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EVANESCENCIA

Madrigal ascendió al patíbulo. Llevaba las manos atadas a la espalda y las alas inmovilizadas para que no pudiera escapar volando. Era una precaución innecesaria: en lo alto, los barrotes de hierro de la Jaula lo cubrían todo formando arcos. La misión de aquellas barras era mantener a los serafines fuera de la ciudad, no a las quimeras dentro, pero ese día hubieran servido para tal propósito. Madrigal no iba a ir a ninguna parte, excepto a encontrarse con la muerte.

—Es innecesario —había objetado Brimstone cuando Thiago ordenó que la inmovilizaran. Su voz había sonado como un chirrido demasiado bajo para resultar audible, como algo que se arrastra sobre el suelo.

Thiago, el Lobo Blanco, el general, hijo y mano derecha del caudillo, lo había ignorado. Sabía que era innecesario, pero quería humillarla. No le bastaba con la muerte de Madrigal. Quería ver cómo se lamentaba, cómo se arrepentía. Deseaba verla de rodillas.

No lo iba a lograr. Podía amarrarle las manos y las alas y contemplar su muerte, pero jamás conseguiría que se arrepintiera.

No lamentaba lo que había hecho.

En el balcón del palacio, el caudillo permanecía sentado con solemnidad. Tenía cabeza de ciervo, con los cuernos rematados en oro. Thiago ocupaba su lugar junto a su padre. La silla a la izquierda del caudillo pertenecía a Brimstone, pero estaba vacía.

Miles y miles de ojos observaban a Madrigal, y la cacofonía que surgía de la multitud fue elevando el tono hasta llegar a ser algo siniestro, voces convertidas en abucheos. Pateaban el suelo con estruendo. No se producía ninguna ejecución en la plaza desde tiempo inmemorial, pero todos los presentes sabían lo que debían hacer, como si el odio fuera un atavismo que solo esperaba resurgir.

Se escuchó una acusación a voces:

—¡Amante de un ángel!

Entre la multitud aparecieron rostros acongojados, incrédulos. Madrigal era una belleza, una alegría para los ojos, ¿podría realmente haber hecho algo tan inimaginable?

Y entonces llevaron a Akiva. Thiago había ordenado que contemplara la ejecución. Los guardias lo tiraron de rodillas sobre una plataforma frente a la de ella, desde la que nada obstaculizaría su visión. Incluso ensangrentado, encadenado y debilitado por la tortura, era hermoso. Sus alas llameaban radiantes y sus ojos de fuego, fieros, permanecían clavados en ella; Madrigal se sintió invadida por la calidez de los recuerdos y la ternura, por la intensa pena de que sus cuerpos jamás volverían a encontrarse, ni sus bocas se fundirían de nuevo, ni sus sueños se convertirían en realidad.

Los ojos de Madrigal se llenaron de lágrimas. Le sonrió en la distancia y su mirada transmitió tal amor que ninguno de los presentes pudo seguir dudando de su culpabilidad.

Madrigal Kirin era culpable de traición —de amar al enemigo— y fue condenada a muerte y a algo peor, una sentencia que no se había dictado durante cientos de años: la evanescencia.

La desaparición.

Sobre el patíbulo solo la acompañaba el verdugo encapuchado. Con la cabeza alta, se acercó al tajo y se arrodilló, y fue entonces cuando Akiva empezó a gritar. Su voz se elevó sobre el pandemónium —un alarido capaz de recorrer las almas de todos los presentes, capaz de levantar a los fantasmas de sus nidos.

Aquel grito desgarró el corazón de Madrigal, y ansió poder estrecharlo entre sus brazos. Sabía que Thiago deseaba que se desmoronara, gritara, suplicara, pero no lo haría. No valía la pena. No existía la menor posibilidad de salvarse. No para ella.

Dirigió una última mirada a su amado y colocó la cabeza sobre el tajo. Era de roca negra, como todo en Loramendi, y lo notó tan caliente como un yunque contra su mejilla. Akiva lanzó un alarido y el corazón de Madrigal le respondió. Su pulso se aceleró —estaba a punto de morir—, pero mantuvo la calma. Tenía un plan y fue a lo que se aferró mientras el verdugo levantaba el hacha —enorme y brillante, como una luna que caía desde el cielo—, porque tenía una tarea que cumplir y no podía perder la concentración. Todavía no habían acabado con ella.

Después de muerta, iba a salvar la vida de Akiva.