VICTORIA Y VENGANZA
—¿Qué te sucede, Mad?
Una semana antes, Madrigal se había encontrado con Chiro en el barracón. Estaba amaneciendo y se había deslizado sigilosamente hasta su litera apenas media hora antes, después de pasar la noche con Akiva.
—¿A qué te refieres?
—¿Es que ya no duermes? ¿Dónde estuviste anoche?
—Trabajando —respondió ella.
—¿Toda la noche?
—Sí, toda la noche. Aunque tal vez me haya quedado dormida un par de horas en la tienda —bostezó.
Se sentía protegida por su mentira, ya que nadie fuera del círculo próximo a Brimstone sabía lo que sucedía en la torre oeste, ni conocía el pasadizo secreto por el que entraba y salía. Y era verdad que había dormido un rato, pero no en la tienda. Se había adormilado acurrucada contra el pecho de Akiva y, al despertar, lo había encontrado contemplándola.
—¿Qué miras? —preguntó con timidez.
—¿Has tenido bonitos sueños? Sonreías mientras dormías.
—Claro que sí. Soy feliz.
Feliz.
Pensó que era eso a lo que Chiro realmente se refería cuando le había preguntado: «¿Qué te sucede?». Madrigal se sentía renovada. Nunca había imaginado la intensidad que podía llegar a adquirir la felicidad. A pesar de su trágica infancia y de la amenaza constante de la guerra, se había considerado, en gran medida, dichosa. Siempre era posible encontrar algo en lo que deleitarse, si se intentaba. Pero esto era diferente. No lo podía contener y, en ocasiones, imaginaba que se derramaba de su interior como luz.
Felicidad. Era el lugar donde la pasión, con todo su brillo y redoble de tambores, se convertía en algo más sosegado: como regresar al hogar, sentirse seguro y disfrutar de los rayos del sol. Era todo eso entretejido con calor y emoción, y brillaba en su interior como si se hubiera tragado una estrella.
Su hermanastra la estaba escrutando en silencio cuando un golpe de trompeta atrajo su atención hacia la ventana. Madrigal se colocó junto a ella y miró a la calle. Su barracón se encontraba detrás de la armería, y divisaban la fachada del palacio en el extremo más alejado del ágora. Del muro colgaba el pendón del caudillo, una gran banderola de seda con sus armas —cuernos de los que brotaban hojas, en referencia a la llegada de una nueva era— que indicaba cuándo estaba en la ciudad; vieron cómo a su lado se desplegaba otro pendón. Estaba blasonado con un lobo blanco, y aunque se encontraba demasiado alejado para leer su lema, Madrigal y Chiro lo conocían bien.
Victoria y venganza.
Thiago había regresado a Loramendi.
Chiro agitó las manos con excitación y tuvo que aferrarse al alféizar. Madrigal contempló la emoción de su hermana, mientras ella luchaba contra la hiel que le subía a la garganta. Había considerado la marcha de Thiago y su ausencia como una señal —del destino, conspirando por su felicidad—. Pero entonces ¿qué significaba su regreso? Sintió la imagen de aquel pendón como un jarro de agua helada. No podía apagar su felicidad, pero hizo que ella sintiera deseos de rodearla y protegerla.
Madrigal se estremeció.
Chiro se dio cuenta.
—¿Qué sucede? ¿Estás asustada?
—Asustada no —contestó Madrigal—, solo preocupada de haberlo ofendido al desaparecer como lo hice.
Había asegurado que, después de beber demasiado vino de hierba y atenazada por los nervios, se había escondido en la catedral, donde se había quedado dormida. Estudió la expresión de su hermana y preguntó:
—¿Estaba… muy enfadado?
—A nadie le gusta que lo rechacen, Mad.
Tomó aquella respuesta por un sí.
—¿Piensas que todo se ha acabado? ¿Que ya no querrá saber nada de mí?
—Hay una manera de asegurarte —contestó Chiro. Estaba bromeando, seguramente, pero sus ojos brillaban—. Podrías morirte —sugirió— y resucitar fea. Entonces te dejaría tranquila.
Madrigal debería haber sospechado en ese momento —para tener cuidado, al menos—, pero su alma no albergaba ninguna malicia. Su confianza fue su perdición.