PAZ IMPOSIBLE
Karou regresó a Praga el viernes por la noche a última hora. Indicó su dirección al taxista, pero cuando estaban llegando a su barrio, cambió de idea y le pidió que la dejara en Josefov, cerca del antiguo cementerio judío. Era el lugar más fantasmagórico que conocía, con la tierra formando elevados montículos sobre siglos de muertos y lápidas tan irregulares como una mala dentadura. En aquel lugar anidaban cuervos malignos, y las ramas de los árboles parecían dedos de viejas brujas. Le encantaba dibujar allí, pero, por supuesto, estaba cerrado y además no era su destino. Caminó junto a la desvencijada verja exterior, notando el peso del silencio, y puso rumbo al portal de Brimstone, muy cerca de allí. O a lo que había sido su portal.
Se detuvo en la acera opuesta a la puerta, tratando de reunir fuerzas para acercarse y llamar. Imagina que se abre, pensó. Imagina que chirría y aparece Issa, con una sonrisa exasperada en el rostro. «Brimstone está de un humor de perros —podría decir—. ¿Estás segura de que quieres pasar?».
Como si todo hubiera sido un error estúpido. Y ¿no podía suceder?
Cruzó la calle. Con el corazón repleto de esperanza, levantó la mano y llamó; tres golpes fuertes. Nada más hacerlo la ilusión aumentó de manera dolorosa. Respiró hondo y contuvo el aliento, mientras su corazón palpitaba por favor, por favor, por favor y los ojos se le inundaban con lágrimas de reencuentro. Se abriera o no, lloraría. Tenía el llanto dispuesto tanto para la decepción como para el alivio.
Silencio.
Por favor, por favor, por favor.
Pero… nada.
Soltó el aire con una exhalación desconsolada que liberó un río de lágrimas en cada mejilla. Siguió esperando, encogida para protegerse del frío, dejando que los minutos dieran paso a otros minutos, hasta que finalmente se rindió y regresó a su piso.
Aquella noche, Akiva veló su sueño. Karou tenía los labios apenas separados, las manos colocadas bajo la mejilla, como un niño, y respiraba profundamente. «Ella es inocente», había afirmado Izîl. Dormida lo parecía. Pero ¿de verdad lo era?
Akiva había pasado los últimos meses obsesionado con su imagen —aquel encantador rostro alzado para mirarlo, mientras se encogía bajo su sombra, creyendo que iba a morir—. El recuerdo lo abrasaba. Una y otra vez lo atormentaba pensar lo cerca que había estado de matarla. Pero ¿qué lo había detenido?
Algo en ella había evocado a otra muchacha, perdida mucho tiempo atrás, pero ¿qué? No fueron sus ojos. No eran castaños y cálidos como la tierra, sino negros como los de un cisne, oscuros sobre su blanquísima piel. Y en sus rasgos no reconocía los de aquel otro rostro, tan querido, y que vio por primera vez entre la bruma hacía tanto tiempo. Ambos eran hermosos, eso era todo, pero algo los había enlazado, algo que detuvo su mano.
Finalmente lo había descubierto. Se trataba de un gesto: la manera en que había ladeado la cabeza, como un pájaro, al mirarlo. Eso fue lo que la había salvado. Algo tan insignificante como aquello.
De pie en el balcón, mirando a través de la ventana, Akiva se preguntó Y ahora ¿qué?
De manera espontánea, surgió el recuerdo de la última vez que había contemplado a alguien dormido. En aquella ocasión, ningún cristal empañado por su aliento se interponía entre ellos; tampoco había observado desde lejos, sino junto al cálido cuerpo de Madrigal, apoyado sobre un codo y tratando de descubrir cuántos minutos podía soportar sin acariciarla.
Ni uno solo. Había sentido un dolor en la punta de los dedos que solo podía aliviarse con el roce de su piel.
En aquella época, sus manos mostraban muchas menos líneas tatuadas, aunque no estaban libres de la tinta de la muerte. Ya era un asesino; sin embargo, Madrigal había besado aquellas marcas, nudillo a nudillo, y lo había absuelto.
—La guerra es lo único que nos han enseñado —había susurrado ella—, pero hay otras formas de vivir. Podemos encontrarlas, Akiva. Podemos inventarlas. Este es el principio, aquí.
Ella había reposado su mano sobre el pecho desnudo de Akiva —su corazón se había desbocado con aquella caricia— y había llevado la mano de él hacia su propio corazón, apretándola sobre su piel de seda.
—Nosotros somos el principio.
Aquella primera noche robada con ella había sido como un comienzo —como inventar un nuevo modo de vida.
Akiva nunca había movido con tanta delicadeza las manos como cuando acariciaba con la punta de los dedos los párpados cerrados de Madrigal, imaginando los sueños que se desarrollaban tras ellos y los hacían temblar.
Madrigal había confiado en él lo suficiente como para permitirle tocarla mientras dormía. Aun en recuerdos, le sorprendía que desde el primer momento le hubiera dejado tumbarse a su lado y recorrer el perfil de su rostro dormido, su grácil cuello, sus brazos delgados y fuertes y las articulaciones de sus poderosas alas. En ocasiones, había sentido cómo el pulso de Madrigal se aceleraba en sueños; otras veces ella había murmurado algo y alargado su mano hacia él, despertándose mientras lo arrastraba junto a ella y luego, con suavidad, dentro de ella.
Akiva se alejó de la ventana. ¿Qué despertaba aquellos recuerdos de Madrigal de forma tan intensa?
Los primeros filamentos de una idea comenzaban a desplegarse por las profundidades de su mente tratando de buscar conexiones —una manera de transformar lo imposible en posible—, pero sin que Akiva se atreviera a admitirlo. Ni siquiera habría imaginado que en su interior acechara la capacidad de sentir esperanza.
¿Qué lo había empujado a abandonar su regimiento en plena noche, sin avisar a Hazael y Liraz, para regresar a este mundo?
Podría romper el cristal sin ninguna dificultad, o derretirlo. En unos segundos, estaría junto a Karou y la despertaría, tapándole la boca con la mano. Podría preguntarle… ¿qué, exactamente? ¿Pensaba que ella sería capaz de explicarle por qué había venido? Además, no soportaba la idea de asustarla. Se volvió, dando la espalda a la puerta, se apoyó sobre la barandilla y contempló la ciudad.
Hazael y Liraz ya habrían descubierto su marcha. «Otra vez», se estarían murmurando el uno al otro en voz baja, incluso mientras ocultaban su ausencia con alguna excusa improvisada.
Hazael era su hermanastro y Liraz, su hermanastra. Eran hijos del harén, descendientes del emperador seráfico, cuyo pasatiempo era engendrar bastardos para luchar en la guerra. Su «padre» —pronunciaban aquella palabra con los dientes apretados— visitaba cada noche a una concubina diferente, mujeres ofrecidas como tributo o elegidas a dedo cuando atraían su mirada. Sus secretarios mantenían al día un listado de su progenie dividido en dos columnas: chicos y chicas. Siempre se estaban agregando nombres y a medida que los niños crecían y perecían en el campo de batalla, desaparecían de aquella lista sin ninguna ceremonia.
Akiva, Hazael y Liraz fueron añadidos en el mismo mes. Habían crecido juntos, rodeados de mujeres, y a los cinco años fueron entregados para iniciar su instrucción. Habían logrado permanecer unidos desde entonces, luchando siempre en los mismos regimientos, presentándose voluntarios para las mismas misiones, incluida la última: señalar las puertas de Brimstone con las huellas incendiarias que las envolverían en llamas, todas al mismo tiempo, para destruir el portal del hechicero.
Esta era la segunda vez que Akiva había desaparecido sin dar explicaciones. La primera había sido hacía años, y tardó tanto en regresar que su hermano y su hermana temieron que hubiera muerto.
Y parte de él lo había hecho.
Nunca les había confesado, ni a ellos ni a nadie, dónde había pasado aquellos meses de ausencia, o qué le había sucedido para transformarse en lo que era ahora.
Izîl lo había llamado monstruo, y ¿no lo era? Imaginó lo que Madrigal pensaría si pudiera verlo en aquel momento, si descubriera en qué había convertido aquella «nueva forma de vida» sobre la que habían susurrado, hacía tiempo, en el tranquilo espacio creado con sus propias alas ahuecadas.
Por primera vez desde que la había perdido, fue incapaz de evocar los rasgos de Madrigal. Otro rostro se interponía: el de Karou. Sus ojos, negros y aterrorizados, reflejaban el resplandor de sus alas mientras él se cernía sobre ella.
Era un monstruo. Nada podría absolver todo lo que había hecho.
Desplegó las alas y se elevó hacia la oscuridad de la noche. No debía estar allí, en la ventana, acechando mientras Karou dormía plácidamente. Regresó de nuevo a su escondite para dormir, él también, y cuando por fin lo consiguió, soñó que se encontraba al otro lado del cristal. Karou —no Madrigal, sino Karou— le sonreía y apretaba los labios contra sus nudillos, besándolos uno a uno y borrando las líneas negras de sus manos, hasta que no quedó ninguna.
Inocente.
—Hay otras maneras de vivir —susurró ella, y Akiva despertó con un sabor amargo en la garganta, porque sabía que no era cierto. No había esperanza, solo existía el hacha del verdugo, y la venganza. Y tampoco había espacio para la paz. La paz era imposible. Se apretó los ojos con la base de las manos, sintiendo cómo la frustración crecía en su interior como un alarido.
¿Por qué había regresado? ¿Y por qué era incapaz de marcharse?