EL SÁBADO por la tarde John Sommers invitó a su hermana Rose a visitar el buque de los Rodríguez de Santa Cruz. Si todo salía bien en las negociaciones de esos días, le tocaría capitanearlo, cumpliendo al fin su sueño de navegar a vapor. Más tarde Paulina los recibió en el salón del Hotel Inglés, donde estaba hospedada. Había viajado del norte para echar a andar su proyecto, mientras su marido estaba en California desde hacía varios meses. Aprovechaban el tráfico continuo de barcos de ida y vuelta para comunicarse mediante una vigorosa correspondencia, en la cual las declaraciones de afecto conyugal iban tejidas con planes comerciales. Paulina escogió a John Sommers para incorporarlo a su empresa sólo por intuición. Se acordaba vagamente de que era hermano de Jeremy y Rose Sommers, unos gringos invitados por su padre a la hacienda en un par de ocasiones, pero lo había visto sólo una vez y apenas había cruzado con él unas cuantas palabras de cortesía. Su única referencia era la amistad común con Jacob Todd, pero en las últimas semanas había hecho indagaciones y estaba muy satisfecha de lo que había escuchado. El capitán gozaba de una sólida reputación entre las gentes de mar y en los escritorios comerciales. Se podía confiar en su experiencia y en su palabra, más de lo usual en esos días de demencia colectiva, cuando cualquiera podía alquilar un barco, formar una compañía de aventureros y zarpar. En general eran unos pinganillas y las naves estaban medio desvencijadas, pero no importaba demasiado, porque al llegar a California las sociedades fenecían, los barcos quedaban abandonados y todos disparaban hacia los yacimientos auríferos. Paulina, sin embargo, tenía una visión a largo plazo. Para empezar, no estaba obligada a acatar exigencias de extraños, pues sus únicos socios eran su marido y su cuñado, y enseguida la mayor parte del capital le pertenecía, de modo que podía tomar sus decisiones en plena libertad. Su vapor, bautizado Fortuna por ella, aunque más bien pequeño y con varios años de vapuleo en el mar, se encontraba en impecables condiciones. Estaba dispuesta a pagar bien a la tripulación para que no desertara en la francachela del oro, pero presumía que sin la mano férrea de un buen capitán no habría salario capaz de mantener la disciplina a bordo. La idea de su marido y su cuñado consistía en exportar herramientas de minería, madera para viviendas, ropa de trabajo, utensilios domésticos, carne seca, cereales, frijoles y otros productos no perecibles, pero apenas ella puso los pies en Valparaíso comprendió que a muchos se les había ocurrido el mismo plan y la competencia sería feroz. Echó una mirada a su alrededor y vio el escándalo de verduras y frutas de aquel verano generoso. Tanta había, que no se podía vender. Las hortalizas crecían en los patios y los árboles se quebraban bajo el peso de la fruta; pocos estaba dispuestos a pagar por lo que conseguían gratis. Pensó en el fundo de su padre, donde los productos se pudrían en el suelo porque nadie tenía interés en cosecharlos. Si pudiera llevarlos a California, serían más valiosos que el mismísimo oro, dedujo. Productos frescos, vino chileno, medicamentos, huevos, ropa fina, instrumentos musicales y ¿por qué no? espectáculos de teatro, operetas, zarzuelas. San Francisco recibía cientos de inmigrantes diarios. Por el momento se trataba de aventureros y bandidos, pero sin duda llegarían colonos del otro lado de los Estados Unidos, honestos granjeros, abogados, médicos, maestros y toda suerte de gente decente dispuesta a establecerse con sus familias. Donde hay mujeres, hay civilización, y apenas esta empiece en San Francisco, mi vapor estará allí con todo lo necesario, decidió.
Paulina recibió al capitán John Sommers y a su hermana Rose a la hora del té, cuando había bajado algo el calor del mediodía y empezaba a soplar una brisa fresca del mar. Iba vestida con lujo excesivo para la sobria sociedad del puerto, de pies a cabeza en muselina y encaje color mantequilla, con una corona de rizos sobre las orejas y más joyas de las aceptables a esa hora del día. Su hijo de dos años pataleaba en brazos de una niñera uniformada y un perrito lanudo a sus pies recibía los trozos de pastel que ella le daba en el hocico. La primera media hora se fue en presentaciones, tomar té y hacer recuerdos de Jacob Todd.
—¿Qué ha sido de ese buen amigo? —quiso saber Paulina, quien no olvidaría nunca la intervención del estrafalario inglés en sus amores con Feliciano.
—Nada he sabido de él en un buen tiempo —la informó el capitán—. Partió conmigo a Inglaterra hace un par de años. Iba muy deprimido, pero el aire de mar le hizo bien y al desembarcar había recuperado su buen humor. Lo último que supe es que pensaba formar una colonia utópica.
—¿Una qué? —exclamaron al unísono Paulina y Miss Rose.
—Un grupo para vivir fuera de la sociedad, con sus propias leyes y gobierno, guiados por principios de igualdad, amor libre y trabajo comunitario, me parece. Al menos así lo explicó mil veces durante el viaje.
—Está más chiflado de lo que todos pensábamos —concluyó Miss Rose con algo de lástima por su fiel pretendiente.
—La gente con ideas originales siempre acaba con fama de loca —anotó Paulina—. Yo, sin ir más lejos, tengo una idea que me gustaría discutir con usted, capitán Sommers. Ya conoce el Fortuna. ¿Cuánto demora a todo vapor entre Valparaíso y el Golfo de Penas?
—¿El Golfo de Penas? ¡Eso queda al sur del sur!
—Cierto. Más abajo de Puerto Aisén.
—¿Y qué voy a hacer por allí? No hay nada más que islas, bosque y lluvia, señora.
—¿Conoce por esos lados?
—Sí, pero pensé que se trataba de ir a San Francisco…
—Pruebe estos pastelitos de hojaldre, son una delicia —ofreció ella acariciando al perro.
Mientras John y Rose Sommers conversaban con Paulina en el salón del Hotel Inglés, Eliza recorría el barrio El Almendral con Mama Fresia. A esa hora comenzaban a juntarse los alumnos e invitados para las reuniones de baile en la academia y, en forma excepcional, Miss Rose la había dejado ir por un par de horas con su nana como chaperona. Habitualmente no le permitía asomarse por la academia sin ella, pero el profesor de danza no ofrecía bebidas alcohólicas hasta después de la puesta de sol, eso mantenía alejados a los jóvenes revoltosos durante las primeras horas de la tarde. Eliza, decidida a aprovechar esa oportunidad única de salir a la calle sin Miss Rose, convenció a la india de que la ayudara en sus planes.
—Dame tu bendición, mamita. Tengo que ir a California a buscar a Joaquín —le pidió.
—¡Pero cómo te vas a ir sola y preñada! —exclamó la mujer con horror.
—Si no me ayudas, lo haré igual.
—¡Le voy a decir todo a Miss Rose!
—Si lo haces, me mato. Y después vendré a penarte por el resto de tus noches. Te lo juro —replicó la muchacha con feroz determinación.
El día anterior había visto un grupo de mujeres en el puerto negociando para embarcarse. Por su aspecto tan diferente a las que normalmente cruzaban por la calle, cubiertas invierno y verano por mantos negros, supuso que serían las mismas pindongas con las cuales se divertía su tío John. «Son zorras, se acuestan por plata y se van a ir de patitas al infierno», le había explicado Mama Fresia en una ocasión. Había captado unas frases del capitán, contándole a Jeremy Sommers de las chilenas y peruanas que partían a California con planes de apoderarse del oro de los mineros, pero no podía imaginar cómo se las arreglaban para hacerlo. Si esas mujeres podían realizar el viaje solas y sobrevivir sin ayuda, también podía hacerlo ella, resolvió. Caminaba deprisa, con el corazón agitado y media cara tapada con su abanico, sudando en el calor de diciembre. Llevaba las joyas del ajuar en una pequeña bolsa de terciopelo. Sus botines nuevos resultaron una verdadera tortura y el corsé le apretaba la cintura; el hedor de las zanjas abiertas por donde corrían las aguas servidas de la ciudad, aumentaba sus náuseas, pero caminaba tan derecha como había aprendido en los años de equilibrar un libro sobre la cabeza y tocar el piano con una varilla metálica atada a la espalda. Mama Fresia, gimiendo y mascullando letanías en su lengua, apenas podía seguirla con sus várices y su gordura. Adónde vamos, niña por Dios, pero Eliza no podía contestarle porque no lo sabía. De una cosa estaba segura: no era cuestión de empeñar sus joyas y comprar un pasaje a California, porque no había forma de hacerlo sin que se enterara su tío John. A pesar de las decenas de barcos que recalaban a diario, Valparaíso era una ciudad pequeña y en el puerto todos conocían al capitán John Sommers. Tampoco contaba con documentos de identidad, mucho menos un pasaporte, imposible de obtener porque en esos días se había cerrado la Legación de los Estados Unidos en Chile por un asunto de amores contrariados del diplomático norteamericano con una dama chilena. Eliza resolvió que la única forma de seguir a Joaquín Andieta a California sería embarcándose como polizón. Su tío John le había contado que a veces se introducían viajeros clandestinos al barco con la complicidad de algún tripulante. Tal vez algunos lograban permanecer ocultos durante la travesía, otros morían y sus cuerpos iban a dar al mar sin que él se enterara, pero si llegaba a descubrirlos castigaba por igual al polizón y a quienes lo hubieran ayudado. Ese era uno de los casos, había dicho, en que ejercía con el mayor rigor su incuestionable autoridad de capitán: en alta mar no había más ley ni justicia que la suya.
La mayor parte de las transacciones ilegales del puerto, según su tío, se llevaban a cabo en las tabernas. Eliza jamás había pisado tales lugares, pero vio a una figura femenina dirigirse a un local cercano y la reconoció como una de las mujeres que estaban el día anterior en el muelle buscando la forma de embarcarse. Era una joven rechoncha con dos trenzas negras colgando a la espalda, vestida con falda de algodón, blusa bordada y una pañoleta en los hombros. Eliza la siguió sin pensarlo dos veces, mientras Mama Fresia se quedaba en la calle recitando advertencias: «Ahí sólo entran las putas, mi niña, es pecado mortal». Empujó la puerta y necesitó varios segundos para acostumbrarse a la oscuridad y al tufo de tabaco y cerveza rancia que impregnaba el aire. El lugar estaba atestado de hombres y todos los ojos se volvieron a mirar a las dos mujeres. Por un instante reinó un silencio expectante y luego empezó un coro de rechiflas y comentarios soeces. La otra avanzó con paso aguerrido hacia una mesa del fondo, lanzando manotazos a derecha e izquierda cuando alguien intentaba tocarla, pero Eliza retrocedió a ciegas, horrorizada, sin entender muy bien lo que ocurría ni por qué esos hombres le gritaban. Al llegar a la puerta se estrelló contra un parroquiano que iba entrando. El individuo lanzó una exclamación en otra lengua y alcanzó a sujetarla cuando ella resbalaba al suelo. Al verla quedó desconcertado: Eliza con su vestido virginal y su abanico estaba completamente fuera de lugar. Ella lo miró a su vez y reconoció al punto al cocinero chino que su tío había saludado el día anterior.
—¿Tao Chi'en? —preguntó, agradecida de su buena memoria.
El hombre la saludó juntando las manos ante la cara e inclinándose repetidamente, mientras la rechifla continuaba en el bar. Dos marineros se pusieron de pie y se aproximaron tambaleantes. Tao Chi'en señaló la puerta a Eliza y ambos salieron.
—¿Miss Sommers? —inquirió afuera.
Eliza asintió, pero no alcanzó a decir más porque fueron interrumpidos por los dos marineros del bar, que aparecieron en la puerta, a todas luces ebrios y buscando camorra.
—¿Cómo te atreves a molestar a esta preciosa señorita, chino de mierda? —amenazaron.
Tao Chi'en agachó la cabeza, dio media vuelta e hizo ademán de irse, pero uno de los hombres lo interceptó cogiéndolo por la trenza y dándole un tirón, mientras el otro mascullaba piropos echando su aliento pasado a vino en la cara de Eliza. El chino se volvió con rapidez de felino y enfrentó al agresor. Tenía su descomunal cuchillo en la mano y la hoja brillaba como un espejo en el sol del verano. Mama Fresia lanzó un alarido y sin pensarlo más dio un empujón de caballo al marinero que estaba más cerca, cogió a Eliza por un brazo y echó a trotar calle abajo con una agilidad insospechada en alguien de su peso. Corrieron varias cuadras, alejándose de la zona roja, sin detenerse hasta llegar a la plazuela de San Agustín, donde Mama Fresia cayó temblando en el primer banco a su alcance.
—¡Ay, niña! ¡Si se enteran de esto los patrones, me matan! Vámonos para la casa ahora mismo…
—Todavía no he hecho lo que vine a hacer, mamita. Tengo que volver a esa taberna.
Mama Fresia se cruzó de brazos, negándose de frentón a moverse de allí, mientras Eliza se paseaba a grandes zancadas, procurando organizar un plan en medio de la confusión, No disponía de mucho tiempo. Las instrucciones de Miss Rose habían sido muy claras: a las seis en punto las recogería el coche frente a la academia de baile para llevarlas de vuelta a casa. Debía actuar pronto, decidió, pues no se presentaría otra oportunidad. En eso estaban cuando vieron al chino avanzar serenamente hacia ellas, con su paso vacilante y su imperturbable sonrisa. Reiteró las venias usuales a modo de saludo y luego se dirigió a Eliza en buen inglés para preguntarle si la honorable hija del capitán John Sommers necesitaba ayuda. Ella aclaró que no era su hija, sino su sobrina, y en un arrebato de súbita confianza o desesperación le confesó que en verdad necesitaba su ayuda, pero se trataba de un asunto muy privado.
—¿Algo que no puede saber el capitán?
—Nadie puede saberlo.
Tao Chi'en se disculpó. El capitán era buen hombre, dijo, lo había secuestrado de mala manera para subirlo a su barco, es cierto, pero se había portado bien con él y no pensaba traicionarlo. Abatida, Eliza se desplomó en el banco con la cara entre las manos, mientras Mama Fresia los observaba sin entender palabra de inglés, pero adivinando las intenciones. Por fin se acercó a Eliza y le dio unos tirones a la bolsa de terciopelo donde iban las joyas del ajuar.
—¿Tú crees que en este mundo alguien hace algo gratis, niña? —dijo.
Eliza comprendió al punto. Se secó el llanto y señaló el banco a su lado, invitando al hombre a sentarse. Metió la mano en su bolsa, extrajo el collar de perlas, que su tío John le había regalado el día anterior, y lo colocó sobre las rodillas de Tao Chi'en.
—¿Puede esconderme en un barco? Necesito ir a California —explicó.
—¿Por qué? No es lugar para mujeres, sólo para bandidos.
—Voy a buscar algo.
—¿Oro?
—Más valioso que el oro.
El hombre se quedó boquiabierto, pues jamás había visto a una mujer capaz de llegar a tales extremos en la vida real, sólo en las novelas clásicas donde las heroínas siempre morían al final.
—Con este collar puede comprar su pasaje. No necesita viajar escondida —le indicó Tao Chi'en, quien no pensaba embrollar su vida violando la ley.
—Ningún capitán me llevará sin avisar antes a mi familia.
La sorpresa inicial de Tao Chi'en se convirtió en franco estupor: ¡esa mujer pensaba nada menos que deshonrar a su familia y esperaba que él la ayudara! Se le había metido un demonio en el cuerpo, no había duda. Eliza volvió introducir la mano en la bolsa, sacó un broche de oro con turquesas y lo depositó sobre la pierna del hombre junto al collar.
—¿Usted ha amado alguna vez a alguien más que a su propia vida, señor? —dijo.
Tao Chi'en la miró a los ojos por primera vez desde que se conocieron y algo debe haber visto en ellos, porque tomó el collar y se lo escondió debajo de la camisa, luego le devolvió el broche. Se puso de pie, se acomodó los pantalones de algodón y el cuchillo de matarife en la faja de la cintura, y de nuevo se inclinó ceremonioso.
—Ya no trabajo para el capitán Sommers. Mañana zarpa el bergantín Emilia hacia California. Venga esta noche a las diez y la subiré a bordo.
—¿Cómo?
—No sé. Ya veremos.
Tao Chi'en hizo otra cortés venia de despedida y se fue tan sigilosa y rápidamente que pareció haberse esfumado. Eliza y Mama Fresia regresaron a la academia de baile justo a tiempo para encontrar al cochero, quien las esperaba desde hacía media hora bebiendo de su cantimplora.
El Emilia era una nave de origen francés, que alguna vez fuera esbelta y veloz, pero había surcado muchos mares y perdido hacía siglos el ímpetu de la juventud. Estaba cruzada de viejas cicatrices marineras, llevaba una rémora de moluscos incrustada en sus caderas de matrona, sus fatigadas coyunturas gemían en el vapuleo de las olas y su velamen manchado y mil veces remendado parecía el último vestigio de antiguas enaguas. Zarpó de Valparaíso la mañana radiante del 18 de febrero de 1849, llevando ochenta y siete pasajeros de sexo masculino, cinco mujeres, seis vacas, ocho cerdos, tres gatos, dieciocho marineros, un capitán holandés, un piloto chileno y un cocinero chino. También iba Eliza, pero la única persona que sabía de su existencia a bordo era Tao Chi'en.
Los pasajeros de la primera cámara se amontonaban en el puente de proa sin mucha privacidad, pero bastante más cómodos que los demás, ubicados en cabinas mínimas con cuatro camarotes cada una, o en el suelo de las cubiertas, después de haber echado suerte para ver dónde acomodaban sus bultos. Una cabina bajo la línea de flotación se asignó a las cinco chilenas que iban a tentar fortuna en California. En el puerto del Callao subirían dos peruanas, quienes se juntarían con ellas sin mayores remilgos, de a dos por litera. El capitán Vincent Katz instruyó a la marinería y a los pasajeros que no debían tener el menor contacto social con las damas, pues no estaba dispuesto a tolerar comercio indecente en su barco y a sus ojos resultaba evidente que aquellas viajeras no eran de las más virtuosas, pero lógicamente sus órdenes fueron violadas una y otra vez durante el trayecto. Los hombres echaban de menos la compañía femenina y ellas, humildes meretrices lanzadas a la aventura, no tenían ni un peso en los bolsillos. Las vacas y cerdos, bien amarrados en pequeños corrales del segundo puente, debían proveer de leche fresca y carne a los navegantes, cuya dieta consistiría básicamente en frijoles, galleta dura y negra, carne seca salada y lo que pudieran pescar. Para compensar tanta escasez, los pasajeros de más recursos llevaban sus propias vituallas, sobre todo vino y cigarros, pero la mayoría aguantaba el hambre. Dos de los gatos andaban sueltos para mantener a raya las ratas, que de otro modo se reproducían sin control durante los dos meses de travesía. El tercero viajaba con Eliza.
En la panza del Emilia se apilaban el variado equipaje de los viajeros y el cargamento destinado al comercio en California, organizados de manera de sacar el máximo de partido al limitado espacio. Nada de eso se tocaba hasta la destinación final y nadie entraba allí excepto el cocinero, el único con acceso autorizado a los alimentos secos, racionados severamente. Tao Chi'en guardaba las llaves colgadas a la cintura y respondía personalmente ante el capitán por el contenido de las bodegas. Allí, en lo más profundo y oscuro de la cala, en un hueco de dos por dos metros, Eliza. Las paredes y el techo de su cuchitril estaban formados por baúles y cajones de mercadería, su cama era un saco y no había más luz que un cabo de vela. Disponía de una escudilla para la comida, una jarra de agua y un orinal. Podía dar un par de pasos y estirarse entre los bultos y podía llorar y gritar a su antojo, porque el azote de las olas contra el barco se tragaba su voz. Su único contacto con el mundo exterior era Tao Chi'en, quien bajaba con diversos pretextos cuando podía para alimentarla y vaciar la bacinilla. Por toda compañía contaba con un gato, encerrado en la bodega para controlar las ratas, pero en las terribles semanas de navegación el infortunado animal se fue volviendo loco y al final, por lástima, Tao Chi'en le rebanó el cuello con su cuchillo.
Eliza entró al barco en un saco al hombro de un estibador, de los muchos que subieron la carga y el equipaje en Valparaíso. Nunca supo cómo se las arregló Tao Chi'en para obtener la complicidad del hombre y burlar la vigilancia del capitán y el piloto, quienes anotaban en un libro todo lo que entraba. Había escapado pocas horas antes mediante un complicado ardid, que incluía falsificar una invitación escrita de la familia del Valle para visitar su hacienda por unos días. No era una idea descabellada. En un par de ocasiones anteriores las hijas de Agustín del Valle la habían convidado al campo y Miss Rose le había permitido ir, siempre acompañada por Mama Fresia. Se despidió de Jeremy, Miss Rose y su tío John con fingida liviandad, mientras sentía en el pecho el peso de una roca. Los vio sentados a la mesa del desayuno leyendo periódicos ingleses, completamente inocentes de sus planes, y una dolorosa incertidumbre estuvo a punto de hacerla desistir. Eran su única familia, representaban seguridad y bienestar, pero ella había cruzado la línea de la decencia y no había vuelta atrás. Los Sommers la habían educado con estrictas normas de buen comportamiento y una falta tan grave ensuciaba el prestigio de todos. Con su huida la reputación de la familia quedaba manchada, pero al menos existiría la duda: siempre podían decir que ella había muerto. Cualquiera que fuese la explicación que dieran al mundo, no estaría allí para verlos sufrir la vergüenza. La odisea de salir en busca de su amante le parecía el único camino posible, pero en aquel momento de silenciosa despedida la asaltó tanta tristeza, que estuvo a punto de echarse a llorar y confesarlo todo. Entonces la última imagen de Joaquín Andieta en la noche de su partida acudió con una precisión atroz para recordarle su deber de amor. Se acomodó unas mechas sueltas del peinado, se colocó el bonete de paja italiana y salió diciendo adiós con un gesto de la mano.
Llevaba la maleta preparada por Miss Rose con sus mejores vestidos de verano, unos reales sustraídos de la habitación de Jeremy Sommers y las joyas de su ajuar. Tuvo la tentación de apoderarse también de las de Miss Rose, pero en el último instante la derrotó el respeto por esa mujer que le había servido de madre. En su habitación, dentro del cofre vacío, dejó una breve nota agradeciendo lo mucho que había recibido y reiterando cuánto los quería. Agregó una confesión de lo que se llevaba, para proteger a los sirvientes de cualquier sospecha. Mama Fresia había puesto en la maleta sus botas más firmes, así como sus cuadernos y el atado de cartas de amor de Joaquín Andieta. Llevaba además una pesada manta de lana de Castilla, regalo de su tío John. Salieron sin provocar sospechas. El cochero las dejó en la calle de la familia del Valle y sin esperar que les abrieran la puerta, se perdió de vista. Mama Fresia y Eliza enfilaron rumbo al puerto para encontrarse con Tao Chi'en en el sitio y a la hora convenidos.
El hombre las estaba aguardando. Tomó la maleta de manos de Mama Fresia e indicó a Eliza que lo siguiera. La muchacha y su nana se abrazaron largamente. Tenían la certeza de que no volverían a verse, pero ninguna de las dos vertió lágrimas.
—¿Qué le dirás a Miss Rose, mamita?
—Nada. Ahora mismo me voy donde mi gente en el sur, donde nadie me encuentre nunca más.
—Gracias, mamita. Siempre me acordaré de ti…
—Y yo voy a rezar para que te vaya bien, mi niña —fue lo último que oyó Eliza de labios de Mama Fresia, antes de entrar a una casucha de pescadores tras los pasos del cocinero chino.
En la sombría habitación de madera sin ventanas, olorosa a redes húmedas, cuya única ventilación provenía de la puerta, Tao Chi'en entregó a Eliza unos pantalones calzonudos y un blusón muy usado, indicándole que se los pusiera. No hizo ademán de retirarse o de volverse por discreción. Eliza vaciló, jamás se había quitado la ropa delante de un hombre, sólo de Joaquín Andieta, pero Tao Chi'en no percibió su confusión, pues carecía del sentido de la privacidad; el cuerpo y sus funciones le resultaban naturales y consideraba el pudor un inconveniente, más que una virtud. Ella comprendió que no era buen momento para escrúpulos, el barco partía esa misma mañana y los últimos botes estaban llevando el equipaje rezagado. Se quitó el sombrerito de paja, desabotonó sus botines de cordobán y el vestido, soltó las cintas de sus enaguas y, muerta de vergüenza, le señaló al chino que la ayudara a desatar el corsé. A medida que sus atuendos de niña inglesa se amontonaban en el suelo, iba perdiendo uno a uno los contactos con la realidad conocida y entrando inexorablemente en la extraña ilusión que sería su vida en los próximos años. Tuvo claramente la sensación de empezar otra historia en la que ella era protagonista y narradora a la vez.