LA SANGRE DE LOS ANTEPASADOS
A partir de Bullfinch, todo cambió para Akiva. Después de rechazar a Hazael con sus herramientas de tatuar, una idea se adueñó de su mente: cuando viera de nuevo a la chica quimérica, podría decirle que no había utilizado la vida que ella le había regalado para matar a más de sus semejantes.
Que volviera a verla era extremadamente improbable, pero aquel pensamiento se alojó en su cabeza —una sensación esquiva y punzante de la que no podía librarse— y se acostumbró a su presencia latente. Comenzó a sentirse cómodo con aquella idea, y esta se transformó de fantasía descabellada en esperanza —una esperanza que cambiaría el rumbo de su vida: encontrar a aquella chica y darle las gracias—. Eso era todo, simplemente darle las gracias. Cuando imaginaba el momento, su mente no iba más allá.
Era suficiente para mantenerlo vivo.
Tras la batalla, no permaneció mucho tiempo en la bahía de Morwen. Los médicos de campaña lo enviaron de vuelta a Astrae para ver qué podían hacer por él los sanadores.
Astrae.
Hasta la Masacre ocurrida un milenio atrás, los serafines habían gobernado el Imperio desde Astrae. Según todas las crónicas, durante trescientos años fue la luz del mundo, la ciudad más hermosa jamás construida. Palacios, pórticos y fuentes, todo de mármol extraído en Evorrain; amplias avenidas pavimentadas con cuarzo y cubiertas por las ramas con aroma a miel de los pinos balsameos. Astrae se alzaba sobre los estriados acantilados que albergaban su puerto, y la arbolada costa de Mirea se extendía hasta donde la vista alcanzaba. Al igual que en Praga, los chapiteles apuntaban hacia el cielo, uno por cada dios estrella. Los dioses estrella, que habían nombrado a los serafines guardianes de la tierra y de todas sus criaturas.
Los dioses estrella, que habían contemplado cómo todo se hundía en el caos.
Akiva pensó que durante trescientos años los ciudadanos de Astrae debieron de sentir que la ciudad siempre había sido y siempre sería maravillosa. Ahora, diez siglos después, su época dorada parecía el lejano parpadeo de algún dios muerto, y poco quedaba de su esplendor original. El enemigo la había arrasado: las torres habían sido demolidas y todo lo que podía arder había sido incendiado. Habrían arrancado incluso las estrellas del cielo si hubieran podido. No existía precedente en la historia de una barbarie tal. Al final del primer día, los magos yacían muertos, incluso sus aprendices más jóvenes, y su biblioteca había sido engullida por el fuego, con todos los textos mágicos de Eretz en su interior.
Estratégicamente, tenía sentido. Los serafines habían depositado tanta confianza en la magia que, tras la Masacre y sin ningún mago vivo, se encontraban casi indefensos. Todos los ángeles que no habían huido de Astrae fueron sacrificados en un altar a la luz de la luna llena, entre ellos el emperador seráfico, antepasado del padre de Akiva. Tantos ángeles derramaron su vida sobre aquel altar que la sangre fluyó por los escalones del templo como una lluvia monzónica que ahogó a pequeñas criaturas en las calles.
Las bestias mantuvieron el control sobre Astrae durante siglos, hasta que Joram —el padre de Akiva— lanzó una campaña total al comienzo de su reinado y recuperó todos los territorios hasta los montes Adelfas. Tras consolidar su poder, comenzó a reconstruir el Imperio con su corazón donde correspondía: en Astrae.
Sin embargo, en el campo de la magia, Joram no había logrado demasiados progresos. Tras el incendio de la biblioteca y el asesinato de los magos, los serafines habían quedado constreñidos a las manipulaciones más básicas, y en los siglos posteriores no avanzaron mucho más.
Akiva nunca se había preocupado demasiado por la magia. Era un soldado, y había recibido una educación limitada. La consideraba un misterio solo apto para mentes más brillantes, pero su estancia en Astrae cambió esa concepción. Dispuso del tiempo necesario para descubrir que a pesar de ser un soldado poseía mayor inteligencia que la mayoría, y que además contaba con algo de lo que carecían los aspirantes a mago de Astrae. En realidad, poseía dos cosas que ellos no tenían. Llevaba la magia en la sangre, aunque hizo falta un comentario malicioso de su padre para que lo descubriera, y tenía lo más importante.
Dolor.
El dolor de su hombro era una constante en su vida, al igual que su fantasma, la chica enemiga, y ambos estaban unidos. Cuando su hombro ardía, regresando poco a poco a la vida, no podía dejar de pensar en las delicadas manos de ella sobre él, apretando el torniquete que lo había salvado.
Los sanadores de Astrae dejaron de administrarle los medicamentos empleados por los médicos de campaña, que no habían resultado de gran ayuda, y lo obligaron a utilizar el brazo. Un esclavo —quimérico— se encargaba de estirarle los músculos para mantenerlos flexibles, y Akiva recibió la orden de acudir al campo de prácticas para ejercitar la mano izquierda en el manejo de la espada, por si la derecha no recuperara completamente la movilidad. Contra todo pronóstico, se recuperó, aunque el dolor no remitía, y en pocos meses era mejor espadachín que antes. Encargó al armero de palacio un juego de espadas gemelas, y no tardó en dominar el campo de prácticas. Luchaba con ambas manos y atraía multitudes a los combates de la mañana, incluido el propio emperador.
—¿Uno de los míos? —preguntó Joram evaluándolo.
Akiva nunca había estado en presencia de su padre. Los bastardos de Joram eran una legión, y no podía pretender conocerlos a todos.
—Sí, mi señor —contestó Akiva con una inclinación de cabeza.
Sus hombros aún sufrían con el esfuerzo, y el derecho le enviaba llamaradas de agonía que ya formaban parte de su vida.
—Mírame —ordenó el emperador.
Akiva lo hizo, y no se reconoció en el serafín que encontró frente a él. Hazael y Liraz sí se parecían al emperador. Sus ojos azules eran iguales a los de Joram, así como los rasgos de la cara. El emperador era rubio, aunque su pelo dorado empezaba a adquirir un tono grisáceo, y a pesar de ser corpulento, tenía una talla modesta y debía alzar la vista para mirar a Akiva.
Su mirada era intensa.
—Recuerdo a tu madre —dijo Joram.
Akiva parpadeó. No había esperado un comentario semejante.
—Son los ojos —añadió el emperador—. Resultan inolvidables, ¿no crees?
Era una de las pocas cosas que Akiva recordaba de su madre. El resto de su rostro aparecía borroso, y ni siquiera sabía su nombre; sin embargo, estaba seguro de haber heredado sus ojos. Joram parecía esperar una respuesta, así que Akiva admitió: «Los recuerdo», y sintió una especie de pérdida, como si al reconocer aquello, hubiera entregado lo único que poseía de ella.
—Fue terrible lo que le sucedió —dijo Joram.
Akiva permaneció inmóvil. No había recibido ninguna noticia de su madre desde que los habían separado, como seguramente sabía el emperador. Joram le estaba lanzando un anzuelo, quería que preguntara «¿Qué? ¿Qué le ha pasado?». Pero Akiva no lo hizo, solo apretó las mandíbulas, y Joram, con una sonrisa hiriente, añadió:
—Pero ¿qué se puede esperar de los stelian? Una tribu salvaje, casi tan malvada como las bestias. Ten cuidado, soldado, no se revele en ti la sangre de tus antepasados.
Y se marchó, dejando a Akiva con el dolor abrasador de su hombro y una nueva cuestión que desvelar sobre la que nunca se había preocupado antes: ¿Qué sangre?
¿Pudo ser su madre una stelian? Carecía de sentido que Joram hubiera tenido una concubina stelian; no mantenía relaciones diplomáticas con la «tribu salvaje» de las islas Lejanas, serafines renegados que nunca habrían entregado a sus mujeres como tributo. Entonces, ¿cómo había llegado ella hasta allí?
Los stelian eran conocidos por dos cosas. La primera, su férrea independencia —no formaban parte del Imperio y, durante siglos, se habían negado con tenacidad a integrarse con sus semejantes serafines.
La segunda, su conexión con la magia. Se creía que en las oscuras profundidades de la historia los primeros magos habían sido stelian, y además se rumoreaba que aún practicaban un extraño nivel de magia desconocido en el resto de Eretz. Joram los detestaba, porque no lograba ni conquistarlos ni infiltrarse entre ellos, al menos mientras necesitara concentrar sus fuerzas en la guerra contra las quimeras. No obstante, los rumores que recorrían la capital no dejaban lugar a duda de hacia dónde dirigiría la mirada el emperador una vez que las bestias fueran derrotadas.
En cuanto a lo sucedido a su madre, Akiva nunca lo descubrió. El harén era un universo cerrado, y ni siquiera pudo confirmar que hubiera albergado a una concubina stelian, mucho menos saber qué le había ocurrido. No obstante, el encuentro con su padre impulsó algo en su interior: cierta afinidad con aquellos extranjeros con los que compartía sangre, y curiosidad por la magia.
Permaneció en Astrae más de un año, durante el que, aparte de recuperarse físicamente, entrenar y dedicar varias horas al día a instruir a soldados jóvenes, pudo contar con de su tiempo. Y a partir de aquel día, lo aprovechó. Descubrió lo que era el diezmo de dolor, y gracias a su herida, disponía de una constante reserva a la que recurrir. Observando a los magos —para quienes él, un zafio soldado, era prácticamente invisible— aprendió a realizar los hechizos más básicos, empezando por el control de la voluntad. Practicó con murciélagos-cuervo y colibríes-polilla en la oscuridad de la noche, dirigiendo su vuelo, alineándolos en V como los gansos en invierno, llamándolos para que se posaran sobre sus hombros o sus manos.
Le resultaba sencillo, así que continuó con el aprendizaje. No tardó en alcanzar los límites del conocimiento, que no era mucho —lo que se consideraba magia en aquella época eran en realidad simples trucos, ilusiones—. Nunca se engañó pensando que era un mago; sin embargo, era ingenioso y, al contrario de los distinguidos fracasados que se autodenominaban magos, no tenía que flagelarse ni quemarse ni cortarse para conseguir poder —disponía de una fuente sosegada y constante—. Sin embargo, si los superó, no fue gracias al dolor o al ingenio, sino a su motivación.
La idea que se había transformado de algo inimaginable en una esperanza —ver de nuevo a la chica quimérica— era ahora un plan.
Constaba de dos partes, aunque solo la primera implicaba el uso de magia: perfeccionar un hechizo que pudiera ocultar sus alas. Existía una manipulación de camuflaje, pero era muy rudimentaria, una especie de «salto» en el espacio que engañaba —a lo lejos— al ojo para que el objeto en cuestión pasara desapercibido. No se trataba ni mucho menos de invisibilidad. Si pretendía pasar desapercibido entre los enemigos —que era exactamente lo que esperaba—, tendría que mejorarlo.
Así que se puso manos a la obra. Tardó meses. Aprendió a sumergirse en su propio dolor como si se tratara de un lugar. Desde su interior, todo se veía diferente —más anguloso—, y las sensaciones y sonidos también resultaban distintos, atenuados y fríos. El dolor era como una lente que aumentaba las sensaciones, los instintos, todo, y gracias a él, después de incesantes pruebas y repeticiones, lo logró. Consiguió la invisibilidad. Era un triunfo que le habría reportado fama y los mayores honores del Imperio, y sintió una fría satisfacción al retenerlo para sí mismo.
La sangre de mis antepasados, pensó. Padre.
La segunda parte de su plan estaba relacionada con el idioma. Para dominar la lengua quimérica, se encaramó al tejado del barracón de los esclavos y escuchó las historias que contaban a la luz de su hediondo fuego de boñigas. Aquellos relatos eran inesperadamente ricos y hermosos y, al escucharlos, no podía evitar imaginar a su chica quimérica sentada junto a una hoguera de campaña y contando las mismas historias.
Su chica quimérica. Se sorprendió pensando en ella como suya, y ni siquiera le resultó extraño.
Cuando fue enviado de nuevo a su regimiento en la bahía de Morwen, sintió que habría necesitado algo más de tiempo para perfeccionar su acento quimérico, pero básicamente estaba preparado para el siguiente paso, con toda su brillante y luminosa locura.