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COMO UN RAYO DE LUZ DIRIGIDO AL SOL

Cuando el ángel pensó que podría escapar con solo elevarse tres metros por encima del suelo, Karou se regocijó con malicia por poder sorprenderlo. Aunque él no mostró el más mínimo asombro. Se elevó por el aire hasta colocarse frente a él, y el ángel la observó. Simplemente la observó. Su mirada transmitía calor a sus mejillas, a sus labios. Era como una caricia. Tenía unos ojos hipnóticos y unas cejas negras y aterciopeladas. Era cobre y sombra, miel y amenaza, pómulos afilados como cuchillos y en la frente un mechón del pelo afilado como una daga. Todo eso y el crepitar mudo de un fuego invisible. Delante de él, Karou sintió el murmullo de la sangre y de la magia, y algo más.

En su estómago: un revoloteo de seres alados que despertaban fervientemente a la vida.

El rubor coloreó sus mejillas. Cómo se atrevían las mariposas a molestarla en aquel momento. ¿Qué era, una chica atolondrada que se derretía ante un hombre guapo?

—La belleza —se había mofado Brimstone en cierta ocasión—. Los humanos pierden la cabeza por ella. Quedan tan indefensos como polillas que se arrojan al fuego.

Karou no sería una polilla. Mientras se movían en círculos el uno frente al otro, se recordó a sí misma que aunque el serafín no quisiera enfrentarse a ella en ese momento, ya había derramado su sangre antes. Había dejado cicatrices en su cuerpo. Mucho peor, había incendiado los portales y la había dejado sola.

Transformó aquella rabia en una armadura y lo atacó de nuevo, abalanzándose sobre él en el aire, y durante unos minutos se convenció de que estaba a su altura, de que podría… ¿qué? ¿Matarlo? Ni siquiera intentaba alcanzarlo con el cuchillo. No quería matarlo.

¿Qué pretendía ella? ¿Qué quería él?

Y entonces el ángel aferró las manos de Karou y, con un suave movimiento, la desarmó, arrebatándole cualquier sensación de estar «ganando». Las apretó, con las palmas enfrentadas para que no pudiera atacarlo de nuevo con sus hamsas —de cerca, Karou vio una mancha blanca en su cuello, donde lo había tocado—, con tanta fuerza que ella era incapaz de liberarse. Sus manos eran cálidas, y ocultaban por completo las de ella. Su magia había quedado atrapada entre sus palmas, un tatuaje caliente frente al otro, y su cuchillo había caído a la calle. Estaba atrapada. Experimentó un instante de desesperación, al recordar cómo se había cernido sobre ella en Marruecos, la inexpresividad de su rostro.

Sin embargo, en ese momento, su rostro no estaba muerto. Todo lo contrario.

Podría haber sido alguien completamente distinto, ya que su mirada aparecía ahora llena de sentimiento. ¿Qué sentimiento? Dolor. Refulgía con un brillo febril. Su rostro reflejaba la tensión de una constante agonía, y respiraba con dificultad. Pero eso no era todo. Resplandecía con intensidad, inclinado hacia ella en el aire, observándola sin parar, con una expresión de búsqueda desesperada.

Su tacto, su calor, su mirada la invadieron por completo y, en un instante, no eran mariposas lo que sentía. Eso se quedaba pequeño, revoloteos de una niña aturdida.

Esa nueva energía que surgió entre ellos era… cósmica. Redistribuyó el aire que los separaba y penetró en su interior —calidez y tranquilidad, atracción—. Durante ese instante, con sus manos cubiertas por las de él, Karou se sintió tan insignificante como un rayo de luz dirigido al sol en la enorme y extraña urdimbre del espacio. Luchó contra esa sensación, intentando alejarla de ella.

—No voy a hacerte daño —le dijo el ángel con voz susurrante y ronca—. Perdona lo que te hice. Por favor, créeme, Karou. No he venido hasta aquí para herirte.

Karou se sorprendió al escuchar su nombre y dejó de forcejear. ¿Cómo sabía su nombre?

—¿Por qué has venido?

—No lo sé —contestó de nuevo con expresión indefensa, y esta vez Karou no encontró la respuesta tan divertida—. Solo… solo para hablar —añadió él—. Para tratar de comprender esta… esta…

Titubeó buscando la palabra adecuada y calló, sin encontrar qué decir; sin embargo, Karou creía saber a qué se refería, ya que ella estaba tratando también de comprenderlo.

—No podría soportar otro ataque de tu magia —confesó, y ella notó de nuevo su tensión.

Realmente le había hecho daño. Como era su obligación, se aseguró a sí misma. Era su enemigo. El calor en sus manos se lo confirmaba. Sus cicatrices se lo confirmaban, y su vida truncada. Aun así su cuerpo no la escuchaba. Estaba concentrado en el tacto de su piel, en aquellas manos que envolvían las suyas.

—Pero no voy a retenerte —continuó el ángel—. Si quieres, atácame, es justo lo que merezco.

La soltó. Su calor abandonó a Karou y la noche se interpuso entre ambos, más fría que antes.

Con las hamsas atrapadas en sus puños, Karou retrocedió, sin darse apenas cuenta de que seguía flotando.

Pero ¿qué era aquello?

Remotamente, se dio cuenta de que estaba volando ante los ojos de una multitud, a la que se iban añadiendo hordas de personas boquiabiertas, como si la ruta turística de Karlova se hubiera desviado por el pequeño callejón. Percibió su asombro y sus dedos, que apuntaban hacia ellos dos, vio los flashes de las cámaras, escuchó sus gritos, pero la escena aparecía totalmente difuminada, como proyectada en una pantalla, menos real que el momento que estaba viviendo.

Estaba experimentando algo inefable. Mientras el serafín le había sujetado las manos, y cuando se las liberó, sintió como si su interior se llenara, pero no fue consciente de ello hasta que él retrocedió y regresó el vacío. De nuevo palpitaba en su interior, frío y doloroso, y tuvo que retener a una parte desesperada de su ser que ansiaba tomar de nuevo aquellas manos. Recelosa de la extraordinaria compulsión que latía dentro de ella, se obligó a resistir. Era como luchar contra una marea, y la invadía el mismo miedo: a ser arrastrada a aguas profundas, sin posibilidad de salvación.

Karou sintió pánico.

El ángel insinuó un ademán de acercamiento y Karou interpuso las manos entre ellos, las dos al mismo tiempo, muy cerca. El ángel abrió mucho los ojos y se tambaleó en el aire, desbaratando su perfecta elegancia. Karou contuvo el aliento. Él trató de sujetarse al dintel de la ventana de un cuarto piso, pero no lo logró.

Se le pusieron los ojos en blanco y cayó unos metros, lanzando chispas. ¿Estaría perdiendo la consciencia?

—¿Te encuentras bien? —le preguntó Karou con un nudo en la garganta.

No estaba bien, y se precipitó al suelo.

Akiva notó vagamente que ya no se encontraba en el aire. Debajo de él, había piedra. Entre fogonazos, distinguió rostros que lo observaban.

Recuperó la consciencia con imágenes estroboscópicas. Voces en idiomas que no entendía, y en un extremo: una mancha azul. Karou estaba allí. Un estruendo estalló en sus oídos y se obligó a levantarse, y el estruendo era… un aplauso.

Karou, dándole la espalda, se inclinó en una teatral reverencia. Con una floritura, desclavó el cuchillo del lugar donde había quedado encajado entre los adoquines y lo enfundó en su bota. Miró por encima del hombro, aparentemente aliviada de verlo consciente, retrocedió unos pasos y… tomó su mano. Con cuidado, rozándolo únicamente con la punta de los dedos para que sus tatuajes no le quemaran. Lo ayudó a levantarse y le susurró al oído:

—Saluda.

—¿Qué?

—Que hagas una reverencia, ¿de acuerdo? Si piensan que ha sido un espectáculo, será más fácil salir de aquí. Y que intenten descubrir cómo lo hemos hecho.

Realizó una especie de saludo y los aplausos atronaron.

—¿Puedes andar? —le preguntó Karou.

Él asintió con la cabeza.

No les resultó fácil abandonar el lugar. La gente se interponía en su camino, ansiosa de hablar con ellos. Karou contestaba con frases breves; él no entendía lo que decían, no comprendía su idioma. Los espectadores estaban sobrecogidos y encantados —excepto uno, un joven con sombrero de copa que fulminaba con la mirada a Akiva y trataba de agarrar a Karou por el codo—. Akiva notó ira contenida en el aire que rodeaba a aquel humano, y sintió deseos de lanzarlo contra la pared, pero Karou no necesitó su intervención. Se desembarazó del muchacho y sacó a Akiva de entre la multitud. Los dedos de Karou, pequeños y fríos, seguían unidos a los de él; Akiva se sintió desolado cuando al doblar la esquina hacia una plaza con puestos de mercado vacíos, ella los retiró.

—¿Te encuentras bien? —preguntó Karou alejándose de él.

Akiva se apoyó contra una pared, bajo un toldo.

—No te voy a negar que lo mereciera —respondió—, pero me siento como si un ejército hubiera marchado sobre mí.

Ella caminaba arriba y abajo, invadida por la ansiedad.

—Razgut dijo que me estabas buscando. ¿Por qué?

—¿Razgut? —preguntó Akiva sorprendido—. Pensé que estaría…

—¿Muerto? Él sobrevivió, pero Izîl no.

Akiva clavó la mirada en el suelo.

—No pensé que saltaría.

—Pues lo hizo. Pero eso no contesta mi pregunta. ¿Por qué me buscabas?

De nuevo se sintió desvalido. Buscó a tientas una explicación.

—No comprendía quién eras. Quién eres. Un humano tatuado con los ojos del diablo.

Karou contempló las palmas de sus manos, y luego levantó la mirada hacia él, con expresión confusa, vulnerable.

—¿Qué es… lo que provocan en ti?

Él entrecerró los ojos. ¿Sería posible que no lo supiera?

Los ojos tatuados eran solo un ejemplo de la esencia diabólica de Brimstone. Su magia golpeaba como un vendaval, un viento cargado de malestar y debilidad, y Akiva se había entrenado para resistirlo —todos los soldados serafines lo hacían—, pero solo podía soportarlo durante un tiempo. Si hubiera estado en el campo de batalla, habría rebanado las manos al enemigo antes de permitir que le lanzara tanta energía maligna. Pero Karou…, lo último que deseaba era herirla de nuevo, así que había soportado todo lo posible.

Ahora más que nunca se le apareció como el hada de un cuento —un hada embrujada con los ojos sombríos y el aguijón de un escorpión—. La quemadura provocada por la mano de Karou en su cuello le dolía como una salpicadura de ácido, y a ello se unían las náuseas provocadas por su ataque sin tregua. Sintió que se debilitaba y temió desvanecerse otra vez.

—Son las marcas de los resucitados —explicó Akiva con cautela—. Seguramente ya lo sabes.

—¿Los resucitados?

Akiva estudió el rostro de Karou.

—¿No sabes lo que son?

—Saber ¿el qué? ¿Lo que es un resucitado? Alguien que regresa de la muerte, ¿no?

—Es un soldado quimérico —respondió, aunque aquello era solo parte de la verdad—. Las hamsas están reservadas para ellos —calló un instante—. Únicamente.

Ella cerró los puños con fuerza.

—Como verás, no solo para ellos.

Él no respondió.

Todo lo que había impregnado el ambiente mientras permanecían el uno frente al otro sobre los tejados, todo había surgido de ellos mismos. Estar cerca de Karou era como buscar el equilibrio en un mundo que se tambalea, como tratar de afianzarse sobre un punto de apoyo mientras la tierra intenta hacerte caer, arrojarte a una espiral para la que no existe escapatoria, solo un golpe al final, un impacto anhelado, una colisión dulce y que te hace señales.

Ya había sentido aquello antes, y jamás quiso volver a sentirlo. Solo podría apagar el recuerdo de Madrigal; ya lo había hecho. De nuevo su mente fue incapaz de evocar su rostro. Era como intentar recordar una melodía mientras se escucha otra canción. El rostro de Karou era todo lo que podía ver —sus ojos luminosos, los pómulos suaves, el perfil de sus dulces labios cerrados con consternación.

Había cercenado los sentimientos; ni siquiera debería haber surgido todo aquello —la confusión, el apremio, la agitación, aquel repiqueteo—. Y por debajo de todo, una sensación atrofiada que había mantenido prisionera en las profundidades de su mente, sin poder reconocer de qué se trataba: esperanza. Una ligerísima esperanza. Y en su centro: Karou.

Ella se mantenía alejada de él, caminando todavía arriba y abajo. Ambos merodeaban en los límites de sus mutuas compulsiones, temerosos de acercarse el uno al otro.

—¿Por qué incendiaste los portales? —preguntó ella.

Akiva dejó escapar un profundo suspiro. ¿Qué podía decir? ¿Por venganza? ¿Para conseguir la paz? Ambas razones eran ciertas a su modo.

—Para acabar con la guerra —respondió con cautela.

¿Guerra? ¿Hay una guerra?

—Sí, Karou. La guerra es lo único que existe.

De nuevo se sintió desconcertada al escucharle pronunciar su nombre.

—Brimstone y los demás… ¿están bien?

Su voz sonó entrecortada y Akiva reconoció en ella el miedo —temor a lo que él pudiera contestar.

Bajo las náuseas provocadas por las hamsas, sintió otro malestar más profundo —atisbos de terror.

—Están en la Fortaleza Negra —respondió.

—La Fortaleza —su voz se llenó de esperanza—. Con los barrotes. La vi, la noche en que me atacaste.

Akiva desvió la mirada. Una oleada de malestar lo recorrió. Las punzadas en la cabeza eran cada vez más intensas; solo había soportado tanta exposición a las marcas del diablo otra vez, una tortura a la que no pensó sobrevivir, y aún no comprendía cómo lo había logrado. Le resultaba difícil mantener los ojos abiertos y notaba su cuerpo como un ancla que trataba de arrastrarlo.

Voces.

Karou miró a su alrededor. Akiva levantó los ojos. Parte de su público los había localizado y los señalaba con el dedo.

—Ven conmigo —dijo Karou.

Como si hubiera tenido otra elección.