lo esperaba intacta y la hermosa Miss Rose volvería a oír su nombre mancillado. En California su amigo Feliciano Rodríguez de Santa Cruz lo ayudó a instalarse y conseguir empleo en el diario más antiguo de San Francisco. Jacob Todd, ahora convertido en Jacob Freemont, se puso a trabajar por primera vez en su existencia, descubriendo pasmado que le gustaba hacerlo. Recorría la región escribiendo sobre cuanto asunto captaba su atención, incluyendo las masacres de indios, los inmigrantes provenientes de todos los rincones del planeta, la especulación desenfrenada de los mercaderes, la justicia rápida de los mineros y el vicio generalizado. Uno de sus reportajes por poco le cuesta la vida. Describió con eufemismos, pero con perfecta claridad, la forma en que operaban algunos garitos con dados marcados, naipes aceitados, licor adulterado, drogas, prostitución y la práctica de intoxicar con alcohol a las mujeres hasta dejarlas inconscientes, para vender por un dólar el derecho a violarlas a cuantos hombres desearan participar en la diversión. «Todo esto amparado por las mismas autoridades que debieran combatir tales vicios», escribió como conclusión. Le cayeron encima los gangsters, el jefe de la policía y los políticos, debió hacerse humo por un par de meses hasta que se enfriaran los ánimos. A pesar del tropiezo, sus artículos aparecían regularmente y se estaba convirtiendo en una voz respetada. Tal como le dijo a su amigo John Sommers: buscando el anonimato estaba encontrando la celebridad.

Al finalizar la cena Jacob Freemont invitó a sus amigos a la función del día: una china que se podía observar, pero no tocar. Se llamaba Ah Toy y se había embarcado en un clíper con su marido, un comerciante de edad provecta que tuvo el buen gusto de morirse en alta mar y dejarla libre. Ella no perdió tiempo en lamentos de viuda y para animar el resto de la travesía se convirtió en amante del capitán, quien resultó ser un hombre generoso. Al bajar en San Francisco, rozagante y enriquecida, notó las miradas de lascivia que la seguían y tuvo la brillante idea de cobrar por ellas. Alquiló dos cuartos, perforó agujeros en la pared divisoria y por una onza de oro vendía el privilegio de mirarla. Los amigos siguieron a Jacob Freemont de buen humor y con unos cuantos dólares de soborno pudieron saltarse la fila y entrar entre los primeros. Los condujeron a una habitación estrecha, saturada de humo de tabaco, donde se apretujaba una docena de hombres con la nariz pegada a la pared. Se asomaron por los incómodos agujeros, sintiéndose como escolares ridículos, y vieron en el otro cuarto a una hermosa joven vestida con un kimono de seda abierto en ambos lados de la cintura a los pies. Debajo estaba desnuda. Los espectadores rugían ante cada uno de los lánguidos movimientos que revelaban parte de su delicado cuerpo. John Sommers y los hermanos Rodríguez de Santa Cruz se doblaban de risa, sin poder creer que la necesidad de mujeres fuera tan agobiante. Allí se separaron y el capitán con el periodista fueron a tomar una última copa. Después de escuchar el recuento de los viajes y aventuras de Jacob, el capitán decidió confiar en él.

—¿Se acuerda de Eliza, la niña que vivía con mis hermanos en Valparaíso?

—Perfectamente.

—Escapó de la casa hace casi un año y tengo buenas razones para creer que está en California. He tratado de encontrarla, pero nadie ha oído de ella o de alguien con su descripción.

—Las únicas mujeres que han llegado solas aquí son prostitutas.

—No sé cómo vino, en caso que lo haya hecho. El único dato es que partió en busca de su enamorado, un joven chileno de nombre Joaquín Andieta…

—¡Joaquín Andieta! Lo conozco, fue mi amigo en Chile.

—Es un fugitivo de la justicia. Lo acusan de robo.

—No lo creo. Andieta era un joven muy noble. En realidad tenía tanto orgullo y sentido del honor, que resultaba difícil acercarse a él. ¿Y me dice que Eliza y él están enamorados?

—Sólo sé que él se embarcó para California en diciembre de 1848. Dos meses más tarde desapareció la niña. Mi hermana cree que vino siguiendo a Andieta aunque no puedo imaginar cómo lo hizo sin dejar rastro. Como usted se mueve por los campamentos y los pueblos del norte, tal vez logre averiguar algo…

—Haré lo que pueda, capitán.

—Mis hermanos y yo se lo agradeceremos eternamente, Jacob.

Eliza Sommers se quedó con la caravana de Joe Rompehuesos, donde tocaba el piano y se repartían las propinas a medias con la madama. Compró un cancionero de música americana y otro de latina para animar las veladas y en horas ociosas, que eran muchas, enseñaba a leer al niño indio, ayudaba en las múltiples tareas cotidianas y cocinaba. Como decían los de la comparsa: jamás habían comido mejor. Con la misma carne seca, frijoles y tocino de siempre, preparaba sabrosos platos creados en el entusiasmo del momento; compraba condimentos mexicanos y los agregaba a las recetas chilenas de Mama Fresia con deliciosos resultados; hacía tartas sin más ingredientes que grasa, harina y fruta en conserva, pero si conseguía huevos y leche su inspiración se elevaba a celestiales cumbres gastronómicas. Babalú, el Malo, no era partidario de que los hombres cocinaran, pero era el primero en devorar los banquetes del joven pianista y optó por callarse los comentarios sarcásticos. Acostumbrado a montar guardia durante la noche, el gigante dormía a pierna suelta gran parte del día, pero apenas el tufillo de las cacerolas alcanzaba sus narices de dragón, despertaba de un salto y se instalaba cerca de la cocina a vigilar. Sufría de un apetito insaciable y no había presupuesto capaz de llenar su grandiosa barriga. Antes de la llegada del Chilenito, como llamaban al falso Elías Andieta, su dieta básica consistía en animales que lograba cazar, partía a lo largo, aliñaba con un puñado de sal gruesa y colocaba sobre las brasas hasta carbonizarlos. Así podía tragar un venado en un par de días. En contacto con la cocina del pianista se le refinó el paladar, salía de caza a diario, escogía las presas más delicadas y se las entregaba limpias y descueradas.

Por los caminos Eliza encabezaba la caravana montada en su robusto jamelgo, que a pesar del triste aspecto resultó tan noble como un alazán de pura sangre, con el rifle inútil atravesado en la montura y el niño del tambor en la grupa. Se sentía tan cómoda en ropa de hombre que se preguntaba si alguna vez podría vestirse nuevamente de mujer. De una cosa estaba segura: no se pondría un corsé ni para el día de su casamiento con Joaquín Andieta. Si llegaban a un río, las mujeres aprovechaban para juntar agua en barriles, lavar ropa y bañarse; esos eran los momentos más difíciles para ella, debía inventar pretextos cada vez más rebuscados para asearse sin testigos.

Joe Rompehuesos era una fornida holandesa de Pennsylvania, quien encontró su destino en la inmensidad del Oeste. Tenía talento de ilusionista para los naipes y los dados, el juego con trampa la apasionaba. Se había ganado la vida apostando hasta que se le ocurrió montar el negocio de las chicas y recorrer la Veta Madre «buscando oro», como llamaba a esa forma de practicar la minería. Estaba segura que el joven pianista era homosexual y por lo mismo le tomó un cariño similar al que sentía por el indiecito. No permitía que sus chicas le hicieran burla o Babalú lo llamara con sobrenombres: no era culpa del pobre muchacho haber nacido sin pelos en la barba y con ese aspecto de alfeñique, igual como no era suya haber nacido hombre en cuerpo de mujer. Eran cuchufletas que se le ocurrían a Dios para joder no más. Había comprado el niño por treinta dólares a unos vigilantes yanquis, que habían exterminado al resto de la tribu. Entonces tenía cuatro o cinco años, era apenas un esqueleto con la panza llena de gusanos, pero a los pocos meses de alimentarlo a la fuerza y domarle las rabietas para que no destrozara cuanto caía en sus manos ni se diera de cabezazos contra las ruedas de los vagones, la criatura creció un palmo y apareció su verdadera naturaleza de guerrero: era estoico, hermético y paciente. Lo llamó Tom Sin Tribu, para que no se le olvidara el deber de la venganza. «El nombre es inseparable del ser», decían los indios y Joe así lo creía, por eso había inventado su propio apellido.

Las palomas mancilladas de la caravana eran dos hermanas de Missouri, quienes habían hecho el largo viaje por tierra y por el camino perdieron a sus familias; Esther, una joven de dieciocho años, escapada de su padre, un fanático religioso que la azotaba; y una hermosa mexicana, hija de padre gringo y madre india, quien pasaba por blanca y había aprendido cuatro frases en francés para despistar a los distraídos, porque según el mito popular, las francesas eran más expertas. En aquella sociedad de aventureros y rufianes también había una aristocracia racial; los blancos aceptaban a las mestizas color canela, pero despreciaban cualquier mezcla con negro. Las cuatro mujeres agradecían la suerte de haberse encontrado con Joe Rompehuesos. Esther era la única sin experiencia anterior, pero las otras habían trabajado en San Francisco y conocían la mala vida. No les habían tocado salones de alta categoría, sabían de golpes, enfermedades, drogas y la maldad de los alcahuetes, habían contraído incontables infecciones, aguantado remedios brutales y tantos abortos que habían quedado estériles, pero lejos de lamentarlo, lo consideraban una bendición. De aquel mundo de infamias, Joe las había rescatado llevándoselas lejos. Después las sostuvo en el largo martirio de la abstinencia para quitarles la adicción al opio y al alcohol. Las mujeres le pagaron con una lealtad de hijas, porque además las trataba con justicia y no les robaba. La presencia tremebunda de Babalú desalentaba a clientes violentos y borrachos odiosos, comían bien y los vagones itinerantes les parecían un buen aliciente para la salud y el ánimo. En esas inmensidades de cerros y bosques se sentían libres. Nada fácil ni romántico existía en sus vidas, pero habían ahorrado un poco de dinero y podían irse, si así lo deseaban, sin embargo no lo hacían porque ese pequeño grupo humano era lo más parecido a una familia que tenían.

También las chicas de Joe Rompehuesos estaban convencidas de que el joven Elías Andieta, esmirriado y con voz aflautada, era marica. Eso les daba tranquilidad para desvestirse, lavarse y hablar cualquier tema en su presencia, como si fuera una de ellas. La aceptaron con tal naturalidad, que Eliza solía olvidar su papel de hombre, aunque Babalú, se encargaba de recordárselo. Había asumido la tarea de convertir a ese pusilánime en un varón y lo observaba de cerca, dispuesto a corregirlo cuando se sentaba con las piernas juntas o sacudía su corta melena en un gesto nada viril. Le enseñó a limpiar y engrasar sus armas, pero perdió la paciencia tratando de afinarle la puntería: cada vez que apretaba el gatillo, su alumno cerraba los ojos. No se impresionaba por la Biblia de Elías Andieta, por el contrario, sospechaba que la usaba para justificar sus ñoñerías y era de opinión que si el muchacho no pensaba convertirse en un maldito predicador para qué demonios leía sandeces, mejor se dedicaba a los libros cochinos, a ver si se le ocurrían algunas ideas de macho. Escasamente era capaz de firmar su nombre y leía a duras penas, pero no lo admitía ni muerto. Decía que le fallaba la vista y no alcanzaba a ver bien las letras, aunque podía dar un tiro entre los ojos a una liebre despavorida a cien metros de distancia. Solía pedir al Chilenito que leyera en voz alta los periódicos atrasados y los libros eróticos de la Rompehuesos, no tanto por las partes cochinas como por el romance, que siempre lo conmovía. Se trataban invariablemente de amores incendiarios entre un miembro de la nobleza europea y una plebeya, o a veces al revés: una dama aristocrática perdía el seso por un hombre rústico, pero honesto y orgulloso. En estos relatos las mujeres eran siempre bellas y los galanes incansables en su ardor. El telón de fondo era una seguidilla de bacanales, pero a diferencia de otras novelitas pornográficas de diez centavos que se vendían por allí, estas tenían argumento. Eliza leía en voz alta sin manifestar sorpresa, como si viniera de vuelta de los peores vicios, mientras a su alrededor Babalú y tres de las palomas escuchaban pasmados. Esther no participaba en esas sesiones, porque le parecía mayor pecado describir aquellos actos que cometerlos. A Eliza le ardían las orejas, pero no podía menos que reconocer la inesperada elegancia con que esas porquerías estaban escritas: algunas frases le recordaban el estilo impecable de Miss Rose. Joe Rompehuesos, a quien la pasión carnal en ninguna de sus formas interesaba en lo más mínimo y por lo mismo esas lecturas la aburrían, cuidaba personalmente que ni una palabra de aquello hiriera las inocentes orejas de Tom Sin Tribu. Lo estoy criando para jefe indio, no para alcahuete de putas, decía, y en su afán de hacerlo macho tampoco permitía que el chiquillo la llamara abuela.

—¡Yo no soy abuela de nadie, carajo! Yo soy la Rompehuesos, ¿me has entendido, condenado mocoso?

—Sí, abuela.

Babalú, el Malo, un ex-convicto de Chicago, había atravesado a pie el continente mucho antes de la fiebre del oro. Hablaba lenguas de indios y había hecho de un cuanto hay para ganarse la vida, desde fenómeno en un circo ambulante, donde tan pronto levantaba un caballo por encima de su cabeza, como arrastraba con los dientes un vagón cargado de arena, hasta estibador en los muelles de San Francisco. Allí fue descubierto por la Rompehuesos y se empleó en la caravana. Podía hacer el trabajo de varios hombres y con él no se necesitaba más protección. Juntos podían espantar a cualquier número de contrincantes, como lo demostraron en más de una ocasión.

—Tienes que ser fuerte o te demolerán, Chilenito —aconsejaba a Eliza—. No creas que yo he sido siempre como me ves. Antes yo era como tú, enclenque y medio pánfilo, pero me puse a levantar pesas y mírame los músculos. Ahora nadie se atreve conmigo.

—Babalú, tú mides más de dos metros y pesas como una vaca. ¡Nunca voy a ser como tú!

—El tamaño nada tiene que ver, hombre. Son los cojones los que cuentan. Siempre fui grande, pero igual se reían de mí.

—¿Quién se burlaba de ti?

—Todo el mundo, hasta mi madre, que en paz descanse. Te voy a decir algo que nadie sabe…

—¿Sí?

—¿Te acuerdas de Babalú, el Bueno¿… Ese era yo antes. Pero desde hace veinte años soy Babalú, el Malo, y me va mucho mejor.