DOS AÑOS después de la partida de Jacob Todd, se produjo la metamorfosis definitiva de Eliza Sommers. Del insecto anguloso que había sido en la infancia, se transformó en una muchacha de contornos suaves y rostro delicado. Bajo la tutela de Miss Rose pasó los ingratos años de la pubertad balanceando un libro sobre la cabeza y estudiando piano, mientras al mismo tiempo cultivaba las yerbas autóctonas en el huerto de Mama Fresia y aprendía las antiguas recetas para curar males conocidos y otros por conocer, incluyendo mostaza para la indiferencia de los asuntos cotidianos, hoja de hortensia para madurar tumores y devolver la risa, violeta para soportar la soledad y verbena, con que sazonaba la sopa a Miss Rose, porque esta planta noble cura los exabruptos de mal humor. Miss Rose no logró destruir el interés de su protegida por la cocina y finalmente se resignó a verla perder horas preciosas entre las negras ollas de Mama Fresia. Consideraba los conocimientos culinarios sólo un adorno en la educación de una joven, porque la capacitaban para dar órdenes a los sirvientes, tal como hacía ella, pero de allí a ensuciarse con pailas y sartenes había una gran distancia. Una dama no podía oler a ajo y cebolla, pero Eliza prefería la práctica a la teoría y recurría a las amistades en busca de recetas que copiaba en un cuaderno y luego mejoraba en su cocina. Podía pasar días enteros moliendo especias y nueces para tortas o maíz para pasteles criollos, limpiando tórtolas para escabeche y frutas para conserva. A los catorce años había superado a Miss Rose en su tímida pastelería y había aprendido el repertorio de Mama Fresia; a los quince estaba a cargo del festín en las tertulias de los miércoles y cuando los platos chilenos dejaron de ser un desafío, se interesó en la refinada cocina de Francia, que le enseñó Madame Colbert, y en las exóticas especias de la India, que su tío John solía traer y ella identificaba por el olor, aunque no conocía sus nombres. Cuando el cochero dejaba un mensaje donde las amistades de los Sommers, presentaba el sobre acompañado por una golosina recién salida de las manos de Eliza, quien había elevado la costumbre local de intercambiar guisos y postres a la categoría de arte. Tanta era su dedicación, que Jeremy Sommers llegó a imaginarla dueña de su propio salón de té, proyecto que, como todos los demás de su hermano concernientes a la muchacha, Miss Rose descartó sin la más breve consideración. Una mujer que se gana la vida desciende de clase social, por muy respetable que sea su oficio, opinaba. Ella pretendía, en cambio, un buen marido para su protegida y se había dado dos años de plazo para encontrarlo en Chile, después se llevaría a Eliza a Inglaterra, no podía correr el riesgo de que cumpliera veinte años sin novio y se quedara soltera. El candidato debía ser alguien capaz de ignorar su oscuro origen y entusiasmarse con sus virtudes. Entre los chilenos, ni pensarlo, la aristocracia se casaba entre primos y la clase media no le interesaba, no deseaba ver a Eliza pasar penurias de dinero. De vez en cuando tenía contacto con empresarios del comercio o las minas, que hacían negocios con su hermano Jeremy, pero esos andaban detrás de los apellidos y blasones de la oligarquía. Resultaba improbable que se fijaran en Eliza, pues poco en su físico podía encender pasiones: era pequeña y delgada, carecía de la palidez lechosa o la opulencia de busto y caderas tan de moda. Sólo a la segunda mirada se descubría su belleza discreta, la gracia de sus gestos y la expresión intensa de sus ojos; parecía una muñeca de porcelana que el capitán John Sommers había traído de China. Miss Rose buscaba un pretendiente capaz de apreciar el claro discernimiento de su protegida, así como la firmeza de carácter y habilidad para dar vuelta las situaciones a su favor, eso que Mama Fresia llamaba suerte y ella prefería llamar inteligencia; un hombre con solvencia económica y buen carácter, que le ofreciera seguridad y respeto, pero a quien Eliza pudiera manejar con soltura. Pensaba enseñarle a su debido tiempo la disciplina sutil de las atenciones cuotidianas que alimentan en el hombre el hábito de la vida doméstica; el sistema de caricias atrevidas para premiarlo y de silencio taimado para castigarlo; los secretos para robarle la voluntad, que ella misma no había tenido ocasión de practicar, y también el arte milenario del amor físico. Jamás se habría atrevido a hablar de eso con ella, pero contaba con varios libros sepultados bajo doble llave en su armario, que le prestaría cuando llegara el momento. Todo se puede decir por escrito, era su teoría, y en materia de teoría nadie más sabia que ella. Miss Rose podía dictar cátedra sobre todas las formas posibles e imposibles de hacer el amor.
—Debes adoptar a Eliza legalmente para que tenga nuestro apellido —le exigió a su hermano Jeremy.
—Lo ha usado por años, qué más quieres, Rose.
—Que pueda casarse con la cabeza en alto.
—¿Casarse con quién?
Miss Rose no se lo dijo en esa ocasión, pero ya tenía a alguien en mente. Se trataba de Michael Steward, de veintiocho años, oficial de la flota naval inglesa acantonada en el puerto de Valparaíso. Había averiguado a través de su hermano John que el marino pertenecía a una antigua familia. No verían con buenos ojos al hijo mayor y único heredero desposado con una desconocida sin fortuna proveniente de un país cuyo nombre jamás habían escuchado. Era indispensable que Eliza contara con una dote atractiva y Jeremy la adoptara, así al menos la cuestión de su origen no sería un impedimento.
Michael Steward era de porte atlético, con una inocente mirada de pupilas azules, patillas y bigotes rubios, buenos dientes y nariz aristocrática. El mentón huidizo le quitaba prestancia y Miss Rose esperaba entrar en confianza para sugerirle que lo disimulara dejándose crecer la barba. Según el capitán Sommers, el joven daba ejemplo de moralidad y su impecable hoja de servicio le garantizaba una brillante carrera en la marina. A los ojos de Miss Rose, el hecho de que pasara tanto tiempo navegando constituía una enorme ventaja para quien se casara con él. Mientras más lo pensaba, más se convencía de haber descubierto al hombre ideal, pero dado el carácter de Eliza, no lo aceptaría sólo por conveniencia, debía enamorarse. Había esperanza: el hombre se veía guapo en su uniforme y nadie lo había visto sin él todavía.
—Steward no es más que un tonto con buenos modales. Eliza se moriría de aburrimiento casada con él —opinó el capitán John Sommers cuando le contó sus planes.
—Todos los maridos son aburridos, John. Ninguna mujer con dos dedos de frente se casa para que la entretengan, sino para que la mantengan.
Eliza todavía parecía una niña, pero había terminado su educación y pronto estaría en edad de casarse. Quedaba algo de tiempo por delante, concluyó Miss Rose, pero debía actuar con determinación, para impedir que entretanto otra más avispada le arrebatara el candidato. Una vez tomada la decisión, se empeñó en la tarea de atraer al oficial usando cuanto pretexto fue capaz de imaginar. Acomodó las tertulias musicales para hacerlas coincidir con las ocasiones en que Michael Steward desembarcaba, sin consideración hacia los demás participantes, quienes por años habían reservado los miércoles para esa sagrada actividad. Molestos, algunos dejaron de ir. Eso justamente pretendía ella, así pudo transformar las apacibles veladas musicales en alegres saraos y renovar la lista de invitados con jóvenes solteros y señoritas casaderas de la colonia extranjera, en vez de los fastidiosos Ebeling, Scott y Appelgren, que se estaban convirtiendo en fósiles. Los recitales de poesía y canto dieron paso a juegos de salón, bailes informales, competencias de ingenio y charadas. Organizaba complicados almuerzos campestres y paseos a la playa. Partían en coches, precedidos al amanecer por pesadas carretas con piso de cuero y toldo de paja, llevando a los sirvientes encargados de instalar los innumerables canastos de la merienda bajo carpas y quitasoles. Se extendían ante la vista valles fértiles plantados de árboles frutales, viñas, potreros de trigo y maíz, costas abruptas donde el océano Pacífico reventaba en nubes de espuma y a lo lejos el perfil soberbio de la cordillera nevada. De algún modo Miss Rose se las arreglaba para que Eliza y Steward viajaran en el mismo coche, se sentaran juntos y fueran compañeros naturales en los juegos de pelota y de pantomima, pero en naipes y dominó procuraba separarlos, porque Eliza se negaba rotundamente a dejarse ganar.
—Debes conseguir que el hombre se sienta superior, niña —le explicó pacientemente Miss Rose.
—Eso cuesta mucho trabajo —replicó Eliza inconmovible.
Jeremy Sommers no logró impedir la ola de gastos de su hermana. Miss Rose compraba telas al por mayor y mantenía dos muchachas de servicio cosiendo todo el día nuevos vestidos copiados de las revistas. Se endeudaba más allá de lo razonable con los marineros del contrabando para que no les faltaran perfumes, carmín de Turquía, belladona y khol para el misterio de los ojos y crema de perlas vivas para aclarar la piel. Por primera vez no disponía de tiempo para escribir, afanada con las atenciones al oficial inglés, incluyendo galletas y conservas para que se llevara a alta mar, todo hecho en la casa y presentado en preciosos frascos.
—Eliza preparó esto para usted, pero es demasiado tímida para entregárselo personalmente —le decía, sin aclarar que Eliza cocinaba lo que le pidieran sin preguntar a quién iba destinado y por lo mismo se sorprendía cuando él le daba las gracias.
Michael Steward no fue indiferente a la campaña de seducción. Parco de palabra, manifestaba su agradecimiento con cartas breves y formales en papel con membrete de la marina y cuando estaba en tierra solía presentarse con ramos. Había estudiado el lenguaje de las flores, pero esa delicadeza caía en el vacío, porque ni Miss Rose ni nadie por esos lados, tan lejos de Inglaterra, había oído hablar de la diferencia entre una rosa y un clavel, y mucho menos sospechaba el significado del color del lazo. Los esfuerzos de Steward por encontrar flores que subieran gradualmente de tono, desde el rosa pálido, pasando por todas las variedades de encarnado, hasta el rojo más encendido, como indicio de su creciente pasión, se perdieron por completo. Con el tiempo el oficial logró superar su timidez y del silencio penoso, que lo caracterizaba al principio, pasó a una locuacidad incómoda para los oyentes. Exponía eufórico sus opiniones morales sobre nimiedades y solía perderse en explicaciones inútiles a propósito de corrientes marítimas y mapas de navegación. Donde verdaderamente se lucía era en los deportes bruscos, que ponían de manifiesto su arrojo y su buena musculatura. Miss Rose lo provocaba para que hiciera demostraciones acrobáticas colgado de una rama en el jardín y hasta logró, con cierta insistencia, que las deleitara con los zapateos, flexiones y saltos mortales de una danza ucraniana aprendida de otro marino. Miss Rose todo lo aplaudía con exagerado entusiasmo, mientras Eliza observaba callada y seria sin ofrecer su opinión. Así pasaron semanas, mientras Michael Steward pesaba y medía las consecuencias del paso que deseaba dar y se comunicaba por carta con su padre para discutir sus planes. Los atrasos inevitables del correo prolongaron la incertidumbre por varios meses. Se trataba de la decisión más grave de su existencia y necesitaba mucho más valor para enfrentarla que para combatir a los enemigos potenciales del Imperio Británico en el Pacífico. Por fin en una de las tertulias musicales, después de cien ensayos ante el espejo, logró reunir el coraje que se le deshacía en hilachas y afirmar la voz que se aflautaba de susto, para atrapar a Miss Rose en el pasillo.
—Necesito hablar con usted en privado —le susurró.
Ella lo condujo a la salita de costura. Presentía lo que iba a oír y se sorprendió de su propia emoción, sintió las mejillas encendidas y el corazón al galope. Se acomodó un crespo que se le escapaba del moño y se secó discretamente la transpiración de la frente. Michael Steward pensó que nunca la había visto tan hermosa.
—Creo que ya ha adivinado lo que tengo que decirle, Miss Rose.
—Adivinar es peligroso, Mr. Steward. Lo escucho…
—Se trata de mis sentimientos. Sin duda usted sabe de lo que hablo. Deseo manifestarle que mis intenciones son de la más irreprochable seriedad.
—No espero menos de una persona como usted. ¿Cree que es correspondido?
—Sólo usted puede contestar eso —tartamudeó el joven oficial.
Quedaron mirándose, ella con las cejas levantadas en un gesto expectante y él temiendo que el techo se desplomara sobre su cabeza. Decidido a actuar antes que la magia del momento se volviera ceniza, el galán la tomó por los hombros y se inclinó para besarla. Helada por la sorpresa, Miss Rose no atinó a moverse. Sintió los labios húmedos y los bigotes suaves del oficial en su boca, sin comprender qué diablos había salido mal y cuando por fin pudo reaccionar, lo apartó con violencia.
—¡Qué hace! ¡No ve que tengo muchos años más que usted! —exclamó secándose la boca con el reverso de la mano.
—¿Qué importa la edad? —balbuceó el oficial desconcertado, porque en realidad había calculado que Miss Rose no tenía más de unos veintisiete años.
—¡Cómo se atreve! ¿Ha perdido el juicio?
—Pero usted… usted me ha dado a entender… ¡no puedo estar tan equivocado! —murmuró el pobre hombre aturdido de vergüenza.
—¡Lo quiero para Eliza, no para mí! —exclamó Miss Rose espantada y salió corriendo a encerrarse en su habitación, mientras el desafortunado pretendiente pedía su capa y su gorra y partía sin despedirse de nadie, para nunca más volver a esa casa.
Desde un rincón del pasillo Eliza había oído todo a través de la puerta entreabierta de la salita de costura. También ella se había confundido con las atenciones hacia el oficial. Miss Rose había demostrado siempre tanta indiferencia ante sus pretendientes, que se acostumbró a considerarla una anciana. Sólo en los últimos meses, cuando la vio dedicada en cuerpo y alma a los juegos de seducción, había notado su porte magnífico y su piel luminosa. La supuso perdida de amor por Michael Steward y no se le pasó por la mente que los bucólicos almuerzos campestres bajo quitasoles japoneses y las galletas de mantequilla para aliviar los inconvenientes de la navegación, fueran una estratagema de su protectora para atrapar al oficial y entregárselo a ella en bandeja. La idea la golpeó como un puñetazo en el pecho y le cortó el aire, porque lo último que deseaba en este mundo era un matrimonio arreglado a sus espaldas. Estaba atrapada en la ventolera reciente del primer amor y había jurado, con certeza irrevocable, que no se casaría con otro.
Eliza Sommers vio a Joaquín Andieta por primera vez un viernes de mayo en 1848, cuando llegó a la casa al mando de una carreta tirada por varias mulas y cargada hasta el tope con bultos de la Compañía Británica de Importación y Exportación. Contenían alfombras persas, lámparas de lágrimas y una colección de figuras de marfil, encargo de Feliciano Rodríguez de Santa Cruz para adornar la mansión que se había construido en el norte, una de aquellas preciosas cargas que peligraban en el puerto y era más seguro almacenar en la casa de los Sommers hasta el momento de enviarlas a su destino final. Si el resto del viaje era por tierra, Jeremy contrataba guardias armados para protegerla, pero en este caso debía mandarla a su destino final en una goleta chilena que zarpaba dentro de una semana. Andieta vestía su único traje, pasado de moda, oscuro y gastado, iba sin sombrero ni paraguas. Su palidez fúnebre contrastaba con sus ojos llameantes y su cabello negro relucía con la humedad de una de las primeras lloviznas del otoño. Miss Rose salió a recibirlo y Mama Fresia, quien siempre llevaba las llaves de la casa colgadas de una argolla en la cintura, lo guio hasta el último patio, donde se encontraba la bodega. El joven organizó a los peones en una fila y fueron pasando los bultos de mano en mano por los vericuetos del atormentado terreno, las escalas torcidas, terrazas sobrepuestas y glorietas inútiles. Mientras él contaba, marcaba y anotaba en su cuaderno, Eliza aprovechó su facultad de tornarse invisible y pudo observarlo a su antojo. Hacía dos meses que había cumplido dieciséis años y estaba pronta para el amor. Cuando vio las manos de largos dedos manchados de tinta de Joaquín Andieta y oyó su voz profunda, pero también clara y fresca como rumor de río, impartiendo secas órdenes a los peones, se sintió conmovida hasta los huesos y un deseo tremendo de acercarse y olerlo la obligó a salir de su escondite tras las palmas de un gran macetero. Mama Fresia, rezongando porque las mulas del carretón habían ensuciado la entrada y ocupada con las llaves, no se fijó en nada, pero Miss Rose alcanzó a ver con el rabillo del ojo el rubor de la muchacha. No le dio importancia, el empleado de su hermano le pareció un pobre diablo insignificante, apenas una sombra entre las muchas sombras de ese día nublado. Eliza desapareció rumbo a la cocina y a los pocos minutos regresó con vasos y una jarra de jugo de naranja endulzado con miel. Por primera vez en su vida ella, que había pasado años equilibrando un libro sobre la cabeza sin pensar en lo que hacía, estuvo consciente de sus pasos, de la ondulación de sus caderas, el balanceo del cuerpo, el ángulo de los brazos, la distancia entre los hombros y el mentón. Quiso ser tan bella como Miss Rose cuando era la joven espléndida que la rescató de su improvisada cuna en una caja de jabón de Marsella; quiso cantar con la voz de ruiseñor con que la señorita Appelgren entonaba sus baladas escocesas; quiso bailar con la ligereza imposible de su maestra de danza y quiso morirse allí mismo, derrotada por un sentimiento cortante e indómito como una espada, que le llenaba de sangre caliente la boca y que aún antes de poder formularlo, la oprimía con el peso terrible del amor idealizado. Muchos años más tarde, frente a una cabeza humana preservada en un frasco de ginebra, Eliza recordaría ese primer encuentro con Joaquín Andieta y volvería a sentir la misma insoportable zozobra. Se preguntaría mil veces a lo largo de su camino si tuvo oportunidad de huir de esa pasión abrumadora que torcería su vida, si acaso en esos breves instantes pudo dar media vuelta y salvarse, pero cada vez que se formuló aquella pregunta concluyó que su destino estaba trazado desde el comienzo de los tiempos. Y cuando el sabio Tao Chi'en la introdujo en la poética posibilidad de la reencarnación, se convenció de que en cada una de sus vidas se repetía el mismo drama: si ella hubiera nacido mil veces antes y tuviera que nacer mil veces más en el futuro, siempre vendría al mundo con la misión de amar a ese hombre de igual manera. No había escapatoria para ella. Tao Chi'en entonces le enseñó las fórmulas mágicas para deshacer los nudos del karma y liberarse de seguir repitiendo la misma desgarradora incertidumbre amorosa en cada encarnación.
Ese día de mayo Eliza colocó la bandeja sobre una banca y ofreció el refresco primero a los trabajadores, para ganar tiempo mientras afirmaba las rodillas y dominaba la rigidez de mula taimada que le paralizaba el pecho, impidiendo el paso del aire, y luego a Joaquín Andieta, quien seguía absorto en su tarea y apenas levantó la vista cuando ella le tendió el vaso. Al hacerlo, Eliza se colocó lo más cerca posible de él, calculando la dirección de la brisa para que le llevara el aroma del hombre quien, estaba decidido, era suyo. Con los ojos entrecerrados aspiró su olor a ropa húmeda, a jabón ordinario y sudor fresco. Un río de lava ardiente la recorrió por dentro, le flaquearon los huesos y en un instante de pánico creyó que en verdad se estaba muriendo. Esos segundos fueron de tal intensidad, que a Joaquín Andieta se le cayó el cuaderno de las manos como si una fuerza incontenible se lo hubiera arrebatado, mientras el calor de hoguera lo alcanzaba también a él, quemándolo con el reflejo. Miró a Eliza sin verla, el rostro de la muchacha era un espejo pálido donde creyó vislumbrar su propia imagen. Tuvo apenas una idea vaga del tamaño de su cuerpo y de la aureola oscura del cabello, pero no sería hasta el segundo encuentro, unos días más tarde, cuando podría por fin sumergirse en la perdición de sus ojos negros y en la gracia acuática de sus gestos. Ambos se agacharon al mismo tiempo a recoger el cuaderno, chocaron sus hombros y el contenido del vaso fue a dar sobre el vestido de ella.
—¡Mira lo que haces, Eliza! —exclamó Miss Rose alarmada, porque el impacto de ese amor súbito también la había golpeado.
—Anda a cambiarte y remoja ese vestido en agua fría, a ver si sale la mancha —agregó secamente.
Pero Eliza no se movió, prendida de los ojos de Joaquín Andieta, trémula, con las narices dilatadas, oliéndolo sin disimulo, hasta que Miss Rose la tomó por un brazo y se la llevó a la casa.
—Te dije, niña: cualquier hombre, por miserable que sea, puede hacer contigo lo que quiera —le recordó la india esa noche.
—No sé de qué me hablas, Mama Fresia —replicó Eliza.
Al conocer a Joaquín Andieta aquella mañana de otoño en el patio de su casa, Eliza creyó encontrar su destino: sería su esclava para siempre. Aún no había vivido lo suficiente para entender lo ocurrido, expresar en palabras el tumulto que la ahogaba o trazar un plan, pero no le falló la intuición de lo inevitable. De manera vaga, pero dolorosa, se dio cuenta de que estaba atrapada y tuvo una reacción física similar a la peste. Por una semana, hasta que volvió a verlo, se debatió entre cólicos espasmódicos sin que de nada sirvieran las yerbas prodigiosas de Mama Fresia ni los polvos de arsénico diluidos en licor de cerezas del boticario alemán. Bajó de peso y se le pusieron los huesos livianos como los de una tórtola, ante el espanto de Mama Fresia, quien andaba cerrando ventanas para evitar que un viento marino arrebatara a la muchacha y se la llevara rumbo al horizonte. La india le administró varias mixturas y conjuros de su vasto repertorio y cuando comprendió que nada surtía efecto, recurrió al santoral católico. Sacó del fondo de su baúl unos míseros ahorros, compró doce velas y partió a negociar con el cura. Después de hacerlas bendecir en la misa mayor del domingo, encendió una ante cada santo en las capillas laterales de la iglesia, ocho en total, y colocó tres ante la imagen de San Antonio, patrono de las muchachas solteras sin esperanza, de las casadas infelices y de otras causas perdidas. La sobrante se la llevó, junto con un mechón de cabellos y una camisa de Eliza a la machi más acreditada de los alrededores. Era una mapuche anciana y ciega de nacimiento, hechicera de magia blanca, famosa por sus predicciones inapelables y su buen juicio para curar males del cuerpo y zozobras del alma. Mama Fresia había pasado sus años de adolescente sirviendo a esa mujer de aprendiz y sirvienta, pero no pudo seguir sus pasos, como tanto deseaba, porque no tenía el don. Nada se podía hacer: se nace con el don o se nace sin él. Una vez quiso explicárselo a Eliza y lo único que se le ocurrió fue que el don era la facultad de ver lo que hay detrás de los espejos. A falta de ese misterioso talento, Mama Fresia debió renunciar a sus aspiraciones de curandera y emplearse al servicio de los ingleses.
La machi vivía sola al fondo de una quebrada entre dos cerros, en una cabaña de barro con techo de paja, que parecía a punto de desmoronarse. Alrededor de la vivienda había un desorden de roqueríos, leños, plantas en tarros, perros en los huesos y pajarracos negros que escarbaban inútilmente en el suelo buscando algo de comer. En el sendero de acceso se alzaba un pequeño bosque de dádivas y amuletos plantado por clientes satisfechos para indicar los favores recibidos. La mujer olía a la suma de todas las cocciones que había preparado en su vida, vestía un manto del mismo color de tierra seca del paisaje, iba descalza y mugrienta, pero adornada con profusión de collares de plata de baja ley. Su rostro era una máscara oscura de arrugas, con sólo dos dientes en la boca y los ojos muertos. Recibió a su antigua discípula sin dar muestras de reconocerla, aceptó los regalos de comida y la botella de licor de anís, le hizo una señal para que se sentara frente a ella y se quedó en silencio, esperando. Ardían unos vacilantes tizones al centro de la choza y el humo escapaba por un agujero en el techo. En las paredes negras de hollín colgaban cacharros de barro y latón, plantas y una colección de alimañas disecadas. La fragancia densa de yerbas secas y cortezas medicinales se mezclaba con el hedor de animales muertos. Hablaron en mapudungun, la lengua de los mapuches. Durante largo rato la maga escuchó la historia de Eliza, desde su llegada en la caja de jabón de Marsella, hasta la reciente crisis, después tomó la vela, el cabello y la camisa y despidió a su visitante con instrucciones de volver cuando ella hubiera completado sus encantamientos y ritos de adivinación.
—Sabido es que para esto no hay cura —anunció apenas Mama Fresia cruzó el umbral de su vivienda dos días más tarde.
—¿Se va a morir mi niña, acaso?
—De eso no sé dar razón, pero que ha de sufrir mucho, duda no tengo.
—¿Qué es lo que le pasa?
—Empecinamiento en el amor. Es un mal muy firme. Seguro dejó la ventana abierta en una noche clara y se le metió en el cuerpo durante el sueño. No hay conjuro contra eso.
Mama Fresia volvió a la casa resignada: si el arte de esa machi tan sabia no alcanzaba para cambiar la suerte de Eliza, mucho menos servirían sus escasos conocimientos o las velas de los santos.