59

UN MUNDO NUEVO

—No puedo salvarte —le dijo Brimstone.

Madrigal levantó la vista. Estaba en el suelo, en un rincón de su sombría celda, y no esperaba salvación.

—Lo sé.

Él se acercó a los barrotes, y ella permaneció quieta, con la barbilla levantada y perplejidad en el rostro. ¿Le escupiría, como habían hecho otros? No era necesario. La mera decepción de Brimstone le provocaba más dolor que cualquier cosa que pudieran arrojarle.

—¿Te han hecho daño? —preguntó él.

—Solo haciéndole daño a él.

Aquello resultaba una tortura peor de lo que hubiera podido imaginar. Dondequiera que tuvieran encerrado a Akiva, estaba suficientemente cerca para que ella pudiera escuchar sus gritos de agonía. Surgían a intervalos irregulares, sin saber en ningún momento cuándo se produciría el siguiente. Había pasado los últimos días atenazada por aquella terrible espera.

Brimstone la contempló.

—Lo amas.

Madrigal solo pudo asentir con la cabeza. Hasta ese momento había aguantado bien, se había ocultado tras una máscara de dignidad, sin dejar traslucir cómo se estaba disolviendo, como si su evanescencia hubiera comenzado ya. Pero bajo el escrutinio de Brimstone, su labio inferior comenzó a temblar. Apretó los nudillos contra él para detener aquel temblor. Brimstone permanecía en silencio.

—Lo siento —dijo Madrigal cuando sintió que no se le iba a quebrar la voz.

—¿Por qué, pequeña?

¿Estaba burlándose de ella? Siempre le había resultado imposible interpretar la expresión de su rostro ovino. Kishmish estaba encaramado sobre un cuerno de Brimstone e imitaba su postura, con la cabeza inclinada y los hombros encorvados.

—¿Sientes haberte enamorado? —le preguntó Brimstone.

—No. Eso no.

—Entonces, ¿qué?

No sabía qué debía contestar. En el pasado, él le había pedido que le dijera siempre la verdad, con la máxima sencillez. Así que ¿cuál era la verdad? ¿Qué era lo que sentía?

—Que me hayan cogido —dijo ella—. Y… haberte avergonzado.

—¿Debería estar avergonzado?

Madrigal parpadeó. Nunca habría imaginado que Brimstone se mofaría de ella. Simplemente pensó que no acudiría a verla, que lo vería por última vez en el balcón del palacio, mientras esperaba su ejecución como los demás.

—Dime qué es lo que has hecho —dijo él.

—Ya sabes lo que he hecho.

—Dímelo tú.

Entonces, se trataba de una burla. Madrigal lo aceptó y comenzó la enumeración.

—Alta traición. Asociación con el enemigo. Poner en peligro la perpetuidad de la raza quimérica y todo por lo que hemos luchado durante mil años…

Brimstone la interrumpió.

—Conozco tu sentencia. Dímelo con tus propias palabras.

Madrigal tragó saliva, tratando de adivinar qué pretendía Brimstone. Titubeó.

—Yo… me enamoré. Yo…

Le lanzó una mirada avergonzada antes de revelarle lo que, hasta entonces, no había contado a nadie.

—Todo empezó en la batalla de Bullfinch. La lucha había terminado. Fue después, durante la recolección de almas. Lo encontré moribundo y lo salvé. Sin saber por qué; parecía la única opción. Más tarde…, más tarde pensé que estábamos destinados para algo —con las mejillas encendidas, susurró—: Para conseguir la paz.

—La paz —repitió Brimstone.

Qué infantil resultaba, considerando dónde se encontraba ahora, haber creído que existía un propósito divino en su amor. Y aun así, qué hermoso había sido. Lo que había compartido con Akiva no podía arrebatárselo la vergüenza. Madrigal alzó la voz para añadir:

—Juntos, imaginamos un nuevo mundo.

Se produjo un largo silencio, durante el que Brimstone la observó. No habría podido soportar su mirada si, de niña, no hubiera jugado a mantener las pupilas fijas en las de él, sin apartarlas. Incluso así, le ardían los ojos cuando él finalmente habló.

—¿Y por eso debería avergonzarme de ti?

El engranaje de la tristeza se detuvo en el interior de Madrigal. Sentía como si se le hubiera helado la sangre. No se atrevía a vislumbrar una esperanza. ¿Qué quería decir Brimstone? ¿Seguiría hablando?

No. Lanzó un suspiro hondo y dijo de nuevo:

—No puedo salvarte.

—Lo… lo sé.

—Yasri te envía esto.

Le acercó un paquete de tela a través de los barrotes, y Madrigal lo cogió. Estaba caliente y olía bien. Lo desenvolvió y vio las galletas en forma de cuerno con las que Yasri la había atiborrado durante años para tratar, en vano, de que engordara. Los ojos se le llenaron de lágrimas.

Las colocó a un lado con cariño.

—Tengo el estómago cerrado —dijo—, pero… ¿le dirás que me las comí?

—Así lo haré.

—Y… a Issa y Twiga —sintió un nudo en la garganta— diles… —tuvo que apretarse de nuevo los labios con los nudillos. No se podía contener. ¿Por qué resultaba mucho más difícil en presencia de Brimstone? Antes de que él llegara, la ira le había dado fuerza.

Aunque todavía no le había transmitido ningún mensaje, él dijo:

—Lo saben, pequeña. Ya lo saben. Y ellos tampoco se avergüenzan de ti.

Ellos tampoco.

Era lo máximo que Brimstone diría, pero era suficiente. Madrigal rompió a llorar. Se apoyó contra los barrotes con la cabeza baja y sollozó, y cuando sintió que Brimstone reposaba la mano sobre su cuello, lloró con más intensidad.

Se quedó con ella. Madrigal sabía que nadie, excepto Brimstone —y el propio caudillo—, podría haber ignorado la orden directa de Thiago de que no recibiera visitas. Tenía poder, pero no lo bastante como para anular la sentencia. El delito de Madrigal era demasiado grave, y su culpabilidad, demasiado obvia.

Después de llorar, se sentía vacía y también… mejor, como si la sal de todas las lágrimas contenidas la hubiera estado envenenando, y por fin se hubiera deshecho de ella. Se recostó contra los barrotes; Brimstone estaba agachado al otro lado. Kishmish empezó a piar suavemente a intervalos regulares, lo que Madrigal sabía que era una combinación de orden y súplica, así que partió trocitos de las galletas de Yasri y se los dio.

—Una merienda en la cárcel —dijo tratando de esbozar una leve sonrisa, que desapareció de forma abrupta.

Ambos lo escucharon al mismo tiempo: un alarido tan espantoso que Madrigal se acurrucó, escondió la cara entre las rodillas y se tapó los oídos con las manos, tratando de ocultarse en la oscuridad, el silencio, la negación de lo que estaba ocurriendo. No funcionó. El grito estaba ya dentro de su cabeza, e incluso después de apagarse, su eco permaneció en su interior.

—¿Quién será el primero? —preguntó a Brimstone.

Sabía a lo que se refería.

—Tú. Ante la mirada del serafín.

Madrigal respondió con una extraña indiferencia.

—Pensé que decidiría lo contrario, y me obligaría a contemplar su muerte.

—Creo —dijo Brimstone con un ligero titubeo— que todavía… no ha acabado con él.

Un leve grito escapó de la garganta de Madrigal. ¿Cuánto tiempo? ¿Cuánto tiempo alargaría Thiago su sufrimiento?

—¿Te acuerdas del hueso de la suerte, cuando era más pequeña? —preguntó Madrigal.

—Lo recuerdo.

—Finalmente pedí un deseo. O… confié en la esperanza, supongo, porque no había verdadera magia en su interior.

—La esperanza es la verdadera magia, pequeña.

Diversas imágenes cruzaron su mente. Akiva con su luminosa sonrisa. Akiva tirado en el suelo y su sangre fluyendo hacia el manantial sagrado. El templo en llamas mientras los soldados se los llevaban a la fuerza y los árboles de réquiem comenzaban a arder, junto con todas las evangelinas que vivían en ellos. Sacó del bolsillo el hueso de la suerte que había llevado al bosquecillo aquella última vez. Estaba intacto. No habían tenido oportunidad de romperlo.

Se lo acercó a Brimstone.

—Toma. Cógelo, pisotéalo, tíralo. No hay esperanza.

—Si yo creyera eso —dijo Brimstone—, no estaría aquí en este momento.

¿Qué significaban esas palabras?

—¿Qué es lo que hago, pequeña, día tras día, sino luchar contra una marea? Y cada ola que se acerca a la orilla penetra más en la arena. No ganaremos, Madrigal. No podemos vencer a los serafines.

—¿Qué? Pero…

—No podemos ganar esta guerra. Siempre lo he sabido. Son demasiado fuertes. La única razón por la que hemos resistido durante tanto tiempo es porque quemamos la biblioteca.

—¿La biblioteca?

—La de Astrae. Era el archivo de los magos seráficos. Los muy locos guardaron todos sus textos en el mismo lugar. Eran recelosos de su poder, y no permitieron hacer copias. No querían que ningún advenedizo los desafiara, así que acapararon todo el conocimiento y tomaron únicamente aprendices a los que pudieran controlar, y los mantuvieron cerca. Ese fue su primer error, acumular todo su poder en un mismo lugar.

Madrigal lo escuchaba, absorta. Brimstone le estaba contando cosas. Historia. Secretos. Casi temerosa de romper el hechizo, preguntó:

—¿Cuál fue su siguiente error?

—Olvidarse de tenernos miedo —permaneció un instante en silencio. Kishmish saltaba entre sus cuernos—. Necesitaban creer que éramos animales, para justificar cómo nos utilizaban.

—Esclavos —susurró Madrigal escuchando la voz de Issa en su cabeza.

—Éramos esclavos para suministrarles dolor. Nosotros éramos el origen de su poder.

—Tortura.

—Se decían a sí mismos que éramos bestias sin sentimientos, como si eso lo justificara todo. Tenían en sus fosos cinco mil bestias que no carecían de sentimientos en absoluto, pero se creyeron su propia mentira. No nos tenían miedo, y eso facilitó todo.

—¿Qué facilitó?

—Destruirlos. La mitad de los guardias ni siquiera entendían nuestra lengua, y se contentaban creyendo que lo que gritábamos en nuestra agonía eran meros gruñidos y bramidos. Eran unos locos, y los matamos a todos, quemamos todo. Sin la magia, los serafines perdieron su supremacía, y durante todos estos años no la han recuperado. Pero lo harán, incluso sin la biblioteca. Tu serafín demuestra que están redescubriendo lo que perdieron.

—Pero… no. La magia de Akiva no es así… —Madrigal pensó en el chal vivo que le había fabricado—. Él nunca la usaría como un arma. Él solo deseaba la paz.

—La magia no es una herramienta para la paz. El precio es demasiado alto. Lo único que me anima a seguir usándola, a seguir recuperando las almas una muerte tras otra, es creer que nos estamos manteniendo vivos hasta… hasta que creemos un mundo nuevo.

Las mismas palabras que había pronunciado Madrigal.

Brimstone se aclaró la garganta. Sonaba como un muerto retorciéndose en su tumba. ¿Sería posible, estaría diciendo que él…?

—Yo también sueño con eso, pequeña.

Madrigal lo contempló extasiada.

—La magia no nos salvará. Sería necesario conjurar tanto poder, que el diezmo de dolor nos destruiría. La única esperanza es… la esperanza —aún tenía el hueso de la suerte en la mano—. No necesitas amuletos para ello, está en tu corazón o en ninguna parte. Y en tu corazón, pequeña, es más fuerte de lo que jamás había visto.

Deslizó el hueso dentro del bolsillo que llevaba en el pecho, se puso en pie y se volvió. El corazón de Madrigal se sobresaltó ante la posibilidad de que la dejara sola.

Pero solo se acercó hasta la pequeña ventana que había en la pared al fondo de la estancia y miró a través de ella.

—Fue Chiro —dijo cambiando abruptamente de tema.

Madrigal lo sabía.

Chiro, que tenía alas para seguirla y se había ocultado entre la arboleda para espiarla.

Chiro, que, como un perro faldero de Thiago, la había traicionado por una palmadita en la cabeza.

—Thiago le prometió aspecto humano —añadió Brimstone—. Como si fuera una promesa que pudiera cumplir.

Estúpida Chiro, pensó Madrigal. Si esa era su esperanza, había elegido un mal aliado.

—No cumplirás su promesa, ¿verdad?

Con mirada sombría, Brimstone replicó:

—Debería esforzarse por no tener que necesitar nunca otro cuerpo. Tengo una hilera de dientes de morena que jamás pensé que me sentiría tentado de utilizar.

¿Dientes de morena? Madrigal no sabía si estaba hablando en serio. Probablemente. Casi sintió pena por su hermana. Casi.

—Pensar que desperdicié diamantes en ella…

—Tú actuaste de forma sincera, aunque ella no te correspondiese. Nunca te arrepientas de tu propia bondad, pequeña. Mantener la sinceridad frente al mal es una muestra de fuerza.

—Fuerza —repitió ella con una ligera sonrisa—. Yo le entregué fuerza, y mira lo que hizo con ella.

Brimstone replicó con desprecio.

—Chiro no es fuerte. Puede que su cuerpo haya sido fabricado con diamantes, pero el alma que alberga en su interior es viscosa, como un molusco húmedo y contraído.

Era una imagen poco agradable, pero parecía adecuada.

—Y fácil de echar a un lado —añadió Brimstone.

Madrigal ladeó la cabeza.

—¿Cómo?

Escucharon sonidos en el pasillo. ¿Venía alguien? ¿Había llegado el momento? Brimstone se dirigió hacia ella.

—El humo de los resucitados —le preguntó de forma rápida y concisa—. ¿Sabes con qué se elabora el incienso?

Madrigal parpadeó. ¿Por qué le hablaba del humo?, no habría para ella. Brimstone la miraba con extremada intensidad. Ella asintió con la cabeza, por supuesto que lo sabía. El incienso llevaba planta de aro y resina de matricaria, romero y asafétida para darle aroma sulfuroso.

—¿Sabes para qué sirve? —dijo Brimstone.

—Proporciona un camino al alma para que llegue hasta el incensario o el cuerpo.

—¿Es mágico?

Madrigal vaciló. Había ayudado a Twiga a hacerlo infinidad de veces.

—No —respondió, distraída por los sonidos del pasillo, que se aproximaban—. Es solo humo. Un mero sendero para el alma.

Brimstone asintió con la cabeza.

—Algo parecido a tu hueso de la suerte. No es mágico, solo un foco de atención para la voluntad —hizo una pausa—. Una voluntad fuerte puede no necesitarlo.

Su mirada la abrasó. Estaba tratando de decirle algo. ¿Qué?

Las manos de Madrigal empezaron a temblar. No lo comprendía, aún, pero algo empezaba a tomar forma, producto de la magia y la voluntad. Humo y hueso.

Los cerrojos de la puerta se descorrieron. El corazón de Madrigal dio un vuelco.

Sus alas se movieron con el inútil aleteo de un ave enjaulada. La puerta se abrió y Thiago apareció enmarcado como en un cuadro. Como siempre, iba vestido de blanco, y Madrigal se dio cuenta por primera vez de por qué utilizaba prendas de ese color: servían de lienzo a la sangre de sus víctimas, y en ese momento su cota aparecía empapada de ella.

De la sangre de Akiva.

El rostro de Thiago se volvió iracundo al ver a Brimstone en la estancia, pero no se arriesgó a iniciar un duelo de voluntades que no podría ganar. Inclinó la cabeza hacia el hechicero y miró a Madrigal.

—Ha llegado el momento —dijo. Su voz era perversamente suave, como cuando se anima a un niño a dormir.

Ella no respondió, luchó por mantenerse en calma. Pero no pudo engañar a Thiago. Su olfato de lobo podía percibir el aroma de su miedo. Sonrió y se volvió hacia los guardias que esperaban órdenes.

—Atadle las manos e inmovilizadle las alas.

—Eso no es necesario —objetó Brimstone.

Los guardias vacilaron.

Thiago dirigió la mirada hacia el resucitador y ambos se observaron, reflejando su enemistad únicamente en el aleteo de la nariz y las mandíbulas apretadas. El Lobo repitió la orden remarcando cada sílaba, y los guardias se apresuraron a cumplirla. Entraron en la celda, sujetaron con dificultad las alas de Madrigal y las aseguraron con pinzas de hierro. Amarrar sus manos resultó más fácil; no se resistió. Una vez que estuvo atada, la empujaron hacia la puerta.

Brimstone guardaba una última sorpresa.

—He designado a una persona para que bendiga la evanescencia de Madrigal —le dijo a Thiago.

Madrigal había supuesto que se le negaría ese ritual sagrado, y aparentemente, Thiago había pensado lo mismo.

El general entrecerró los ojos y dijo:

—Piensas que vas a poder colocar a alguien suficientemente cerca de ella para recoger su alma…

—Chiro —lo interrumpió Brimstone. Madrigal se estremeció—. Me imagino que no pondrás ninguna objeción a que sea ella.

—Está bien —contestó Thiago, y ordenó a los guardias—: Adelante.

Chiro. Era tan profundamente malvado, tan sacrílego, que la persona que había traicionado a Madrigal fuera quien concediera paz a su alma, que por un instante pensó que había malinterpretado todo lo que Brimstone acababa de decirle, que era un último castigo amontonado sobre todos los demás. Luego Brimstone sonrió, con una astuta mueca en su severa boca de carnero. De repente, Madrigal se dio cuenta. Estalló delante de sus ojos.

Algo viscoso como un molusco. Fácil de echar a un lado.

Un nuevo empujón del guardia la obligó a traspasar la puerta, mientras su mente intentaba desentrañar con rapidez aquella idea en el poco tiempo que le quedaba.