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RESUCITADA

—Akiva —suspiró Karou con todo su ser.

Habían transcurrido apenas unos segundos desde que habían roto el hueso de la suerte; sin embargo, en ese lapso había recuperado las vivencias de años. Diecisiete años hacía que Madrigal había muerto. Todo lo que había sucedido desde entonces era otra vida, pero seguía siendo la suya. Ella era Karou y Madrigal. Era humana y quimérica.

Era una resucitada.

En su interior algo estaba sucediendo: una rápida concrescencia de recuerdos, dos conciencias que en realidad eran una, uniéndose como dedos entrelazados.

Miró sus hamsas y comprendió lo que Brimstone había hecho. Desafiando la sentencia de evanescencia dictada por Thiago, había logrado recoger su alma de algún modo. Y como no podía resucitarla en su propio mundo, le había regalado una vida en otro, en secreto. ¿Cómo había separado los recuerdos de su alma? Había tomado su vida como Madrigal para guardarla en el hueso de la suerte, y salvarla para ella.

Recordó lo que Izîl le había contado la última vez que lo vio, cuando le ofreció dientes de niño y ella los rechazó.

Una vez —había dicho, y ella no lo había creído—. Hubo una vez que me pidió unos cuantos.

Ahora sabía que era cierto.

Los resucitados estaban destinados a la guerra; sus cuerpos se creaban siempre adultos, a partir de dientes maduros. Sin embargo, Brimstone la había resucitado como un bebé, un bebé humano, la había bautizado esperanza y le había regalado toda una vida, alejada de la guerra y la muerte. Un cariño dulce, profundo, intenso la invadió. Le había concedido una infancia, un mundo. Deseos. Arte. E Issa, Yasri y Twiga lo habían sabido y habían ayudado; la habían escondido. La habían querido. Muy pronto los vería de nuevo, y no se mantendría alejada de Brimstone como siempre hacía, intimidada por su brusquedad y su monstruosa apariencia física. Lo rodearía con los brazos y le diría, finalmente, gracias.

Levantó la vista de sus palmas —de un asombro a otro— y vio a Akiva delante de ella. Permanecía quieto a los pies de la cama en la que, solo un momento antes, se habían abandonado a la pasión, muy juntos, y Karou comprendió que la intensa plenitud que había sentido surgía de lo que había compartido con él en otro cuerpo, en otra vida. Se había enamorado dos veces de él. Ahora lo amaba con dos corazones, y dominar aquella sensación resultaba casi insoportable. Lo contempló a través de un prisma de lágrimas.

—Escapaste —dijo Karou—. Sobreviviste.

Se levantó de la cama, se dirigió hacia él y se abalanzó contra la solidez recordada de su cuerpo, su calor.

Akiva vaciló un instante, pero sus brazos la rodearon, con fuerza. No decía nada, solo la abrazaba contra su cuerpo, balanceándose. Karou sintió que temblaba, llorando, con los brazos apretados sobre su pelo.

—Conseguiste escapar —repitió sollozando, pero ahora riendo también—. Estás vivo.

—Estoy vivo —susurró él, con voz ahogada—. Tú estás viva. Nunca lo supe. Todos estos años, nunca pensé…

—Estamos vivos —dijo Karou, aturdida.

El asombro creció en su interior, y sintió como si su leyenda se hubiera convertido en realidad. Tenían un mundo; estaban en él. Este lugar que Brimstone le había dado era la mitad de su hogar, y la otra mitad estaba esperando al otro lado de un portal en el cielo. Podían disfrutar de ambos, ¿no era así?

—Te vi morir —dijo Akiva, desamparado—. Karou… Madrigal… Mi amor.

Sus ojos, su expresión. Parecía el mismo que diecisiete años atrás, arrodillado, obligado a contemplar la muerte de Madrigal.

—Te vi morir —dijo de nuevo.

—Lo sé —lo besó con ternura, rememorando el terror de su alarido—. Lo recuerdo todo.

Igual que él.

El verdugo encapuchado: un monstruo. El lobo y el caudillo, que miraban desde su balcón, y la multitud, con su tumulto de patadas, sus gritos y su sed de sangre: todos monstruos que ridiculizaban el sueño de paz que Akiva había alimentado desde Bullfinch. Porque uno de ellos había enternecido su corazón había creído a todos merecedores de ese sueño.

Y allí estaba ella —la única; la suya—, con grilletes y con las alas inmovilizadas y cruelmente deformadas, y el sueño se desvaneció. Así trataban a los suyos. Su hermosa Madrigal, grácil incluso en aquel momento.

Contempló con impotencia y terror cómo se arrodillaba, cómo colocaba la cabeza sobre el tajo. Imposible, gritó el corazón de Akiva. Aquello no podía suceder. El destino, el misterio que los había apoyado siempre… ¿dónde estaba ahora? Veía el cuello de Madrigal, estirado e indefenso, su suave mejilla contra la abrasadora roca negra, y el hacha, levantada y dispuesta a caer.

De su garganta brotó un alarido que salió a zarpazos, desgarrándolo por dentro. Despedazó y destrozó su interior, provocando dolor, un dolor que trató de recoger para convertirlo en magia, pero estaba demasiado débil. El Lobo se había ocupado de ello: incluso en ese momento, Akiva estaba rodeado por guardias resucitados con sus hamsas dirigidas hacia él, lanzándole su poder debilitador. Aun así lo intentó, y la multitud se balanceó al notar que el suelo se movía bajo sus pies. El patíbulo vibró y el verdugo tuvo que dar un paso para guardar el equilibrio, pero no fue suficiente.

El esfuerzo rompió los vasos sanguíneos de sus ojos, pero siguió gritando. Lo intentó.

Un destello iluminó el hacha al descender y Akiva cayó de bruces. Estaba destrozado, vacío. El amor, la paz, el milagro: habían desaparecido. La esperanza, la compasión: también.

Lo único que quedaba era la venganza.

El hacha era grande y brillante, como una luna que caía desde el cielo. Golpeó, y Madrigal abandonó su cuerpo.

Sintió cómo se separaba de su carne.

Todavía estaba allí. Existía, mas no de forma corpórea. No quería ver la caída de su cabeza, pero no pudo evitarlo. Los cuernos golpearon la plataforma en primer lugar, con estrépito, y luego la carne, con un infame ruido sordo. Los cuernos evitaron que la cabeza rodara.

Desde su nuevo y extraño mirador por encima de su cuerpo, lo vio todo. No pudo hacer otra cosa. Los ojos formaban parte del cuerpo, con su capacidad de seleccionar lo que miraban y párpados para cerrarse. Ahora carecía de ellos. Lo veía todo, sin ninguna barrera física que se interpusiera entre ella y el aire que la rodeaba. Percibía una especie de imagen desenfocada, en todas direcciones al mismo tiempo, como si todo su ser fuera un ojo, aunque envuelto en bruma. El ágora, la odiosa muchedumbre. Y en la plataforma situada frente a la suya, el grito de Akiva creando todavía turbulencias en el aire, a su alrededor: Akiva arrodillado, caído de bruces y deshecho en lágrimas.

Por debajo de ella vio su propio cuerpo, decapitado. Se ladeó y se desplomó. Todo había acabado. Madrigal se sentía amarrada a él. Era lo esperado; sabía que las almas permanecían en sus cuerpos varios días antes de empezar a desvanecerse. Los resucitados cuyas almas habían sido recuperadas al borde de la evanescencia relataban que habían sentido como una marea que los arrastraba.

Thiago había ordenado que su cuerpo permaneciera en la plataforma, bajo vigilancia, para que se descompusiera y nadie pudiera recoger su alma. Se lamentó del trato que estaba recibiendo su cuerpo. Por mucho que Brimstone considerara los cuerpos como «envoltorios», ella amaba la piel que la había recubierto a lo largo de su vida, y deseaba que su final fuera más respetuoso, pero no podía hacer nada, y de todas maneras, no pretendía permanecer allí para contemplar su deterioro. Tenía otros planes.

No estaba segura de que la idea a la que se aferraba pudiera llevarse a cabo. Disponía únicamente de un indicio para seguir adelante, pero lo envolvió con toda su voluntad, su anhelo y su pasión. Todo lo que Akiva y ella habían soñado, ahora frustrado, lo dirigió hacia ese único y último acto: iba a liberarlo.

Para tal fin, necesitaría un cuerpo. Ya había elegido uno. Era magnífico; lo había fabricado ella misma.

Y había utilizado incluso diamantes.