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ACTITUD DE PLEGARIA

En su escondite, la vampiresa Svetla se olvidó por un instante de respirar.

En la intersección con Karlova, un pequeño grupo de turistas dobló la esquina para bajar por el callejón y se quedó petrificado. A más de uno se le cayó el chicle de la boca desencajada. Kaz, ataviado con un sombrero de copa y una estaca de madera colocada con desenfado bajo el brazo, descubrió que su ex novia estaba suspendida en el aire.

La verdad es que no se sorprendió en exceso. Algo en Karou activaba una inusual credulidad, y cosas que en otras personas resultarían difíciles de creer no parecían tan descabelladas en ella. ¿Que Karou estaba volando? Bueno, ¿por qué no?

Lo que Kaz sintió no fue sorpresa, sino celos. Karou estaba volando, no cabía duda, pero acompañada. Se encontraba junto a un tipo que, Kaz tuvo que admitir —aunque para él reconocer la belleza en otros hombres era de homosexuales—, era guapo hasta parecer absurdo. Guapo hasta la exageración.

Muy poco sofisticado, pensó cruzando los brazos.

Lo que ambos hacían no podía describirse exactamente como volar. Permanecían a la altura de los tejados, pero apenas se movían —girando como gatos y mirándose el uno al otro con extraordinaria intensidad—. El aire parecía vibrar entre ellos, y Kaz notó una especie de puñetazo en el estómago.

Entonces Karou atacó al tipo, y él se sintió mucho mejor.

Más tarde afirmaría que la pelea aérea formaba parte del recorrido, y se embolsaría sustanciosas propinas. Presentaría a Karou como su novia, enfureciendo a Svetla, que se marcharía ofendida a su casa para mirarse las cejas —todavía gordas como orugas— en el espejo. Pero, de momento, todos contemplaban embobados a aquellos dos hermosos seres que se enfrentaban en el aire con los tejados de Praga como escenario.

Bueno, no cabía duda de que Karou luchaba. Su contrincante solo esquivaba las embestidas, con enorme elegancia y una extraña… ¿caballerosidad?…, y parecía rehuirla y estremecerse como si hubiera recibido un golpe incluso cuando ella no lo había tocado.

Durante unos minutos la escena se desarrolló del mismo modo, mientras se arremolinaba más gente en la calle, pero entonces ella se abalanzó sobre él y aquel tipo le agarró las manos. Ella soltó el cuchillo —cayó desde gran altura y se clavó entre dos adoquines— y él la sujetó. Era extraño: aferraba sus manos con las palmas juntas, en actitud de plegaria. Ella se revolvió, pero él era claramente más fuerte y la retuvo con facilidad, presionando con sus manos las de ella, como obligándola a rezar.

Él habló y su voz fluyó hasta el público, extraña e increíblemente tonal, áspera y algo… animal. Aquellas palabras la calmaron poco a poco. Aun así, él mantuvo las manos de la chica sujetas con las suyas durante largo rato. Sobre la plaza del casco viejo, las campanas de la iglesia de Týn marcaron las nueve, y cuando el eco de la novena campanada inundó el silencio, él la liberó y retrocedió un poco en el aire, tenso y vigilante, como quien saca a un animal salvaje de una jaula y no sabe si lo atacará.

Karou no lo atacó. Se alejó. Ambos hablaban, gesticulaban. Karou se movía en el aire de forma lánguida, con las piernas recogidas, agitando los brazos al ritmo de una corriente, como si quisiera mantenerse a flote. Parecía todo tan fluido —tan posible— que varios turistas intentaron cautelosamente aletear con los brazos, preguntándose si no habrían accedido a una zona del planeta donde…, bueno, donde la gente pudiera volar.

Y entonces, justo cuando estaban habituándose a la sorprendente imagen de la chica del pelo azul y el hombre del pelo negro flotando sobre sus cabezas, como una deliciosa muestra de arte en directo, la chica realizó un movimiento repentino. El hombre se encogió en el aire y empezó a caer, a trompicones, tratando de mantenerse erguido.

Perdió la batalla y se quedó sin fuerzas. Dejó caer la cabeza hacia atrás, suelta sobre el cuello, y, con un crepitar de chispas semejante a la cola de un cometa, se precipitó hacia el suelo.