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EL ÁNGEL DE LA EXTINCIÓN

¿Divertirse?

—Sí, claro —refunfuñó Karou esa misma noche, mientras arrastraba ciento cuarenta kilos de marfil de contrabando por las escaleras del metro de París—. Esto es realmente divertido.

Tras abandonar la tienda de Brimstone, Issa la había acompañado hasta la misma puerta por la que había entrado, pero al salir no estaba de vuelta en Praga. Se encontraba en París, así de fácil.

Cada vez que franqueaba aquel portal, un estremecimiento recorría todo su cuerpo. La puerta daba acceso a docenas de ciudades, y Karou las había visitado todas, para hacer algún recado como aquel y en ocasiones por placer. Brimstone le permitía ir a dibujar a cualquier punto del planeta donde no hubiera guerra, y cuando deseaba comer mangos, le abría la puerta hacia la India, a condición de que trajera algunos también para él. Incluso había conseguido que la dejara organizar expediciones de compras a bazares exóticos y al mercadillo del propio París para amueblar su piso.

Adondequiera que acudiera, cuando la puerta se cerraba tras ella, desaparecía su conexión con la tienda. La magia solo existía en aquel otro lugar —en Otra Parte, como ella solía decir— y no podía conjurarse desde este lado. Nadie podía entrar en la tienda por la fuerza. Lo único que se conseguía era franquear una puerta terrenal que no conducía a donde se esperaba.

Incluso Karou dependía de la voluntad de Brimstone para ser admitida. En ocasiones no se lo había permitido, por mucho que hubiera llamado; sin embargo, nunca la había abandonado al otro lado durante una misión, y esperaba que jamás lo hiciera.

El recado resultó ser acudir a una subasta del mercado negro en un almacén a las afueras de París. Karou había asistido a varias, y eran siempre iguales. Solo se aceptaba dinero en metálico, por supuesto, y acudían personajes diversos de los bajos fondos, como dictadores exiliados y capos del crimen con pretensiones culturales. Los objetos subastados eran un baturrillo de piezas robadas de museos: un dibujo de Chagall, la úvula disecada de algún santo decapitado, un par de colmillos de un elefante africano adulto.

Sí. Un par de colmillos de un elefante africano adulto.

Karou suspiró al verlos. Brimstone no le había especificado lo que debía buscar, solo que lo identificaría sin problema, y así fue. Vaya, iba a resultar divertido acarrearlos en transporte público.

Al contrario que los demás postores, ella no disponía de un gran coche negro que la esperara a la salida, ni de un par de guardaespaldas que se encargaran del trabajo pesado. Solo tenía una hilera de scuppies y su encanto, lo que no resultó suficiente para convencer a un taxista de que transportara aquellos colmillos de elefante de dos metros en la parte trasera de su vehículo. Así que, a regañadientes, Karou tuvo que arrastrarlos seis manzanas hasta la estación de metro más cercana, bajarlos por las escaleras y pasarlos por los torniquetes. Iban envueltos en una lona pegada con cinta adhesiva, y cuando un músico callejero bajó su violín para preguntarle: «Oye, encanto, ¿qué llevas ahí?», ella respondió: «Los músicos, siempre haciendo preguntas», y siguió tirando de su carga.

Sin duda, podría haber sido peor, y a menudo lo era. Brimstone la enviaba a algunos lugares espantosos en busca de dientes. Tras el incidente de San Petersburgo, mientras se recuperaba de un disparo, le había preguntado:

—¿Realmente mi vida vale tan poco para ti?

En cuanto aquellas palabras salieron de su boca, se arrepintió. Si Brimstone estimaba tan poco su vida, no quería que se lo confirmara. A pesar de sus defectos, era la única familia que conocía, junto a Issa, Twiga y Yasri. Y si la consideraba únicamente una especie de esclava prescindible, prefería no saberlo.

Su respuesta no había confirmado ni desechado su temor.

—¿Tu vida? ¿Te refieres a tu cuerpo? El cuerpo es una mera envoltura, Karou. El alma es otra cosa y, por lo que sé, la tuya no se encuentra en peligro inminente.

—¿Una envoltura? —no le agradaba pensar en su cuerpo como un recubrimiento, algo que los demás pudieran abrir y revolver, de donde fuera posible retirar pedazos como cupones de descuento.

—Supuse que tú pensabas lo mismo —le había dicho él—. Al ver la forma en que garabateas sobre tu piel.

Brimstone no aprobaba sus tatuajes, lo que resultaba gracioso teniendo en cuenta que él había sido responsable de los primeros que tuvo, los ojos en las palmas de sus manos. Al menos, Karou sospechaba que habían sido obra suya, aunque no estaba segura, ya que Brimstone era incapaz de contestar las preguntas más básicas.

—Como quieras —había respondido ella con un suspiro de aflicción.

Se sentía realmente afligida. Recibir un disparo duele, no cabe duda. Por supuesto, no podía aducir que Brimstone la hubiera empujado hacia el peligro sin la preparación necesaria. Se había ocupado de que recibiera clases de artes marciales desde muy pequeña. Nunca se lo había revelado a sus amigos —no era un asunto del que alardear, como le había enseñado su sensei—, y ellos se habrían sorprendido al saber que aquellos gráciles giros y desplazamientos iban ligados a la capacidad de matar. Letal o no, había tenido la desgracia de descubrir las limitaciones del karate frente a las armas de fuego.

Se había recuperado rápidamente gracias a un ungüento de olor acre, y sospechaba que también a la magia; sin embargo, su audacia juvenil se debilitó, y ahora se enfrentaba a las misiones con más inquietud.

El tren llegó a la estación y ella forcejeó con su carga para introducirla en el vagón, tratando de no pensar demasiado en su contenido, o en la magnífica vida que había quedado truncada en algún lugar de África, seguramente hacía mucho tiempo. Aquellos colmillos eran enormes, y Karou sabía que en la actualidad rara vez alcanzaban ese tamaño —los cazadores furtivos eran responsables de ello—. Al abatir a los ejemplares más grandes, habían alterado la reserva genética del elefante. Era nauseabundo, y allí estaba ella, colaborando con aquel negocio sangriento, transportando de contrabando restos de especies protegidas en el maldito metro de París.

Aparcó aquel pensamiento en un rincón oscuro de su mente y miró por la ventanilla mientras el tren adquiría velocidad en los túneles sin iluminar. No podía permitirse ese tipo de reflexiones. Siempre que lo hacía, su vida aparecía salpicada de sangre y desagrado.

El semestre anterior, cuando había fabricado aquellas alas, se había concedido a sí misma el sobrenombre de Ángel de la Extinción, algo totalmente adecuado. Las alas estaban cubiertas con plumas reales que había «tomado prestadas» de la tienda de Brimstone —cientos de plumas que le habían llevado los traficantes a lo largo de los años—. Solía jugar con ellas de pequeña, antes de comprender que los pájaros a los que pertenecían habían muerto por ellas; especies enteras empujadas hacia la extinción.

Durante un tiempo había sido una niña inocente que jugaba con plumas en el suelo de la guarida de un diablo. Sin embargo, aquella inocencia había desaparecido, y no sabía cómo enfrentarse a ello. Su vida se componía de magia, vergüenza, secretos y un vacío profundo y persistente en el centro de su ser, donde sin duda faltaba algo.

Karou se sentía acosada por la idea de estar incompleta. Desconocía el significado de aquel sentimiento, pero la acompañaba desde siempre una sensación parecida a la de haber olvidado algo. En cierta ocasión, cuando era pequeña, había tratado de describírsela a Issa:

—Es como si estuvieras en la cocina y supieras que has entrado por alguna razón, pero la has olvidado, sin importar lo que fuera.

—¿Y es así como te sientes? —preguntó Issa con el ceño fruncido.

—Todo el tiempo.

Issa solo la había estrechado entre sus brazos y acariciado el pelo —todavía de su color natural, casi negro—, añadiendo con poca convicción:

—Estoy segura de que no es nada, cariño. Intenta no preocuparte.

De acuerdo.

Bien. Subir los colmillos por los escalones del metro resultó mucho más duro que arrastrarlos escaleras abajo, y al alcanzar el último peldaño, Karou se sentía agotada, sudaba bajo el abrigo y estaba tremendamente malhumorada. El portal se hallaba a dos manzanas de distancia, conectado a la entrada del pequeño almacén de una sinagoga, y cuando al fin llegó hasta él, encontró a dos rabinos enfrascados en una conversación justo delante de la puerta.

—Perfecto —masculló.

Pasó delante de ellos y se apoyó contra una puerta de hierro que quedaba oculta, para esperar mientras discutían en tono místico sobre cierto acto de vandalismo. Cuando por fin se marcharon, Karou arrastró los colmillos hasta la pequeña puerta y llamó. Como siempre hacía mientras esperaba frente al portal de algún callejón en cualquier parte del mundo, imaginó que se quedaba atrapada. Algunas veces, Issa tardaba largos minutos en acudir a la puerta, y todas y cada una de las veces, Karou consideraba la posibilidad de que quizá no se abriera. Siempre sentía aquella punzada de miedo a quedarse atrapada, no solo durante la noche, sino para siempre. Aquella perspectiva le desvelaba su propia vulnerabilidad. Si un día la puerta no se abriera, se quedaría totalmente sola.

La espera se alargaba. Reclinada de forma cansina contra el marco de la puerta, Karou percibió algo extraño y se enderezó. Sobre la puerta había una enorme y negra huella de mano. Algo que no habría resultado tan insólito, de no ser porque parecía quemada sobre la madera. Quemada, pero con la silueta perfectamente delineada. Este debía de ser el tema de conversación de los rabinos. Recorrió la huella con las yemas de los dedos y se dio cuenta de que estaba incrustada en la puerta, lo que le permitió colocar su mano dentro, aunque empequeñecida por el tamaño de aquella. Al retirarla, quedó cubierta por una fina ceniza. Perpleja, se limpió los dedos.

¿Con qué estaba hecha aquella huella? ¿Con un hierro de marcar cuidadosamente moldeado? Algunas veces, los traficantes de Brimstone señalaban los portales para encontrarlos en sus siguientes visitas, pero solían utilizar simples trazos de pintura o una X grabada con un cuchillo. Esto era demasiado sofisticado para ellos.

La puerta se abrió con un crujido, y Karou sintió un profundo alivio.

—¿Ha ido todo bien? —preguntó Issa.

Karou introdujo los colmillos en el vestíbulo con gran esfuerzo; tuvo que colocarlos en ángulo para que entraran.

—Claro que sí —se desplomó contra la pared—. Si pudiera, arrastraría colmillos de elefante por París todas las noches, es un verdadero placer.