HACER ALGO MÁS QUE MATAR
Bastó un lucknow de su bolsillo y un deseo susurrado para que las palabras de los serafines pasaran de ser sonidos melodiosos a frases con significado —otro idioma para la colección de Karou, y este muy valioso—. Por la mirada dura y fija de la serafina y la postura protectora de Akiva, Karou dedujo que estaban hablando de ella.
—Solo asegúranos que ella no es… —dijo el serafín dejando que sus palabras se arrastraran hacia un horror sobreentendido, como si suplicara a Akiva que desmintiera sus sospechas.
¿Quién creían que era? ¿Iba a permanecer muda mientras ellos hablaban de ella?
—¿Qué? —preguntó Karou—. ¿Qué es lo que no soy?
La sorpresa se congeló en sus rostros cuando ella abandonó su escondite detrás de Akiva. La serafina se encontraba solo a unos pasos, mirándola sin parpadear. Tenía los ojos muertos de un fanático religioso, y Karou sintió una enorme vulnerabilidad al no encontrarse protegida por el cuerpo de Akiva. Pensó en sus cuchillos de luna creciente inútilmente guardados en su piso, y luego se dio cuenta de que no los necesitaba. Disponía de un arma perfecta para enfrentarse a los serafines.
Ella era esa arma.
Una sonrisa surgió espontánea de su yo fantasma.
—Si lo que quieres es ver mis manos, solo tienes que pedirlo —dijo con excitación morbosa.
Y entonces, sobre el puente de Carlos, a la vista de todos los curiosos, que, boquiabiertos, preparaban sus teléfonos y cámaras para capturar el momento, y de varios policías que se aproximaban con cautela y gesto adusto, se desató el infierno.
—¡No! —gritó Akiva, pero era demasiado tarde.
Liraz se movió primero, rápida como el filo de un cuchillo, pero Karou reaccionó con igual velocidad. Levantó las manos y el aire se onduló con la descarga de magia. Formó un entramado que permaneció inmóvil durante un segundo, como una urdimbre, y luego estalló. Los bordes se expandieron hasta alcanzar a Hazael y Akiva, que se tambalearon. Sin embargo, Liraz retrocedió instantáneamente, como un insecto al que se espanta. Saltó con una acrobacia y aterrizó con tanta violencia sobre sus pies que el puente se estremeció. Tras la embestida, solo Karou permanecía en su sitio. Su pelo había quedado atrapado en una corriente invertida, aspirado primero hacia delante y despedido luego hacia atrás, y flotaba en el aire revuelto.
Karou seguía sonriendo, de manera fría. Con el pelo alborotado y los ojos tatuados en sus palmas, tenía un aspecto malévolo, incluso para Zuzana, como una especie de diosa cruel con un poco convincente disfraz de muchacha. Zuzana, Mik y todos los demás retrocedieron. Liraz deshizo el hechizo que ocultaba sus alas, y fue como si desapareciera el velo que las había ocultado y se revelara un fuego abrasador. Hazael imitó a su hermana y se colocó junto a ella, y se formó frente a Karou una línea de ataque con los dos ángeles, que inclinaban la cabeza para protegerse de la magia que despedían sus hamsas.
Akiva se encontraba entre ambos frentes, afligido, pero debía moverse hacia uno u otro lado. Un paso o dos en cualquier dirección, solo eso, supondría una elección que lo marcaría para siempre. Miró rápidamente a sus compañeros y a Karou.
—Akiva —dijo Liraz entre dientes.
Esperaba que se uniera a ellos. Siempre habían estado los tres juntos, avanzando contra el enemigo, matando a las quimeras, y dibujando después en sus manos las líneas que contabilizaban sus presas con la punta de un cuchillo y hollín de la hoguera del campamento. Para ellos, Karou no era más que otro tatuaje a la espera de su turno, una línea más que marcar.
Al otro lado estaba Karou, tan dispuesta a levantar sus manos y desatar la nociva magia de Brimstone.
—No tiene por qué ser así —exclamó Akiva, pero su voz era débil, como si él mismo no creyera sus palabras.
—Es así —respondió Liraz—. No te comportes como un niño, Akiva.
Aún seguía entre ambos bandos, ante dos futuros posibles.
—Si no puedes matarla, vete —dijo Liraz—. No tienes por qué verlo. Nunca volveremos a hablar de ello. Se acabó. ¿Me oyes? Vete a casa.
Hablaba con apremio y resolución. Creía realmente que estaba cuidando de él y que todo aquello —la historia con Karou, tan incomprensible para ella— era una especie de locura que forzosamente olvidaría.
—No voy a regresar —respondió Akiva.
—¿Qué quieres decir con que no vuelves a casa? —exclamó Hazael—. ¿Después de todo lo que has hecho? ¿De todo por lo que hemos luchado? Ha comenzado una nueva era, hermano. La paz…
—Eso no es paz. La paz es más que ausencia de guerra. La paz es concordia. Armonía.
—¿Te refieres a armonía con las bestias? —la desconfianza ensombreció el rostro de Hazael, y el disgusto, y una ligera esperanza de que todo fuera un malentendido.
Cuando Akiva respondió, supo que estaba cruzando la última frontera, más allá de cualquier posibilidad de reinterpretaciones o retorno. Una frontera que debería haber traspasado mucho tiempo atrás. Se había distorsionado todo tanto…; él mismo se había sentido tan confuso.
—Sí, a eso me refiero.
Karou dejó de mirar a los dos intrusos para contemplarlo. Aquella sonrisa maligna ya había desaparecido de su rostro, y, al notar la confusión de Akiva, incluso sus manos levantadas temblaron. Olvidó todas sus preocupaciones, sus preguntas, su vacío, todo quedó eclipsado por la angustia de Akiva, que sentía como propia.
Llegaron los policías, que vacilaron ante aquella escena de otro mundo. Karou vio sus rostros perplejos, sus pistolas nerviosas, y la forma en que la miraban. Había ángeles sobre el puente de Carlos, y ella los estaba atacando. Ella: enemiga de los ángeles, con su abrigo negro y sus malignos tatuajes, con su pelo azul encrespado y sus ojos negros. Ellos: tan dorados, la viva imagen de los frescos de las iglesias. En esa escena, ella era el demonio, y al mirar su sombra alargada tras ella, casi esperó descubrir que tenía cuernos. No fue así. Su sombra correspondía a la de una chica, aunque en aquel momento no parecía tener nada en común con su cuerpo.
Akiva, que un instante antes había reclinado la cabeza contra sus piernas y llorado, permanecía inmóvil, y, por primera vez desde que habían llegado los otros dos ángeles, Karou sintió miedo. Y si se pusiera de su lado…
—Akiva —susurró Karou.
—Estoy aquí —respondió él, y cuando se movió, fue hacia ella.
Nunca había albergado ninguna duda, solo la esperanza de que, de algún modo, la elección no fuera forzada, que se pudiera evitar la confrontación, pero era demasiado tarde para eso. Así que avanzó hacia su futuro y, colocándose entre Karou y sus hermanos, les dijo en voz baja pero firme:
—No permitiré que le hagáis daño. Hay otras maneras de vivir. En nosotros está hacer algo más que matar.
Hazael y Liraz clavaron sus ojos en él. Inconcebiblemente, había elegido a la chica. La sorpresa de Liraz no tardó en transformarse en resentimiento.
—¿De verdad? —exclamó—. Es una actitud muy oportuna ahora, ¿no crees?
Karou bajó las manos cuando Akiva se colocó delante de ella, y no pudo evitar rozarle la espalda con la punta de los dedos.
—Karou, tienes que irte —dijo él.
—¿Irme? Pero…
—Sal de aquí. Evitaré que te sigan —su voz lúgubre reflejaba el significado de aquellas palabras, pero la decisión estaba tomada. Volvió un instante la cabeza para mirarla; tenía el rostro crispado pero firme—. Nos encontraremos donde nos vimos por primera vez. Prométeme que me esperarás allí.
El lugar donde se vieron por primera vez. Jemaâ-el-Fna, el corazón de Marrakech, donde el fuego de su mirada la había atrapado entre el caos de la multitud, atravesando su alma. Akiva la urgió con voz ronca:
—Prométemelo. Karou, promete que no te marcharás con Razgut hasta que te encuentre. Hasta que me explique.
Karou quería prometérselo. Akiva le estaba jurando lealtad, incluso en contra de su propia estirpe. Seguramente, él le había salvado la vida —¿habría podido soportar el ataque de dos serafines armados?—, a lo que había que añadir que la había elegido a ella. ¿No era eso lo que siempre había deseado, ser elegida? ¿Ser querida? Akiva había abandonado su propio mundo por ella, y le estaba pidiendo que lo esperara en Marrakech.
Sin embargo, algo implacable en su interior retrocedió ante aquella promesa. Él la había elegido, pero eso no significaba que ella hubiera reaccionado del mismo modo en una situación similar —frente a Brimstone, Issa, Yasri y Twiga—. «Quiero que sepas que nunca te abandonaré sin más», había asegurado Karou a Brimstone, y no lo haría. Ella habría elegido a su familia. Otra opción resultaba inimaginable, aunque en aquel momento la idea de abandonar a Akiva le produjera verdadero dolor físico.
—Te esperaré tanto tiempo como pueda. Es todo lo que puedo hacer —dijo Karou.
Tuvo la sensación de que el fulgor de sus ardientes alas se atenuaba un poco. Akiva respondió con voz apagada, y esta vez sin mirarla:
—Entonces, tendrá que ser suficiente.
Liraz desenvainó su espada, y Hazael tras ella. Los policías se replegaron y alzaron las pistolas, gritando en checo a los ángeles que bajaran las armas. La gente gritó invadida por una especie de terror extático. Zuzana, zarandeada por la multitud, mantuvo la mirada en Karou.
Akiva, cuyas espadas, cruzadas entre las alas, resultaban menos obvias, agarró las dos empuñaduras por encima de sus hombros y las desenfundó con un armónico sonido metálico. Sin mirar atrás, insistió:
—Karou. Vete.
Karou se acuclilló y, justo antes de saltar hacia el cielo y desvanecerse en el éter en una ráfaga de azul y negro, dijo con voz entrecortada y suplicante:
—Akiva, ven y encuéntrame.
Y desapareció, dejando que Akiva se enfrentara en solitario a las consecuencias de su terrible elección.