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MADRIGAL

Es una niña.

Está volando. El aire está enrarecido y cuesta respirar, y el mundo se encuentra tan abajo que incluso las lunas, jugando a perseguirse a través del cielo, se ven desde arriba, como relucientes cabezas de bebé.

Ya no es una niña.

Desciende del cielo, entre las ramas de los árboles de réquiem. Está oscuro, y de la arboleda surge el hish-hish de las evangelinas, aves-serpiente amantes de la noche que beben el néctar de las flores de réquiem. Se acercan a ella —hish-hish— y se enroscan en sus cuernos agitando las flores, que dejan caer un dorado polen sobre sus hombros.

Más tarde, adormecerá los labios de su amante cuando recorra con ellos su piel.

Está en el campo de batalla. Los serafines se lanzan en picado desde el cielo, envueltos en llamas.

Está enamorada. Siente luz en su interior, como si se hubiera tragado una estrella.

Asciende a un patíbulo. Miles y miles de caras la contemplan, pero ella solo ve una.

Se arrodilla en el campo de batalla junto a un ángel moribundo.

Alas que la envuelven. La piel ardiendo, un amor abrasador.

Asciende al patíbulo. Lleva las manos atadas a la espalda, y las alas inmovilizadas. Miles y miles de caras la observan; pies y pezuñas patean el suelo; voces que chillan y abuchean, pero una se eleva sobre todas las demás. Es la de Akiva. Un grito que podría levantar a los fantasmas de sus nidos.

Ella es Madrigal Kirin, que osó imaginar una nueva forma de vivir.

El hacha aparece enorme y brillante, como una luna que cae desde el cielo. Es instantáneo…