30

Karou lo condujo hasta su apartamento, pensando por el camino: Estúpida, estúpida, ¿qué estás haciendo?

Respuestas, se dijo a sí misma. Busco respuestas.

Al llegar al ascensor vaciló, recelosa de entrar en un espacio tan reducido con el serafín, pero Akiva no estaba en condiciones de subir escaleras, así que apretó el botón. Él la siguió, extrañado ante aquella maquinaria desconocida, y se sobresaltó un poco cuando el mecanismo se puso en marcha.

Ya en el piso, Karou dejó las llaves en un cestillo junto a la puerta y miró a su alrededor. En la pared, se encontraban sus alas de Ángel de la Extinción, increíblemente parecidas a las de él. Si Akiva percibió la similitud, su rostro no lo dejó traslucir. La habitación era demasiado pequeña para extender totalmente las alas, así que estaban suspendidas como un dosel, cubriendo la mitad de la cama, que era un ancho banco de teca cubierto con colchones de plumas, como en el cuento de la princesa y el guisante. Estaba deshecha y enterrada bajo una avalancha de antiguos cuadernos de bocetos que Karou había estado hojeando la noche anterior, acompañándose de su familia de la única manera posible.

Uno de los cuadernos estaba abierto por un retrato de Brimstone. Karou notó que el ángel apretaba los dientes al verlo, así que lo cogió y lo abrazó contra su pecho. Él se acercó a la ventana y miró hacia la calle.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Karou.

—Akiva.

—¿Y cómo sabes mi nombre?

Una larga pausa.

—El anciano me lo dijo.

Izîl, por supuesto. Pero… un pensamiento la asaltó. ¿No había dicho Razgut que Izîl había saltado para protegerla?

—¿Cómo me has encontrado? —preguntó.

Fuera era noche cerrada, y los anaranjados ojos de Akiva se reflejaban en el cristal de la ventana.

—No fue difícil —fue todo lo que respondió.

Karou iba a pedirle más concreción, pero él cerró los párpados y apoyó la frente contra el cristal.

—Puedes sentarte —dijo Karou señalando con un gesto su amplio sillón de terciopelo verde—. Si no quemas nada, claro.

Akiva curvó los labios de forma sombría, en lo que parecía el pariente triste de una sonrisa.

—No quemaré nada.

Desabrochó la hebilla que sujetaba las correas de cuero cruzadas sobre su pecho, y las espadas, envainadas entre sus omóplatos, cayeron al suelo de golpe, algo que seguramente, pensó Karou, no agradaría a sus vecinos de abajo. Akiva se sentó, o más bien se derrumbó en el sillón. Karou apartó los cuadernos de dibujo para hacerse un hueco sobre la cama, y se acomodó frente a él, con las piernas cruzadas.

El piso era diminuto. El espacio suficiente para la cama, el sillón y un conjunto de mesas nido talladas, todo colocado sobre la alfombra persa en la que Karou había derrochado una fortuna, y por la que había regateado cuando aún estaba colocada sobre un telar en Tabriz. Había una pared cubierta de estanterías, frente a una hilera de ventanas, y junto al vestíbulo de entrada: una pequeña cocina, un armario aún más pequeño y un baño cuyo tamaño apenas superaba el de una mampara de ducha. Los techos alcanzaban una absurda altura de casi tres metros y medio, por lo que incluso la habitación principal era más alta que ancha. Karou había construido un altillo sobre las estanterías, al que accedía trepando, que era suficientemente profundo como para recostarse sobre cojines turcos y disfrutar de la vista que ofrecían las altas ventanas: línea directa sobre los tejados del casco viejo hasta el castillo.

Karou contempló a Akiva. Tenía la cabeza reclinada hacia atrás y los ojos cerrados. Parecía tan cansado… Movió un hombro con cuidado y se estremeció, como si le doliera. Pensó en ofrecerle un té —a ella también le apetecía—, pero le pareció una actitud demasiado cortés, y se obligó a recordar la dinámica que existía entre ellos: eran enemigos.

¿De acuerdo?

Estudió sus rasgos, corrigiendo mentalmente los dibujos que había hecho de memoria. Sus dedos ansiaban coger un lápiz para poder dibujarlo del natural. Estúpidos dedos.

Él abrió los ojos y notó su mirada. Ella se ruborizó.

—No te pongas demasiado cómodo —comentó, turbada.

Akiva se incorporó con dificultad.

—Lo siento. Siempre es así después de una batalla.

Una batalla. Akiva la observó con cautela, mientras ella procesaba la idea.

—Batalla. Con las quimeras. Porque sois enemigos.

Él asintió con la cabeza.

—¿Por qué?

—¿Por qué? —repitió él como si la noción de enemigo no necesitara justificación.

—Sí. ¿Por qué sois enemigos?

—Siempre ha sido así. La guerra comenzó hace mil años…

—Esa razón es muy pobre. Dos razas no pueden haber nacido como enemigas, ¿no crees? Tuvo que empezar en algún momento.

Akiva asintió con un ligero gesto.

—Sí. Hubo un comienzo —se frotó la cara con las manos—. ¿Qué sabes de las quimeras?

¿Qué sabía?

—No mucho —admitió—. Hasta la noche en que me atacaste, no sabía siquiera que hubiera más, aparte de las cuatro a las que yo conozco. Ignoraba que fueran una raza.

Akiva sacudió la cabeza.

—No son una raza, sino muchas, aliadas.

—Claro —Karou supuso que aquello explicaba lo diferentes que eran—. ¿Significa eso que hay otros como Issa, o como Brimstone?

Akiva asintió. Aquella idea añadía nuevos matices de realidad al mundo que Karou había vislumbrado. Imaginó tribus repartidas por vastos paisajes, todo un pueblo de Issas, familias de Brimstones. Quería verlos. ¿Por qué la habían mantenido apartada de todo aquello?

—No comprendo cómo ha sido tu vida. Brimstone te crió, pero ¿solo en la tienda? ¿No en la Fortaleza? —preguntó Akiva.

—Yo no supe lo que había tras la otra puerta de la tienda hasta esa noche.

—¿Te llevó él al interior?

Karou frunció los labios al recordar la ira de Brimstone.

—Bueno, algo así.

—¿Y qué viste?

—¿Por qué crees que te lo contaría? Vosotros sois enemigos, en cuyo caso, tú eres mi enemigo también.

—Yo no soy tu enemigo, Karou.

—Son mi familia. Sus enemigos son también los míos.

—Tu familia —repitió Akiva sacudiendo la cabeza—. Pero ¿de dónde vienes? ¿Quién eres, en realidad?

—¿Por qué todo el mundo me pregunta eso? —exclamó Karou con rabia, aunque era algo que se había preguntado todos los días desde que tuvo suficiente edad para comprender la extremada rareza de sus circunstancias—. Yo soy yo. ¿Quién eres ?

Era una pregunta retórica, pero Akiva la tomó en serio y respondió:

—Soy un soldado.

—Entonces, ¿qué haces aquí? Tu guerra está en otra parte. ¿Por qué has venido?

Él respiró hondo, con un estremecimiento, y se hundió de nuevo en el sillón.

—Necesitaba… algo —respondió—. Algo distinto. Llevo medio siglo sumergido en la guerra…

Karou lo interrumpió:

—¿Tienes cincuenta años?

—En mi mundo, la vida es larga.

—Tenéis suerte —dijo Karou—. Aquí, si quieres asegurarte muchos años de vida, tienes que arrancarte los dientes con unas tenazas.

La mención de los dientes encendió una chispa de peligro en los ojos de Akiva, pero solo añadió:

—Una vida larga resulta una carga cuando está llena de sufrimiento.

Sufrimiento. ¿Se refería a sí mismo? Karou se lo preguntó.

Sus ojos se cerraron, como si hubiera estado luchando por mantenerlos abiertos y de repente se hubiera rendido. Permaneció tanto tiempo en silencio que Karou pensó que se había dormido, así que renunció a su pregunta. De todas maneras, parecía una intromisión en su vida. Y Karou presentía que estaba hablando de sí mismo. Recordó el aspecto que tenía en Marrakech. ¿Qué podría arrancar la vida de los ojos de alguien de aquella manera?

De nuevo se sintió invadida por un impulso protector, quiso ofrecerle algo, pero se resistió. Siguió contemplándolo —sus rasgos, sus negrísimas cejas y pestañas, las líneas tatuadas en sus manos, que descansaban abiertas sobre los brazos del sillón—. Tenía la cabeza recostada hacia atrás, y Karou podía distinguir la quemadura del cuello y, algo más arriba, el pulso acompasado en la yugular.

Una vez más la sorprendió su presencia física, que fuera de carne y hueso, aunque de una manera distinta a la de cualquiera a quien ella hubiera visto o tocado. Era una combinación de elementos: fuego y tierra. Ella habría supuesto que un ángel contendría algo de aire, pero no era así. Era totalmente sólido: poderoso y fuerte y real.

Akiva abrió los ojos y Karou se sobresaltó al darse cuenta de que de nuevo la había descubierto con la mirada clavada en él. ¿Cuántas veces iba a ruborizarse?

—Lo siento —se disculpó Akiva con voz débil—. Creo que me he dormido.

—Sí —sin poder evitarlo, añadió—: ¿Quieres un poco de agua?

—Por favor —pronunció aquellas palabras con tanto agradecimiento que Karou sintió una punzada de culpabilidad, por no habérselo ofrecido antes.

Descruzó las piernas, se levantó y le llevó el vaso de agua, que él bebió de un trago.

—Gracias —dijo Akiva con una extraña sinceridad, como si le agradeciera algo mucho más profundo que un poco de agua.

—De nada —respondió ella, un tanto incómoda. Allí de pie, tenía la sensación de estar revoloteando a su alrededor. En la habitación no había otro lugar donde colocarse, aparte de la cama, así que volvió a subirse a ella. Le apetecía quitarse las botas, pero era algo que no se debía hacer cuando existía la más remota posibilidad de tener que huir apresuradamente o defenderse con una patada. A juzgar por el agotamiento de Akiva, no corría ningún riesgo. El único peligro era el olor a pies.

Se dejó las botas puestas.

—Todavía no entiendo por qué incendiaste los portales —dijo—. ¿Cómo puede acabar eso con vuestra guerra?

Akiva apretó las manos contra el vaso vacío y respondió:

—Por las puertas llegaba magia. Magia negra.

—¿Desde aquí? Aquí no existe la magia.

—Dijo la chica que vuela.

—Bueno, eso es fruto de un deseo, de tu mundo.

—De Brimstone.

Ella asintió con un gesto.

—Así que sabes que es un hechicero.

—Yo…, bueno, claro.

Nunca había pensado en Brimstone como en un hechicero. ¿Hacía algo más que fabricar deseos? ¿Qué era exactamente lo que sabía y cuánto lo que desconocía? Su ignorancia era como encontrarse en la más absoluta oscuridad, sin saber si se trata del interior de un armario o de una inmensa noche sin estrellas.

Un caleidoscopio de imágenes se arremolinó en su mente. La chispa de magia cuando entraba en la tienda. Los dientes y las piedras preciosas, las mesas de piedra en la catedral subterránea con aquellos cuerpos encima…, muertos que en realidad no lo estaban, como Karou había descubierto brutalmente. Y recordó a Issa pidiéndole que no complicara más la vida de Brimstone —su vida «sombría», como ella había dicho—. Su «incesante» trabajo. ¿Qué trabajo?

Cogió un cuaderno al azar y pasó rápidamente las hojas, creando una especie de animación vacilante con los dibujos de sus quimeras.

—¿Cuál era esa magia? —le preguntó a Akiva—. La magia negra.

Él no respondió y ella imaginó que, al levantar los ojos, lo encontraría de nuevo dormido, pero estaba contemplando las imágenes del cuaderno. Karou lo cerró de golpe y él clavó su mirada en ella. Otra vez aquella intensa expresión inquisitiva.

—¿Qué ocurre? —preguntó ella, desconcertada.

—Karou —respondió Akiva—. Esperanza.

Ella alzó las cejas, como diciendo «¿Y qué?».

—¿Por qué te puso ese nombre?

Ella se encogió de hombros. Empezaba a resultar cansino no saber nada.

—¿Por qué tus padres te llamaron Akiva?

Al mencionar a sus padres, el rostro de Akiva se endureció y la intensidad de su mirada dejó paso de nuevo a la fatiga.

—Ellos no me lo pusieron —respondió—. Un mayordomo lo eligió de una lista. Otro Akiva había muerto y el nombre había quedado libre.

—Vaya —Karou no supo cómo reaccionar. En comparación, su extraña infancia parecía acogedora y familiar.

—Fui criado para ser un soldado —continuó Akiva con voz hueca. Volvió a cerrar los ojos, esta vez con fuerza, como atenazado por un dolor intenso. Permaneció mucho tiempo en silencio, y cuando habló de nuevo contó mucho más de lo que Karou esperaba—. Me separaron de mi madre cuando tenía cinco años. No recuerdo su rostro, solo que no hizo nada cuando vinieron a por mí. Es mi recuerdo más antiguo. Era tan pequeño que solo podía ver las piernas de aquellos imponentes soldados que me rodeaban. Eran los guardias de palacio y llevaban espinilleras plateadas, así que pude verme reflejado en ellas, en todas ellas, mi propio rostro aterrorizado una y otra vez. Me llevaron al campo de instrucción, donde era uno más en una legión de niños aterrorizados —tragó saliva—. Donde castigaban nuestro miedo y nos enseñaban a ocultarlo. Y en eso se convirtió mi vida, en reprimir el terror hasta no sentirlo más, hasta no sentir nada.

Karou no pudo evitar imaginarlo de niño, asustado y abandonado. La ternura afloró en forma de lágrimas.

Con una voz cada vez más apagada, Akiva continuó.

—Soy producto de la guerra, una guerra que comenzó hace mil años con la masacre de mi pueblo. Niños, mayores, nadie se salvó. En Astrae, la capital del Imperio, las quimeras se sublevaron para asesinar a los serafines. Somos enemigos porque las quimeras son monstruos. Mi vida está manchada de sangre porque mi mundo está repleto de bestias.

»Y luego vine aquí, y los humanos… —su voz adquirió un tono soñador—. Los humanos paseaban libremente, sin armas, se reunían al aire libre, se sentaban en las plazas, reían, envejecían. Y vi a una muchacha…, una muchacha con los ojos negros, el pelo del color de una gema y… tristeza. Su rostro estaba profundamente triste, pero aun así podía iluminarse en un segundo, y cuando vi su alegría me pregunté qué se sentiría al hacerla reír. Pensé… pensé que sería como descubrir la sonrisa. Ella pertenecía al bando enemigo, y aunque lo único que deseaba era mirarla, reaccioné como me habían enseñado y… le hice daño. Y cuando volví a mi hogar, no pude dejar de pensar en ti, y estaba muy agradecido de que te hubieras defendido. De que no me permitieras matarte.

. El cambio de pronombre no le pasó desapercibido a Karou, que seguía sentada, sin pestañear y casi sin respirar.

—Regresé para buscarte —dijo Akiva—. No sé por qué. Karou. Karou. No sé por qué —su voz era tan débil que apenas podía oírlo—. Solo para encontrarte y permanecer en el mundo en el que tú te encuentras…

Karou esperó, pero Akiva no dijo nada más, y entonces… algo surgió a su alrededor.

Un resplandor, como un aura al principio, que adquiría intensidad hasta convertirse en unas alas —abiertas, extendiéndose desde sus omóplatos por encima del sillón y deslizándose sobre la alfombra en arabescos de fuego—. El hechizo que las ocultaba se había roto y Karou estuvo a punto de lanzar un grito al verlas, pero la llama no se extendió. Ardía sin humo, como contenida en sí misma. Los sutiles movimientos de las plumas de fuego resultaban hipnóticos, y Karou respiró de nuevo, profundamente, y las contempló durante minutos, mientras el rostro de Akiva se relajaba hasta adquirir una expresión tranquila. Esta vez estaba de veras dormido.

Karou se levantó y tomó el vaso de sus manos. Apagó la luz. Las alas aportaban suficiente claridad, incluso para dibujar. Sacó su cuaderno de bocetos y un lápiz y retrató a Akiva, dormido y rodeado por sus alas, y luego, de memoria, con los ojos abiertos. Trató de recrear su forma exacta; utilizó carboncillo para la espesa capa de kohl que los rodeaba y les aportaba ese aspecto tan exótico, y no se resistió a dejar sus fieros iris sin colorear. Alcanzó una caja de acuarelas y los pintó. Dibujó y pintó durante largo rato, y él permaneció inmóvil, excepto por la suave oscilación de su pecho al respirar y el brillo trémulo de sus alas, que inundaban la habitación con un resplandor de fuego.

Karou no tenía intención de dormir, pero en cierto momento a partir de medianoche se reclinó, todavía medio sepultada por los cuadernos, para «descansar los ojos» un rato. Se quedó dormida, y cuando despertó justo antes del amanecer —algo la despertó, un sonido rápido y brillante—, la habitación que la rodeaba le pareció, por un instante, totalmente desconocida. Solo reconoció las alas en la pared, por encima de ella, y se sintió invadida por una sensación placentera. Luego todo se desvaneció suavemente, como ocurre en los sueños. Estaba en su piso, por supuesto, en su cama, y el ruido que la había despertado era Akiva.

Estaba de pie junto a ella, y sus ojos parecían de lava fundida. Los tenía muy abiertos, con los iris anaranjados rodeados de blanco, y en cada mano sujetaba uno de los cuchillos de luna creciente de Karou.