DESEO Y SAL E INMENSIDAD
—Aquí —dijo Karou conduciendo a Akiva hasta una puerta azul cielo en un muro polvoriento.
Sus dedos estaban entrelazados. No podían dejar de tocarse, y mientras lo guiaba por la medina, Karou había sentido como si flotara. Podrían haberse apresurado, pero optaron por dejarse llevar, parándose a contemplar a un tejedor de alfombras, a mirar una cesta llena de cachorros, a tocar con los dedos la punta de unas dagas ornamentales, sin prisa ninguna.
Sin embargo, a pesar del paso tranquilo, llegaron a su destino. Akiva siguió a Karou a través de un oscuro pasadizo por el que desembocaron en un luminoso patio, un mundo escondido y abierto solo al cielo. Estaba rodeado de palmeras datileras y adornado con azulejos andalusíes, y una fuente brotaba en su centro. La segunda planta estaba rodeada por una galería y la habitación de Karou se encontraba al final de una vuelta de escalera. Era más grande que su piso y tenía el techo alto y de madera. Las paredes aparecían recubiertas por un finísimo estuco bermellón, con profundos reflejos terrosos, y en la cama, una manta bereber lanzaba alguna misteriosa bendición en lenguaje de símbolos.
Akiva cerró la puerta y dejó marchar la mano de Karou, y llegó el momento que ella había intentado alejar, aplazar —la rotura del hueso de la suerte.
Había llegado el momento.
Había llegado el momento.
Akiva se alejó de ella, miró por la ventana, alzó las manos y se rascó el pelo con los dedos en un gesto que se estaba volviendo familiar. La miró de nuevo.
—¿Estás lista, Karou?
No.
De repente, no. No estaba preparada. Sintió pánico, como un caos de alas en su pecho.
—Podemos esperar —sugirió con alegría fingida—. De todas formas, no queremos marcharnos hasta que llegue la noche.
El plan era recoger a Razgut una vez que hubiera caído el sol y, ocultos en la oscuridad, volar con él hasta el portal, dondequiera que se encontrara.
Akiva se dirigió hacia ella con paso vacilante, y se detuvo antes de llegar a su lado.
—Podríamos esperar —afirmó, en apariencia atraído por la idea. Luego añadió, muy suavemente—: Pero eso no lo haría más fácil.
—Si fuera algo horrible, me lo dirías, ¿verdad?
Se acercó, alargó la mano y la deslizó sobre el pelo de Karou, una sola vez, lentamente. Ella se deleitó en su caricia, con gesto felino.
—No tienes que estar asustada, Karou —dijo Akiva—. ¿Cómo podría ser algo horrible? Eres tú. Solo puede ser hermoso.
Una tímida sonrisa afloró en los labios de ella. Respiró hondo y dijo con resolución:
—Adelante, entonces. ¿Debería…, eh…, sentarme?
—Si quieres.
Karou subió a la cama y se colocó en el centro, plegando las piernas bajo el cuerpo y bajando el dobladillo de su vestido naranja, que había comprado en el zoco para que Akiva la viera con él puesto. Había comprado también prendas más funcionales, para el viaje y lo que pudiera venir después. Todo estaba guardado en una mochila nueva, listo para la partida, junto a objetos más mundanos que había olvidado en Praga por lo apresurado de su marcha. Estaba contenta de que Akiva hubiera traído sus cuchillos —contenta de tenerlos, pero asustada de necesitarlos.
Akiva se sentó frente a ella, con las piernas relajadas y los hombros inclinados hacia delante, de un modo que resaltaba su corpulencia.
Y entonces Karou experimentó un nuevo fogonazo, una fisura en la superficie del tiempo, y una visión, en su interior, de Akiva. Estaba sentado en la misma postura, con los hombros pesados y relajados como en ese momento, pero… desnudos, al igual que su pecho, dejando a la vista su cuerpo musculoso y una terrible cicatriz en el hombro derecho. De nuevo, en su rostro, aparecía aquella sonrisa que hería con su belleza. De nuevo, un instante y desapareció.
Karou parpadeó, ladeó la cabeza y murmuró:
—Vaya.
—¿Qué sucede? —preguntó Akiva.
—A veces creo verte, en otra época o algo así…, no sé —sacudió la cabeza—. Tu hombro. ¿Qué te pasó?
Akiva se lo tocó, con la mirada fija en ella.
—¿Qué has visto?
Karou se ruborizó. Había sentido algo muy sensual en aquel instante, él sentado sin camisa y feliz.
—A ti… sonriendo. Nunca te he visto sonreír así, no de verdad —dijo solamente.
—Eso fue hace mucho tiempo.
—Ojalá volvieras a hacerlo —dijo ella—. Para mí.
Akiva no sonrió. El dolor se reflejó en su cara mientras miraba sus nudillos y levantaba la vista de nuevo hacia ella.
—Acércate —le dijo, y alargó sus manos para aflojar el cordón del hueso de la suerte y sacárselo por la cabeza. Rodeó con un dedo una de las puntas—. Tienes que colocarlo así.
Ella no lo cogió.
—Pase lo que pase, no tenemos por qué ser enemigos. No si no queremos. Es decisión nuestra, ¿no es así? —dijo apresuradamente.
—Será lo que tú decidas —contestó él.
—Pero ya sé…
Akiva sacudió la cabeza, apesadumbrado.
—Tú no puedes saber. Nunca se sabe hasta que se sabe.
Karou dejó escapar un suspiro exasperado.
—Hablas igual que Brimstone —murmuró, y trató de serenarse.
Y entonces, por fin, levantó la mano para deslizar el meñique en torno a la punta libre del hueso. Su nudillo rozó el de Akiva, y aquel leve roce desató una efervescencia por todo su cuerpo.
Ahora, lo único que tenían que hacer era tirar. Karou esperó un instante, pensando que Akiva tomaría la iniciativa, pero se dio cuenta de que él pretendía lo mismo de ella. Escrutó sus ojos —clavados en los suyos, abrasadores— y tensó la mano. La única manera de hacerlo era haciéndolo. Comenzó a tirar.
Esta vez fue Akiva el que retiró el dedo, sobresaltado.
—Espera —suplicó—. Espera.
Alargó la mano hacia el rostro de Karou y ella la presionó contra su mejilla.
—Quiero que sepas… —Akiva tragó saliva—. Necesito que sepas que me sentí atraído por ti (por ti, Karou) antes de descubrir el hueso. Antes de darme cuenta, y creo… creo que siempre te encontraría, sin importar lo escondida que estuvieras —la miró con extraordinaria intensidad—. Tu alma y la mía cantan la misma canción. Mi alma es tuya, y siempre lo será, en cualquier mundo. No importa lo que suceda… —su voz se quebró y tuvo que respirar hondo—. Necesito que recuerdes que te quiero.
Amor. Karou se sintió bañada de luz. Aquella adorada palabra saltó a sus propios labios para responderle, pero él le suplicó:
—Dime que lo recordarás. Prométemelo.
Esa promesa sí podía hacerla. Akiva se quedó callado y Karou, inclinada hacia delante, sin aliento, pensó si aquello sería todo —que le revelara algo así y luego no la besara—. Resultaba absurdo, y hubiera protestado de haber terminado ahí, pero no fue así.
Una mano de Akiva reposaba ya sobre la mejilla de Karou. Alzó la otra, acunó su rostro y entonces, de forma suave, se desencadenó lo inevitable: se abandonaron. Los labios de Akiva se deslizaron sobre los de Karou. Fue una leve caricia, como un susurro —un ligerísimo roce de su labio inferior con los de ella, y de nuevo espacio entre ambos, muy poco espacio, con los rostros casi pegados—. Respiraban uno el aliento del otro, mientras la pasión aumentaba entre ellos, a su alrededor, en su interior, astral, y de nuevo el espacio desapareció, y lo único que quedó fue el beso.
Dulce y cálido y tembloroso.
Suave e intenso y profundo.
Menta en el aliento de Karou, sal en la piel de Akiva.
Akiva hundió las manos en el pelo de Karou, hasta las muñecas, como si fuera agua; Karou deslizó sus palmas por el pecho de Akiva, olvidando el hueso de la suerte para buscar los latidos de su corazón.
La dulzura dejó paso a algo distinto. Impulso. Placer. Karou se sintió abrumada por la profunda realidad física de Akiva —sal y almizcle y músculo, llama y carne y latidos—, por la sensación de inmensidad. Su sabor y el tacto de su piel sobre sus labios: primero la boca, luego el mentón, el cuello y un tierno recoveco bajo la oreja, y sin saber cómo sus manos se deslizaron bajo su camisa y subieron, de modo que lo único que se interponía entre sus manos y el pecho de Akiva eran los guantes. Sus dedos bailaron sobre su piel y él tembló, y la abrazó con fuerza y el beso se convirtió en mucho más que un beso.
Karou se recostó arrastrando a Akiva con ella, encima de ella, y la sensación de notar el peso de todo su cuerpo fue intensa, abrasadora y… familiar también. Karou era ella misma, pero al tiempo no lo era, arqueándose contra él con un suave maullido animal.
Y Akiva escapó de su abrazo.
Fue tan rápido como desgarrador —se levantó de golpe, dejando tras de sí los bordes deshilachados del momento—. Karou se incorporó rápidamente. Estaba sin aliento. Tenía el vestido enrollado alrededor de los muslos; el hueso de la suerte yacía abandonado sobre la manta; y Akiva estaba de pie, en la parte baja de la cama, dándole la espalda con las manos en las caderas y la cabeza gacha. Su respiración igualaba en agitación a la de ella, incluso ahora. Karou permaneció sentada, embargada por la fuerza que la había poseído. Nunca había sentido algo así. Ahora que sus cuerpos estaban separados, se reprochó a sí misma —¿cómo había podido llegar tan lejos?—, pero al mismo tiempo deseaba intensamente sentir de nuevo el deseo, la sal, la inmensidad de aquel instante.
—Lo siento —dijo Akiva con actitud tensa.
—No, he sido yo, no pasa nada. Akiva, yo también te quiero…
—Claro que pasa —respondió él volviéndose hacia Karou con sus ojos de tigre en llamas—. Esto no está bien, Karou. No pretendía que sucediera. No quiero que me odies aún más…
—¿Odiarte? ¿Cómo has podido imaginar que…?
—Karou —dijo él interrumpiéndola—. Tienes que saber la verdad, y tienes que saberla ahora. Tenemos que romper el hueso.
Y entonces, por fin, lo hicieron.