INFAME
Después de Bullfinch, la existencia de Madrigal —tardó dos años en saber su nombre— había llamado a Akiva como una voz perdida en medio de un gran silencio. Mientras permanecía tendido y moribundo en el campamento de la bahía de Morwen, soñó una y otra vez que la muchacha enemiga se arrodillaba junto a él, sonriendo. Cada vez que despertaba descubría su ausencia, y encontraba los rostros de sus familiares y amigos, que parecían menos reales que el fantasma que lo obsesionaba. Incluso mientras Liraz discutía con el médico que quería amputarle el brazo, su mente regresó a la brumosa playa de Bullfinch, a unos ojos castaños y unos cuernos engrasados, y a aquella descarga de ternura.
Se había entrenado para soportar las marcas del diablo, pero no aquello. Se sintió indefenso ante esa nueva sensación.
Por supuesto, no se lo dijo a nadie.
Hazael acudió junto a su cama con las herramientas de tatuar para señalar las manos de Akiva con los enemigos abatidos en Bullfinch.
—¿Cuántos? —preguntó al tiempo que calentaba la hoja del cuchillo para esterilizarla.
Akiva había masacrado a seis quimeras en Bullfinch, incluida la monstruosa hiena que lo había derribado. Seis nuevas líneas llenarían su mano derecha, que, gracias a Liraz, conservaba unida al cuerpo. El brazo descansaba inmóvil junto a él. Había sido necesario recolocar varios nervios y músculos y tardaría algún tiempo en saber si recuperaría la movilidad.
Cuando Hazael levantó su mano inerte, con el cuchillo ya preparado, Akiva solo pudo pensar en la muchacha enemiga y en cómo podía acabar convertida en una línea negra en el nudillo de algún serafín. Aquel pensamiento le resultaba insoportable. Con la mano sana le arrebató su brazo a Hazael e inmediatamente lo invadió un terrible dolor.
—Ninguno —jadeó—. No he matado a ninguno.
Hazael entrecerró los ojos.
—Claro que sí. Yo estaba a tu lado frente a aquella falange de toros-centauro.
Sin embargo, Akiva no quería llevar aquellas marcas, y Hazael se marchó.
De ese modo había comenzado el secreto que con el paso de los años se convertiría en una fisura entre ellos, y que, en el cielo del mundo de los humanos, amenazaba con separarlos para siempre.
Cuando Karou se elevó por los aires desde el puente, Liraz la siguió, pero Akiva se interpuso en su camino. Sus aceros chocaron. Akiva cruzó sus dos espadas cerca de la empuñadura y volcó todo su peso sobre ellas, lo que obligó a su hermana a retroceder. Mantuvo a Hazael a la vista, temeroso de que persiguiera a Karou, pero su hermano seguía en el puente, contemplando la inimaginable escena de Akiva y Liraz con las espadas cruzadas.
Los brazos de Liraz temblaban por el esfuerzo de mantener su terreno —su aire— y sus alas batían furiosas. Tenía el rostro lívido y las mandíbulas apretadas por la intensidad del momento, y los ojos tan abiertos que sus iris eran puntos en unas órbitas blancas.
Con un gemido desgarrador, rechazó a Akiva, volteó la espada liberada por encima de su cabeza y la descargó como un hachazo.
Akiva bloqueó el golpe. Su fuerza lo sacudió hasta los huesos. Liraz no estaba retrocediendo. La violencia del ataque le sorprendió —¿trataría realmente de matarlo?—. Ella descargó un nuevo hachazo, él lo bloqueó y finalmente Hazael reaccionó y saltó hacia ellos.
—Parad —gritó horrorizado.
Se acercó, pero hubo de apartarse cuando Liraz se volvió de forma violenta. Akiva esquivó el golpe, desequilibrándola, y ella dio vueltas antes de encontrar a tientas un punto de apoyo. Le lanzó una mirada llena de rencor y, en vez de abalanzarse de nuevo sobre él, se elevó vertiginosamente. Sus alas lanzaron un estallido de fuego que provocó un grito colectivo entre los espectadores, y tomó velocidad hacia donde Karou había desaparecido.
No se divisaba ningún rastro de la chica, pero Akiva no dudaba que Liraz pudiera encontrarla. Se lanzó tras ella. Los tejados desaparecieron rápidamente, y con ellos, la humanidad. Solo quedaba el azote del viento, las llamaradas de las alas y —alcanzó a su hermana y la agarró del brazo— el enfrentamiento.
Ella se volvió hacia él y sus espadas chocaron una y otra vez. Como en Praga cuando Karou lo había atacado, Akiva solo rechazaba los golpes, los esquivaba, y no devolvía el ataque.
—¡Parad! —bramó de nuevo Hazael acercándose a Akiva y empujándolo con fuerza para separarlo de Liraz.
Se encontraban muy por encima de la ciudad, donde el profundo silencio retumbaba con el chocar del acero.
—¿Qué estáis haciendo? —preguntó Hazael con tono incrédulo—. Luchando entre vosotros…
—Yo no quiero enfrentarme a ella —dijo Akiva retrocediendo—. Nunca lo haré.
—¿Por qué no? —siseó Liraz—. Podrías rebanarme el pescuezo mientras me apuñalas por la espalda.
—Liraz, no quiero hacerte daño…
—¿No quieres, pero lo harías si te vieras obligado? ¿Es eso lo que estás diciendo? —respondió ella, sarcástica.
¿Se refería a eso? ¿Qué estaba dispuesto a hacer para proteger a Karou? Sería incapaz de herir a su hermana o a su hermano; el remordimiento no le dejaría vivir. Pero tampoco podía permitir que ellos hicieran daño a Karou. ¿Cómo era posible que solo existieran esas dos opciones?
—Simplemente… olvídala —dijo Akiva—. Por favor. Permite que se marche.
La intensa emoción que transmitía su voz provocó que los ojos de Liraz se entrecerraran con desprecio. Al mirarla, Akiva pensó que suplicarle a ella era lo mismo que suplicarle a una espada. ¿Y no era eso para lo que ellos tres habían sido educados, al igual que los demás bastardos del emperador? Armas forjadas en carne. Instrumentos irreflexivos de una antiquísima enemistad.
No podía aceptar algo así. Eran mucho más que eso, todos ellos. Al menos lo esperaba. Se arriesgó. Envainó las espadas. Liraz lo contempló en silencio, con los ojos como cuchillas.
—En Bullfinch —comenzó Akiva—, me preguntaste quién me había colocado aquel torniquete.
Liraz esperó. Hazael también.
Akiva pensó en Madrigal, recordó el tacto de su piel, la sorprendente suavidad de sus alas, y la alegría de su risa —tan parecida a la de Karou—, y se acordó de lo que Karou le había dicho aquella mañana: que si hubiera conocido a alguna quimera, no podría despreciarlas como monstruos.
Pero había hecho ambas cosas. Había conocido y amado a Madrigal, y aun así se había convertido en lo que era ahora —un ser vacío y con los ojos muertos que había estado a punto de asesinar a Karou movido por un impulso—. El dolor había alimentado a sus horribles vástagos dentro de él: el odio, la venganza, la ceguera.
Madrigal se habría arrepentido de salvar la vida a la persona que era ahora, pero Karou le brindaba una nueva oportunidad, para conseguir la paz. No se trataba de la felicidad, ni de sí mismo. Para él, era demasiado tarde.
Para otros, tal vez aún hubiera salvación.
—Fue una quimera —anunció a sus hermanos. Tomó una bocanada de aire, consciente de que sus palabras sonarían infames a sus oídos. Les habían enseñado desde la cuna que las quimeras eran horribles criaturas que se arrastraban, diablos, animales. Sin embargo, Madrigal…, ella había logrado en un instante desencadenarlo de su fanatismo, y había llegado el momento de que intentara emularla—. Una quimera salvó mi vida —continuó—, y me enamoré de ella.