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UN TROZO DE CARAMELO HUECO

Tres meses.

Hacía tres meses que los portales se habían incendiado, y Karou no había recibido ni una sola noticia en todo ese tiempo. ¿Cuántas veces sus pensamientos, a pesar de encontrarse ocupados en otros asuntos, se habían deslizado de repente hacia la nota quemada en las garras de Kishmish? Como un arañazo en un disco, la nota había dejado un surco en su mente. ¿Qué pondría en aquel papel? ¿Qué querría transmitirle Brimstone mientras los portales ardían?

¿Qué le habría revelado aquella nota?

Y a ella había que añadir el hueso de la suerte, que ahora llevaba en torno al cuello, igual que Brimstone. Por supuesto, se le había ocurrido que podría equivaler a un deseo, uno más poderoso incluso que un bruxis, y lo había colocado sobre su mano para pedir que apareciera un portal hacia Otra Parte, pero no sucedió nada. No obstante, se sentía reconfortada al notar su roce sobre la piel. Las frágiles puntas de aquella espoleta se acomodaban entre sus dedos como si estuviera hecha para sujetarla de aquel modo. Pero si era más que un hueso, no podía adivinar qué, y en cuanto a la razón por la que Brimstone se lo había enviado, temía que nunca la descubriría. El miedo aumentaba al enfrentarse a todas sus preguntas sin respuesta, y con él surgían nuevos temores, extraños e indefinidos.

Karou sentía que le estaba sucediendo algo.

En ocasiones, cuando se miraba al espejo, su reflejo le resultaba totalmente desconocido durante un instante, como si se enfrentara a la mirada de una extraña. Si alguien la llamaba por su nombre, no siempre se sentía identificada, e incluso la silueta de su sombra podía llegar a parecerle ajena. Hacía poco, se había sorprendido a sí misma comprobando con movimientos rápidos que de verdad era la suya. Estaba casi segura de que ese comportamiento no era normal.

Zuzana discrepaba.

—Seguramente se trate de un trastorno de estrés postraumático —había diagnosticado—. Lo que sería raro es que estuvieras bien. Después de todo, has perdido a tu familia.

Karou aún se maravillaba del modo en que Zuzana había aceptado su extraño relato. Su amiga no era de las que creían en ese tipo de historias, pero después de ver a Kishmish y de recibir una pequeña demostración de cómo funcionaban los scuppies, admitió todo el paquete, lo que resultaba magnífico. Karou la necesitaba. Zuzana era el único anclaje con su vida normal. O con lo que quedaba de ella.

Seguía en la escuela, aunque solo técnicamente. Tras los incendios provocados por el ángel, sus heridas tardaron en curar alrededor de una semana, al menos lo suficiente como para que el color verde amarillento de los moratones pudiera ocultarse con maquillaje. Había retomado las clases un par de días, pero era una causa perdida. No podía concentrarse y su mano parecía incapaz de manejar el lapicero o el pincel con delicadeza. Una energía vertiginosa invadía su cuerpo y, más que nunca, la atormentaba aquella sensación de que debería estar haciendo algo distinto.

Algo distinto. Algo distinto. Algo distinto.

Contactó con Esther y con otros de los socios menos desagradables de Brimstone en todo el mundo para confirmar que el fenómeno era global: los portales habían desaparecido, todos y cada uno de ellos.

Al mismo tiempo había descubierto algo bastante inesperado: que era rica. Brimstone había ido abriendo cuentas bancarias a su nombre a lo largo de los años. Suculentas cuentas bancarias repletas de ceros. Incluso era propietaria de bienes inmuebles, como los edificios en los que, hasta hacía poco, se ubicaban los portales. Y de tierras. Poseía nada menos que un pantano. Un pueblo medieval abandonado en el sendero de lava del Etna. La falda de una montaña en los Andes donde un paleontólogo aficionado aseguraba —para diversión de toda la comunidad científica— haber desenterrado restos de «esqueletos de monstruos».

Brimstone se había preocupado de que a Karou nunca le faltara el dinero, lo que resultó una suerte, ya que debía pagar sus «visitas de cortesía» como cualquier otro ser humano: aviones, pasaporte, hombres de negocios excesivamente amables, y todo lo demás.

Empezó a acudir a la escuela de forma esporádica, aduciendo problemas familiares. Y es posible que la hubieran expulsado de no ser por todo el trabajo adicional que realizó, los continuos dibujos en su nuevo cuaderno de bocetos —el número 93, que continuaba donde tan abruptamente había acabado el 92, abandonado en la tienda de Brimstone—. En esos momentos, su vida de estudiante pendía de un hilo.

La última vez que había asistido a clase, la profesora Fiala solo le había dedicado caras de desaprobación y críticas. Al hojear el cuaderno de bocetos de Karou, se había detenido en un dibujo en particular, un retrato del ángel en Marrakech, realizado de memoria. Representaba el momento en que Karou lo había visto de cerca por primera vez, en el callejón.

—Karou, esta es una clase de dibujo del natural —dijo Fiala—, no de dibujo fantástico.

Karou tardó en reaccionar. Estaba casi segura de haber eliminado las alas y, de hecho, así era.

—¿Fantástico? —preguntó.

—Nadie es tan perfecto —respondió la profesora paseando una mirada desdeñosa por el dibujo.

Karou no protestó, pero más tarde le comentó a Zuzana:

—Lo gracioso es que ni siquiera le hice justicia. Aquellos ojos. Tal vez en un cuadro se podría capturar su expresión, pero nunca en un dibujo.

—Sí, bueno —añadió Zuzana—, es un bastardo guaperas con aspecto tétrico.

—Lo sé. Deberías haberlo visto.

—Espero con toda mi alma no encontrármelo jamás.

—A mí sí me gustaría, en cierto modo —afirmó Karou, que ya no cometía el error de salir de casa desarmada. En aquel enfrentamiento había demostrado muy poco sus habilidades, y sentía vergüenza al pensar en el modo en que había escapado. Si se encontrara de nuevo con el ángel, defendería su posición.

En la escuela, sin embargo, no tenía ninguna posición que defender. No había preparado el proyecto semestral y no podía seguir confiando en el cuaderno de bocetos y las febriles puestas al día de última hora; además, a pesar de lo duro que resultaba abandonar sin más, tenía asuntos más importantes que atender.

Tras los incendios, el primer lugar que visitó fue Marrakech. No dejaba de pensar en lo que Izîl le había gritado:

—Vuelve con Brimstone. Dile que los serafines están aquí. Que han regresado. ¡Debes advertirle!

Él sabía algo. Era lo que había deseado con su bruxis: conocimiento. Y aunque Karou siempre se había preguntado qué habría aprendido, en ese momento necesitaba urgentemente saberlo. Por eso había acudido en su busca, y descubrió, con gran tristeza, que se había lanzado desde el minarete de la Koutoubia la misma noche en la que ella había huido. ¿Se había tirado? Algo poco probable, pensó recordando el inexpresivo semblante del ángel, el mordisco de su espada y las cicatrices que le había dejado como recuerdo.

Zuzana había serigrafiado una camiseta en la imprenta de la escuela con la frase: CONOCÍ A UN ÁNGEL EN MARRUECOS Y LO ÚNICO QUE ME DEJÓ FUERON ESTAS ASQUEROSAS CICATRICES. Karou había encargado otra en la que ponía: YO HE VISTO UN ÁNGEL Y VOSOTROS NO, ¡QUE OS JODAN, MONOS EXTASIADOS!

Aquella frase había surgido como respuesta al fervor generalizado que desataron los avistamientos de ángeles. Aunque en un primer momento los relatos de los encuentros habían sido considerados delirios de borrachos y niños, las evidencias habían adquirido un carácter demasiado fascinante como para obviarlas. Por Internet circulaban algunos vídeos caseros y fotografías que habían saltado incluso a los medios de comunicación con titulares como ÁNGELES DE LA MUERTE: ¿HERALDOS O ENGAÑO?, anunciados con voz afectada en horario de máxima audiencia. La mejor grabación procedía del teléfono de un vendedor de alfombras y mostraba el ataque a Karou, aunque, por suerte, ella aparecía como una mera silueta imposible de identificar sobre un escenario desdibujado por el calor que desprendían las alas del ángel.

Por lo que ella sabía, era la única vez que un ángel —porque habían existido otros, aparte del de la anunciación— había mostrado sus alas, aunque algunos testigos aseguraban haber visto algunos volando o, al menos, sus sombras aladas. En la India, una monja tenía una quemadura en forma de pluma en la palma de la mano, lo que estaba atrayendo a multitud de peregrinos de todo el mundo que acudían con la esperanza de ser bendecidos por ella. Las sectas dedicadas al culto del rapto habían preparado las maletas y estaban organizando multitudinarias vigilias en espera del fin del mundo. Las cuentas de correo electrónico recibían a diario mensajes sobre nuevos avistamientos de ángeles, pero a Karou ninguno le sonaba real.

—Es todo falso —le había dicho a Zuzana—. Son solo chalados que esperan el Apocalipsis.

—Qué divertido, ¿verdad? —Zuzana se había frotado las manos con regocijo fingido—. ¡Vamos, chicos, que llega el Apocalipsis!

—Tienes razón. Tu vida tiene que ser realmente asquerosa para que desees que llegue el Apocalipsis.

Y así habían pasado toda una tarde en La Cocina Envenenada —acompañadas de Mik, el «chico del violín» de Zuzana y ahora novio oficial—, bebiendo té de manzana y jugando a ¿Cómo tendría que ser tu vida de asquerosa para que desearas la llegada del Apocalipsis?

«Tan asquerosa que tus únicos amigos fueran tus pantuflas».

«Tan asquerosa que tu perro meneara el rabo cuando te alejaras de él».

«Que te supieras todas las canciones de Celine Dion».

«Que desearas que todo el mundo desapareciera para no tener que levantarte un día más en tu casa de mierda —que, por cierto, no, no tiene ninguna obra de arte—, alimentar a tus repugnantes hijos y acudir a un trabajo embrutecedor donde seguramente alguien haya llevado donuts para que tu culo engorde aún más. Esta es la vida asquerosa que te haría desear la llegada del Apocalipsis».

Esta magnífica aportación fue de Zuzana.

Ah, Zuzana.

En ese momento, en medio de Idaho, mientras invertía el primer gavriel que caía en sus manos en un deseo para toda la vida —el gavriel desapareció, y ella se elevó suavemente del suelo—, lo primero que pensó Karou fue: Zuzana tiene que ver esto.

Estaba flotando. Lanzó un grito de alegría y estiró los brazos para mantener el equilibrio, impulsándose como si estuviera en el mar, pero… no se encontraba en el agua, sino en el aire. Estaba volando. Bueno, tal vez aquello no pudiera considerarse volar —todavía—, pero sí flotar en el umbral del inmenso cielo. Que, daba la casualidad, envolvía el inmenso mundo. Sobre ella, la noche aparecía inabarcable y repleta de estrellas, una esfera infinitamente profunda por la que ella ascendía más y más, reclamando su espacio.

Se había elevado por encima de las copas de los árboles y podía ver el tejado de la cabaña de Bain. El viento susurró en sus oídos, frío pero juguetón, como dándole la bienvenida a las alturas. No pudo evitar una carcajada. Y una vez que empezó, fue incapaz de parar. Era un torrente de risitas incrédulas que sonaba algo tonto, pero ¿quién no parecería un poco chiflado en un momento como ese?

Estaba volando.

Dios, deseó tener alguien con quien compartir aquello.

No tardaría en compartir la experiencia con alguien, aunque no con el… individuo…, por decir algo, que ella habría elegido. Sin embargo, no podía elegir, ya que solo existía un ser en el mundo que podía ayudarla, y ese, desafortunadamente, era Razgut.

El recuerdo de la criatura de Izîl provocaba escalofríos en Karou, pero su destino había quedado ligado al de él.

En Marrakech, después de enterarse de la muerte de Izîl, había deambulado por los callejones que rodeaban la mezquita, desolada por la decepción. Había confiado tanto en que Izîl pudiera explicarle lo que estaba sucediendo… Con tal intensidad… Se desplomó contra una pared y se abandonó a las lágrimas con una mezcla de frustración y dolor por la muerte de aquel pobre hombre torturado.

Y entonces, como un eco que se deslizara por el suelo, escuchó una infame risita. Algo se movió bajo un carro desvencijado, y apareció Razgut arrastrándose.

—Hola, encanto —ronroneó.

Karou se alegró realmente de verlo, lo que demostraba el estado de ánimo en que se encontraba.

—Sobreviviste a la caída —exclamó.

Pero no ileso. Al quedar privado de su mula humana, estaba desparramado sobre el suelo. Se había roto un brazo, que llevaba apoyado contra el pecho mientras se arrastraba impulsado con el otro, lastrado por sus piernas a la espalda. Y su cabeza, aquella horrible cabeza color púrpura, había quedado aplastada en la sien, y aparecía cubierta por una costra de sangre reseca y con piedras y cristales clavados.

Sacudió la mano con impaciencia.

—He caído de alturas mayores.

Karou parecía escéptica. El minarete, la construcción más alta de la ciudad, se elevaba sobre ella.

Al ver que Karou miraba hacia arriba, Razgut rió de nuevo. Era un sonido espeso, una mezcla de tristeza y rencor.

—Eso no es nada, encanto azulado. Hace mil años, caí desde el cielo.

—Desde el cielo. El cielo no existe.

—Qué quisquillosa. Entonces, de las nubes, si es que sabes tanto. Y no me caí exactamente. Eso me haría parecer algo patoso, ¿no crees? Digamos que tropecé y acabé en tu mundo. No. Me arrojaron. Me expulsaron. Me exiliaron.

Y así fue como Karou descubrió el origen de Razgut. Al mirarlo y recordar al ángel —aquel ser mítico y perfecto—, resultaba difícil creer que estuvieran emparentados; sin embargo, cuando se obligó a observarlo con atención, lo vio claro. Tampoco se podían obviar los muñones astillados de sus alas perdidas. No era una criatura de este mundo.

También había comprendido, por fin, la desafortunada materialización del bruxis de Izîl. Al desear conocimiento del otro mundo, se había condenado a cargar con Razgut, que le descubriría todo aquello que Brimstone no le había contado.

—¿Qué le sucedió a Izîl? —preguntó Karou—. Realmente no se suicidó, ¿verdad? El ángel…

—Bueno, podrías culpar al ángel. Él nos dejó sobre el minarete, pero el loco jorobado se arrojó al vacío, para protegerte.

¿A mí?

—Mi hermano serafín te estaba buscando, encanto. Un chico malo que no paraba de hacer preguntas. Me gustaría saber qué quiere de ti.

—No tengo ni idea —Karou sintió un escalofrío—. ¿Izîl no le dijo dónde vivo?

—Claro que no, era un loco noble. Prefirió bailar con el cielo, y el cielo lo escupió como una ciruela podrida.

—Dios mío —Karou se desplomó contra la pared y se rodeó el cuerpo con los brazos—. Pobre Izîl.

—¿Pobre Izîl? No te compadezcas de él, compadécete de . ¡Él ha quedado libre, sin embargo mira cómo estoy yo! ¿Crees que es fácil encontrar mulas? Ni siquiera he logrado engañar a un mendigo.

Razgut se enderezó y, con el brazo sano, arrastró sus piernas hasta colocarlas delante del cuerpo. Su rostro se crispó de dolor, pero tan pronto como Karou empezó a sentir la más leve insinuación de pena, aquel dolor se tornó en una mirada lasciva.

—Tú vas a ayudarme, ¿verdad, dulce niña? —preguntó Razgut sonriendo. Sus dientes aparecieron incongruentemente perfectos—. ¿Dejarías que te montara? —tal vez se refería a «montarla» como había hecho con Izîl, aunque su voz acariciaba una implicación más lujuriosa—. Después de todo, esto es culpa tuya.

—¿Culpa mía? En absoluto.

Con tono persuasivo, Razgut ronroneó:

—Te contaré secretos, como a Izîl.

—Pídeme otra cosa —respondió Karou con brusquedad—. No voy a cargar contigo. Jamás.

—Piénsalo, te daré calor. Trenzaré tu pelo. Ya nunca estarás sola.

¿Sola? En aquel instante, Karou se sintió desnuda, como si aquella criatura hubiera descubierto lo más profundo de su ser. Razgut continuó susurrando.

—Toda esa belleza solo envuelve soledad. ¿Crees que no lo noté al probarte? Estás prácticamente vacía. Un trozo de caramelo hueco, pero que sabe tan bien… —inclinó la cabeza hacia atrás y gimió, entrecerrando los ojos al recordar la sensación de placer. Karou sintió asco—. Podría estar lamiéndote el cuello sin parar, cariño —musitó—. Sin parar.

Karou no estaba tan desesperada como para aceptar aquella oferta, así que se apartó de la pared y empezó a alejarse.

—Una charla agradable. Adiós.

—¡Espera! —vociferó Razgut—. ¡Espera!

Karou pensaba que nada de lo que él dijera podría detenerla; sin embargo, Razgut gritó:

—¿Quieres ver de nuevo a tu Traficante de Deseos? Yo puedo llevarte. ¡Sé dónde hay un portal!

Karou se volvió y lo miró con desconfianza.

La lascivia había desaparecido, dando paso a su habitual gesto de sufrimiento. Reconocía aquella expresión y, durante un brevísimo instante, se sintió unida a aquel ser destrozado. Aquel rostro transmitía nostalgia. Si su propia esencia era la soledad, la de Razgut era la nostalgia.

—El portal por el que me expulsaron hace mil años. Sé dónde se encuentra. Te lo mostraré, pero tienes que llevarme contigo —y susurró, con la respiración entrecortada—: Solo quiero volver a casa.

Karou sintió un vuelco en el corazón. Otro portal.

—Vámonos. Ahora mismo.

Razgut resopló.

—Si fuera tan sencillo, ¿crees que seguiría aquí?

—¿A qué te refieres?

—Está en el cielo, niña. Tenemos que volar hasta allí.

Y ahora, gracias a dos grasientos gavriels extraídos de la barba de un cazador —uno para ella, y otro para Razgut—, podrían hacerlo.