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PACIENCIA INFINITA

Una ciudad de cuento de hadas. Desde el aire, los tejados rojos flanquean un meandro de un río negro, y por la noche las colinas boscosas aparecen como oscuros espacios vacíos frente al resplandor del castillo iluminado, las afiladas torres góticas, las cúpulas grandes y pequeñas. El río capta todas las luces y las refleja, alargadas y temblorosas, y la lluvia lo desdibuja todo, como en un sueño.

Esta fue la primera imagen de Praga que contempló Akiva. Él no había marcado el portal de aquella ciudad; había sido Hazael, quien, de regreso a su propio mundo, había destacado que se trataba de un lugar hermoso, y tenía razón. Akiva imaginó que Astrae debió de haber mostrado un aspecto similar en su época dorada, antes de ser arrasada por las bestias. La Ciudad de los Cien Chapiteles, así se había conocido a la capital seráfica —una torre por cada dios estrella—, y las quimeras los habían destruido todos.

Muchas ciudades humanas también habían quedado devastadas durante la guerra; sin embargo, Praga había tenido suerte. Aparecía atractiva y fantasmal, con sus agrietadas piedras desgastadas por siglos de tormentas, por millones de gotas de lluvia. Era un día frío y húmedo, desapacible, pero eso no preocupaba a Akiva. Él generaba su propio calor. El agua siseaba al rozar sus alas invisibles y se convertía en vapor, dibujando su perfil en forma de halo difuso contra la oscuridad de la noche. Ningún hechizo podía evitarlo, como tampoco podía ocultar las alas en su sombra, sin embargo no había nadie alrededor para contemplarlo.

Estaba encaramado a un tejado del casco viejo. Las torres de la iglesia Týn se alzaban como cuernos de diablo tras la hilera de edificios del otro lado de la calle, en uno de los cuales se encontraba el piso de Karou. No había luz en su ventana. Había permanecido oscura, y el piso vacío, desde que lo había localizado dos días atrás.

En el bolsillo, plegada y con los dobleces bien marcados por el uso, guardaba una hoja arrancada de un cuaderno de bocetos —el número 92, según indicaba el lomo—. En aquella página, que había sido la primera del cuaderno, un dibujo representaba a Karou con las manos juntas, en actitud suplicante, junto a las siguientes palabras: «Si lo encuentras, por favor, devuélvelo en Králodvorská, 59, n.º 12, Praga. Serás recompensado con agradecimiento infinito y una buena propina en metálico. Gracias».

Akiva no había llevado todo el cuaderno, solo aquella hoja con el borde rasgado. No buscaba agradecimiento, ni dinero.

Solo buscaba a Karou.

Con la infinita paciencia de quien ha aprendido a vivir con el corazón destrozado, esperó su regreso.