54

PLANEADO

—Mi señor.

Madrigal notó la garganta seca y sus palabras sonaron ásperas, como un susurro gutural.

Nwella y Chiro se apresuraron a colocarse detrás de ella, y Thiago esbozó una sonrisa lobuna, con las puntas de los colmillos visibles entre sus carnosos labios rojos. Su mirada era descarada y no se dirigía a los ojos de Madrigal, sino más abajo, sin ningún esfuerzo por resultar sutil. Madrigal notó que la piel comenzaba a arderle al tiempo que el corazón se le enfriaba, y se inclinó en una reverencia. Deseó no tener que levantarse y enfrentarse a los ojos de Thiago jamás, pero debía hacerlo.

—Estás hermosa esta noche —dijo él.

No habría sido necesario que Madrigal se preocupara por toparse con sus ojos. Si ella no hubiera tenido cabeza, él no se habría dado ni cuenta. La forma en que contemplaba su cuerpo con aquel vestido de noche le dio ganas de cruzar los brazos sobre el pecho.

—Gracias —respondió luchando contra aquel impulso. Lo esperado era que devolviera el cumplido, así que dijo simplemente—: Igual que vos.

Él levantó los ojos con expresión divertida.

¿Yo estoy hermoso?

Ella inclinó la cabeza.

—Como un lobo en invierno, mi señor.

Su respuesta agradó a Thiago. Parecía relajado, casi perezoso, y tenía los párpados pesados. Madrigal apreció que estaba completamente seguro de conseguirla. No iba buscando un gesto; no albergaba ni la más mínima duda. Thiago conseguía lo que quería. Siempre.

¿Lo haría también esa noche?

Sonó una nueva melodía, y él ladeó la cabeza tratando de reconocerla.

—Una emberlina —dijo—. ¿Señora?

Ofreció su brazo a Madrigal, que se quedó inmóvil como un animal acorralado.

Si tomaba aquel brazo, ¿significaba que ya estaba hecho, que lo aceptaba?

Pero rechazarlo sería el mayor de los desaires; lo avergonzaría, y nadie avergonzaba al Lobo Blanco.

Era una invitación a bailar; sin embargo, la sentía como una trampa; Madrigal permaneció quieta demasiado tiempo. En ese intervalo, la mirada de Thiago se agudizó. Su letargo indulgente desapareció para ser sustituido por…, no estaba segura. El nuevo sentimiento no pudo tomar forma. Incredulidad, quizá, que habría dado paso a una furia fría como el hielo de no ser por Nwella, que, presa del pánico, puso su mano en la espalda de Madrigal y la empujó.

Propulsada de ese modo, Madrigal dio un paso, y ya no pudo echarse atrás. Sin embargo, no tomó el brazo de Thiago, más bien colisionó con él. Thiago colocó el brazo de Madrigal bajo el suyo, con gesto posesivo, y la condujo hacia el baile.

Y seguramente, como todo el mundo pensaba, hacia su futuro.

La agarró por la cintura, que era la postura correspondiente para la emberlina, en la que los hombres levantaban a las damas como ofrendas al cielo. Las manos de Thiago rodeaban casi por completo su delgado talle, con las zarpas contra su espalda desnuda. Madrigal sentía la punta de cada uña en la piel.

Intercambiaron algunas palabras —Madrigal tal vez se interesara por la salud del caudillo, y Thiago debió de contestar, pero ella habría sido incapaz de repetir lo que se dijeron—. Era como un envoltorio azucarado del que había escapado su mente.

¿Qué había hecho? ¿Qué era lo que acababa de hacer?

No podía engañarse pensando que aquello era fruto de un instante y del leve empujón de Nwella. Ella había permitido que la vistieran de aquel modo; había acudido hasta allí; era consciente de lo que le esperaba. Tal vez no reconociera que sabía lo que estaba haciendo, pero por supuesto que lo intuía. Se había dejado llevar por la certeza de los demás. Había sentido una punzante satisfacción al ser elegida…, envidiada. Ahora se avergonzaba de ello, y del modo en que había acudido allí esa noche, dispuesta a interpretar el papel de novia temblorosa y a aceptar a un hombre al que no amaba.

Pero… ella no lo había aceptado, y pensó que no lo haría. Algo había cambiado.

Nada ha cambiado, se reprendió a sí misma. De hecho, el amor es un elemento. La aparición del ángel, ¡el riesgo corrido!, todo aquello le asombraba, pero no cambiaba nada.

¿Y dónde estaba él ahora? Cada vez que Thiago la levantaba, miraba a su alrededor, pero no vio ninguna máscara de caballo ni de tigre. Esperaba que se hubiera marchado y estuviera a salvo.

Thiago, que hasta ese momento había parecido satisfecho con lo que sus manos tocaban, debió de sentir que no estaba monopolizando su atención. Al bajarla de uno de los saltos, la dejó resbalar a propósito para tener que sujetarla contra su cuerpo. De la impresión, las alas de Madrigal se abrieron espontáneamente, como velas desplegadas al viento.

—Mis disculpas, señora —dijo Thiago, y la descendió hasta que sus pezuñas tocaron el suelo de nuevo, pero no relajó el abrazo.

Madrigal notó la rígida superficie de aquel musculoso pecho contra el suyo. Tuvo que luchar contra el pánico que sentía para evitar escapar de sus brazos; sin embargo, le resultó difícil plegar de nuevo las alas, cuando lo que realmente deseaba era remontar el vuelo.

—Ese vestido ¿está fabricado con sombras? —preguntó el general—. Apenas puedo notarlo entre mis dedos.

No será porque no lo hayas intentado, pensó Madrigal.

—¿Tal vez sea el reflejo del cielo nocturno —sugirió él— recogido de un estanque?

Ella supuso que trataba de ser poético. Erótico, incluso. Por respuesta, y con tan poco erotismo como le fue posible —más bien como si se quejara de una mancha que no se quitara—, Madrigal dijo:

—Sí, mi señor. Fui a darme un chapuzón, y el reflejo se me quedó pegado.

—Entonces, podría deslizarse como el agua en cualquier momento. Me pregunto qué llevarás debajo de él, si es que llevas algo.

Y esto es un cortejo, pensó Madrigal. Se ruborizó y se alegró de llevar la máscara, que solo dejaba al descubierto sus labios y la barbilla. Optó por no referirse al asunto de su ropa interior.

—Es más resistente de lo que parece, os lo aseguro —respondió.

Madrigal no pretendía que sus palabras sonaran como un desafío, pero él las interpretó como tal. Alzó la mano hasta los delicados hilos que como una sutil telaraña aseguraban el vestido en torno al cuello de Madrigal, y dio un tirón rápido y firme. Cedieron fácilmente a sus zarpas, y ella ahogó un grito de sorpresa. El vestido se mantuvo en su sitio, pero con un puñado de sus frágiles tirantes rotos.

—O quizá no tan resistente —dijo Thiago—. No os preocupéis, señora. Yo os ayudaré a sujetarlo.

Thiago colocó su mano sobre el corazón de Madrigal, justo encima de su pecho, y ella tembló. Estaba furiosa por temblar. Ella era Madrigal de los Kirin, no una flor movida por el viento.

—Sois muy amable, mi señor —replicó desembarazándose de la mano de Thiago al dar un paso hacia atrás—. Pero ha llegado el momento de cambiar de pareja. Tendré que arreglármelas yo misma con el vestido.

Nunca se había sentido tan contenta de cambiar de pareja. En esa ocasión le tocó bailar con un toro-alce sin ninguna gracia que estuvo a punto de pisarle las pezuñas más de una vez. Apenas se dio cuenta.

Una manera distinta de vivir, pensó, y aquellas palabras se superpusieron como un mantra a la melodía de la emberlina. Una manera distinta de vivir, una manera distinta de vivir.

Se preguntó dónde estaría en ese momento el ángel. La ansiedad la invadió intensamente, llena de sabor, como el chocolate cuando se deshacía en su boca.

Antes de que se diera cuenta, el toro-alce la estaba devolviendo a Thiago, que la agarró con fuerza y la atrajo hacia su cuerpo.

—Os he echado de menos —dijo—. Cualquier otra dama resulta vulgar a vuestro lado.

Le hablaba con tono sensual, pero ella solo podía pensar en lo burdas, en lo artificiales que sonaban aquellas palabras comparadas con las del ángel.

Dos veces la entregó Thiago a otras parejas, y otras dos regresó a sus brazos. Cada vez resultaba más insoportable que la anterior, lo que la hacía sentir como una fugitiva devuelta a su hogar contra su voluntad.

Cuando, al ser entregada a la siguiente pareja, sintió la firme presión de unos guantes de cuero en sus dedos, se dejó arrastrar con una ligereza que se asemejaba a flotar. La amargura desapareció. Las manos del serafín envolvieron su cintura, sus pies abandonaron el suelo y Madrigal cerró los ojos, entregándose a la sensación.

Él la devolvió al suelo, pero no la dejó marchar.

—Hola —susurró Madrigal feliz.

Feliz.

—Hola —contestó él, como un secreto compartido.

Madrigal sonrió al ver su nueva máscara. Era humana y resultaba cómica con sus grandes orejas y una roja nariz de borracho.

—Otra cara más —dijo ella—. ¿Sois un mago que hace aparecer máscaras?

—No es necesaria ninguna magia. Hay tantas máscaras para elegir como borrachos inconscientes.

—Bueno, esta es la que peor te sienta.

—No creas. En dos años pueden suceder muchas cosas.

Ella rió recordando su belleza, y la invadió el deseo de contemplar de nuevo su rostro.

—¿Me dirías tu nombre, mi dama? —preguntó él.

Ella se lo dijo y él lo repitió como un conjuro.

—Madrigal, Madrigal, Madrigal…

Qué extraño era, pensó Madrigal, sentirse dominada por aquella sensación de… satisfacción… con la simple presencia de un hombre cuyo nombre desconocía y cuyo rostro no podía ver.

—¿Y el tuyo? —preguntó.

—Akiva.

—Akiva.

La complacía decirlo. Tal vez fuera su propio nombre el que hacía referencia a la música, pero el de él era música. Al pronunciarlo sintió deseos de cantar, de asomarse a una ventana y llamarlo para que acudiera a casa. De susurrarlo en la oscuridad.

—Ya lo has hecho —dijo él—. Aceptarlo.

—No, no lo he aceptado —replicó ella con actitud desafiante.

—¿No? Pues te mira como si fueras de su propiedad.

—En ese caso, deberías estar sin duda en otro lugar…

—Tu vestido —dijo Akiva al darse cuenta—. Está roto. ¿Fue él?

Madrigal notó calor, una oleada de ira como la llamarada de una hoguera.

Vio que Thiago estaba bailando con Chiro, y que la observaba entre las afiladas orejas de chacal de su hermana. Esperó hasta que el desarrollo del baile interpusiera la robusta espalda de Akiva entre ellos, ocultando su cara, antes de contestar.

—No tiene importancia. No estoy acostumbrada a llevar telas tan delicadas. Lo eligieron por mí. Ojalá tuviera un chal.

Akiva estaba rígido por el enfado, aunque sus manos seguían rodeando suavemente la cintura de Madrigal.

—Yo puedo hacerte un chal —dijo.

Madrigal ladeó la cabeza.

—¿Sabes tejer? Vaya. Es una habilidad poco usual en un soldado.

—No sé tejer —respondió él, y entonces Madrigal notó sobre su hombro una caricia suave como una pluma. No podía haber sido Akiva, pues sus manos le rodeaban la cintura. Miró hacia su hombro y vio que un colibrí-polilla de color verde grisáceo se había posado sobre ella, uno de los muchos que revoloteaban por encima de sus cabezas, atraídos por la abundante luz de los faroles, que debía de parecerles un universo. Las plumas de su diminuto cuerpo de pájaro lanzaban destellos, como una joya, al tiempo que sus aterciopeladas alas de polilla se abrían sobre la piel de Madrigal. No tardó en seguirlo otro, este rosa pálido, y otro, también rosado pero con motas anaranjadas en sus alas de encaje. Muchos más aparecieron flotando por el aire, y en un instante, un buen número de ellos cubría el pecho y los hombros de Madrigal.

—Aquí tienes, mi dama —dijo Akiva—. Un chal vivo.

Madrigal estaba sorprendida.

—Pero… Eres un mago.

—No. Es solo un truco.

—Es magia.

—Reunir polillas no es una magia muy útil.

—¿Que no es útil? Me has fabricado un chal.

Madrigal se sentía sobrecogida. La magia que le había mostrado Brimstone contenía poca fantasía. Esta era hermosa, tanto por su forma —las alas eran de docenas de colores crepusculares, y tan suaves como orejas de cordero—, como por su propósito. Akiva había tapado su cuerpo. Thiago había roto su vestido, y él la había tapado.

—Me hacen cosquillas —rió—. Oh, no. Basta.

—¿Qué sucede?

—Oh, haz que se vayan —suplicó riendo más fuerte al notar diminutas lenguas que salían de los pequeños picos—. Se están comiendo el azúcar.

¿Azúcar?

El cosquilleo la obligaba a agitar los hombros.

—Haz que se vayan. Por favor.

Akiva lo intentó. Algunos levantaron el vuelo y aletearon en torno a los cuernos de Madrigal, pero la mayoría permaneció donde estaba.

—Me temo que se han enamorado —dijo él, preocupado—. No quieren abandonarte.

Akiva retiró una mano de la cintura de Madrigal para ahuyentar suavemente un par de colibríes-polilla que ella tenía en el cuello, donde las alas le rozaban la barbilla. Con melancolía, Akiva añadió:

—Sé exactamente cómo se sienten.

Madrigal sintió que el corazón se le encogía. Akiva volvió a levantarla, aunque sus hombros estaban aún cubiertos de polillas. Por encima de las cabezas de la multitud, Madrigal pudo divisar con alivio que Thiago les daba la espalda. Sin embargo, Chiro, a la que él estaba alzando, la vio.

Akiva bajó de nuevo a Madrigal, y justo antes de que sus pezuñas tocaran el suelo, se miraron el uno al otro a través de sus máscaras, ojos pardos sobre ojos anaranjados, y algo surgió entre ambos. Madrigal no sabía si había sido magia, pero la mayoría de los colibríes-polilla remontaron el vuelo y desaparecieron como empujados por el viento. Volvía a estar en el suelo, con los pies en movimiento y el corazón desbocado. Había perdido el ritmo de la figura, pero notaba que estaba llegando a su fin y que en cualquier instante regresaría otra vez junto a Thiago.

Akiva tendría que devolverla a los brazos del general.

Su corazón y su cuerpo se rebelaron. No podía hacerlo. Sentía las piernas ligeras, dispuestas a huir. Se le aceleró el pulso y los restos de su chal vivo desaparecieron, como asustados. Madrigal reconoció la tensión, la calma exterior y el tumulto interior, el torbellino que invadía su mente antes de cargar contra el enemigo.

Algo va a suceder.

Nitid, pensó, ¿lo sabías ya?

—¿Madrigal? —preguntó Akiva. Igual que los colibríes-polilla, él también percibió su cambio de actitud, cómo se aceleraba su respiración, cómo se tensaban los músculos donde sus cálidas manos rodeaban su cintura—. ¿Qué sucede?

—Quiero… —respondió ella sabiendo perfectamente lo que quería, sintiéndose arrastrada hacia ello, pero sin saber cómo expresarlo.

—¿Qué? ¿Qué quieres? —preguntó Akiva con dulzura, pero apremiante.

Él quería lo mismo. Reclinó la cabeza de modo que su máscara rozó un instante el cuerno de Madrigal, desencadenando una llamarada de sensaciones por todo su cuerpo.

El Lobo Blanco estaba muy cerca. Se daría cuenta. Si trataba de escapar, la seguiría. Akiva sería prendido.

Madrigal quería gritar.

Y de repente, los fuegos artificiales.

Más tarde, recordaría lo que Akiva había dicho sobre la conjunción de los acontecimientos, como si estuviera planeado. En todo lo que sucedería a continuación, reconocería esa sensación de inevitabilidad, de que el universo estaba conspirando para ello. Sería fácil. Y todo comenzaría con los fuegos artificiales.

La luz estalló sobre sus cabezas, una enorme y brillante dalia, una girándula, una estrella nova. El sonido era atronador. Tambores en la batalla. Pólvora que explotaba en el aire. La emberlina se deshizo al tiempo que los bailarines se retiraban las máscaras y alzaban la cabeza para contemplar el cielo.

Madrigal reaccionó. Tomó la mano de Akiva y se sumergió entre la multitud. Se mantenía agachada y avanzaba deprisa. Un túnel pareció abrirse para ellos en el oleaje de cuerpos, y los sacó de allí.