EL AMOR ES UN ELEMENTO
En las figuras de la furiante, nadie evitó la mano de Madrigal, como habían hecho en la Serpenteante —hubiera sido un desaire demasiado obvio—; sin embargo, sus parejas actuaban con una rígida formalidad mientras ella pasaba de una a otra; algunos apenas aproximaban la punta de sus dedos a los de Madrigal cuando se suponía que debían juntar las palmas.
Thiago se había acercado y permanecía de pie, observando. Todos lo sentían, y la alegría de la danza quedó atenuada. Su presencia tenía ese efecto, pero Madrigal sabía que era culpa suya, por escapar de él y tratar de esconderse allí, como si fuera posible ocultarse.
Simplemente estaba retrasando el encuentro, y la furiante era perfecta al menos para eso, ya que duraba un largo cuarto de hora con constantes cambios de pareja. Madrigal pasó de un cortés soldado mayor con un cuerno de rinoceronte a un centauro, y a un bailarín con aspecto humano y máscara de dragón que apenas la rozó. Y cada vuelta la llevaba de nuevo junto a Thiago, que mantuvo los ojos fijos en ella.
Su siguiente pareja llevaba una máscara de tigre, y cuando tomó su mano…, la agarró. La sujetó con firmeza entre sus dedos enguantados. La calidez de aquel contacto provocó un escalofrío en el brazo de Madrigal, y no tuvo que mirarlo a los ojos para saber quién era.
Aún seguía allí —y con Thiago tan cerca—. Qué insensato, pensó Madrigal, agitada por su proximidad. Después de calmar su respiración y su pulso, dijo:
—En mi opinión, la de tigre te queda mejor que la de caballo.
—No sé a qué te refieres, mi dama —replicó él—. Esta es mi verdadera cara.
—Por supuesto.
—Porque sería una locura continuar aquí si yo fuera quien tú piensas.
—Lo sería. Parece que desearas la muerte.
—No —respondió solemne—. Eso nunca. En todo caso, desearía vivir. Una vida distinta.
Una vida distinta. Ojalá, pensó Madrigal sintiendo el peso de su propia existencia y de sus elecciones —o la falta de ellas—. Continuó hablando en tono suave.
—¿Deseas ser uno de nosotros? Lo siento, pero no admitimos conversos.
Él rió.
—Incluso si lo hicierais, no ayudaría mucho. Estamos todos atrapados en la misma vida, ¿no es así? En la misma guerra.
En toda una vida odiando a los serafines, Madrigal jamás se había planteado que ellos vivieran igual que ella, pero las palabras del ángel eran ciertas. Estaban todos atrapados en la misma guerra. Habían sumido al mundo entero en ella.
—No existe otra vida —dijo Madrigal.
Al girar junto al lugar donde se encontraba Thiago, se puso tensa.
La presión de la mano del ángel aumentó ligeramente, con suavidad, ayudándola a soportar la mirada del general hasta que se alejó de él y pudo respirar.
—Tienes que irte —le dijo en voz baja—. Si te descubren…
El ángel permaneció callado un instante antes de preguntar, también en un susurro:
—No te vas a casar con él, ¿verdad?
—Yo… no lo sé.
Él levantó la mano de Madrigal para que ella girara bajo el arco que formaban sus brazos; era parte de la figura, pero la altura y los cuernos de Madrigal dificultaron el movimiento, así que tuvieron que desenlazar los dedos y unirlos de nuevo tras el giro.
—¿Qué hace falta saber? —preguntó él—. ¿Lo amas?
—¿Que si lo amo? —la pregunta sorprendió a Madrigal, y una carcajada escapó de sus labios. Recuperó rápidamente la compostura, ya que no deseaba atraer la atención de Thiago.
—¿Es una pregunta graciosa?
—No —respondió ella—. Digo, sí —¿que si amaba a Thiago?, ¿era así? Tal vez. ¿Cómo se podía saber algo así?—. Lo gracioso es que seas el primero que me pregunta eso.
—Perdóname —dijo el serafín—. No sabía que las quimeras no os casabais por amor.
Madrigal pensó en sus padres. Sus recuerdos aparecían difuminados por la pátina del tiempo, y sus rostros, reducidos a simples rasgos —¿sería capaz de reconocerlos si los encontrara?—, pero recordaba el cariño sencillo que mostraban el uno por el otro, y sus caricias constantes.
—Sí nos casamos por amor —ya no se reía—. Mis padres lo hicieron.
—Así que eres hija del amor. Es hermoso ser fruto del cariño.
Madrigal nunca había pensado en sí misma de aquel modo, pero las palabras del ángel le revelaron la belleza de ser un hijo deseado, y sintió pena al darse cuenta de la gran pérdida que suponía no tener a su familia.
—¿Y los tuyos? ¿Se amaban tus padres?
Se escuchó a sí misma preguntando aquello, y se sintió abrumada por el vertiginoso surrealismo de la situación. Acababa de preguntar a un serafín si sus padres se amaban.
—No —respondió él sin añadir explicación alguna—. Pero espero que los padres de mis hijos sí lo hagan.
El ángel volvió a levantar la mano de Madrigal para que girara bajo el arco formado por sus brazos, y de nuevo sus cuernos se interpusieron en el movimiento y los separaron por un instante. Mientras giraba, Madrigal percibió el tono mordaz en las palabras del ángel, y cuando estuvieron otra vez el uno frente al otro, respondió, a la defensiva:
—El amor es un lujo.
—No. El amor es un elemento.
Un elemento. Como el aire que se respira, o el suelo que se pisa. Madrigal se estremeció ante la absoluta convicción que transmitía la voz del ángel, pero no tuvo oportunidad de responder, pues habían terminado la figura. Todavía sentía la piel de gallina por aquella asombrosa afirmación cuando él la entregó a su siguiente pareja, que estaba borracho y no pronunció ni una palabra.
Madrigal trató de seguir con la vista al serafín. Después de con ella, debería haberse emparejado con Nwella, pero había desaparecido, y no vio ninguna máscara de tigre en toda la formación. Se había desvanecido, y ella sintió su ausencia como un espacio abierto en el aire.
La furiante entró en el paseo final, y cuando terminó con un alegre repiqueteo de tamboriles, Madrigal se encontró casi en los brazos del Lobo Blanco, como si hubiera estado preparado de aquel modo.