EL IDIOMA DE LOS ÁNGELES
Sé quién eres.
Akiva, con los ojos fijos en el rostro de Karou, contempló el efecto que sus palabras producían en ella. La esperanza enfrentada al miedo a saber, sus negros ojos brillantes por las lágrimas y a la vez en llamas. Solo entonces, al verse reflejado en la mirada de Karou, se dio cuenta de que sus alas habían perdido su disfraz. Hubo un tiempo en el que aquel descuido habría podido suponer su muerte. Sobre el puente, no se preocupó de ello.
—¿Qué? —Karou movió los labios, pero ningún sonido surgió de ellos. Se aclaró la garganta—: ¿Qué has dicho?
¿Cómo podría contárselo? Akiva sintió que se tambaleaba. Había sucedido lo imposible, algo hermoso pero también terrible, algo que desgarraba su pecho demostrando que su corazón, adormecido durante tanto tiempo, seguía vivo y aún latía… ¿solo para quedar de nuevo destrozado, después de tantos años?
¿Existía un destino más amargo que hallar lo más anhelado cuando era demasiado tarde?
—Akiva —imploró Karou. Con los ojos desorbitados y angustiada, se arrodilló frente a él—. Dímelo.
—Karou —susurró.
El significado de aquel nombre, «esperanza», lo hostigaba, tan lleno de promesas y reproches que casi deseó estar muerto. No podía mirarla. Atrajo su cuerpo hacia sí y ella se dejó abrazar, flexible como el amor. Su pelo alborotado por el viento parecía seda despeinada, y Akiva hundió su rostro en él, tratando de pensar qué decir.
A su alrededor, una oleada de murmullos y el peso de las miradas, pero Akiva apenas lo percibía, hasta que un sonido destacó entre el resto. Un carraspeo, mordaz y teatralmente alto. Un aguijonazo de desasosiego, y antes de escuchar ninguna palabra, se volvió.
—Akiva, te lo ruego. Recobra la compostura.
Qué fuera de lugar: aquella voz, aquel idioma. Su idioma.
Frente a él, con las espadas envainadas a la cintura y expresiones de consternación gemelas, se hallaban Hazael y Liraz.
Akiva ni siquiera pudo manifestar sorpresa. La aparición de los serafines resultaba insignificante en comparación con los sobresaltos que se habían sucedido durante toda la mañana: los cuchillos de luna creciente, la extraña reacción de Karou al ver sus tatuajes, la musicalidad de su risa de ensueño, y ahora lo innegable, el hueso de la suerte.
—¿Qué hacéis aquí? —les preguntó. Aún tenía los brazos en torno a Karou, que había alzado la cabeza de su hombro para mirar a los intrusos.
—¿Que qué hacemos aquí? —repitió Liraz—. Creo que esa pregunta nos corresponde a nosotros hacerla. En el nombre de los dioses estrella, ¿qué haces tú aquí? —parecía atónita, y Akiva imaginó cómo lo estaba viendo ella: de rodillas, llorando y abrazado a una muchacha humana.
Y comprendió la importancia de que ellos pensaran que Karou era simplemente eso: una muchacha humana. Por muy extraña que pareciera aquella situación, era solo eso: extraña. La verdad hubiera sido mucho peor.
Akiva se enderezó, aún de rodillas, y se volvió hacia ellos ocultando a Karou tras él. En voz muy baja, para que su hermano y su hermana no lo escucharan hablar en el idioma del enemigo, susurró:
—No permitas que vean tus manos. No lo comprenderían.
—Comprender ¿el qué? —preguntó ella también en un susurro sin apartar los ojos de los serafines, que tampoco dejaban de mirarla.
—Lo nuestro —respondió él—. No comprenderán lo nuestro.
—Yo tampoco lo comprendo.
Sin embargo, gracias al frágil hueso de la suerte que ocultaba en el puño, Akiva al fin lo había entendido.
Karou se sumió en un tenso silencio, con la mirada fija en los dos hermanos. Sus alas permanecían invisibles, pero aun así su presencia sobre el puente resultaba antinatural y un tanto desconcertante —especialmente Liraz—. Aunque Hazael era el más corpulento, Liraz resultaba más aterradora. Siempre había sido así; quizás se había visto empujada a ello, al ser una mujer. Su pelo, de color claro, estaba recogido en apretadas trenzas, y había cierta frialdad mercenaria en su bello rostro: una monótona apatía de asesino. Los ojos de Hazael eran más expresivos, pero en aquel instante aparecían perplejos al contemplar a Akiva frente a él, aún de rodillas.
—Levántate —dijo Hazael sin crueldad—. No puedo soportar verte así.
Akiva se puso en pie, arrastrando con él a Karou y protegiéndola tras el escudo de sus alas.
—¿Qué está pasando? —preguntó Liraz—. Akiva, ¿por qué has regresado aquí? Y… ¿quién es esa? —señaló a Karou con un furioso gesto de disgusto.
—Es solo una muchacha —Akiva se oyó a sí mismo repitiendo las palabras de Izîl, que sonaron tan poco convincentes como cuando las pronunció el anciano.
—Solo una muchacha que vuela —corrigió Liraz.
Akiva permaneció callado un instante y luego dijo:
—Habéis estado siguiéndome.
—¿Qué esperabas? —bramó Liraz—, ¿que permitiéramos que desaparecieras de nuevo? Por el modo en el que actuabas después de Loramendi, sabíamos que iba a suceder algo. Pero… ¿esto?
—¿Qué significa exactamente esto? —preguntó Hazael, con el claro deseo de que existiera una explicación que devolviera todo a la normalidad.
Akiva se sentía dividido. Frente a él se encontraban sus mejores aliados, que se sentían como enemigos, y todo por su culpa.
Si Akiva tenía una familia, no era su madre, que había vuelto la espalda cuando los soldados acudieron en su busca; y sin duda, tampoco el emperador. Su familia eran aquellos dos serafines, y carecía de respuestas que pudieran explicarles aquello. Tampoco sabía qué decirle a Karou, oculta tras él y desesperada por saber lo que se le había ocultado durante toda su vida —un secreto tan grande y extraño que ni siquiera encontraba palabras adecuadas para formularlo—. Así que permaneció callado, sin que las lenguas de dos razas resultaran suficientes para explicarse.
—Entiendo que quisieras escapar —dijo Hazael, siempre conciliador.
Liraz y Hazael compartían muchos rasgos entre sí, pero no con Akiva. Ellos tenían el pelo claro y los ojos azules, y un tono sonrosado que ruborizaba su piel dorada. Hazael mostraba una actitud relajada, casi desgarbada, y una sonrisa perezosa que podía empujar a juzgarlo mal. Era, siempre, un soldado —reflejos y acero—, pero en el fondo de su corazón había logrado retener algo infantil que la instrucción y los años de guerra no habían borrado. Era un soñador.
—Yo también pensé en regresar a este mundo después de todo… —dijo Hazael.
—Pero no lo hiciste —rugió Liraz, en cuyo interior no bullía ninguna soñadora—. Tú no te desvaneciste en mitad de la noche, obligando a otros a inventar excusas para cubrirte, sin saber cuándo o siquiera si volverías en algún momento.
—Yo no os pedí que me cubrierais —respondió Akiva.
—No. Porque entonces habrías tenido que contarnos que te marchabas. En vez de eso, te escabulliste, como la vez anterior. ¿Deberíamos haber esperado a que volvieras destrozado de nuevo, sin saber jamás lo que te había ocurrido?
—Esta vez no —afirmó Akiva.
Liraz esbozó una sonrisa crispada, y Akiva supo que bajo aquella actitud fría se sentía herida. Tal vez no habría regresado nunca; tal vez ellos no habrían descubierto nunca lo que le había sucedido. ¿Qué decía aquello de las décadas en que se habían protegido mutuamente? ¿No había sido Liraz quien años atrás había arriesgado su vida y regresado al campo de batalla en Bullfinch? Contra toda esperanza de que siguiera vivo, mientras las quimeras avanzaban victoriosas empalando a los heridos, había vuelto, lo había encontrado y lo había sacado de allí. Había arriesgado su vida por él, y lo haría de nuevo sin dudarlo, al igual que haría Hazael, y Akiva por ellos. Pero no podía explicarles por qué había regresado, y lo que había descubierto.
—Esta vez no ¿qué? —preguntó Liraz—. ¿Que no ibas a regresar destrozado? ¿O que no ibas a regresar en absoluto?
—No tenía ningún plan. Simplemente no podía quedarme allí —trató de explicarse; les debía ese esfuerzo, al menos—. Después de Loramendi, llegué a un punto muerto, me sentía como al borde de un precipicio. No quería nada, excepto… —dejó la frase inconclusa. No necesitaba añadir más; lo habían visto de rodillas. Los serafines clavaron sus ojos en Karou.
—Excepto a ella —concluyó Liraz—. Una humana. Si es que es eso.
—¿Qué otra cosa podría ser? —replicó Akiva ocultando un atisbo de miedo.
—Yo tengo una teoría —empezó Liraz, y Akiva notó que el corazón se le estremecía—. Anoche, cuando ella te atacó, ocurrió algo extraño, ¿verdad, Hazael?
—Sí, extraño —afirmó Hazael.
—No estábamos lo bastante cerca para sentir si había… magia…, sin embargo, tuvimos la sensación de que tú sí la notabas.
La mente de Akiva bullía frenéticamente. ¿Cómo podía sacar a Karou de allí?
—No obstante, parece que la hayas perdonado —Liraz dio un paso adelante—. ¿Hay algo que quieras contarnos?
Akiva retrocedió, manteniendo a Karou detrás de él, y gritó:
—Dejadla en paz.
Liraz avanzó.
—Si no tienes nada que ocultar, permite que la veamos.
Con un tono afligido más terrible que la cortante voz de Liraz, Hazael añadió:
—Akiva, dinos que no es lo que parece. Solo asegúranos que ella no es…
Akiva sintió una especie de corriente a su alrededor, años de secretos que lo envolvían como un vendaval; deseó que aquel viento pudiera arrastrarlo, junto a Karou, a un lugar sin serafines ni quimeras ni su facilidad para odiar, sin humanos que los miraran boquiabiertos, sin nadie que se interpusiera entre ellos, nunca más.
—Por supuesto que no lo es —respondió él.
Aquella frase sonó como un gruñido, y Liraz consideró un desafío comprobarlo —lo que era o no era Karou—; sus ojos adquirieron un brillo que Akiva conocía demasiado bien, la intensa cólera que la impulsaba en el campo de batalla. Liraz se acercó todavía más.
Al cerrar los puños, Akiva notó que la adrenalina corría por sus venas y el hueso de la suerte cedía a la presión de sus dedos, y se preparó para lo que seguramente sucedería. Lo invadió una absoluta incredulidad, al ver en lo que había desembocado todo.
Sin embargo, ocurrió lo que menos esperaba, que Karou hablara con voz clara y firme y preguntara:
—¿Qué? ¿Qué es lo que no soy?
Liraz se detuvo, y su ira se convirtió en estupefacción. Hazael también parecía sorprendido, y Akiva tardó un instante en descubrir qué había producido aquella reacción.
Las palabras de Karou. Eran suaves como una cascada. Y las había pronunciado en el idioma de Akiva. Había hablado en la lengua de los ángeles, que no podía haber aprendido de ningún modo. Aprovechando la vacilación que había provocado su pregunta, Karou abandonó la protección de las alas de Akiva y se mostró ante Liraz y Hazael.
Luego, con la misma ferocidad con la que había sonreído a Akiva al atacarlo la noche anterior, le dijo a Liraz:
—Si lo que quieres es ver mis manos, solo tienes que pedirlo.