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ÁLEF

Karou estaba exactamente donde Akiva había imaginado encontrarla, en la mesa de un café en Jemaâ-el-Fna, y como también había supuesto, se mostraba inquieta por la ausencia del hueso de la suerte. En otro tiempo, sus dedos no habrían necesitado otra ocupación que sujetar un lápiz. Sin embargo, su cuaderno de bocetos descansaba abierto delante de ella, con sus páginas en blanco reflejando el sol norteafricano, mientras Karou se agitaba nerviosa, distraída, sin dejar de recorrer la plaza con la mirada buscando a Akiva.

Vendría, se aseguró a sí misma, y le devolvería el hueso de la suerte. Lo haría.

Si estaba vivo.

¿Le habrían hecho algún daño aquellos dos serafines? Hacía ya dos días que esperaba. ¿Y si…? No. Estaba vivo. Imaginar lo contrario… era algo que su mente no podía soportar. De manera absurda, recordaba sin parar a Kishmish, años atrás, engullendo un colibrí-polilla —su repentina consecuencia: vivo-muerto, sin más.

No.

Alejó aquel pensamiento, tratando de concentrarse en el hueso de la suerte. ¿Por qué había provocado aquella reacción en Akiva? Y… ¿qué tendría que decirle, que lo hizo caer de rodillas? El misterio de su propia existencia adquirió un tinte oscuro y Karou sintió un escalofrío de temor. Tampoco podía evitar recordar a Zuzana y Mik, la expresión de sus rostros —sorprendidos y asustados—. De ella. Había llamado a Zuzana durante su escala en el aeropuerto de Casablanca. Habían discutido.

—¿Qué piensas hacer? —había exigido saber Zuzana—. No volvamos a la época de las misiones secretas, Karou.

No tenía mucho sentido mostrarse reservada, así que se lo había contado. Como era de esperar, Zuzana había considerado que era demasiado peligroso, al igual que Akiva, y que Brimstone no querría que lo hiciera.

—Quiero que te mudes a mi piso —dijo Karou—. Ya he hablado con el casero. Te dará una llave, y he pagado el resto del…

—No quiero tu estúpido piso —exclamó Zuzana. Su amiga vivía con una anciana tía aficionada a cocinar repollo y bromeaba con frecuencia sobre la posibilidad de asesinar a Karou solo para quedarse con su piso—. Porque vives en él. Karou, no puedes desaparecer así, sin más. Esto no es un maldito libro de Narnia.

Era imposible razonar con ella. La conversación terminó mal, y Karou se quedó sentada, con el teléfono ardiendo entre sus manos, y sin nadie más a quien llamar. La golpeó la terrible certeza de las pocas personas con las que compartía su vida. Pensó en Esther, su abuela falsa, pero la entristeció que su mente recurriera a un sustituto. Estuvo a punto de tirar el teléfono a la basura allí mismo —de todas formas, no tenía el cargador—, pero a la mañana siguiente se alegró de haberlo conservado. Vibró en su bolsillo mientras estaba en el café, apurando un zumo. Karou abrió el mensaje:

«Nada. De comer. En ninguna parte. Gracias por dejar que me muera de hambre. *zumbido de batería descargada*».

Karou sonrió, y se llevó las manos a la cara, e incluso gritó, y cuando un anciano le preguntó si se encontraba bien, no supo qué contestar.

Hacía dos días que esperaba allí sentada; dos noches que intentaba dormir en la habitación que había alquilado en las cercanías. Había buscado a Razgut, solo para saber dónde encontrarlo cuando estuviera lista, y lo había abandonado de nuevo mientras gemía por su gavriel, que Karou no le había entregado. Cuando llegara el momento de marcharse, ella pediría el deseo por él.

De marcharse. Con o sin Akiva, con o sin su hueso de la suerte.

¿Cuánto tiempo esperaría?

Después de dos días y dos noches interminables, sus ojos seguían escrutando el horizonte, hambrientos, y su corazón jadeaba, vacío. Abandonó cualquier resistencia que pudiera haber albergado. Sus manos sabían lo que querían: querían a Akiva, su atracción y su calor. Incluso en la cálida primavera de Marruecos, sentía frío, como si lo único que pudiera devolverle su calor fuera él. La tercera mañana, paseando por los zocos de Jemaâ-el-Fna, compró algo curioso.

Unos mitones. Los vio en un puesto ambulante, unos guantes de tejido apretado y lana bereber, reforzados con cuero en la palma. Los compró y se los enfundó. Cubrían las hamsas por completo, y no podía engañarse pensando que eran para protegerse del frío. Karou sabía lo que quería. Lo mismo que sus manos: acariciar a Akiva, y no solo con la punta de los dedos, con cuidado, con miedo de provocarle dolor. Quería abrazarlo y que él la abrazara, formando una unidad perfecta, como en un baile lento. Quería aferrarse a él, aspirar su aroma, descubrir su cuerpo, sujetar su rostro como él había tomado el de ella, con ternura.

Con amor.

—Llegará, y lo reconocerás —le había prometido Brimstone, y aunque él seguramente no hubiera imaginado que aquel amor pudiera surgir de un enemigo, Karou supo que no se había equivocado. Estaba segura. Era una sensación primaria y rotunda, como el hambre o la felicidad, y cuando en la tercera mañana levantó los ojos de su taza de té y vio a Akiva en la plaza, de pie a unos cinco metros de distancia, mirándola, sintió como si por sus nervios circulara luz de estrellas. Estaba a salvo.

Estaba allí. Karou se levantó de la silla.

Le sorprendió que permaneciera alejado.

Y cuando se acercó a ella, lentamente, a regañadientes, sus pasos parecían pesados y su expresión, sombría. La seguridad de Karou se desvaneció. No salió en su busca, ni siquiera se alejó de la mesa. La luz de estrellas regresó a sus terminaciones nerviosas, dejando frialdad en su cuerpo, y lo miró —la pesada lentitud, la inexpresividad de su mirada— preguntándose si lo habría imaginado todo.

—Hola —dijo Karou con voz apagada, vacilante, y con la leve esperanza de haber malinterpretado su actitud, de vislumbrar en él el mismo sobrecogimiento que su imagen había provocado en ella. Era lo que siempre había deseado y pensaba que había encontrado: alguien destinado para ella, y ella, para él, cuyas mariposas danzaran con la misma melodía que las suyas, nota a nota.

Pero Akiva no respondió. Hizo un leve gesto con la cabeza, sin aproximarse a ella.

—¿Estás bien? —preguntó Karou sin alegría alguna en la voz.

—Me has esperado —dijo Akiva.

—Dije… dije que lo haría.

—Tanto como pudieras.

¿Estaba resentido por aquella promesa no realizada? Karou deseaba explicarle que allí, sobre el puente, ignoraba lo que ahora sabía —que «tanto como pudiera» significaba en realidad mucho tiempo, y que se sentía como si hubiera estado esperándolo toda la vida—. Pero se mantuvo en silencio al ver su expresión sombría.

Akiva extendió la mano.

—Toma —dijo, y le entregó el hueso de la suerte, colgado de su cordón.

Ella lo cogió y susurró «gracias», al tiempo que deslizaba el cordón en torno a su cabeza. El hueso regresó a su lugar en la base de su garganta.

—También te he traído esto —continuó Akiva, y dejó sobre la mesa la caja que contenía los cuchillos de luna creciente—. Los necesitarás.

Aquellas palabras sonaron terribles, casi como una amenaza. Karou permaneció de pie, aguantando las lágrimas.

—¿Aún quieres saber quién eres? —preguntó Akiva. No la miraba, sino que mantenía los ojos perdidos en el horizonte.

—Claro que sí —respondió ella, aunque no era aquello en lo que había estado pensando.

Lo que realmente deseaba era retroceder en el tiempo, volver a Praga. Entonces había creído, con una certeza que sintió como amenaza y refugio, que Akiva había regresado de alguna oscura noche del alma en su busca. Ahora parecía otra vez muerto, y ella, aunque hubiera recuperado el hueso de la suerte y por fin fuera a dar respuesta a la pregunta que yacía en lo más profundo de su ser, se sentía muerta también.

—¿Qué sucedió con los otros? —preguntó Karou.

Akiva ignoró la pregunta.

—¿Hay algún sitio adonde podamos ir?

—¿Cómo?

Akiva señaló la muchedumbre de la plaza, vendedores que colocaban pirámides de naranjas, turistas con cámaras y paquetes.

—Estoy seguro de que preferirás descubrirlo en la intimidad —dijo él.

—¿Qué… qué tienes que decirme que deba escuchar a solas?

—No voy a contarte nada.

Akiva había evitado mirarla directamente en todo momento, hasta que su imagen había quedado como emborronada, pero entonces clavó sus ojos en ella. Su brillo era como el sol reflejado en un topacio, y Karou percibió, antes de que él los retirara de nuevo, un breve destello de ansiedad, tan profunda que resultaba dolorosa de contemplar. Sintió un vuelco en el corazón.

—Vamos a romper el hueso de la suerte —dijo Akiva.

Y entonces ella lo sabría todo, y lo odiaría. Akiva estaba tratando de prepararse para soportar la mirada de Karou una vez que comprendiera. La había contemplado unos minutos desde la plaza antes de que ella levantara la mirada, y había presenciado cómo su rostro se transformaba al verlo —de ansiedad, expectativa perdida a… luz—. Era como si Karou hubiera emitido una descarga de energía que lo hubiera alcanzado incluso donde él se encontraba, hasta envolverlo y abrasarlo.

Todo lo que no merecía disfrutar y nunca conseguiría estaba contenido en aquel instante. Lo único que deseaba era estrecharla entre sus brazos, hundir las manos en su pelo —limpio y liso como ríos sobre sus hombros— y perderse en su fragancia y la tersura de su piel.

Recordó una historia que le había contado Madrigal: el cuento humano del golem. Esa figura modelada en barro con forma de hombre despertaba a la vida al grabarle sobre la frente el símbolo del álef. El álef era la primera letra de un antiguo alfabeto humano, y la primera también de la palabra hebrea verdad; era el comienzo. Al ver a Karou levantarse, radiante en una cascada de pelo lapislázuli, con un vestido de punto color mandarina, un collar de cuentas plateadas al cuello y una expresión de alegría y alivio y… amor… en su hermoso rostro, Akiva supo que ella era su álef, su verdad y su comienzo. Su alma.

Las articulaciones de sus alas deseaban impulsarlo hacia ella, de un solo movimiento, pero en vez de eso caminó, pesado y abatido. Sentía los brazos como enfundados en hierro, lo que le impedía alargarlos para alcanzarla. La manera en que Karou perdió la luminosidad al contemplar su actitud fría, la duda y la esperanza de su voz lo estaban matando poco a poco. Era mejor así. Si sucumbía y se dejaba llevar por sus deseos, solo conseguiría que ella lo odiara con más intensidad una vez que supiera lo que en realidad era él. Así que se mantuvo distante, sufriendo, preparándose para el momento que irremediablemente llegaría.

—¿Romperlo? —preguntó Karou mirando el hueso de la suerte con sorpresa—. Brimstone nunca lo hizo…

—No era suyo —contestó Akiva—. Nunca fue suyo. Solo lo estaba guardando. Para ti.

Había sido incapaz de tirarlo al mar. El mero hecho de haberlo pensado le ponía enfermo —más evidencias de su poca valía—. Karou merecía saberlo todo, con todo el sufrimiento y la brutalidad que implicaba, y si no se equivocaba respecto al hueso de la suerte, muy pronto lo haría.

Ella pareció sentir la trascendencia del momento.

—Akiva —murmuró—, ¿qué sucede?

Y cuando Karou lo miró con sus negros ojos de pájaro, asustados e implorantes, Akiva tuvo que volverse de nuevo para poder soportar el anhelo que lo corroía por dentro. No abrazarla en aquel momento era una de las experiencias más duras a las que jamás se había enfrentado.

Y su reencuentro podría haber continuado envuelto en aquella terrible falsedad, pero Karou sabía lo que había visto —el anhelo de Akiva, uniéndose al suyo en un lugar muy profundo— y cuando él se volvió, sintió algo repentino, como si chasqueara un cable y desaparecieran todas sus ataduras, y no pudo soportarlo más. Alargó el brazo hacia él. Su mano, cubierta con el mitón que ocultaba la hamsa, rozó el brazo de Akiva, delicada y totalmente sobre su piel, y lo giró hacia ella. Se acercó levantando la cabeza para mirarlo, y tomó su otro brazo.

—Akiva —murmuró. Su voz había perdido el miedo y sonaba queda y ardiente y dulce—. ¿Qué sucede? —fue recorriendo el cuerpo de Akiva con las manos, llegó al acero de sus brazos y sus hombros, ascendió las rampas de sus trapecios hasta la garganta, el mentón áspero, y por fin detuvo los dedos en sus labios, tan suaves en comparación. Sintió que temblaban—. Akiva —repitió—. Akiva. Akiva —parecía decir «Es suficiente, deja de fingir».

Y entonces, con un estremecimiento, Akiva se rindió. Abandonó la farsa y dejó caer la cabeza, de modo que su frente quedó apoyada sobre la de ella, caliente por el sol. Sus brazos la rodearon y la estrecharon, y Karou y Akiva se convirtieron en dos cerillas que se rozan para encenderse con luz de estrellas. Con un suspiro, Karou se relajó, y al fundirse con el cuerpo de Akiva y descansar sintió como si volviera a casa. Notó la aspereza de su mentón sin afeitar, al tiempo que él experimentaba la perfecta suavidad del pelo de Karou. Permanecieron así largo rato, quietos, al contrario que su sangre y sus nervios y sus mariposas —vivas, moviéndose desenfrenadamente al ritmo de una melodía salvaje y perfecta, acompasadas nota a nota.

El hueso de la suerte, pequeño pero afilado, quedó atrapado entre ellos.