PURA
Madrigal Kirin era Madrigal de los kirin, una de las últimas tribus aladas de los montes Adelfas. Esa cordillera era un bastión natural entre el Imperio seráfico y las tierras libres —el territorio defendido por las quimeras—, y hacía siglos que no era seguro vivir en sus cumbres. Los kirin, rápidos como el rayo y magníficos arqueros, resistieron más que la mayoría. Hacía solo una década que habían sido aniquilados, cuando Madrigal era una niña. Ella creció en Loramendi, rodeada de torres y tejados en vez de montañas.
Loramendi —la Jaula, la Fortaleza Negra, el Nido del caudillo— servía de hogar a un millón de quimeras aproximadamente, criaturas de todos los aspectos que jamás, de no haber sido por los serafines, habrían vivido juntas ni luchado codo con codo, ni siquiera hablado la misma lengua. Hubo un tiempo en que las distintas razas habían estado dispersas, aisladas; en algunas ocasiones comerciaban entre ellas; en otras, se enfrentaban en pequeñas escaramuzas —un kirin como Madrigal tenía tan poco en común con un anolis de Iximi como, por ejemplo, un lobo con un tigre—, pero el Imperio lo había cambiado todo. Al erigirse en guardianes del mundo, los ángeles habían concedido a las criaturas de la tierra un enemigo común, y ahora, tras siglos de lucha, compartían legado, idioma, historia y causa. Eran una nación, de la que el caudillo era líder, y Loramendi, capital.
Era una ciudad portuaria, y su extenso muelle aparecía repleto de barcos de guerra, veleros de pesca y una poderosa flota mercante. Las ondulaciones en la superficie del agua avisaban de la existencia de criaturas anfibias, que, como parte de la alianza, escoltaban las embarcaciones y luchaban a su lado. La propia ciudad, dentro de los inmensos muros negros y los barrotes de la Fortaleza, era compartida por una población diversa; sin embargo, aunque habían vivido juntos durante siglos, seguían agrupándose en barrios habitados por criaturas semejantes, o bastante parecidas, lo que había establecido un sistema de castas basado en la apariencia física.
Madrigal tenía un aspecto altamente humano, que era como se describía a las razas con cabeza y torso de hombre o mujer. Sus cuernos, negros y anillados, eran de gacela y surgían de su frente, curvándose hacia la espalda en forma de cimitarra. A la altura de la rodilla, sus piernas cambiaban la piel por el pelaje, y la parte que tenían de gacela les otorgaba una elegante y exagerada altura. Cuando estaba de pie alcanzaba casi un metro ochenta, sin incluir los cuernos, y gran parte de esa altura correspondía a las piernas. Era delgada como un tallo. Sus ojos castaños, bastante separados, eran tan grandes y brillantes como los de un ciervo, pero sin la vacuidad característica de ese animal. Transmitían amabilidad, franqueza e inteligencia, y saltaban como chispas. Su rostro era ovalado, terso y bello, y su boca, generosa y vivaracha, estaba hecha para sonreír.
Según todas las opiniones, era hermosa, aunque ella hacía lo menos posible para resaltar esa belleza, cortándose el pelo muy corto y evitando cualquier maquillaje u ornamento. No importaba. Era hermosa, y la belleza no pasa desapercibida.
Thiago, por ejemplo, se había dado cuenta.
Madrigal estaba escondida, aunque lo negaría si la acusaran de ello. Se encontraba sobre el tejado del barracón del norte, tendida sobre la espalda como si hubiera caído desde el cielo. Aunque, de haber sido así, habría aterrizado sobre barras de hierro. Estaba dentro de la Jaula, sobre un tejado, con las alas totalmente desplegadas a ambos lados del cuerpo.
A su alrededor, percibió el ritmo frenético de la ciudad, y también lo escuchó y lo olió —agitación, preparativos—. Carne asándose, instrumentos que se afinaban. Un simulacro de fuegos artificiales pasó silbando como un ángel deleznable. Ella debería estar preparándose también, sin embargo seguía tumbada, y escondida. No iba ataviada para la fiesta, sino con sus habituales prendas de cuero de soldado —pantalones bombachos que se ajustaban como una segunda piel a partir de la rodilla y un chaleco atado a la espalda y adaptado en torno a las alas—. Sus cuchillos, cuya forma rendía homenaje a las lunas hermanas, descansaban a sus flancos. Parecía relajada, incluso sin fuerzas, pero tenía un nudo en el estómago y los puños apretados.
La luna tampoco ayudaba. Aunque el sol brillaba en el cielo —era una tarde radiante—, Nitid ya había aparecido, como si Madrigal necesitara una señal. Nitid era la luna brillante, la hermana mayor, y entre los kirin existía la creencia de que cuando Nitid se alzaba temprano significaba que estaba impaciente, y que algo iba a suceder. Bueno, aquella noche seguramente ocurriría algo, pero Madrigal todavía no sabía qué.
Dependía de ella. Rígida en su interior, la decisión aún sin tomar parecía un arco demasiado tenso.
Una sombra, el viento movido por unas alas, y su hermana Chiro se deslizó hasta aterrizar junto a ella.
—Aquí estás —le dijo—. Escondida.
—No estoy… —Madrigal empezó a protestar, pero Chiro no la escuchaba.
—Levántate —dio algunos puntapiés en las pezuñas de Madrigal—. Arriba, arriba, arriba. He venido para llevarte a los baños.
—¿Los baños? ¿Estás tratando de decirme algo? —Madrigal olfateó su cuerpo—. Estoy casi segura de que no huelo mal.
—Tal vez no, pero entre limpieza radiante y sin mal olor existe una gran zona gris.
Al igual que Madrigal, Chiro tenía alas de murciélago; sin embargo, tenía aspecto de criatura, con cabeza de chacal. No eran hermanas de sangre. Una redada en busca de esclavos había asolado la tribu de Madrigal y la había dejado huérfana; los supervivientes se habían refugiado en Loramendi —un puñado de ancianos con los escasos bebés a los que habían logrado ocultar en las cuevas, y Madrigal—. Tenía siete años y no se la habían llevado simplemente porque no se encontraba en la aldea. Había estado en las cumbres recogiendo pieles mudadas por las sílfides en sus nidos abandonados, y al regresar encontró ruinas, cadáveres, soledad. Sus padres estaban entre los capturados, no entre los muertos, y durante mucho tiempo soñó que los encontraría y los liberaría, pero el Imperio era extenso, y engullía a sus esclavos por completo. A medida que crecía, le resultaba cada vez más duro aferrarse a aquel sueño.
En Loramendi, la familia de Chiro, de la raza sab del desierto, había sido elegida para acogerla, principalmente porque, al tener alas, podrían mantenerla vigilada. Madrigal y Chiro habían crecido la una junto a la otra, hermanas en todo excepto en la sangre.
Las piernas de Chiro eran felinas, de caracal para ser exactos, y cuando se agazapó junto a Madrigal adoptó la postura de una esfinge.
—Para el baile —le dijo—, desearía que aspiraras a limpieza radiante.
Madrigal suspiró.
—El baile.
—No lo habías olvidado —la recriminó Chiro—. No finjas que había sido así.
Por supuesto, estaba en lo cierto. Madrigal no lo había olvidado. ¿Cómo podría?
—Arriba —Chiro le dio nuevos puntapiés en las pezuñas—. Arriba, arriba, arriba.
—Para —refunfuñó Madrigal sin moverse y devolviendo los puntapiés con poco entusiasmo.
—Dime que al menos tienes un vestido y una máscara —dijo Chiro.
—¿Cuándo crees que he podido conseguir un vestido y una máscara? Regresé de Eretz hace solo…
—Una semana, que es tiempo más que suficiente. Sinceramente, Mad, este no es un baile cualquiera.
Exacto, pensó Madrigal. Si lo fuera, no estaría escondida sobre un tejado tratando de ahuyentar lo que se cernía sobre ella, que le aceleraba el pulso cada vez que lo pensaba. En ese caso, estaría preparándose, excitada por la llegada de la principal fiesta del año: el cumpleaños del caudillo.
—Thiago estará mirándote —añadió Chiro, como si fuera posible que se le hubiera olvidado.
—Mirando con lascivia, querrás decir.
Mirándola con lascivia, escrutándola, relamiéndose y esperando un gesto.
—Con toda la lascivia que mereces. Vamos, es Thiago. No me digas que no estás nerviosa.
¿Lo estaba? El general Thiago —el Lobo Blanco— era una fuerza de la naturaleza, brillante y letal, pesadilla de los ángeles y artífice de victorias imposibles. También era guapo, y Madrigal siempre se sentía intranquila cuando estaba cerca de él, aunque no podía distinguir si se trataba de atracción física o temor. Thiago había anunciado que estaba listo para casarse de nuevo, y quién era la elegida: ella. Aquella noticia la hizo sentir voluble, maleable e incoherente y al mismo tiempo rebelde, como si la abrumadora presencia del general fuera algo a lo que había que enfrentarse, no fuera a perderse en su magnífica y absorbente sombra.
A su elección quedaba alentar o no la petición de mano. No era romántico, pero tampoco podía decir que no resultara excitante.
Thiago era fuerte y tan perfectamente musculado como una estatua. Tenía un elevado aspecto humano, y a la altura de las rodillas, sus piernas no adquirían forma de antílope como las de Madrigal, sino de enormes y acolchadas garras de lobo, cubiertas por una suave piel blanca. Su pelo era sedoso y blanco, aunque tenía el rostro joven, y Madrigal había visto en cierta ocasión, a través de un agujero en la cortina de su tienda de campaña, que su pecho estaba cubierto por un pelaje también blanco.
Había pasado junto a la tienda en el mismo momento en que un ayudante salía precipitadamente, y había visto al general mientras le ponían la armadura. Rodeado por su séquito y con los brazos extendidos, esperando a que le colocaran la pechera de cuero, su torso mostraba una impresionante y varonil musculatura que se estrechaba hasta alcanzar sus delgadas caderas, con los pantalones bombachos ajustados por debajo de unos perfectos abdominales. Fue una visión fugaz, pero la imagen de Thiago a medio vestir había permanecido en la mente de Madrigal desde entonces. Y al pensar en él sentía el susurro de una amenaza.
—Bueno, tal vez un poquito nerviosa —admitió, y Chiro soltó una risita. Aquel sonido ingenuo dejó traslucir una nota discordante, y Madrigal pensó, dolida, que su hermana estaba celosa. Eso la hizo más consciente del honor que significaba ser elegida por Thiago. Podía tener a quien quisiera, y la había preferido a ella.
Pero ¿quería ella estar con él? Si fuera así, ¿no sería todo más sencillo? ¿No estaría ya en los baños, poniéndose perfumes y aceites y fantaseando con sus caricias? Un pequeño escalofrío la recorrió. Intentó convencerse de que eran los nervios.
—¿Qué crees que haría si… si lo rechazara? —aventuró a decir.
Chiro se escandalizó.
—¿Rechazarlo? Debes de tener fiebre —tocó la frente de Madrigal—. ¿Has comido hoy? ¿Estás borracha?
—Oh, para ya —se quejó Madrigal retirando la mano de Chiro—. Es solo que…, quiero decir, ¿puedes imaginar, ya sabes…, estar con él?
Cuando Madrigal pensaba en ello, imaginaba a Thiago pesado, jadeando y… mordiéndola; sentía deseos de esconderse en un rincón. Sin embargo, carecía de experiencia que le permitiera ir más allá; tal vez estuviera nerviosa, y totalmente equivocada respecto a él.
—¿Por qué iba yo a imaginar tal cosa? —preguntó Chiro—. Él nunca me elegiría a mí —su voz no transmitía amargura. Si acaso, una enorme inteligencia.
Se refería, por supuesto, a su aspecto —las razas quiméricas se casaban entre sí, aunque tales uniones estaban restringidas por la apariencia física—, pero había algo más. Incluso teniendo un elevado aspecto humano, Chiro no hubiera satisfecho el segundo criterio de Thiago. No tenía nada que ver con la casta, era una simple manía, y fue suerte —Madrigal aún no había decidido si buena o mala— que ella cumpliera el requisito. Sus manos, al contrario que las de Chiro, no estaban marcadas con las hamsas, con todo lo que ello implicaba. Nunca se había despertado sobre una mesa de piedra bajo el persistente aroma del humo de los resucitados. Sus palmas estaban limpias.
Todavía era «pura».
—Vaya hipocresía —dijo ella—. Su manía por la pureza. ¡Él mismo no es puro! Ni siquiera es…
—Sí, bueno, él es Thiago, ¿no? —la interrumpió Chiro—. Puede ser quien quiera. No como algunos de nosotros.
Aquellas palabras incluían una pulla dirigida a Madrigal y lograron lo que no habían podido todos sus puntapiés. Madrigal se incorporó abruptamente.
—Algunos de nosotros —contestó— deberíamos aprender a apreciar lo que tenemos. Brimstone dice…
—Vaya, Brimstone dice, Brimstone dice. ¿Se ha dignado el todopoderoso Brimstone a darte algún consejo sobre Thiago?
—No —dijo Madrigal—. No lo ha hecho.
Suponía que Brimstone estaría al corriente de que Thiago estaba cortejándola, si se podía llamar así, pero no lo había mencionado, de lo que ella se alegraba. Había cierta santidad en el carácter de Brimstone, una pureza en sus propósitos que nadie más poseía. Toda su vida estaba dedicada a su trabajo, su brillante, hermoso y terrible trabajo. La catedral subterránea, la polvorienta tienda dominada por las susurrantes vibraciones de miles de dientes; sin olvidar su seductora puerta y el mundo al que conducía. Todo ello fascinaba a Madrigal.
Pasaba con Brimstone todo el tiempo libre del que disponía. Le había costado años de insistencia, pero finalmente había logrado que la tomara como aprendiz —el primero—, y se sentía bastante más orgullosa de su confianza que de la lujuria de Thiago.
—Tal vez deberías preguntarle, si realmente no sabes qué hacer —dijo Chiro.
—No voy a preguntarle —respondió Madrigal irritada—. Yo misma me ocuparé de ello.
—¿Ocuparte de ello? Pobrecilla, qué problemas tiene. Una oportunidad así no se presenta a todo el mundo, Madrigal. ¿Ser la esposa de Thiago? Cambiar las prendas de cuero por las sedas, los barracones por un palacio, vivir a salvo, ser amada, tener estatus, criar hijos y envejecer…
La voz de Chiro comenzó a quebrarse, y Madrigal supo lo que iba a decir a continuación. Deseaba que no lo hiciera; ya estaba avergonzada. Su problema no era tal, no para Chiro, que llevaba las hamsas.
Chiro, que sabía lo que se sentía al morir.
La mano de Chiro se dirigió temblorosa hacia su corazón, donde la flecha de un serafín la había atravesado en el sitio de Kalamet el año anterior, y la había matado.
—Mad, tú tienes la posibilidad de envejecer en la piel en la que naciste. Algunos de nosotros solo podemos esperar más muerte. Muerte, muerte y muerte.
Madrigal miró sus palmas vacías.
—Lo sé —contestó.