LA SERPENTEANTE
La calle principal de Loramendi, la Serpenteante, se convertía en una ruta procesional durante el cumpleaños del caudillo. La costumbre era bailar a lo largo de todo su recorrido, cambiando de una pareja enmascarada a otra hasta llegar al ágora, el punto de encuentro de la ciudad. El baile se celebraba allí, bajo miles de faroles que colgaban como estrellas de los barrotes de la Jaula, convirtiéndola, por una noche, en un mundo en miniatura con su propio firmamento.
Madrigal se sumergió entre la multitud junto con sus amigas, igual que en años anteriores, pero no tardó en descubrir que este sería distinto.
Iba enmascarada, pero no disfrazada —su apariencia resultaba inconfundible—, y nadie interpretó el brillo de sus hombros como una invitación. Sabían que no era para ellos. En la desenfrenada alegría de la calle, ella permanecía apartada, como si fuera a la deriva en una bola de cristal.
Chiro y Nwella pasaban de unos brazos a otros sin parar, recibiendo besos de extraños, rozando máscara con máscara. Era la costumbre: un tumultuoso baile con infinitos giros y salpicado generosamente de besos para celebrar la unidad entre las razas. Los músicos se agrupaban a intervalos, de modo que los participantes pasaban de una melodía a otra, igual que de una mano a otra, sin un momento de pausa. La música desenfrenada los hacía girar, pero nadie cogía a Madrigal a su paso. En varias ocasiones algún soldado se dirigió hacia ella —uno incluso le agarró la mano—, pero siempre había un compañero que se lo impedía y le susurraba una advertencia. Madrigal no escuchaba sus palabras, pero podía imaginarlas.
Ella es de Thiago.
Nadie la tocó. Deambuló entre la muchedumbre sola.
Dónde estaba Thiago, se preguntaba paseando los ojos de una máscara a otra. Si vislumbraba una larga cabellera blanca o a alguien con aspecto de lobo, su corazón se sobresaltaba al pensar que era él, pero siempre se trataba de alguien diferente. La larga cabellera blanca pertenecía a una anciana, y Madrigal tuvo que reírse de su propio nerviosismo.
Todo Loramendi estaba en la calle, pero de algún modo se abrió un espacio a su alrededor y avanzó en solitario, siguiendo la estela de sus amigas hacia el ágora.
Él la estaría buscando.
Inconscientemente, empezó a caminar más despacio. Nwella y Chiro se adelantaron dando vueltas con sus máscaras, repartiendo besos. La mayoría de las veces, se limitaban a rozar los labios de sus máscaras con los labios —picos, hocicos, fauces— de las demás máscaras, pero había besos reales también, sin tener en cuenta el aspecto. Madrigal sabía cómo era por otros festivales: aliento de extraños con olor a vino de hierba, tufo a whisky al rozar una boca de tigre, o de dragón, o de hombre. Pero no esa noche.
Esa noche, estaba aislada —los ojos se posaban en ella, pero no las manos, ni mucho menos los labios—. La Serpenteante parecía larguísima cuando había que recorrerla en solitario.
Entonces alguien la agarró del brazo. Aquel roce la sobresaltó, ya que llegaba para poner fin a su soledad. Pensando que se trataría de Thiago, se puso rígida.
Pero no. Quien estaba a su lado llevaba una máscara de caballo de cuero bruñido que cubría su cabeza por completo. Thiago nunca aparecería con una cabeza de caballo, ni con ninguna otra máscara que ocultara su rostro. Todos los años acudía al baile disfrazado del mismo modo: cubierto con una cabeza de lobo verdadera sin la mandíbula inferior, para que formara una especie de tocado, y con los ojos sustituidos por cristales azules, muertos y fijos.
Entonces, ¿quién era? ¿Alguien lo bastante loco como para tocarla? De acuerdo. Era alto, algo más que ella, así que Madrigal tuvo que alzar la cabeza y apoyar la mano sobre su hombro para rozar el hocico de caballo con el pico de su máscara de pájaro. Un «beso», para demostrar que aún decidía por sí misma.
Y como si se hubiera roto un hechizo, volvió a formar parte de la fiesta, girando entre el desgarbado pataleo de la multitud, con aquel extraño como pareja. Él acompañó sus movimientos, protegiéndola de los empujones de criaturas más grandes. Sentía su fuerza; podría haberla sujetado en vilo, sin que sus pies tocaran el suelo. Debería haberla liberado después de una vuelta o dos, pero no lo hizo. Sus manos —enguantadas— la mantuvieron agarrada. Y como nadie más bailaría con ella si él la dejaba marchar, se dejó llevar. Resultaba agradable bailar, y se abandonó a la sensación, olvidando incluso sus preocupaciones por el vestido. A pesar de su frágil apariencia, se sujetaba perfectamente, y cuando Madrigal giraba, se elevaba, ligero y hermoso, formando ondas en torno a sus pezuñas de gacela.
Arrastrados por la marea viviente, que bullía, siguieron avanzando. Madrigal perdió de vista a sus amigas, pero el extraño con máscara de caballo no la abandonó. Cuando la muchedumbre empezó a aproximarse al final de la Serpenteante, la calle se abarrotó. La danza aminoró el ritmo a un simple balanceo y ella se encontró esperando junto a él, ambos con la respiración agitada. Levantó los ojos, ruborizada y sonriente tras su máscara de pájaro.
—Gracias —dijo.
—Gracias a ti, mi dama. El honor ha sido mío —su voz era sonora, y su acento, extraño. Madrigal no podía identificarlo. Tal vez de los territorios orientales.
—Eres más valiente que los demás, al bailar conmigo.
—¿Valiente? —su máscara no dejaba traslucir expresión alguna, por supuesto, pero ladeó la cabeza y, por su tono, Madrigal se dio cuenta de que no sabía a lo que se refería. ¿Era posible que no supiera quién era ella, a quién pertenecía?—. ¿Tan feroz eres? —preguntó, y ella rió.
—Terriblemente. O eso parece.
De nuevo inclinó la cabeza.
—No sabes quién soy.
Madrigal se sentía extrañamente decepcionada. Había pensado que podría tratarse de un alma audaz que desafiaba sin tapujos el temor generalizado hacia Thiago; sin embargo, parecía que solo ignoraba el riesgo que corría.
Él acercó su cabeza, y el hocico de su máscara rozó la oreja de Madrigal. Al aproximarse, notó un aura cálida.
—Sé quién eres. Y he venido hasta aquí para buscarte —dijo.
—¿De verdad? —se sentía aturdida, como si hubiera estado bebiendo vino de hierba, aunque solo había tomado un sorbito—. Dime, entonces, sir Caballo. ¿Quién soy?
—Eso no es justo, lady Pájaro. No me dijiste tu nombre.
—¿Ves? No lo sabes. Además, tengo que confesarte un secreto —dio unos golpecitos sobre el pico de su máscara y susurró, sonriendo—: Esto es una máscara. No soy realmente un pájaro.
Él retrocedió con sorpresa fingida, aunque su mano no abandonó el brazo de Madrigal.
—¿Que no eres un pájaro? Estoy decepcionado.
—Ya ves, quienquiera que sea la dama a la que estás buscando, se encuentra sola en algún lugar, esperándote —casi sintió pena de tener que alejarlo de su lado, pero estaban próximos al ágora. No quería que Thiago lo mirara con desaprobación, no después de que la hubiera rescatado de bailar en solitario a lo largo de toda la Serpenteante—. Vamos —lo urgió—. Márchate y encuéntrala.
—He encontrado a quien estaba buscando —respondió él—. Tal vez desconozca tu nombre, pero sé quién eres. Y yo también tengo que confesarte algo.
—No me lo digas. No eres realmente un caballo.
Madrigal había alzado la cabeza para mirarlo; su voz le había resultado familiar, aunque era una familiaridad distante y vaga, como algo que hubiera soñado. Trató de mirar a través de su máscara, pero era demasiado alto; desde su ángulo de visión, lo único que podía adivinar a través de las aberturas de los ojos era sombra.
—Es cierto —confesó él—. No soy realmente un caballo.
—¿Y qué eres?
Aquella pregunta buscaba una respuesta real; ¿quién era?, ¿alguien a quien conocía? Las máscaras daban pie a travesuras, y durante el cumpleaños del caudillo eran habituales las insinuaciones pícaras; sin embargo, no había pensado que nadie quisiera jugar con ella esa noche.
La respuesta quedó acallada por el estruendo de las flautas al pasar junto al último grupo de músicos del recorrido. Gorjeos como llamadas de pájaros, un laúd vibrante, las ululaciones guturales de los cantantes y, por debajo de todo, como el pulso bajo la piel, la cadencia de los tambores, que animaba a bailar. Madrigal estaba rodeada de cuerpos por todas partes, y el del extraño, el más cercano. Un vaivén de la multitud lo empujó contra ella, y pudo sentir el volumen y la corpulencia de sus hombros a través de la ropa.
Y el calor.
Madrigal fue consciente de su desnudez y del brillo del azúcar, y sintió, claramente, que se le aceleraba el pulso y aumentaba su temperatura.
Se sonrojó y se apartó, o intentó hacerlo, pero la empujaron de nuevo hacia él. Su aroma era cálido e intenso: especias y sal, el olor acre de su máscara de cuero, y algo suntuoso y profundo que no podía identificar, pero que la invitaba a reclinarse sobre él, a cerrar los ojos y respirar. Él mantenía un brazo en torno a ella, empujando a la muchedumbre para evitar que la zarandearan, y no había ningún sitio adonde ir excepto hacia delante, siguiendo a la multitud que accedía al ágora. Se hallaban en un embudo, y no había vuelta atrás.
El extraño estaba detrás de ella, y hablaba en voz baja.
—Vine aquí para buscarte —dijo—. Y para darte las gracias.
—¿Darme las gracias? ¿Por qué?
Madrigal no podía volverse. El flanco de un centauro le obstaculizaba un lado, y una cola naja el otro. Creyó distinguir a Chiro en el torbellino y, entonces, vio el ágora justo delante de ella, enmarcada por el arsenal y la escuela de guerra. En lo alto, los faroles parecían constelaciones, y su titileo ocultaba el de las verdaderas estrellas, y también el de las lunas. Madrigal se preguntó si Nitid —la curiosa Nitid— podría escudriñar lo que sucedía dentro.
Algo va a suceder.
—Vine a darte las gracias —le susurró el extraño al oído—, por salvarme la vida.
Madrigal había salvado vidas. Se había arrastrado sigilosamente en la oscuridad por los campos de batalla y entre patrullas de serafines para recolectar almas que de otra forma se habrían desvanecido. Había dirigido un ataque contra una posición de ángeles que mantenían atrapados a sus compañeros en un barranco, concediéndoles tiempo suficiente para replegarse. Había desviado en el aire la flecha de un ángel que se deslizaba certera hacia un compañero. Había salvado vidas. Pero todos aquellos recuerdos pasaron por su mente en un instante, dejando uno solo.
Bullfinch. Bruma. Enemigo.
—Seguí tu recomendación —dijo él—. Me mantuve vivo.
Al instante, sintió como si por sus venas circulara fuego. Se volvió apresuradamente. Solo unos centímetros separaban su rostro del de él, inclinado de modo que esta vez sí pudo mirar dentro de la máscara.
Sus ojos resplandecieron como llamas.
—Tú —murmuró Madrigal.