La noticia

EL 21 de septiembre, día inaugural de la primavera según el calendario de Miss Rose, ventilaron las habitaciones, asolearon los colchones y las mantas, enceraron los muebles de madera y cambiaron las cortinas de la sala. Mama Fresia lavó las de cretona floreada sin comentarios, convencida que las manchas secas eran orines de ratón. Preparó en el patio grandes tinajas de colada caliente con corteza de quillay, remojó las cortinas durante un día completo, las almidonó con agua de arroz y las secó al sol; luego dos mujeres las plancharon y cuando estuvieron como nuevas, las colgaron para recibir a la nueva estación. Mientras tanto Eliza y Joaquín, indiferentes a la turbulencia primaveral de Miss Rose retozaban, sobre las cortinas de terciopelo verde, más mullidas que las de cretona. Ya no hacía frío y las noches eran claras. Llevaban tres meses de amores y las cartas de Joaquín Andieta, salpicadas de giros poéticos y flamígeras declaraciones, se habían espaciado notablemente. Eliza sentía a su enamorado ausente, a veces abrazaba a un fantasma. A pesar de la congoja del deseo insatisfecho y de la carga debilitante de tantos secretos, la muchacha había recuperado una calma aparente. Pasaba las horas del día en las mismas ocupaciones de antes, entretenida en sus libros y ejercicios de piano o afanada en la cocina y la salita de costura, sin demostrar el menor interés por salir de la casa, pero si Miss Rose se lo pedía, la acompañaba con la buena disposición de quien no tiene algo mejor que hacer. Se acostaba y levantaba temprano, como siempre; tenía apetito y parecía saludable, pero esos síntomas de perfecta normalidad levantaban horribles sospechas en Miss Rose y Mama Fresia. No le quitaban los ojos de encima. Dudaban que la embriaguez de amor se le hubiera evaporado de súbito, pero como pasaron varias semanas y Eliza no daba señales de perturbación, fueron aflojando poco a poco la vigilancia. Tal vez las velas a San Antonio sirvieron de algo, especuló la india; tal vez no era amor, después de todo, pensó Miss Rose sin mucha convicción.

La noticia del oro descubierto en California llegó a Chile en agosto. Primero fue un rumor alucinado en boca de navegantes borrachos en los burdeles de El Almendral, pero unos días más tarde el capitán de la goleta Adelaida anunció que la mitad de sus marineros había desertado en San Francisco.

—¡Hay oro por todas partes, se puede recoger a paladas, se han visto pepas del tamaño de naranjas! ¡Cualquiera con algo de maña se hará millonario! —contó ahogado de entusiasmo.

En enero de ese año, en las proximidades del molino de un granjero suizo a orillas del Río Americano, un individuo de apellido Marshall había encontrado en el agua una escama de oro. Esa partícula amarilla, que desató la locura, fue descubierta nueve días después que terminó la guerra entre México y los Estados Unidos con la firma de Tratado de Guadalupe Hidalgo. Cuando se regó la noticia, California ya no pertenecía a México. Antes que se supiera que ese territorio estaba sentado sobre un tesoro de nunca acabar, a nadie le importaba demasiado; para los americanos era región de indios y los pioneros preferían conquistar Oregón, donde creían que se daba mejor la agricultura. México lo consideraba un peladero de ladrones y no se dignó enviar sus tropas para defenderlo durante la guerra. Poco después Sam Brannan, editor de un periódico y predicador mormón enviado a propagar su fe, recorría las calles de San Francisco anunciando la nueva. Tal vez no le habrían creído, pues su fama era algo turbia —se rumoreaba que había dado mal uso al dinero de Dios y cuando la iglesia mormona le exigió devolverlo, replicó que lo haría… contra un recibo firmado por Dios— pero respaldaba sus palabras con un frasco lleno de polvo de oro, que pasó de mano en mano enardeciendo a la gente. Al grito de ¡oro! ¡oro! tres de cada cuatro hombres abandonaron todo y partieron a los placeres. Hubo que cerrar la única escuela, porque no quedaron ni los niños. En Chile la noticia tuvo el mismo impacto. El sueldo promedio era de veinte centavos al día y los periódicos hablaban de que por fin se había descubierto El Dorado, la ciudad soñada por los Conquistadores, donde las calles estaban pavimentadas del metal precioso: «La riqueza de las minas es como las de los cuentos de Simbad o de la lámpara de Aladino; se fija sin temor a exageración que el lucro por día es de una onza de oro puro», publicaban los diarios y añadían que había suficiente para enriquecer a miles de hombres durante décadas. El incendio de la codicia prendió de inmediato entre los chilenos, que tenían alma de mineros, y la estampida rumbo a California comenzó al mes siguiente. Además estaban a mitad de camino con respecto a cualquier aventurero que navegara desde el Atlántico. El viaje de Europa a Valparaíso demoraba tres meses y luego dos más para llegar a California. La distancia entre Valparaíso y San Francisco no alcanzaba a las siete mil millas, mientras que entre la costa este de Norteamérica, pasando por el Cabo de Hornos, era casi veinte mil. Eso, como calculó Joaquín Andieta, representaba una considerable delantera para los chilenos, puesto que los primeros en llegar reclamarían los mejores filones.

Feliciano Rodríguez de Santa Cruz sacó la misma cuenta y decidió embarcarse de inmediato con cinco de sus mejores y más leales mineros, prometiéndoles una recompensa como incentivo para que dejaran a sus familias y se lanzaran en esa empresa llena de riesgos. Demoró tres semanas en preparar el equipaje para una permanencia de varios meses en aquella tierra al norte del continente, que imaginaba desolada y salvaje. Aventajaba con creces a la mayoría de los incautos que partían a ciegas con una mano por delante y otra por detrás, azuzados por la tentación de una fortuna fácil, pero sin tener idea de los peligros y esfuerzos de la empresa. No iba dispuesto a partirse la espalda trabajando como un gañán, para eso viajaba bien abastecido y llevaba servidores de confianza, explicó a su mujer, quien esperaba el segundo niño, pero insistía en acompañarlo. Paulina pensaba viajar con dos niñeras, su cocinero, una vaca y gallinas vivas para proveer leche y huevos a las criaturas durante la travesía, pero por una vez su marido se plantó firme en su negativa. La idea de partir en semejante odisea con la familia a cuestas correspondía definitivamente al plano de la locura. Su mujer había perdido el seso.

—¿Cómo se llamaba ese capitán amigo de Mr. Todd? —lo interrumpió Paulina en la mitad de su perorata, equilibrando una taza de chocolate sobre su enorme vientre, mientras mordisqueaba un pastelito de hojaldre con dulce de leche, receta de las monjas Clarisas.

—¿John Sommers, tal vez?

—Me refiero a ese que estaba harto de navegar a vela y hablaba de los barcos a vapor.

—El mismo.

Paulina se quedó pensando un rato, echándose pastelillos a la boca y sin prestar ni la menor atención a la lista de peligros que invocaba su marido. Había engordado y poco quedaba de la grácil muchacha escapada de un convento con la cabeza pelada.

—¿Cuánto tengo en mi cuenta en Londres? —preguntó al fin.

—Cincuenta mil libras. Eres una señora muy rica.

—No es suficiente. ¿Puedes prestarme el doble a un interés de diez por ciento pagadero en tres años?

—¡Las cosas que se te ocurren, mujer por Dios! ¿Para qué diablos quieres tanto?

—Para un barco a vapor. El gran negocio no es el oro, Feliciano, que en el fondo es sólo caca amarilla. El gran negocio son los mineros. Necesitan de todo en California y pagarán al contado. Dicen que los vapores navegan derecho, no tienen que someterse a los caprichos del viento, son más grandes y rápidos. Los veleros son cosa del pasado.

Feliciano siguió adelante con sus planes, pero la experiencia le había enseñado a no desdeñar las premoniciones financieras de su mujer. Durante varias noches no pudo dormir. Se paseaba insomne por los ostentosos salones de su mansión, entre sacos de provisiones, cajas de herramientas, barriles de pólvora y pilas de armas para el viaje, midiendo y pesando las palabras de Paulina. Mientras más lo pensó, más acertada le pareció la idea de invertir en transporte, pero antes de tomar ninguna decisión consultó con su hermano, con quien estaba asociado en todos sus negocios. El otro escuchó boquiabierto y cuando Feliciano terminó de explicar el asunto, se dio una palmada en la frente.

—¡Caramba, hermano! ¿Cómo no se nos ocurrió antes?

Entretanto Joaquín Andieta soñaba, como miles de otros chilenos de su edad y de cualquier condición, con bolsas de oro en polvo y pepas tiradas por el suelo. Varios conocidos suyos ya habían partido, incluso uno de sus compinches de la Librería Santos Tornero, un joven liberal que despotricaba contra los ricos y era el primero en denunciar la corrupción del dinero, pero no pudo resistir el llamado y se fue sin despedirse de nadie. California representaba para Joaquín la única oportunidad de salir de la miseria, sacar a su madre del conventillo y buscar cura para sus pulmones enfermos; de plantarse ante Jeremy Sommers con la cabeza en alto y los bolsillos repletos a pedir la mano de Eliza. Oro… oro a su alcance… Podía ver los sacos del metal en polvo, los canastos de pepas enormes, los billetes en sus bolsillos, el palacio que se haría construir, más firme y con más mármoles que el Club de la Unión, para tapar la boca a los parientes que habían humillado a su madre. Se veía también saliendo de la Iglesia de la Matriz del brazo de Eliza Sommers, los novios más dichosos del planeta. Sólo era cuestión de atreverse. ¿Qué futuro le ofrecía Chile? En el mejor de los casos envejecería contando los productos que pasaban por el escritorio de la Compañía Británica de Importación y Exportación. Nada podía perder, puesto que en todo caso, nada poseía. La fiebre del oro lo trastornó, se le fue el apetito y no podía dormir, andaba en ascuas y con ojos de loco oteando el mar. Su amigo librero le prestó mapas y libros sobre California y un folleto sobre la forma de lavar el metal, que leyó ávido mientras sacaba cuentas desesperadas tratando de financiar el viaje. Las noticias en los periódicos no podían ser más tentadoras: «En una parte de las minas llamada el dry diggins no se necesitan otros utensilios que un cuchillo ordinario para desprender el metal de las rocas. En otras está ya separado y sólo se usa una maquinaria muy sencilla, que consiste en una batea ordinaria de tablas, de fondo redondo de unos diez pies de largo y dos de ancho en la parte superior. No siendo necesario capital, la competencia en el trabajo es grande, y hombres que apenas eran capaces de procurarse lo muy preciso para un mes, tienen ahora miles de pesos del metal precioso».

Cuando Andieta mencionó la posibilidad de embarcarse rumbo al norte, su madre reaccionó tan mal como Eliza. Sin haberse visto nunca, las dos mujeres dijeron exactamente lo mismo: si te vas, Joaquín, yo me muero. Ambas intentaron hacerle ver los innumerables peligros de semejante empresa y le juraron que preferían mil veces la pobreza irremediable a su lado, que una fortuna ilusoria con el riesgo de perderlo para siempre. La madre le aseguró que ella no saldría del conventillo aunque fuera millonaria, porque allí estaban sus amistades y no tenía adónde ir en este mundo. Y en cuanto a sus pulmones no había nada que hacer, dijo, sólo esperar que terminaran de reventar. Por su parte Eliza ofreció fugarse, en caso que no los dejaran casarse; pero él no las escuchaba, perdido en sus desvaríos, seguro de que no tendría otra oportunidad como esa y dejarla pasar era una imperdonable cobardía. Puso al servicio de su nueva manía la misma intensidad empleada antes en propagar las ideas liberales, pero le faltaban los medios para realizar sus planes. No podía cumplir su destino sin una cierta suma para el pasaje y para apertrecharse de lo indispensable. Se presentó al banco a pedir un pequeño préstamo, pero no tenía cómo respaldarlo y al ver su pinta de pobre diablo lo rechazaron glacialmente. Por primera vez pensó en acudir a los parientes de su madre, con quienes hasta entonces nunca había cruzado palabra, pero era demasiado orgulloso para ello. La visión de un futuro deslumbrante no lo dejaba en paz, a duras penas lograba cumplir con su trabajo, las largas horas en el escritorio se convirtieron en un castigo. Se quedaba con la pluma en el aire mirando sin ver la página en blanco, mientras repetía de memoria los nombres de los navíos que podían conducirlo al norte. Las noches se le iban entre sueños borrascosos y agitados insomnios, amanecía con el cuerpo agotado y la imaginación hirviendo. Cometía errores de principiante, mientras a su alrededor la exaltación alcanzaba niveles de histeria. Todos querían partir y quienes no podían ir en persona, habilitaban empresas, invertían en compañías formadas deprisa o enviaban un representante de confianza en su lugar con el acuerdo de repartirse las ganancias. Los solteros fueron los primeros en zarpar; pronto los casados dejaban a sus hijos y se embarcaban también sin mirar hacia atrás, a pesar de las historias truculentas de enfermedades desconocidas, accidentes desastrosos y crímenes brutales. Los hombres más pacíficos estaban dispuestos a enfrentar los riesgos de pistolazos y puñaladas, los más prudentes abandonaban la seguridad conseguida en años de esfuerzo y se lanzaban a la aventura con su bagaje de delirios. Unos gastaban sus ahorros en pasajes, otros costeaban el viaje empleándose de marineros o empeñando su trabajo futuro, pero eran tantos los postulantes, que Joaquín Andieta no encontró lugar en ningún barco, a pesar de que indagaba día tras día en el muelle.

En diciembre no aguantó más. Al copiar el detalle de una carga arribada al puerto, como hacía meticulosamente cada día, alteró las cifras en el libro de registro, luego destruyó los documentos originales de desembarco. Así, por arte de ilusionismo contable, hizo desaparecer varios cajones con revólveres y balas provenientes de Nueva York. Durante tres noches seguidas logró burlar la vigilancia de la guardia, violar las cerraduras e introducirse a la bodega de la Compañía Británica de Importación y Exportación para robar el contenido de esos cajones. Debió hacerlo en varios viajes, porque la carga era pesada. Primero sacó las armas en los bolsillos y otras atadas a piernas y brazos bajo la ropa; después se llevó las balas en bolsas. Varias veces estuvo a punto de ser visto por los serenos que circulaban de noche, pero lo acompañó la suerte y en cada oportunidad logró escabullirse a tiempo. Sabía que contaba con un par de semanas antes de que alguien reclamara los cajones y se descubriera el robo; suponía también que sería muy fácil seguir el hilo de los documentos ausentes y las cifras cambiadas hasta dar con el culpable, pero para entonces esperaba hallarse en alta mar. Y cuando tuviera su propio tesoro devolvería hasta el último centavo con intereses, puesto que la única razón para cometer tal fechoría, se repitió mil veces, había sido la desesperación. Se trataba de un asunto de vida o muerte: vida, como él la entendía, estaba en California; quedarse atrapado en Chile equivalía a una muerte lenta. Vendió una parte de su botín a precio vil en los barrios bajos del puerto y la otra entre sus amigos de la Librería Santos Tornero, después de hacerlos jurar que guardarían el secreto. Aquellos enardecidos idealistas no habían tenido jamás un arma en la mano, pero llevaban años preparándose de palabra para una utópica revuelta contra el gobierno conservador. Habría sido una traición a sus propias intenciones no comprar los revólveres del mercado negro, sobre todo teniendo en cuenta el precio de ganga. Joaquín Andieta se guardó dos para él, decidido a usarlos para abrirse camino, pero a sus camaradas nada dijo de sus planes de marcharse. Esa noche en la trastienda de la librería, también él se llevó la mano derecha al corazón para jurar en nombre de la patria que daría su vida por la democracia y la justicia. A la mañana siguiente compró un pasaje de tercera clase en la primera goleta que zarpaba en esos días y unas bolsas de harina tostada, frijoles, arroz, azúcar, carne seca de caballo y lonjas de tocino, que distribuidas con avaricia podrían sostenerlo a duras penas durante la travesía. Los escasos reales que le sobraron se los amarró a la cintura mediante una apretada faja.

La noche del 22 de diciembre se despidió de Eliza y de su madre y al día siguiente partió rumbo a California.

Mama Fresia descubrió las cartas de amor por casualidad, cuando estaba arrancando cebollas en su estrecho huerto del patio y la horqueta tropezó con la caja de lata. No sabía leer, pero le bastó una ojeada para comprender de qué se trataba. Estuvo tentada de entregárselas a Miss Rose, porque le bastaba tenerlas en la mano para sentir la amenaza, habría jurado que el paquete atado con una cinta latía como un corazón vivo, pero el cariño por Eliza pudo más que la prudencia y en vez de acudir a su patrona, colocó las cartas de vuelta en la caja de galletas, la escondió bajo su amplia falda negra y fue a la pieza de la muchacha suspirando. Encontró a Eliza sentada en una silla, con la espalda recta y las manos sobre la falda como si estuviera en misa, mirando el mar desde la ventana, tan agobiada que el aire a su alrededor se sentía espeso y lleno de premoniciones. Puso la caja sobre las rodillas de la joven y se quedó esperando en vano una explicación.

—Ese hombre es un demonio. Sólo desgracia te traerá —le dijo finalmente.

—Las desgracias ya empezaron. Se fue hace seis semanas a California y a mí no me ha llegado la regla.

Mama Fresia se sentó en el suelo con las piernas cruzadas, como hacía cuando no daba más con sus huesos, y comenzó a mecer el tronco hacia adelante y hacia atrás, gimiendo suavemente.

—Cállate, mamita, nos puede oír Miss Rose —suplicó Eliza.

—¡Un hijo de la alcantarilla! ¡Un huacho! ¿Qué vamos a hacer, mi niña? ¿Qué vamos a hacer? —siguió lamentándose la mujer.

—Voy a casarme con él.

—¿Y cómo, si el hombre se fue?

—Tendré que ir a buscarlo.

—¡Ay, Niño Dios bendito! ¿Te has vuelto loca? Yo te haré remedio y en pocos días vas a estar como nueva.

La mujer preparó una infusión a base de borraja y una pócima de excremento de gallina en cerveza negra, que dio a beber a Eliza tres veces al día; además la hizo tomar baños de asiento con azufre y le puso compresas de mostaza en el vientre. El resultado fue que se puso amarilla y andaba empapada en una transpiración pegajosa que olía a gardenias podridas, pero a la semana aún no se producía ningún síntoma de aborto. Mama Fresia determinó que la criatura era macho y estaba sin duda maldita, por eso se aferraba de tal manera a las tripas de su madre. Este descalabro la superaba, era asunto del Diablo y sólo su maestra, la machi, podría vencer tan poderoso infortunio. Esa misma tarde pidió permiso a sus patrones para salir y una vez más hizo a pie el penoso camino hasta la quebrada para presentarse cabizbaja ante la anciana hechicera ciega. Le llevó de regalo dos moldes de dulce de membrillo y un pato estofado al estragón.

La machi escuchó los últimos acontecimientos asintiendo con aire de fastidio, como si supiera de antemano lo sucedido.

—Ya dije, el empecinamiento es un mal muy fuerte: agarra el cerebro y rompe el corazón. Empecinamientos hay muchos, pero el peor es de amor.

—¿Puede hacerle algo a mi niña para que bote al huacho?

—De poder, puedo. Pero eso no la cura. Tendrá que seguir a su hombre no más.

—Se fue muy lejos a buscar oro.

—Después del amor, el empecinamiento más grave es del oro —sentenció la machi.

Mama Fresia comprendió que sería imposible sacar a Eliza para llevarla a la quebrada de la machi, hacerle un aborto y regresar con ella a la casa, sin que Mis Rose se enterara. La hechicera tenía cien años y no había salido de su mísera vivienda en cincuenta, de modo que tampoco podría acudir al domicilio de los Sommers a tratar a la joven. No quedaba otra solución que hacerlo ella misma. La machi le entregó un palo fino de colihue y una pomada oscura y fétida, luego le explicó en detalle cómo untar la caña en esa pócima e insertarla en Eliza. Enseguida le enseñó las palabras del encantamiento que habrían de eliminar al niño del Diablo y al mismo tiempo proteger la vida de la madre. Se debía realizar esta operación la noche del viernes, único día de la semana autorizado para eso, le advirtió. Mama Fresia regresó muy tarde y exhausta, con el colihue y la pomada bajo el manto.

—Reza niña, porque dentro de dos noches te haré remedio —le notificó a Eliza cuando le llevó el chocolate del desayuno a la cama.

El capitán John Sommers desembarcó en Valparaíso el día señalado por la machi. Era el segundo viernes de febrero de un verano abundante. La bahía hervía de actividad con medio centenar de barcos anclados y otros aguardando turno en alta mar para acercarse a tierra. Como siempre, Jeremy, Rose y Eliza recibieron en el muelle a ese tío admirable, quien llegaba cargado de novedades y regalos. La burguesía, que se daba cita para visitar los barcos y comprar contrabando, se mezclaba con hombres de mar, viajeros, estibadores y empleados de la aduana, mientras las prostitutas apostadas a cierta distancia, sacaban sus cuentas. En los últimos meses, desde que la noticia del oro aguijoneaba la codicia de los hombres en cada orilla del mundo, los buques entraban y salían a un ritmo demente y los burdeles no daban abasto. Las mujeres más intrépidas, sin embargo, no se conformaban con la buena racha del negocio en Valparaíso y calculaban cuánto más podrían ganar en California, donde había doscientos hombres por cada mujer, según se oía. En el puerto la gente tropezaba con carretas, animales y bultos; se hablaban varias lenguas, sonaban las sirenas de las naves y los silbatos de los guardias. Miss Rose, con un pañuelo perfumado a vainilla en la nariz, escudriñaba a los pasajeros de los botes buscando a su hermano predilecto, mientras Eliza aspiraba el aire en sorbos rápidos, tratando de separar e identificar los olores. El hedor del pescado en grandes cestas al sol se mezclaba con el tufo de excremento de bestias de carga y sudor humano. Fue la primera en ver al capitán Sommers y sintió un alivio tan grande que por poco se echa a llorar. Lo había esperado durante varios meses, segura que sólo él podría entender la angustia de su amor contrariado. No había dicho palabra sobre Joaquín Andieta a Miss Rose y mucho menos a Jeremy Sommers, pero tenía la certeza de que su tío navegante, a quien nada podía sorprender o asustar, la ayudaría.

Apenas el capitán puso los pies en suelo firme, Eliza y Miss Rose se le fueron encima alborozadas; él las cogió a ambas por la cintura con sus fornidos brazos de corsario, las levantó al mismo tiempo y empezó a girar como un trompo en medio de los gritos de júbilo de Miss Rose y de protesta de Eliza, quien estaba a punto de vomitar. Jeremy Sommers lo saludó con un apretón de mano, preguntándose cómo era posible que su hermano no hubiera cambiado nada en los últimos veinte años, continuaba siendo el mismo tarambana.

—¿Qué pasa, chiquilla? Tienes muy mala cara —dijo el capitán examinando a Eliza.

—Comí fruta verde, tío —explicó ella apoyándose en él para no caerse de mareo.

—Sé que no han venido al puerto a recibirme. Lo que ustedes quieren es comprar perfumes, ¿verdad? Les diré quién tiene los mejores, traídos del corazón de París.

En ese momento un forastero pasó por su lado y lo golpeó accidentalmente con una maleta que llevaba al hombro. John Sommers se volvió indignado, pero al reconocerlo lanzó una de sus características maldiciones en tono de chanza y lo detuvo por un brazo.

—Ven para presentarte a mi familia, chino —lo llamó cordial.

Eliza lo observó sin disimulo, porque nunca había visto a un asiático de cerca y al fin tenía ante sus ojos un habitante de la China, ese fabuloso país que figuraba en muchos de los cuentos de su tío. Se trataba de un hombre de edad impredecible y más bien alto, comparado con los chilenos, aunque junto al corpulento capitán inglés parecía un niño. Caminaba sin gracia, tenía el rostro liso, el cuerpo delgado de un muchacho y una expresión antigua en sus ojos rasgados. Contrastaba su parsimonia doctoral con la risa infantil, que brotó desde el fondo de su pecho cuando Sommers se dirigió a él. Vestía un pantalón a la altura de las canillas, una blusa suelta de tela basta y una faja en la cintura, donde llevaba un gran cuchillo; iba calzado con unas breves zapatillas, lucía un aporreado sombrero de paja y a la espalda le colgaba una larga trenza. Saludó inclinando la cabeza varias veces, sin soltar la maleta y sin mirar a nadie a la cara. Miss Rose y Jeremy Sommers, desconcertados por la familiaridad con que su hermano trataba a una persona de rango indudablemente inferior, no supieron cómo actuar y respondieron con un gesto breve y seco. Ante el horror de Miss Rose, Eliza le tendió la mano, pero el hombre fingió no verla.

—Este es Tao Chi'en, el peor cocinero que he tenido nunca, pero sabe curar casi todas las enfermedades, por eso no lo he lanzado todavía por la borda —se burló el capitán.

Tao Chi'en repitió una nueva serie de inclinaciones, lanzó otra risa sin razón aparente y enseguida se alejó retrocediendo. Eliza se preguntó si entendería inglés. A espaldas de las dos mujeres, John Sommers le susurró a su hermano que el chino podía venderle opio de la mejor calidad y polvos de cuerno de rinoceronte para la impotencia, en el caso de que algún día decidiera terminar con el mal hábito del celibato. Ocultándose tras su abanico, Eliza escuchó intrigada.

Esa tarde en la casa, a la hora del té, el capitán repartió los regalos que había traído: crema de afeitar inglesa, un juego de tijeras toledanas y habanos para su hermano, peines de concha de tortuga y un mantón de Manila para Rose y, como siempre, una alhaja para el ajuar de Eliza. Esta vez se trataba de un collar de perlas, que la chica agradeció conmovida y puso en su joyero, junto a las otras prendas que había recibido. Gracias a la porfía de Miss Rose y a la generosidad de ese tío, el baúl del casamiento se iba llenando de tesoros.

—La costumbre del ajuar me parece estúpida, sobre todo cuando ni siquiera se tiene un novio a la mano —sonrió el capitán—. ¿O acaso ya hay uno en el horizonte?

La muchacha intercambió una mirada de terror con Mama Fresia, quien en ese momento había entrado con la bandeja del té. Nada dijo el capitán, pero se preguntó cómo su hermana Rose no había notado los cambios en Eliza. De poco servía la intuición femenina, por lo visto.

El resto de la tarde se fue en oír los maravillosos relatos del capitán sobre California, a pesar de que no había ido por esos lados después del fantástico descubrimiento y sólo podía decir de San Francisco que era un caserío más bien mísero, pero situado en la bahía más hermosa del mundo. La batahola del oro era el único tema en Europa y Estados Unidos, hasta las lejanas orillas del Asia había llegado la noticia. Su barco venía repleto de pasajeros rumbo a California, la mayoría ignorantes de la más elemental noción sobre minería, muchos sin haber visto en su vida oro ni en un diente. No había forma cómoda o rápida de llegar a San Francisco, la navegación duraba meses en las más precarias condiciones, explicó el capitán, pero por tierra a través del continente americano, desafiando la inmensidad del paisaje y la agresión de los indios, el viaje demoraba más y había menos probabilidades de salvar la vida. Quienes se aventuraban hasta Panamá en barco, cruzaban el istmo en parihuelas por ríos infectados de alimañas, en mula por la selva y al llegar a la costa del Pacífico tomaban otra embarcación hacia el norte. Debían soportar un calor de diablos, sabandijas ponzoñosas, mosquitos, peste de cólera y fiebre amarilla, además de la incomparable maldad humana. Los viajeros que sobrevivían ilesos a los resbalones de las cabalgaduras por los precipicios y los peligros de los pantanos, se encontraban al otro lado víctimas de bandidos que los despojaban de sus pertenencias, o de mercenarios que les cobraban una fortuna por llevarlos a San Francisco, amontonados como ganado en destartaladas naves.

—¿Es muy grande California? —preguntó Eliza, procurando que su voz no traicionara la ansiedad de su corazón.

—Tráeme el mapa para mostrártela. Es mucho más grande que Chile.

—¿Y cómo se llega hasta el oro?

—Dicen que hay por todas partes…

—Pero si uno quisiera, digamos por ejemplo, encontrar a una persona en California…

—Eso sería bien difícil —replicó el capitán estudiando la expresión de Eliza con curiosidad.

—¿Vas para allá en tu próximo viaje, tío?

—Tengo un ofrecimiento tentador y creo que lo aceptaré. Unos inversionistas chilenos quieren establecer un servicio regular de carga y pasajeros a California. Necesitan un capitán para su barco a vapor.

—¡Entonces te veremos más seguido, John! —exclamó Rose.

—Tú no tienes experiencia en vapores —anotó Jeremy.

—No, pero conozco el mar mejor que nadie.

La noche del viernes señalado, Eliza esperó que la casa estuviera en silencio para ir a la casita del último patio a su encuentro con Mama Fresia. Dejó su cama y descendió descalza, vestida sólo con una camisa de dormir de batista. No sospechaba qué clase de remedio recibiría, pero estaba segura que iba a pasar un mal rato; en su experiencia todas las medicinas resultaban desagradables, pero las de la india eran además asquerosas. «No te preocupes, niña, te voy a dar tanto aguardiente que cuando despiertes de la borrachera no te vas a acordar del dolor. Eso sí, vamos a necesitar muchos paños para sujetar la sangre», le había dicho la mujer. Eliza había hecho a menudo ese mismo camino a oscuras a través de la casa para recibir a su amante y no necesitaba tomar precauciones, pero esa noche avanzaba muy lento, demorándose, deseando que viniera uno de esos terremotos chilenos capaces de echar todo por tierra para tener un buen pretexto de faltar a la cita con Mama Fresia. Sintió los pies helados y un estremecimiento le recorrió la espalda. No supo si era frío, miedo por lo que iba a ocurrirle o la última advertencia de su conciencia. Desde la primera sospecha de embarazo, sintió la voz llamándola. Era la voz del niño en el fondo de su vientre, clamando por su derecho a vivir, estaba segura. Procuraba no oírla y no pensar, estaba atrapada y apenas empezara a notarse su condición, no habría esperanza ni perdón para ella. Nadie podría entender su falta; no había manera alguna de recuperar la honra perdida. Ni los rezos ni las velas de Mama Fresia impedirían la desgracia; su amante no daría media vuelta a medio camino para regresar de súbito a casarse con ella antes que el embarazo fuera evidente. Ya era tarde para eso. La aterrorizaba la idea de terminar como la madre de Joaquín, marcada por un estigma infamante, expulsada de su familia y viviendo en la pobreza y la soledad con un hijo ilegítimo; no podría resistir el repudio, prefería morirse de una vez por todas. Y morir podía esta misma noche, en manos de la buena mujer que la crio y la quería más que nadie en este mundo.

La familia se retiró temprano, pero el capitán y Miss Rose estuvieron encerrados en la salita de costura cuchicheando por horas. En cada viaje John Sommers traía libros para su hermana y al partir se llevaba misteriosos paquetes que, Eliza sospechaba, contenían los escritos de Miss Rose. La había visto envolviendo cuidadosamente sus cuadernos, los mismos que llenaba con su apretada caligrafía en sus tardes ociosas. Por respeto o por una especie de extraño pudor, nadie los mencionaba, igual como no se comentaban sus pálidas acuarelas. La escritura y la pintura se trataban como desviaciones menores, nada de qué avergonzarse realmente, pero tampoco nada de lo cual hacer alarde. Las artes culinarias de Eliza eran recibidas con la misma indiferencia por los Sommers, quienes saboreaban sus platos en silencio y cambiaban de tema si las visitas los comentaban, en cambio se le daba un aplauso inmerecido a sus esforzadas ejecuciones en el piano, aunque apenas servían para acompañar al trote las canciones ajenas. Toda su vida Eliza había visto a su protectora escribiendo y nunca le había preguntado qué escribía, tal como tampoco había oído que lo hicieran Jeremy o John. Sentía curiosidad por saber por qué su tío se llevaba sigilosamente los cuadernos de Miss Rose, pero sin que nadie se lo hubiera dicho, sabía que ese era uno de los secretos fundamentales en los cuales se sostenía el equilibrio de la familia y violarlo podía desmoronar de un soplo el castillo de naipes donde vivían. Hacía ya un buen rato que Jeremy y Rose dormían en sus habitaciones y suponía que su tío John había salido a caballo después de cenar. Conociendo los hábitos del capitán, la muchacha lo imaginó de parranda con algunas de sus amigas livianas de cascos, las mismas que lo saludaban en la calle cuando Miss Rose no iba con ellos. Sabía que bailaban y bebían, pero como apenas había oído hablar en susurros de prostitutas, la idea de algo más sórdido no se le ocurrió. La posibilidad de hacer por dinero o deporte lo mismo que ella había hecho con Joaquín Andieta por amor, estaba fuera de su mente. Según sus cálculos, su tío no volvería hasta bien entrada la mañana del día siguiente, por lo mismo se llevó un tremendo susto cuando al llegar a la planta baja alguien la agarró de un brazo en la oscuridad. Sintió el calor de un cuerpo grande contra el suyo, un aliento de licor y tabaco en la cara e identificó de inmediato a su tío. Trató de soltarse mientras barajaba a la carrera alguna explicación por encontrarse allí en camisón a esa hora, pero el capitán la condujo con firmeza a la biblioteca, apenas alumbrada por unos rayos de luna a través de la ventana. La obligó a sentarse en el sillón de cuero inglés de Jeremy, mientras buscaba cerillas para encender la lámpara.

—Bien, Eliza, ahora vas a decirme qué diablos te pasa —le ordenó en un tono que no había empleado jamás con ella.

En un destello de lucidez Eliza supo que el capitán no sería su aliado, como había esperado. La tolerancia, de la cual hacía alarde, no serviría en este caso: si del buen nombre de la familia se trataba, su lealtad estaría con sus hermanos. Muda, la joven sostuvo su mirada, desafiándolo.

—Rose dice que andas en amores con un mentecato de zapatos rotos, ¿es cierto?

—Lo vi dos veces, tío John. De eso hace meses. Ni siquiera sé su nombre.

—Pero no lo has olvidado, ¿verdad? El primer amor es como la viruela, deja huellas imborrables. ¿Lo viste a solas?

—No.

—No te creo. ¿Crees que soy tonto? Cualquiera puede ver cómo has cambiado, Eliza.

—Estoy enferma, tío. Comí fruta verde y tengo las tripas revueltas, es todo. Justamente ahora iba a la letrina.

—¡Tienes ojos de perra en celo!

—¡Por qué me insulta, tío!

—Discúlpame, niña. ¿No ves que te quiero mucho y estoy preocupado? No puedo permitir que arruines tu vida. Rose y yo tenemos un plan excelente… ¿te gustaría ir a Inglaterra? Puedo arreglar para que las dos se embarquen dentro de un mes, eso les da tiempo para comprar lo que necesitan para el viaje.

—¿Inglaterra?

—Viajarán en primera clase, como reinas, y en Londres se instalarán en una pensión encantadora a pocas cuadras del Palacio de Buckingham.

Eliza comprendió que los hermanos ya habían decidido su suerte. Lo último que deseaba era partir en dirección contraria a la de Joaquín, poniendo dos océanos de distancia entre ellos.

—Gracias, tío. Me encantaría conocer Inglaterra —dijo con la mayor dulzura que logró amañar.

El capitán se sirvió un brandy tras otro, encendió su pipa y pasó las dos horas siguientes enumerando las ventajas de la vida en Londres, donde una señorita como ella podía frecuentar la mejor sociedad, ir a bailes, al teatro y a conciertos, comprar los vestidos más lindos y realizar un buen matrimonio. Ya estaba en edad de hacerlo. ¿Y no le gustaría ir también a París o a Italia? Nadie debía morir sin haber visto Venecia y Florencia. Él se encargaría de darle gusto en sus caprichos, ¿no lo había hecho siempre? El mundo estaba lleno de hombres guapos, interesantes y de buena posición; podría comprobarlo por sí misma apenas saliera del hoyo en que estaba sumida en ese puerto olvidado. Valparaíso no era lugar para una joven tan linda y bien educada como ella. No era su culpa enamorarse del primero que se le cruzaba por delante, vivía encerrada. Y en cuanto a ese mozo ¿cómo es que se llamaba?, ¿empleado de Jeremy, no?, pronto lo olvidaría. El amor, aseguró, muere inexorablemente por su propia combustión o se extirpa de raíz con la distancia. Nadie mejor que él podía aconsejarla, mal que mal, era un experto en distancias y en amores convertidos en ceniza.

—No sé de qué me habla, tío. Miss Rose ha inventado una novela romántica a partir de un vaso de jugo de naranja. Vino un tipo a dejar unos bultos, le ofrecí un refresco, se lo tomó y después se fue. Es todo. No pasó nada y no lo he vuelto a ver.

—Si es como dices, tienes suerte: no tendrás que arrancarte esa fantasía de la cabeza.

John Sommers siguió bebiendo y hablando hasta la madrugada, mientras Eliza, encogida en el sillón de cuero, se abandonaba al sueño pensando que sus ruegos fueron escuchados en el cielo, después de todo. No fue un oportuno terremoto lo que la salvó del horrible remedio de Mama Fresia: fue su tío. En la casucha del patio la india esperó la noche entera.