LA ESPERANZA REALIZA SU PROPIA MAGIA
Una vez, cuando era pequeña, Karou empleó un puñado de scuppies para eliminar las arrugas de un dibujo sobre el que se había sentado Yasri. Una arruga tras otra, un deseo tras otro —un procedimiento minucioso que realizó con absoluta concentración y con la lengua en la comisura de los labios.
—¡Ya está! —afirmó orgullosa levantando el dibujo.
Brimstone emitió un sonido que recordaba a un oso decepcionado.
—¿Qué pasa? —preguntó aquella niña de ocho años, con los ojos y el pelo oscuros y tan delgada como la sombra de un árbol joven—. Es un buen dibujo. Merecía ser rescatado.
El dibujo era realmente bueno, y en él aparecía Karou representada como una quimera, con alas de murciélago y cola de zorro.
Issa dio palmas de alegría.
—Estarías preciosa con una cola de zorro. Brimstone, ¿puede ponerse una cola, solo por hoy?
Karou hubiera preferido las alas, pero no conseguiría ninguna de las dos cosas. El Traficante de Deseos, con expresión de fastidio, musitó un cansado «No».
Issa no suplicó. Simplemente se encogió de hombros, besó la frente de Karou y colocó el dibujo con chinchetas en un lugar preferente. Pero Karou se había quedado con la idea, así que preguntó:
—¿Por qué no? Solo se necesitaría un lucknow.
—¿Solo? —repitió Brimstone—. ¿Y qué sabes tú del valor de los deseos?
Ella recitó la escala de deseos sin respirar.
—¡Scuppy, shing, lucknow, gavriel y bruxis!
Aparentemente, aquello no era a lo que Brimstone se refería. De nuevo emitió aquellos sonidos de oso decepcionado, como gruñidos nasales, y añadió:
—Pequeña, los deseos no se utilizan para tonterías.
—¿Y para qué los usas tú?
—Para nada —respondió—. Yo no pido deseos.
—¿Cómo? —aquella afirmación la dejó perpleja—. ¿Nunca? —¡con toda aquella magia al alcance de la mano!—. Pero podrías conseguir todo lo que quisieras…
—No todo. Hay cosas más grandes que cualquier deseo.
—¿Como qué?
—La mayoría de las cosas importantes.
—Pero un bruxis…
—Un bruxis tiene sus limitaciones, como cualquier otro deseo.
Un colibrí con alas de polilla voló a trompicones hacia la luz y Kishmish abandonó el cuerno de Brimstone, lo atrapó en el aire y se lo tragó entero. Y simplemente así, la criatura dejó de existir. Estaba allí, y al instante ya no. Karou sintió un nudo en el estómago al considerar la posibilidad de desaparecer tan de repente.
—Yo tengo esperanza, pequeña, pero no pido deseos. Existe una diferencia —dijo Brimstone mientras la miraba.
Karou dio vueltas en la cabeza a aquella afirmación, pensando que si lograba descubrir la diferencia, tal vez impresionaría a Brimstone. Se le ocurrió algo, e intentó transformarlo en palabras.
—Porque la esperanza sale de tu interior, y los deseos son solo magia.
—Los deseos son engañosos; sin embargo, la esperanza es sincera. La esperanza realiza su propia magia.
Había asentido con la cabeza como si lo hubiera comprendido, pero no lo entendió entonces, ni lo entendía ahora, tres meses después de que los portales se hubieran incendiado, arrancándole la mitad de su vida. Había regresado a la puerta de Josefov al menos una docena de veces. Había sido sustituida por otra, al igual que el muro circundante, y presentaba un aspecto demasiado limpio, demasiado nuevo para el entorno. Karou había llamado a la puerta con esperanza; había confiado en sí misma hasta la extenuación, pero nada. Y otra vez, y otra vez: nada.
Cualquiera que fuera la magia contenida en la esperanza, pensó, no se podía comparar con la de un buen deseo.
Ahora se encontraba frente a otra puerta, la de una cabaña de caza en un lugar perdido de Idaho, y ni siquiera se molestó en llamar. Simplemente la abrió de una patada.
—Hola —saludó con voz intensa y severa, como su sonrisa—. Hacía mucho que no nos veíamos.
Dentro de la cabaña, Bain, el cazador, alzó la mirada sorprendido. Estaba limpiando una escopeta sobre una mesa, y se puso rápidamente en pie.
—Tú. ¿Qué quieres?
No llevaba camisa, lo que dejaba al descubierto una enorme y flácida barriga blancuzca, y su poblada barba caía en mechones sobre su pecho. Karou pudo percibir desde el extremo opuesto de la estancia su desagradable olor, agrio como la madriguera de un ratón.
Entró en la cabaña sin esperar a que la invitara. Iba vestida de negro: pantalones de lana ajustados, botas y una gabardina de cuero con cinturón. Llevaba una cartera colgada en bandolera, el pelo recogido en una trenza y la cara sin maquillar. Parecía cansada. Estaba cansada.
—¿Has matado algo interesante últimamente?
—¿Sabes algo? —preguntó Bain—. ¿Se han vuelto a abrir las puertas?
—No. Nada de eso.
Karou hablaba con suavidad, como si se tratara de una visita de cortesía. Por supuesto, era todo una farsa. Nunca había acudido a aquel lugar, ni siquiera cuando hacía recados para Brimstone. Bain siempre había ido personalmente a la tienda.
—No ha sido fácil encontrarte —añadió. Bain vivía de espaldas al mundo moderno; en lo que respectaba a Internet, simplemente no existía. Karou había invertido varios deseos en encontrar su rastro; deseos de escaso valor que había arrebatado a otros traficantes.
Paseó los ojos por la habitación. Un sofá de cuadros escoceses, algunas cabezas de alce disecadas colgadas en la pared y una silla abatible de cuero sintético pegada con cinta adhesiva. Por la ventana se colaba el murmullo de un generador, y la estancia estaba iluminada con una única bombilla. Karou sacudió la cabeza.
—¿Tienes gavriels con los que jugar y vives en un vertedero como este? Madre mía.
—¿Qué quieres? —preguntó Bain receloso—. ¿Dientes?
—¿Yo? No —se sentó en el borde de la silla abatible y, sin perder aquella expresión intensa y severa, añadió—: No son dientes lo que quiero.
—Entonces, ¿qué?
El rostro de Karou perdió la sonrisa, como accionado por un interruptor.
—Creo que puedes imaginártelo.
Transcurrió un instante y Bain replicó:
—No tengo ninguno. Los utilicé todos.
—¿Sabes?, creo que no me fío de ti.
Bain señaló la habitación, recorriéndola con un gesto.
—Echa un vistazo. Adelante.
—Veamos, la cuestión es que sé dónde los guardas.
El cazador se quedó paralizado, y Karou miró de reojo la escopeta colocada sobre la mesa. Estaba desmontada, no suponía ningún peligro. Consideró la posibilidad de que tuviera otra arma al alcance de la mano. Seguramente. No era la clase de tío que confiaba su vida a una sola.
Bain movió los dedos de manera casi imperceptible.
Karou sintió en las manos cómo se le aceleraba el pulso.
Él se abalanzó sobre el sofá, pero ella ya estaba en movimiento. Karou saltó con agilidad por encima de la mesa, como en un baile, interceptó la cabeza de Bain con la palma de la mano y la lanzó contra la pared. Con un gruñido, Bain se desplomó sobre el sofá, y durante un instante quedó libre para rebuscar frenéticamente con ambas manos entre los cojines, hasta que halló lo que buscaba.
Se dio la vuelta, con una pistola en alto. Karou le agarró la muñeca con una mano y la barba con la otra. Sonó un disparo y el arma escupió una bala por encima de su cabeza. Karou apoyó un pie en el sofá, arrastró a Bain de la barba y le lanzó contra el suelo. La mesa se volcó y las piezas de la escopeta rodaron desperdigadas. Con la muñeca de Bain aún aprisionada y la pistola apuntando hacia otro lado, Karou estrujó el antebrazo del hombre con su rodilla, hasta oír un crujir de huesos. Bain soltó un alarido y dejó caer el arma. Karou la recogió y apretó el cañón contra el ojo del cazador.
—Te voy a perdonar este desliz —dijo—. Me imagino que desde tu punto de vista todo esto apesta. Pero yo no creo que esté tan mal.
Bain respiraba con dificultad y la miraba con ojos asesinos. De cerca, olía a rancio. Sin retirar la pistola de su ojo, Karou se armó de valor y alargó la mano hacia la grasienta barba para hurgar en ella. Al instante su mano palpó algo metálico. Así que era cierto. Bain escondía sus deseos en la barba.
Karou sacó el cuchillo que guardaba en la bota.
—¿Quieres saber cómo lo descubrí? —preguntó. Bain había agujereado las monedas de los deseos para atarlas con los asquerosos pelos de su barba. Karou fue cortando aquellas amarras una a una—. Fue Avigeth. ¿La serpiente? Tuvo que enroscarse a tu repugnante cuello, ¿te acuerdas? No sentí ninguna envidia. ¿Pensaste que no le contaría a Issa lo que habías escondido en esta desagradable pelambrera?
Karou se estremeció al recordar aquellas noches tranquilas en la tienda, sentada en el suelo con las piernas cruzadas, dibujando a Issa y charlando mientras las herramientas de Twiga zumbaban en un rincón y Brimstone enfilaba sus interminables collares de dientes. ¿Qué estaría sucediendo allí ahora?
¿Qué?
Los deseos de Bain eran en su mayoría shings. No obstante, había también algunos lucknows, y lo mejor de todo, dos gavriels pesados como martillos. Era un buen botín. Muy bueno, en realidad. De los demás traficantes a los que había visitado hasta ese momento, solo había conseguido lucknows y shings.
—Deseaba con todas mis fuerzas que no los hubieras gastado todavía —dijo Karou—. Gracias. Sinceramente, gracias. No sabes lo que esto significa para mí.
—Zorra —murmuró Bain.
—Qué valiente —respondió Karou en tono coloquial—. Me refiero a llamar eso a la chica que tiene un arma contra tu ojo.
Siguió cortando puñados de barba, mientras él permanecía rígido. Probablemente Bain pesara el doble que ella, pero no se revolvió. Los ojos de Karou transmitían una luz salvaje que le intimidaba. Además, había escuchado rumores sobre San Petersburgo, y sabía que no se mostraba tímida con el cuchillo.
Desvalijó el escondite de los deseos y, apoyada sobre los talones, le apartó el labio inferior con el cañón de la pistola. Karou hizo una mueca al verle los dientes. Los tenía torcidos y oscurecidos por el tabaco, pero eran los suyos. Por lo tanto, no había esperanza de encontrar un bruxis.
—¿Sabes?, eres el quinto traficante de Brimstone al que localizo, y el único que conserva los dientes.
—Bueno, me gusta comer carne.
—Te gusta la carne. Claro que sí.
Todos los traficantes a los que había regalado sus «visitas de cortesía» habían intercambiado sus dientes por bruxis, y todos los habían gastado ya, la mayoría para conseguir una larga vida. Uno de ellos, la desagradable matriarca de un clan de furtivos pakistaníes, había desperdiciado el deseo al olvidar incluir juventud y salud, lo que la había convertido en una calamidad de carnes flácidas, y en testimonio de la advertencia de Brimstone de que incluso los bruxis tenían sus límites.
La verdad es que un bruxis habría supuesto un verdadero hallazgo, pero lo que Karou realmente necesitaba era un par de gavriels, y los había conseguido. Amontonó todos los deseos, con sucios pelos de barba colgando, y empujó toda aquella porquería dentro de su cartera. Conservó un shing en la palma de la mano; lo necesitaría para marcharse.
—¿Crees que esto no tendrá consecuencias? —preguntó Bain en voz baja—. Acabas de joder a un cazador, vivirás como una presa, pequeña, preguntándote en todo momento quién anda detrás de ti.
Karou hizo un gesto como si cavilara.
—Vaya. No queremos que eso suceda, ¿verdad?
Levantó la pistola y dirigió el cañón hacia Bain. Vio cómo se le agrandaban los ojos y los cerraba con fuerza al tiempo que ella lanzaba un entusiasta e infantil «¡Pillado!». Bajó de nuevo la pistola.
—Era broma. Has tenido suerte de que no sea de ese tipo de chicas.
Karou colocó el arma sobre el sofá y mientras Bain se incorporaba, deseó que se quedara dormido. La cabeza del hombre golpeó el suelo con un ruido sordo y el shing se desvaneció de su mano. Karou no volvió la cabeza. Bajó los escalones del porche con pesadez y recorrió el sendero de grava negra hacia el lugar en donde había dejado un taxi esperando, junto a unos buzones.
Llegó a los buzones, pero el taxi había desaparecido.
Karou suspiró. Seguramente el taxista habría escuchado el disparo y se había largado. No podía culparle. Parecía una escena de una película de cine negro: una chica le paga una suma ridícula por que la lleve desde Boise hasta aquel lugar perdido, desaparece en una cabaña de caza y suena un disparo. ¿Quién en su sano juicio se quedaría a ver cómo acaba todo?
Lanzó otro suspiro y cerró los ojos. Iba a restregárselos, pero recordó que había estado hurgando en la asquerosa barba de Bain, así que se frotó las manos contra los pantalones. Estaba tan cansada… Rebuscó en el bolso. Consideró que necesitaría un lucknow para traer el taxi de regreso, así que agarró uno. Estaba a punto de pedir el deseo cuando se detuvo.
—¿En qué estaré pensando?
Sus labios se abrieron en una sonrisa y un hoyuelo se dibujó en su mejilla.
Optó por coger un gavriel.
—Hola, amigo —susurró. Calculó su peso sobre la palma de la mano, inclinó la cabeza hacia atrás y miró al cielo.