TRANQUILIZADOR
Karou se incorporó con tal brusquedad que los cuadernos de dibujo cayeron rodando de la cama. Aún tenía el lápiz en la mano, y un pensamiento asaltó su mente: el ángel siempre la pillaba con un arma ridícula. Pero al tiempo que apretaba el puño sobre él, dispuesta a clavarlo, Akiva empezó a retroceder y bajó los cuchillos.
Los devolvió al lugar en el que los había encontrado, donde ella los había dejado, en su caja, sobre las mesas nido. Al despertar, habrían estado casi al alcance de su mano.
—Lo siento —se disculpó—. No pretendía asustarte.
Justo entonces, iluminado únicamente por el resplandor de sus alas, su imagen apareció… tranquilizadora. Él resultaba tranquilizador. No tenía ningún sentido, pero aquella sensación fluyó por el cuerpo de Karou, se presentó tan agradable como un espacio soleado sobre un suelo brillante, y como un gato, ella solo deseaba hacerse un ovillo en él.
Trató de simular que había estado a punto de apuñalarlo con un lápiz.
—Bueno —dijo estirándose y dejándolo caer de la mano con indiferencia—. No conozco tus costumbres, pero aquí, si no quieres asustar a alguien, no te paseas junto a su cuerpo dormido con cuchillos en las manos.
¿Era aquello una sonrisa? No. Un ligero temblor en la comisura de sus severos labios; no contaba.
Karou vio el cuaderno de bocetos abierto delante de ella, la prueba de su sesión nocturna de dibujo justo delante de los ojos de Akiva. Lo cerró rápidamente, aunque él, por supuesto, lo había estado hojeando mientras ella todavía dormía.
¿Cómo podía haberse quedado dormida con aquel extraño en su piso? ¿Por qué había llevado a aquel extraño a su piso?
No parecía un extraño.
—Son poco corrientes —comentó Akiva señalando la caja de cuchillos.
—Acabo de comprarlos. Son bonitos, ¿verdad?
—Una preciosidad —afirmó él, y tal vez se refiriera a los cuchillos, pero la estaba mirando directamente a ella.
Karou se sonrojó, de repente consciente de su aspecto —¿pelo revuelto, boceras matinales?—, y luego se enfureció. ¿Qué importaba el aspecto que tuviera? ¿Qué estaba sucediendo exactamente? Se desperezó y saltó de la cama, buscando un espacio en la diminuta habitación fuera de la radiante aura del ángel. Era imposible.
—Vuelvo en un momento —dijo, y se dirigió al vestíbulo y luego al minúsculo baño.
Al alejarse de él, la invadió el profundo temor a regresar y descubrir que se había marchado. Se sentó en el inodoro, preguntándose si los serafines estarían por encima de aquellas necesidades mundanas —aunque, a juzgar por el mentón de Akiva, también necesitaban afeitarse—, se lavó la cara y se cepilló los dientes. Empezó a peinarse el pelo y, a cada pasada, crecía la ansiedad de que al volver a la habitación la encontrara vacía, con la puerta del balcón abierta y todo el cielo sobre ella, sin ninguna pista de hacia dónde se había marchado.
Pero Akiva seguía allí. Sus alas eran de nuevo invisibles y las espadas estaban otra vez colocadas a su espalda, inofensivas en sus decorativas fundas de cuero.
—Oye —dijo Karou—. El baño está allí, por si…, ya sabes…
Él asintió, pasó junto a ella y, torpemente, trató de acomodar sus alas invisibles en el diminuto espacio y cerrar la puerta.
Karou se cambió apresuradamente de ropa, y luego se acercó a la ventana. Todavía era de noche. El reloj marcó las cinco. Estaba hambrienta, pero sabía que, al igual que la mañana anterior, no quedaba nada ni remotamente comestible en la cocina.
Cuando Akiva regresó, ella le preguntó:
—¿Quieres comer algo?
—Me muero de hambre.
—Entonces, vámonos.
Cogió el abrigo y las llaves y puso rumbo hacia la puerta, pero luego se detuvo y cambió de dirección. Salió al balcón, se encaramó a la barandilla, miró a Akiva por encima del hombro y saltó, sin más.
Seis pisos más abajo, tocó el suelo con suavidad, sin poder ocultar una sonrisa. Akiva estaba junto a ella, con el rostro tan serio como siempre. Le resultaba casi imposible imaginarlo sonriendo; era tan sombrío…, aunque ¿no había algo en la manera en que la observaba? Ahí, en esa mirada de soslayo: ¿un atisbo de asombro? Karou recordó lo que Akiva le había contado por la noche, y, al descubrir un ligero sentimiento que apartaba la triste gravedad de su rostro, notó un vuelco en el corazón. ¿Cómo habría sido su vida, al ser entregado tan joven a la guerra? La guerra. Para ella resultaba algo abstracto. Era incapaz de contextualizar aquella realidad, ni siquiera sus límites, pero la expresión que había visto en Akiva —sus ojos inexpresivos— y la forma en que ahora la miraba le hicieron sentir que estaba regresando de entre los muertos gracias a ella, y aquello le pareció muy hermoso, e íntimo. Cuando sus ojos volvieron a encontrarse, ella tuvo que apartar la mirada.
Lo llevó a la panadería de la esquina. Todavía no estaba abierta, pero el panadero les vendió barras calientes a través de la ventana —con miel y lavanda, recién salidas del horno y aún humeantes en sus arrugadas bolsas de papel marrón—. Luego Karou hizo lo que haría cualquiera que pudiera volar y estuviera en las calles de Praga, al amanecer, con barras de pan caliente para desayunar.
Se elevó, indicando con un gesto a Akiva que la siguiera, y surcó el cielo por encima del río para encaramarse a la fría cúpula del campanario de la catedral y contemplar el amanecer.
Akiva la seguía de cerca, mirando su pelo al viento, sus largos mechones húmedos por el rocío del amanecer. Karou se había equivocado al suponer que verla volar no le había sorprendido. Simplemente había aprendido a contener sus sentimientos, sus reacciones, durante demasiados años. O pensaba que lo había hecho. Junto a aquella muchacha, nada parecía seguro.
Había destreza en la manera en que se deslizaba por el aire. Era mágico: sin alas invisibles, simplemente el deseo de volar hecho realidad. Un deseo, supuso, suministrado por el propio Brimstone. Brimstone. El recuerdo del hechicero surgió como una mancha de tinta, un pensamiento oscuro frente a la luminosidad de Karou.
¿Cómo algo tan hermoso como el grácil vuelo de Karou podía haber surgido de la diabólica magia de Brimstone?
Tomaron altura, sobrevolaron el río y se desviaron en dirección al castillo, donde descendieron en círculos hacia la catedral, ubicada en su centro. Era un gigantesco edificio gótico, labrado y erosionado como un acantilado batido por años de tormentas. Karou aterrizó sobre la cúpula del campanario, aunque no resultaba un lugar muy cómodo. El viento era frío y soplaba con fuerza, y Karou tuvo que recogerse el pelo con las manos para alejarlo de su cara. Sacó un lápiz —¿el mismo que había blandido contra él?— y sujetó con él su cabellera; un accesorio multiusos. Del recogido escapaban mechones azules que bailaban sobre su frente, volaban ante sus ojos y quedaban atrapados en sus labios, que sonreían con alegría infantil.
—Estamos en la catedral —le dijo a Akiva.
Él asintió con la cabeza.
—No. Estamos en la catedral —repitió Karou, y él pensó que tal vez no hubiera captado algo, alguna sutileza perdida en las palabras, pero luego se dio cuenta: Karou estaba simplemente sorprendida. Sorprendida de hallarse encima de la catedral, en lo alto de la colina que se cernía sobre Praga, con toda la ciudad a sus pies.
Rodeó con sus brazos el pan caliente y disfrutó de la vista, con un asombro reflejado en el rostro más intenso del que Akiva recordaba haber sentido jamás, incluso cuando volar era una experiencia nueva. Seguramente él nunca hubiera experimentado algo así. Sus primeros vuelos no llegaron acompañados de asombro ni alegría —solo de disciplina—. Quiso participar del momento que estaba iluminando el rostro de Karou de aquella manera, así que se acercó a ella y contempló el horizonte.
Era una vista impresionante. El cielo comenzaba a teñirse de pálidos tonos rojizos, las torres aparecían bañadas por un suave resplandor y las calles de la ciudad permanecían todavía en sombra, salpicadas por el brillo de luciérnaga de las farolas y los haces de luz, oscilantes y parpadeantes, de los faros de los coches.
—¿Es la primera vez que subes aquí? —preguntó Akiva.
Karou se volvió hacia él.
—Claro que no, suelo traer a los chicos aquí arriba.
—Y si no cumplen tus expectativas —continuó él—, siempre puedes empujarlos.
Fue un comentario poco afortunado. El rostro de Karou se ensombreció. Sin duda estaba pensando en Izîl. Akiva se arrepintió de aquel intento de humor. Era imposible que saliera bien. Hacía mucho tiempo que no tenía ganas de bromas.
—Lo cierto es —dijo Karou dejándolo pasar— que pedí el deseo de volar hace solo unos días. Todavía no he podido disfrutarlo.
Akiva estaba de nuevo sorprendido, pero esta vez su cara debió de reflejarlo, porque Karou lo miró y dijo:
—¿Qué pasa?
Él sacudió la cabeza.
—Te mueves con tanta suavidad en el aire, y la forma en que te lanzaste del balcón sin la más mínima vacilación, como si volar formara parte de ti…
—No se me ocurrió que el deseo pudiera dejar de funcionar —respondió ella—. Habría sido una especie de castigo por alardear, ¿no crees? Catapún —soltó una carcajada, sin que aquel pensamiento la inquietara, y añadió—: Debería ser más cuidadosa.
—¿Pierden los deseos su poder? —preguntó él.
Karou se encogió de hombros.
—No lo sé. Imagino que no. Mi pelo nunca ha recuperado su color natural.
—¿Tu pelo es producto de un deseo? ¿Te permitió Brimstone usar la magia para… eso?
—Bueno. No lo aprobó exactamente —Karou lo miró de soslayo, con expresión avergonzada y desafiante al mismo tiempo—. A decir verdad, nunca me ha dejado pedir ningún verdadero deseo. Lo suficiente para provocar el menor daño… Oh —un pensamiento asaltó su mente—. Vaya.
—¿Qué sucede?
—Anoche prometí algo y lo había olvidado por completo —rebuscó en el bolsillo del abrigo y sacó una pequeña moneda en la que Akiva vislumbró la efigie de Brimstone. Cuando cerró el puño, estaba allí, sobre su palma; al abrirlo, había desaparecido—. Magia —dijo Karou—. Puf.
—¿Qué has deseado? —preguntó él.
—Una estupidez. En algún lugar ahí abajo una chica algo desagradable se va a despertar feliz. No es que lo merezca. Vaya fresca —sacó la lengua a la ciudad, con actitud infantil—. Oye, se me olvidaba —se volvió hacia Akiva y le acercó una de las bolsas de la panadería—. Para que no te mueras.
Mientras comían, Akiva notó que Karou tiritaba y abrió sus alas —invisibles— para que el viento recogiera su calor y lo empujara hacia ella. Pareció ayudar. Karou se sentó con las piernas colgando hacia el vacío y balanceándolas mientras arrancaba pequeños trozos de la barra y se los comía. Él se acuclilló a su lado.
—Por cierto, ¿cómo te encuentras? —preguntó ella.
—Eso depende —respondió él con tono travieso, como si la actitud juguetona de Karou fuera contagiosa.
—¿De qué?
—De si estás preocupada por mi bienestar o prefieres que siga débil e indefenso.
—Que sigas débil e indefenso. Sin duda.
—En ese caso, me siento fatal.
—Me alegro —respondió ella con seriedad, pero con brillo en la mirada. Akiva se dio cuenta de que Karou había tenido cuidado de no dirigir accidentalmente sus hamsas hacia él. Se sintió conmovido, igual que al despertar y encontrarla dormida tan cerca de él, encantadora y vulnerable, regalándole, como Madrigal, una confianza inmerecida.
—Me siento mejor —dijo Akiva con suavidad—. Gracias.
—No me lo agradezcas a mí. Yo fui quien te hizo daño.
La vergüenza le abrumó.
—No…, no como yo a ti.
—No —afirmó Karou—. No del mismo modo.
El viento era malicioso; de una fuerte ráfaga liberó el pelo de Karou, y luego bailó para apoderarse de él; en un instante su cabellera volaba en todas direcciones, como si un grupo de sílfides tratara de arrebatársela para acolchar sus nidos con aquella seda azul. Karou peleó con su pelo; el lápiz se había caído por el borde del tejado hasta perderse entre los arbotantes, así que se lo sujetó con ambas manos.
Akiva imaginó que querría marcharse para escapar del viento, pero no era así. El sol ascendió sobre las colinas y Karou contempló cómo su resplandor empujaba la noche hacia las sombras donde esta se refugiaba, más oscuras por su intensidad —toda la noche se arremolinó en los espacios inclinados, fuera del alcance del amanecer.
—Anoche, me contaste que tu primer recuerdo eran los soldados que fueron a buscarte… —dijo Karou un momento después.
—¿Te conté eso? —preguntó sorprendido.
—¿No te acuerdas? —Karou se volvió hacia él, con sus cejas color cacao formando dos arcos de sorpresa.
Akiva sacudió la cabeza, tratando de recordar. Las marcas del diablo le habían provocado tanto daño que había sido como escapar, aunque le resultaba difícil creer que le hubiera hablado de su infancia, y de aquel día en particular. Sintió como si hubiera rescatado a aquel niño perdido de su pasado como si, en un momento de debilidad, se hubiera convertido de nuevo en él.
—¿Qué más te dije? —preguntó Akiva.
Karou ladeó la cabeza. Fue aquel gesto lo que la había salvado en Marrakech, aquella rápida inclinación parecida a la de un pájaro, para mirarlo casi de reojo. El corazón de Akiva se aceleró.
—No mucho —respondió ella tras un instante—. Te quedaste dormido después de eso.
Claramente estaba mintiendo.
¿Qué le había contado durante la noche?
—De todas formas —continuó sin mirarlo a los ojos—, me hiciste pensar y traté de encontrar mi recuerdo más temprano.
Se arrastró hacia atrás para alejarse del borde del tejado, un movimiento que la obligó a liberar su pelo, que de nuevo voló libre al viento.
—¿Y?
—Brimstone —pronunció aquel nombre con la respiración entrecortada y una sonrisa tierna e infinitamente triste—. Es Brimstone. Yo estoy sentada en el suelo, detrás de su escritorio, jugando con su cola.
¿Jugando con su cola? Eso no concordaba con la idea que Akiva tenía del hechicero, forjada a partir de su angustia más profunda, grabada en su alma a fuego.
—Brimstone —repitió Akiva con amargura—. ¿Fue bueno contigo?
Karou respondió de forma airada, con el pelo convertido en un torrente azul y los ojos ansiosos.
—Siempre. Tal vez pienses que sabes mucho de las quimeras, pero no lo conoces a él.
—¿Quizás seas tú, Karou —dijo Akiva muy despacio—, la que no lo conoce realmente?
—¿Qué? ¿Qué es exactamente lo que no sé?
—Su magia, por ejemplo —respondió él—. Tus deseos. ¿Sabes de dónde vienen?
—¿De dónde vienen?
—No es gratis, Karou. La magia tiene un precio. Y ese precio es el dolor.