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SI LO ENCUENTRAS, POR FAVOR, DEVUÉLVELO

Era algo que nunca se había hecho, al menos que ella supiera. Ni siquiera especular sobre ello, y seguramente no habría sido posible con un cuerpo natural. Un cuerpo se funde con su alma como el nácar con un grano de arena, formando una unidad perfecta e indivisible que solo la muerte puede romper. En un cuerpo natural no queda hueco para huéspedes, ni secuestradores. Pero el cuerpo de Chiro era un mero recipiente, como Madrigal bien sabía, ya que ella misma lo había fabricado.

Tal vez no necesitara el humo para guiarla, pero sí que el cuerpo que iba a recibirla estuviera próximo. No podía desplazarse por el espacio, pues carecía de control y de propulsión. Chiro tendría que acercarse a ella, y, como Brimstone la había elegido para realizar la bendición, lo hizo. Ascendió pesadamente al patíbulo y se arrodilló junto a los trozos que habían sido su hermana. Temblando, levantó los ojos al cielo, sobre el cuerpo.

—Lo siento, Mad. No creí que te condenaran a la evanescencia. Lo siento mucho —susurró.

Madrigal, incapaz de ahuyentar la imagen de su propia cabeza cortada ni el recuerdo de los alaridos de Akiva, no se conmovió. ¿Qué había esperado Chiro? ¿Una sentencia menos dura? ¿Resurrección con un aspecto inferior, quizá? Tal vez solo hubiera pensado en Madrigal como un medio para atraer la atención de Thiago. El amor empuja a las personas a reaccionar de manera extraña, y Madrigal lo sabía bien. Y no había nada más extraño que lo que ella estaba a punto de hacer.

No había humo para guiarla, pero como Brimstone había dicho, no lo necesitaba. Con un poderoso empujón de la voluntad, se introdujo en el cuerpo que con tanto cariño había fabricado.

Encontró menos resistencia incluso de lo que había esperado —sensación de sorpresa, un leve enfrentamiento—. El alma de Chiro era sombría y estaba debilitada por la envidia. No se podía igualar a la de Madrigal, y se rindió casi instantáneamente. No la expulsó del cuerpo, solo la empujó a sus profundidades. Ante todos los ojos, el recipiente seguía siendo Chiro.

Mientras realizaba la bendición, unos fuertes temblores sacudieron su cuerpo, pero a nadie le resultó extraño —su hermana yacía muerta a sus pies—. Y luego descendió del patíbulo de forma rígida, con movimientos vacilantes, pero tampoco aquello se cuestionó.

No surgió ninguna sospecha porque no existía ningún precedente. Cuando Chiro se alejó, no quedó nada amarrado al cuerpo despedazado sobre la plataforma. Los guardias que permanecieron a su lado los tres días siguientes vigilaron únicamente carne y aire —sin alma.

El único que podría haber notado su falta era Brimstone, y no parecía muy dispuesto a descubrirlo.

La última vez que Madrigal vio a Akiva fue a través de los ojos de Chiro. Estaba en una especie de potro de tortura, con las alas y los brazos dislocados hacia atrás y amarrados con cadenas a la pared. Tenía la cabeza inclinada, y cuando ella entró en la celda, la levantó para mirarla con ojos muertos.

Los tenía enrojecidos, surcados de hilillos de sangre de los capilares rotos por el esfuerzo de conjurar su magia, pero no era solo eso. Su color dorado —aquel exquisito fuego— se había apagado, y Madrigal tuvo la sensación de ver un alma sobre cenizas. Era lo peor de todo —peor incluso que su propia muerte.

Ahora, en Marrakech, mientras Karou remendaba los recuerdos de sus dos vidas, recordó haber encontrado esa misma mirada muerta en sus ojos la primera vez que lo vio. Se había preguntado qué habría provocado aquella expresión, y ahora lo sabía. Sintió como si se le clavara una astilla en el corazón al pensar que todos aquellos años en los que ella había estado creciendo en un nuevo cuerpo, en un mundo aparte, despreocupada y gastando deseos en cosas inútiles, él había permanecido con el alma muerta, llorando por ella.

Ojalá Akiva lo hubiera sabido.

En la celda, se había apresurado a liberar sus brazos. Entonces se alegró de la fuerza que los diamantes habían otorgado a Chiro. Las cadenas de Akiva estaban tan tensas que sus brazos estaban casi desencajados. Temió que su debilidad le impidiera volar o invocar el hechizo que le permitiría escapar de la ciudad sin ser visto, pero no debería haberse preocupado. Conocía la fuerza de Akiva. Cuando las cadenas se aflojaron, no se desplomó. Saltó como un predador que hubiera permanecido al acecho. Se volvió hacia ella, viendo únicamente a Chiro y sin preguntarse por qué una extraña lo había liberado. La lanzó contra la pared sin darle la posibilidad de hablar, y quedó envuelta por las sombras de la inconsciencia.

Los recuerdos acababan ahí. Karou no sabría cómo Brimstone había hallado y recogido su alma hasta que pudiera preguntárselo. Lo único que sabía es que lo había logrado, puesto que ella se encontraba allí.

—No lo sabía —dijo Akiva. Acariciaba el pelo de Karou, alisándolo en torno a su rostro y su cuello hasta los hombros, con cariño e insistencia—. Si hubiera sabido que él te había salvado… —la abrazó con fuerza contra su cuerpo.

—No pude decirte que era yo —añadió Karou—. ¿Me habrías creído? No sabías nada de la resurrección.

Akiva tragó saliva y dijo en voz baja:

—Sí lo sabía.

—¿Qué? ¿Cómo?

Seguían abrazados a los pies de la cama. Karou estaba abrumada por las sensaciones. La unión de todos los recuerdos. La profunda alegría de estar con Akiva. El curioso duelo entre lo que le resultaba familiar y… lo que le faltaba. Su cuerpo: su piel de diecisiete años, completamente suya, y también nueva. La ausencia de alas, la flexión de los pies humanos con todos sus complicados músculos, su cabeza sin cuernos ligera como el viento.

Y había algo más, una especie de aviso, una alarma que apenas podía delimitar.

—Thiago —respondió Akiva—. Él… le gustaba hablar mientras… Bueno. Se regodeó. Me lo contó todo.

Karou podía creerlo. Otra serie de recuerdos adquirió sentido: el Lobo despertándose sobre la mesa de piedra mientras ella —Karou— sujetaba sobre su mano la de él, señalada con la hamsa. Podría haberla matado en aquel momento, pensó, si no hubiera sido por Brimstone. Ahora comprendía la furia de este. Todos aquellos años la había mantenido oculta de Thiago, y ella se había colado en la catedral y agarrado su mano, tan feroz como la recordaba.

Karou se acurrucó contra Akiva.

—Podía haberte dicho adiós —dijo ella—, pero ni siquiera pensaba. Solo quería liberarte.

—Karou…

—No te preocupes. Ahora estamos aquí los dos —aspiró el aroma conocido del cuerpo de Akiva, cálido y ahumado, y reposó los labios sobre su garganta.

Resultaba embriagador. Akiva estaba vivo. Ella estaba viva. Había tanta vida por delante de ellos… Deslizó los labios por su cuello hasta alcanzar la barbilla, recordando, redescubriendo. Se derretía entre sus brazos igual que en otra época —aquella maravillosa forma en que los cuerpos se funden y borran todo el espacio negativo—. Encontró sus labios. Karou tuvo que tomar el rostro de Akiva entre sus manos e inclinarlo hacia ella.

¿Por qué tenía que hacer eso?

¿Por qué…, por qué Akiva no le estaba devolviendo sus besos?

Karou abrió los ojos. Akiva la estaba mirando, no con deseo sino con… angustia.

—¿Qué pasa? —preguntó Karou—. ¿Qué te sucede? —un terrible pensamiento la asaltó y la hizo retroceder; se separó de Akiva y se rodeó el cuerpo con los brazos—. ¿Es… es porque no soy pura? ¿Porque mi cuerpo es… artificial?

Su pregunta removió lo que lo estaba acosando.

—No —respondió con desdicha—. ¿Cómo has podido pensar eso? Yo no soy Thiago. Prometiste que lo recordarías, Karou. Prometiste recordar que te amo.

—Entonces, ¿qué sucede? Akiva, ¿por qué actúas de un modo tan extraño?

—Si lo hubiera sabido…, Karou. Si hubiera sabido que Brimstone te había salvado… —rascó su pelo con los dedos y comenzó a recorrer la habitación arriba y abajo—. Pensé que estaba de su lado, contra ti, y su traición resultaba terrible, porque lo querías como a un padre…

—No. Él es como nosotros, Akiva. También desea la paz. Él puede ayudarnos…

Akiva detuvo la mirada en ella y, con absoluta desolación, dijo:

—No lo sabía. Si lo hubiera sabido, Karou, habría creído en la redención. Yo nunca… nunca habría…

El pulso de Karou se alteró. Algo iba muy, muy mal. Lo sabía, y le daba miedo, no quería escucharlo, pero necesitaba saberlo.

—Nunca habrías ¿qué? ¿Qué, Akiva?

Detuvo su deambular, mantuvo las manos sobre la cabeza, aferrándosela.

—En Praga —dijo forzando cada palabra—, me preguntaste cómo te había encontrado.

Karou lo recordaba.

—Dijiste que no fue difícil.

Akiva metió la mano en el bolsillo y sacó una hoja de papel doblada. A regañadientes, se la acercó.

—¿Qué…? —empezó a decir Karou.

Sus manos comenzaron a temblar de manera incontrolable y, al desdoblar la hoja, esta se rompió a lo largo de un pliegue bien marcado, justo por el centro de su autorretrato, y se quedó con dos mitades de su propio ser y un ruego, escrito por ella misma, «Si lo encuentras, por favor, devuélvelo».

Era de su cuaderno de bocetos, del que se había quedado en la tienda de Brimstone. Lo comprendió de manera instantánea y clara. Solo existía una forma de que Akiva lo tuviera.

Jadeó. Todo encajó en su sitio. Las huellas de mano negras, las llamas azuladas que habían devorado los portales y toda su magia, terminando con el negocio de Brimstone. Y el eco de la voz de Akiva, explicándole por qué.

Para acabar con la guerra.

Cuando hacía tiempo habían soñado juntos con el fin de la guerra, se habían referido a conseguir la paz. Pero la paz no era la única manera de acabar con la guerra.

Lo comprendió todo. Thiago había revelado a Akiva el principal secreto de las quimeras, creyendo que moriría con él, pero ella —ella— lo había liberado.

—¿Qué has hecho? —preguntó Karou con tono incrédulo y la voz quebrada.

—Lo siento —susurró Akiva.

Huellas de mano negras, llamas azuladas.

Y el final de la resurrección.

Las manos de Akiva, aquellas que la habían rodeado al bailar, al soñar, al hacer el amor, los nudillos que ella había besado y perdonado —tenían marcas recientes; estaban repletos.

¡No! —gritó Karou en tono suplicante.

Luego se aferró a los hombros de Akiva, clavándole las uñas, agarrándolo, sujetándolo y obligándolo a mirarla.

¡Dímelo! —pidió con un alarido.

Con voz ronca —llena de dolor y profunda vergüenza— Akiva respondió:

—Están muertos, Karou. Es demasiado tarde. Están todos muertos.