56

LA INVENCIÓN DE LA VIDA

Érase una vez un tiempo en el que solo existía oscuridad, y había monstruos grandes como mundos que deambulaban por ella. Eran los gibborim, que amaban las sombras porque escondían su horroroso aspecto. Dondequiera que otra criatura lograba crear luz, ellos la extinguían. Cuando las estrellas nacían, se las tragaban, y parecía que la oscuridad sería eterna.

Pero una raza de bravos guerreros escuchó hablar de los gibborim y viajó desde su lejano mundo para enfrentarse a ellos. La batalla entre la luz y la oscuridad fue larga, y muchos de los guerreros perecieron. Al final, cuando derrotaron a los monstruos, quedaban cien guerreros vivos, que se convirtieron en los dioses estrella y trajeron la luz al universo.

Ellos crearon el resto de las estrellas, incluido nuestro sol, y ya no hubo más oscuridad, solo luz infinita. Tuvieron hijos a su imagen y semejanza —los serafines— y los enviaron a llevar la luz a los mundos que giraban en el espacio, y todo fue bondad. Pero un día, el último de los gibborim, llamado Zamzumin, los persuadió de que las sombras eran necesarias, que harían la luz más brillante con su contraste, y por eso los dioses estrella crearon las sombras.

Pero Zamzumin era un embaucador. Necesitaba solo una brizna de oscuridad para comenzar a trabajar. Insufló vida a las sombras, y al igual que los dioses estrella habían hecho a los serafines a su propia imagen, Zamzumin creó a las quimeras a la suya, y por eso tenían un aspecto horroroso. A partir de entonces, los serafines lucharían del lado de la luz, y las quimeras, del de la oscuridad, y serían enemigos hasta el fin del mundo.

Madrigal rió medio dormida.

—¿Zamzumin? ¿Qué nombre es ese?

—No me preguntes a mí. Es tu antepasado.

—Sí, claro. El feo tío Zamzumin, que me creó a partir de una sombra.

—Una horrible sombra —añadió Akiva—. Lo que explica tu horrorosa apariencia.

Ella rió de nuevo, pesada y perezosa.

—Siempre me había preguntado de quién lo habría heredado. Ahora lo sé. Mis cuernos vienen de mi familia paterna, y mi horrible aspecto de mi enorme, malvado y monstruoso tío —tras una pausa, mientras Akiva le acariciaba el cuello, ella añadió—: Me gusta más mi historia. Prefiero estar hecha de lágrimas que de oscuridad.

—Ninguna es muy alegre —dijo Akiva.

—Es cierto. Necesitamos un mito más divertido. Vamos a inventar uno.

Estaban tendidos y abrazados sobre sus ropas, que habían extendido en la musgosa orilla de un riachuelo que brotaba detrás del templo de Ellai. Las dos lunas se habían deslizado más allá de la cubierta de árboles, y las evangelinas iban enmudeciendo a la vez que las flores de réquiem cerraban sus capullos blancos. En breve, Madrigal tendría que marcharse, pero ambos alejaban de sus mentes aquel pensamiento, como si pudieran evitar que amaneciera.

—Érase una vez… —comenzó Akiva, pero su voz se apagó cuando sus labios rozaron el cuello de Madrigal—. Mmm, azúcar. Pensé que la había recogido toda. Tendré que revisar por todas partes.

Madrigal se retorció, riendo sin poder contenerse.

—¡No, no, me haces cosquillas!

Akiva lamió de nuevo su cuello provocándole más que un cosquilleo, un estremecimiento, y Madrigal dejó de protestar.

Tardaron algún tiempo en retomar su nuevo mito.

—Érase una vez —murmuró Madrigal más tarde, con la cara apoyada en el pecho de Akiva de modo que su cuerno izquierdo rodeaba el rostro de él y le permitía apoyar la frente— un mundo perfecto que estaba lleno de pájaros y criaturas rayadas y cosas hermosas como azucenas de miel y estrellas y comadrejas…

¿Comadrejas?

—Calla. Y ese mundo ya tenía luces y sombras, por lo que no necesitaba estrellas bribonas que vinieran a salvarlo, y tampoco le hacían falta soles sangrantes ni lunas lloronas, y lo más importante, nunca había conocido la guerra, que es algo terrible e inútil que ningún mundo necesita. Tenía tierra y agua, aire y fuego, los cuatro elementos; sin embargo, le faltaba el último, el amor.

Akiva tenía los ojos cerrados. Sonreía mientras escuchaba, al tiempo que acariciaba la suave pelusilla que cubría la cabeza de Madrigal y recorría los anillos de sus cuernos.

—Así que ese paraíso era como un joyero sin una joya. Y allí estaba, día tras día, con sus amaneceres rosados, sonidos de criaturas y perfumes extraños, en espera de que los amantes lo encontraran y lo llenaran con su felicidad —hizo una pausa—. Fin.

—¿Fin? —Akiva abrió los ojos—. ¿Qué quieres decir con fin?

—La historia está inacabada. El mundo sigue esperando —respondió ella mientras rozaba su mejilla contra la dorada piel del pecho de Akiva.

—¿Sabes cómo encontrarlo? Podemos marcharnos antes de que salga el sol —dijo él con nostalgia.

El sol. Madrigal detuvo los labios en su nuevo recorrido hacia el hombro de Akiva, el que mostraba la cicatriz que recordaba su primer encuentro en Bullfinch. Pensó en cómo podría haberlo dejado sangrando, o peor, haber acabado con él, pero algo ineluctable la había detenido de modo que ahora pudieran estar allí. Y la idea de separarse, vestirse, marcharse, le provocó una renuencia tan fuerte que le resultó dolorosa.

Sintió temor también, a lo que su desaparición pudiera haber provocado en Loramendi. Una imagen de Thiago enfadado se inmiscuyó en su felicidad, y ella la alejó, pero no había posibilidad de detener el amanecer.

—Tengo que irme —dijo con profunda tristeza.

—Lo sé —respondió él.

Madrigal levantó la cabeza de su hombro y descubrió que la desdicha de Akiva se igualaba a la suya. Él no preguntó: «¿Qué vamos a hacer?»; ella tampoco. Más adelante hablarían de esas cosas; en ese primer encuentro, se sentían cohibidos ante el futuro y, por todo lo que habían sentido y descubierto durante la noche, todavía tímidos el uno con el otro.

Madrigal alcanzó el colgante que llevaba en torno al cuello.

—¿Sabes qué es esto? —le preguntó al tiempo que desataba el cordón.

—¿Un hueso?

—Bueno, sí. Es un hueso de la suerte. Cada uno coloca un dedo alrededor de una punta, así, y entonces pedimos un deseo y tiramos. El que se quede con el trozo más grande verá cumplido su deseo.

—¿Es magia? —preguntó Akiva sentándose—. ¿De qué pájaro proceden estos huesos que producen magia?

—No, no es magia. En realidad, los deseos no se cumplen.

—Entonces, ¿por qué hacerlo?

Ella se encogió de hombros.

—¿Esperanza? La esperanza puede ser muy poderosa. Tal vez no haya verdadera magia en el hueso, pero cuando sabes qué es lo que anhelas y lo mantienes como una luz dentro de ti, puedes hacer que las cosas sucedan, casi como magia.

—¿Y qué es lo que deseas?

—Se supone que no debes decirlo. Ven, pide un deseo conmigo.

Madrigal levantó el hueso de la suerte.

Había colocado el hueso en un cordón en parte por capricho y en parte por insolencia. Fue cuando tenía catorce años; llevaba cuatro al servicio de Brimstone y había comenzado también su adiestramiento para la batalla, y se sentía llena de fuerza. Una tarde, había entrado en la tienda mientras Twiga estaba sacando de sus moldes lucknows recién acuñados, y le había suplicado uno.

Brimstone no le había mostrado aún cuál era la cruda realidad de la magia y el diezmo de dolor, y todavía consideraba que pedir deseos era una diversión. Cuando se lo negó —como siempre hacía, a excepción de los scuppies, para cuya creación solo se necesitaba un pellizco de dolor—, sufrió una breve pero intensa rabieta en un rincón. Ahora ni siquiera sabía qué deseo había sido de tal importancia para sus catorce años, pero recordaba perfectamente cómo Issa había extraído un hueso de los restos de la cena —urogallo salvaje en salsa— y la había confortado con la leyenda humana del hueso de la suerte.

Issa conocía numerosas historias humanas, y fue ella quien despertó en Madrigal la fascinación por esa raza y su mundo. Desafiando a Brimstone, tomó el hueso y convirtió la petición del deseo en un verdadero espectáculo.

—¿Eso es todo? —preguntó Brimstone cuando escuchó el insignificante deseo que había provocado su pataleta—. ¿Habrías gastado un deseo en eso?

Madrigal e Issa estaban a punto de romper el hueso, pero se detuvieron.

—Tú no eres tonta, Madrigal —dijo Brimstone—. Si hay algo que deseas, persíguelo. La esperanza tiene poder. No la malgastes en cosas sin sentido.

—Está bien —respondió ella sujetando el hueso de la suerte en la mano—. Lo guardaré hasta que mi esperanza satisfaga tus elevadas expectativas.

Lo colocó en un cordón. Durante semanas, formuló en voz alta deseos ridículos que luego simulaba sopesar.

«Desearía distinguir sabores con los pies como las mariposas».

«Desearía que los escorpiones-ratón pudieran hablar. Estoy segura de que saben los mejores cotilleos».

«Desearía que mi pelo fuera azul».

Pero no rompió el hueso. Lo que había comenzado como rebeldía infantil se convirtió en algo distinto. Las semanas se convirtieron en meses, y cuanto más tiempo pasaba sin romper el hueso de la suerte, más importante le parecía que, cuando lo hiciera, el deseo —la esperanza, más bien— debería ser digno de ella.

En el bosquecillo de réquiems, con Akiva, llegó por fin ese momento.

Madrigal pensó su deseo mirando a los ojos de Akiva, y tiró. El hueso se rompió limpiamente por la mitad, y los trozos, al compararlos entre sí, eran exactamente del mismo tamaño.

—Vaya. No sé qué significa esto. Tal vez que los dos vamos a ver cumplidos nuestros deseos.

—Tal vez que hemos deseado lo mismo.

A Madrigal le gustó pensar que así era. Aquella primera vez, su deseo fue sencillo, concreto y apasionado: volver a verlo otra vez. Creer que así sería era lo único que podía ayudarla a marcharse.

Se levantaron de la ropa arrugada. Madrigal tuvo que embutirse de nuevo en el vestido de noche como una serpiente que regresa a su piel mudada. Entraron en el templo y bebieron agua del manantial sagrado que brotaba de una fuente en el suelo. Madrigal se salpicó también la cara, rindió un silencioso homenaje a Ellai para que protegiera su secreto y prometió llevar velas cuando regresara.

Porque, por supuesto, regresaría.

Separarse fue casi un drama, una exagerada imposibilidad física —alejarse volando y dejar allí a Akiva— cuya dificultad no habría imaginado antes de aquel momento. Regresó una y otra vez en busca de un último beso. Sentía una extraña sensación en los labios y se imaginaba ruborizada por la evidencia de cómo había pasado la noche.

Finalmente, alzó el vuelo, arrastrando la máscara por uno de sus largos cordones como un pájaro que la acompañaba en su aleteo. Debajo de ella, avanzaba la tierra tocada por el amanecer en el camino de vuelta a Loramendi.

La ciudad permanecía tranquila tras la celebración, envuelta en el olor acre y la bruma de los fuegos artificiales. Entró por un pasadizo secreto a la catedral subterránea. La magia de Brimstone que bloqueaba las puertas permitía que Madrigal las abriera con su voz, y no había guardias que la vieran entrar.

Fue sencillo.

Aquel primer día se notaba vacilante, cautelosa, por no saber lo que había sucedido en su ausencia, o qué cólera le estaría esperando. Sin embargo, las parcas seguían tejiendo sus hilos insondables, y un espía acudió esa mañana desde la costa de Mirea con noticias del avance de los galeones seráficos, así que Thiago abandonó Loramendi casi a la vez que Madrigal regresaba a la ciudad.

Chiro le preguntó dónde había estado y ella respondió con una mentira vaga, y a partir de ese momento la actitud de su hermana hacia ella cambió. Madrigal la sorprendería observándola de un modo extraño e inexpresivo, y Chiro trataría de ocuparse en algo como si no hubiera estado mirándola. También la veía menos, en parte porque Madrigal se encontraba sumergida en su nuevo y secreto mundo, y en parte porque Brimstone necesitaba su ayuda en aquella época, por lo que estaba excusada del resto de sus tareas. Su batallón no fue movilizado en respuesta a los movimientos de la tropa seráfica, y ella pensó, irónicamente, que debía agradecérselo a Thiago. Sabía que la había mantenido alejada de cualquier potencial peligro que pudiera arrebatarle su «pureza» antes de que tuviera la oportunidad de casarse con ella. Tal vez no dispuso de tiempo suficiente para dar la contraorden antes de su partida.

Así que Madrigal pasaba sus días en la tienda y en la catedral con Brimstone, enfilando dientes y creando cuerpos, y sus noches —tantas como pudo— junto a Akiva.

Ofreció a Ellai velas y conos de frangible, la especia favorita de la luna, y llevó a escondidas alimentos adecuados para los amantes, que comían con los dedos después de hacer el amor. Caramelos de miel, bayas de pecado y pájaros asados para sus voraces apetitos, sin olvidar nunca retirar de la pechuga el hueso de la suerte. También tenían vino en estilizadas botellas y diminutas copas labradas en cuarzo, que enjuagaban en el manantial sagrado y guardaban en el altar del templo para la siguiente ocasión.

Con cada hueso de la suerte, en cada despedida, deseaban otro día juntos.

Madrigal pensaba a menudo, mientras trabajaba en silencio en presencia de Brimstone, que él sabía lo que estaba haciendo. Se sentía descubierta, atravesada por aquellos ojos dorado verdoso, y se decía a sí misma que no podía continuar así, que debía terminar con aquella locura. Una vez, mientras volaba hacia el bosquecillo de réquiems, incluso ensayó lo que le diría a Akiva, pero lo olvidó tan pronto como lo vio, dejándose envolver por la alegría en el lugar que habían convertido en el mundo de su leyenda —el paraíso en espera de amantes que lo llenaran de felicidad.

Y lo colmaron con su felicidad. Durante un mes de noches robadas y alguna tarde radiante en la que Madrigal pudo escapar de Loramendi por el día, ahuecaron las alas en torno a su amor y crearon un mundo propio, aunque ambos sabían que no era tal, sino un mero escondite, que es algo muy diferente.

Después de varios encuentros, cuando empezaban a conocerse perfectamente el uno al otro, con el ansia que muestran los amantes por saberlo todo —con la palabra y el tacto, cada recuerdo y pensamiento, cada aroma y murmullo—, cuando toda la timidez los había abandonado, se enfrentaron al futuro: existía, y no podían pretender lo contrario. Ambos sabían que aquello no era vida, especialmente para el serafín, que solo veía a Madrigal y pasaba los días durmiendo como las evangelinas y ansiando la llegada de la noche.

Akiva le confesó que era bastardo del emperador, uno entre muchos nacidos para matar, y le relató el día en que los guardias habían acudido al harén a arrancarlo de los brazos de su madre. Cómo ella se lo había permitido, como si no fuera su hijo, sino un tributo que se ha de pagar. Cómo odiaba a su padre por criar hijos destinados a morir. Madrigal pudo notar que se culpaba a sí mismo por ser uno de ellos.

Madrigal acarició las cicatrices de sus nudillos e imaginó a las quimeras representadas por cada línea. Se preguntó cuántas de aquellas almas habrían sido recuperadas, y cuántas se habrían perdido.

Madrigal no contó a Akiva el secreto de la resurrección, y cuando él le preguntó por qué no llevaba los ojos tatuados en las palmas de las manos, inventó una mentira. No podía hablarle de los resucitados. Era algo demasiado grande, demasiado atroz, sobre lo que descansaba el destino de su raza, y no podía compartirlo, ni siquiera para aliviar su sensación de culpabilidad por haber matado a todas aquellas quimeras. En lugar de eso, besó aquellas marcas.

—La guerra es lo único que nos han enseñado —había susurrado ella—, pero hay otras formas de vivir. Podemos encontrarlas, Akiva. Podemos inventarlas. Este es el principio, aquí.

Madrigal acarició el pecho de Akiva y sintió una oleada de amor por el corazón que impulsaba su sangre, por su suave piel y sus cicatrices, y por aquella ternura tan poco propia de un soldado. Le tomó la mano, la presionó contra su pecho y afirmó:

Nosotros somos el principio.

Empezaron a creer que podía ser así.

Akiva le contó que en los dos años transcurridos desde Bullfinch no había matado a ninguna quimera.

—¿Es cierto eso? —preguntó ella sin poder creerlo.

—Tú me mostraste que se puede elegir no matar.

Madrigal bajó la mirada hacia sus manos y confesó:

Yo sí he matado serafines desde aquel día.

Akiva la tomó de la barbilla y levantó su rostro hacia él.

—Pero al salvarme, me cambiaste, y estamos aquí gracias a aquel instante. Antes, ¿habrías pensado que fuera posible?

Ella negó con la cabeza.

—¿No piensas que otros también podrían cambiar?

—Algunos —contestó ella pensando en sus compañeros, en sus amigos, en el Lobo Blanco—. Pero no todos.

—Primero unos pocos, y luego más.

Primero unos pocos, y luego más. Madrigal asintió, y juntos imaginaron una vida diferente, no solo para ellos, sino para todas las razas de Eretz. Y durante aquel mes en que se ocultaron y se amaron, soñaron e imaginaron, creyeron que también aquello estaba planeado: que eran las semillas de un propósito mayor y misterioso. Desconocían si era cosa de Nitid, de los dioses estrella o de algo distinto, pero sentían que una poderosa fuerza anidaba en su interior para traer la paz al mundo.

Eso fue lo que desearon aquella noche cuando rompieron el hueso de la suerte. Sabían que no podían ocultarse en el bosque de réquiems y soñar despiertos para siempre. Había trabajo que hacer; estaban empezando simplemente a convertir su deseo en realidad, pero con tanta esperanza que podrían haber conseguido milagros —haber iniciado un cambio— si no los hubieran traicionado.