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LOCURA

La marea viva los absorbió hacia el ágora, en una estela de brazos y alas, cuernos y pellejo, pelo y carne, y Madrigal se sintió arrastrada, muda de incredulidad, con las pezuñas apenas rozando los adoquines.

Un serafín, en Loramendi.

Pero no un serafín cualquiera, sino ese serafín. Al que ella había tocado. Salvado. Allí, en la Jaula, con las manos sobre sus brazos, cálidas incluso a través de los guantes de cuero, ese ángel que estaba vivo gracias a ella.

Él estaba allí.

Aquella locura desordenó sus pensamientos, provocando en su interior un caos mayor que el que la rodeaba. Era incapaz de pensar. ¿Qué podía decir? ¿Qué debía hacer?

Más tarde se sorprendió de que ni por un instante había considerado reaccionar como habría hecho cualquiera en la ciudad sin pensarlo: desenmascarándolo y gritando: «¡Un serafín!».

Madrigal tomó una bocanada de aire, profunda e irregular, y dijo:

—Es una locura que estés aquí. ¿Por qué has venido?

—Ya te lo he dicho, para darte las gracias.

Un terrible pensamiento asaltó a Madrigal.

—¿Asesinato? Nunca conseguirás acercarte al caudillo.

No —respondió él con sinceridad—. Nunca mancharía el regalo que me hiciste con la sangre de tu pueblo.

El ágora era un óvalo gigantesco, suficientemente grande como para concentrar un ejército, numerosas falanges en formación, pero esa noche no había tropas en su centro, solo bailarines que realizaban intrincadas figuras al ritmo de una melodía de las tierras bajas. Los que llegaban desde la Serpenteante se arremolinaban en los extremos de la plaza, donde la densidad de cuerpos era mayor. Había barriles de vino de hierba colocados entre mesas repletas de comida, y gente reunida en grupos, con niños sobre los hombros, todos riendo y cantando.

Madrigal y el ángel seguían atrapados en el tumultuoso delta de la Serpenteante. Él la mantenía anclada al suelo, tan firme como un rompeolas. Ella, perpleja después de la sorpresa, no trató de escapar.

—¿Regalo? —preguntó Madrigal con incredulidad—. Pues no lo cuidas en exceso, viniendo aquí, hacia una muerte segura.

—No voy a morir —dijo él—. Al menos esta noche. Miles de cosas podían haber impedido que estuviera aquí en este momento, pero otras miles me han traído hasta aquí. Todo se alineó. Ha sido fácil, como si estuviera escrito…

—¡Escrito! —respondió Madrigal sorprendida. Se volvió para mirarlo y la muchedumbre la empujó contra su pecho, como si todavía estuvieran bailando. Ella se retiró con brusquedad, buscando espacio—. Como si estuviera escrito ¿el qué?

—Tú —respondió él— y yo.

Aquellas palabras le robaron el aliento. ¿Él y ella? ¿Serafín y quimera? Era absurdo. Lo único que pudo decir fue, de nuevo:

—Estás loco.

—Es tu locura, también. Tú salvaste mi vida. ¿Por qué lo hiciste?

Madrigal no tenía respuesta. Durante dos años se había obsesionado con aquella misma pregunta, y con la sensación de que cuando lo había encontrado moribundo, debía protegerlo. Ella. Y ahora estaba vivo y, algo inimaginable, allí. Aún seguía forcejeando, incrédula, con la idea de que fuera él, de que oculto tras aquella máscara estuviera su rostro —del que recordaba cada plano y cada ángulo.

—Y esta noche —dijo él—, con un millón de almas en la ciudad, lo más probable era que no te hubiese encontrado. Podía haber buscado toda la noche sin lograr más que atisbar tu presencia, pero estabas allí, delante de mis ojos, sola, moviéndote entre la multitud y apartada de todo, como si estuvieras esperándome…

El ángel continuó hablando, pero Madrigal dejó de escucharlo. Al mencionar su soledad, la razón que la había provocado regresó como un relámpago a su mente, tras haber quedado por un momento apartada por la sorpresa. Thiago. Miró hacia el palacio, al balcón del caudillo. En la distancia, sus ocupantes eran meras siluetas, pero siluetas que ella conocía: el caudillo, la descomunal figura de Brimstone y un grupo formado por las esposas astadas del gobernante. Thiago no estaba allí.

Lo que solo podía significar que se encontraba en la plaza. Un escalofrío de miedo la recorrió desde las pezuñas hasta los cuernos.

—No lo entiendes —dijo Madrigal haciendo piruetas para otear entre la multitud—. Había una razón por la que nadie estaba bailando conmigo. Pensé que eras un valiente. Lo que no sabía es que fueras un loco…

—¿Qué razón? —preguntó el ángel, aún cerca de ella. Demasiado cerca.

—Confía en mí —respondió Madrigal con insistencia—. No estás a salvo. Si quieres seguir vivo, márchate.

—He recorrido un largo camino hasta encontrarte

—Estoy prometida —espetó, odiando aquellas palabras antes incluso de pronunciarlas.

El ángel se quedó petrificado.

—¿Prometida? ¿En matrimonio?

Reclamada, pensó ella, pero dijo:

—Prácticamente. Ahora vete. Si Thiago te viera…

¿Thiago? —el ángel retrocedió ante aquel nombre—. ¿Estás comprometida con el Lobo?

Y al tiempo que él pronunciaba aquellas palabras —«el Lobo»—, unos brazos rodearon por detrás la cintura de Madrigal, que ahogó un grito de sorpresa.

En un instante, imaginó lo que sucedería. Thiago descubriría al ángel y no solo lo mataría, sino que convertiría su muerte en un espectáculo. Un espía serafín en el baile del caudillo —¡nunca había sucedido algo semejante!—. Sería torturado. Le harían desear no haber nacido. Todo aquello cruzó su mente como un relámpago, y el terror subió a su garganta con sabor a hiel. Cuando escuchó una risita junto a su oreja, el alivio la dejó casi sin fuerzas.

No era Thiago, sino Chiro.

—Aquí estás —dijo su hermana—. ¡Te perdimos entre la multitud!

Madrigal sintió que el pulso se le aceleraba y provocaba un estruendo en sus oídos, mientras Chiro paseaba la mirada entre ella y el extraño, cuyo calor se convirtió de repente en una especie de faro.

—Hola —saludó Chiro observando con curiosidad la máscara de caballo, a través de la cual Madrigal todavía podía distinguir el destello anaranjado de aquellos ojos de tigre.

De nuevo le sorprendió que hubiera acudido con un disfraz tan escaso a la guarida del enemigo por ella, y sintió una extraña opresión en el pecho. Durante dos años había considerado lo de Bullfinch, el deseo de que aquel serafín viviese —y realmente lo deseaba—, como una locura pasajera, aunque en aquel momento no lo sintiese como tal, ni ahora tampoco. Madrigal se calmó y se volvió hacia Chiro. Nwella estaba justo detrás de ella.

—Vaya unas amigas sois —las reprendió—. Me vestís así y luego me abandonáis en la Serpenteante. Me podían haber vapuleado.

—Pensábamos que estabas detrás de nosotras —contestó Nwella, sin aliento después de bailar.

—Estaba —añadió Madrigal—. Muy por detrás de vosotras.

Había dado la espalda al ángel, sin mirarlo de nuevo. Con indiferencia, empezó a alejar a sus amigas de él, aprovechando el movimiento de la multitud para abrir espacio entre ellos.

—¿Quién era ese? —preguntó Chiro.

—¿Quién? —preguntó a su vez Madrigal.

—El de la máscara de caballo, el que estaba bailando contigo.

—Yo no estaba bailando con nadie. O tal vez no te has dado cuenta: nadie bailaría conmigo. Soy una paria.

—¡Una paria! —respondió su hermana en tono burlón—. De eso nada. Más bien una princesa.

Chiro lanzó una mirada escéptica a su espalda, y Madrigal deseó con todas sus fuerzas saber qué había visto. ¿Tenía el ángel los ojos clavados en ellas, o había huido espoleado por el instinto de conservación?

—¿Has visto a Thiago? —preguntó Nwella—. O mejor dicho, ¿te ha visto él a ti?

—No… —empezó a decir Madrigal, pero entonces Chiro exclamó:

—¡Allí está! —y Madrigal se quedó paralizada.

Allí estaba él.

Resultaba inconfundible tocado con aquella cabeza de lobo, como una versión grotesca de una máscara. Los colmillos se curvaban sobre su frente, y el hocico retrasado simulaba un gruñido. El pelo, blanco como la nieve, lo llevaba cepillado y colocado sobre los hombros, y su cuerpo estaba cubierto con una túnica de satén color marfil: tanto blanco, blanco sobre blanco, enmarcando su rostro fuerte y hermoso bronceado por el sol, otorgaba a sus pálidos ojos un aspecto fantasmal.

Él todavía no la había visto. La multitud se apartaba a su paso, y ni el más borracho de los presentes dejaba de reconocerlo y de abrirle camino. La muchedumbre parecía marchitarse mientras él avanzaba junto a su séquito, formado por criaturas con verdadero aspecto de lobo agrupadas como una manada.

El significado de aquella noche asaltó a Madrigal: su elección, su futuro.

—Es impresionante —suspiró Nwella recostándose sobre Madrigal.

Era cierto, pero el mérito era de Brimstone, que había fabricado aquel hermoso cuerpo, y no de Thiago, que lo lucía con la arrogancia de su posición social.

—Te está buscando —dijo Chiro, y Madrigal sabía que así era.

El general no tenía prisa, y paseaba sus pálidos ojos entre la multitud con la confianza de quien consigue lo que quiere. Entonces la vio. Madrigal sintió que la atravesaba con la mirada y, temerosa, dio un paso atrás.

—Vamos a bailar —exclamó para sorpresa de sus amigas.

—Pero… —dijo Chiro.

—Escucha —sonaban los primeros compases de un nuevo baile—. Una furiante. Mi favorita.

No era su baile preferido, pero le servía. Se formaron dos hileras, los hombres a un lado y las mujeres al otro, y antes de que Chiro y Nwella pudieran decir nada, Madrigal había escapado hacia la fila de las mujeres, sintiendo en su nuca la mirada de Thiago como el roce de unas zarpas.

¿Dónde están esos otros ojos?, se preguntó.

La furiante comenzaba con un paseo a ritmo suave, al que Chiro y Nwella se unieron apresuradamente. Madrigal realizaba los pasos con elegancia y una sonrisa, sin perder el compás, pero estaba ausente. Su pensamiento había huido lejos, elevándose hasta reunirse con los miles de colibríes-polilla que se arremolinaban en torno a los faroles colgados en lo alto, al tiempo que se preguntaba, con el corazón desbocado, dónde se había marchado su ángel.