HISTORIA REAL
Karou pasó el fin de semana sola en su apartamento, febril, amoratada, magullada, acuchillada y abatida. Levantarse de la cama el sábado resultó una verdadera tortura. Sentía como si le hubieran estirado los músculos en un torno, hasta casi rompérselos. Le dolía todo. Todo. Era incapaz de diferenciar un dolor de otro, y parecía un ejemplo de violencia doméstica, con la mejilla a punto de alcanzar el tamaño de un coco y un azul tan intenso como el de su cabello.
Pensó en llamar a Zuzana para pedirle ayuda, pero abandonó la idea al darse cuenta de que no tenía el teléfono. Estaba con el abrigo, los zapatos, el bolso, la cartera, las llaves y el cuaderno de bocetos, en la tienda de Brimstone. Le podría haber mandado un correo electrónico, pero nada más encender el ordenador portátil imaginó la reacción de Zuzana al verla, y supo que esta vez su amiga no admitiría evasivas. Karou habría tenido que contarle algo. Se sentía demasiado cansada para inventar mentiras, así que optó por atiborrarse de paracetamol y té y pasar el fin de semana en una nube de escalofríos y sudor, miedo y pesadillas.
Se despertaba constantemente con ruidos imaginarios y miraba hacia la ventana, deseando como nunca ver aparecer a Kishmish con una nota, pero no fue así, y el fin de semana transcurrió sin que nadie se preocupara por ella —ni Kaz, al que había lanzado a través de un panel de cristal, ni Zuzana, a la que había enseñado a aceptar sus ausencias con un silencio cauto—. Nunca se había sentido tan sola.
Llegó el lunes, durante el que tampoco salió del apartamento, y continuó con su errática dieta a base de paracetamol y té. Sus sueños eran un tiovivo de pesadillas en el que giraban sin parar los mismos personajes —el ángel, el monstruo que Izîl cargaba a la espalda, la quimera con aspecto de lobo, Brimstone enfurecido—, y cuando abría los ojos, tal vez había cambiado la luz, pero nada más, excepto quizás que su amargura era más profunda.
Había oscurecido cuando sonó el telefonillo. Y sonó. Y sonó. Karou se arrastró hasta la mesita que había junto a la puerta y preguntó con voz ronca:
—¿Quién es?
—¿Karou? —era Zuzana—. Karou, ¿qué demonios te ha pasado? Por qué no me has llamado, mala persona.
Karou se sentía tan contenta de escuchar la voz de su amiga, tan agradecida de que alguien acudiera a comprobar si le sucedía algo, que rompió a llorar. Cuando Zuzana franqueó la puerta, la encontró sentada al borde de la cama, con su maltrecho rostro surcado de lágrimas. Zuzana se quedó quieta, encaramada sobre sus cómicas botas con una plataforma de casi medio metro, y exclamó:
—Pero… Pero… Dios mío, Karou.
Atravesó la diminuta habitación como un rayo. Tenía las manos frías por el aire invernal, y su voz era dulce. Karou reposó la cabeza en el hombro de su amiga y lloró sin parar durante largos minutos.
A partir de ese instante todo mejoró.
Zuzana se instaló sin hacer preguntas, y luego fue a comprar provisiones: sopa, vendas y una caja de tiras de sutura para cerrar los cortes recientes que Karou tenía en la clavícula, el brazo y el hombro, abiertos por la espada del ángel.
—Te van a quedar unas buenas cicatrices —comentó Zuzana reclinada sobre su paciente con la misma concentración que empleaba al construir sus marionetas—. ¿Cuándo te pasó esto? Deberías haber ido directa al hospital.
—Lo hice —afirmó Karou pensando en el ungüento de Yasri—. A una especie de hospital.
—Pero… ¿Esto son zarpazos?
Karou tenía los brazos cubiertos de moratones, más oscuros donde Brimstone había hundido los dedos, y una serie de pinchazos con costras.
—Sí —murmuró.
Zuzana la observó en silencio, luego se levantó y calentó la sopa que había comprado. Se sentó en una silla junto a la cama y cuando Karou terminó de comer, colocó los pies —ahora descalzos— sobre el colchón y cruzó las manos sobre su regazo.
—Está bien —dijo Zuzana—, estoy lista.
—¿Para qué?
—Para una historia realmente buena que, espero, sea la verdad.
La verdad. Karou intentó cambiar de tema —«Primero dime lo que sucedió el sábado con el chico del violín»—, mientras la idea de contar la verdad rondaba su cabeza.
Zuzana resopló.
—No voy a decirte nada. Bueno, se llama Mik, pero es todo lo que sabrás hasta que desembuches.
—¡Su nombre! ¡Sabes cómo se llama! —aquella bocanada de normalidad infundió en Karou una felicidad casi absurda.
—Karou, te lo digo en serio —Zuzana no tenía ganas de bromas. Sus oscuros ojos eslavos adquirieron una intensa expresión de no querer escuchar tonterías que, como Karou le había dicho alguna vez, sería perfecta para un interrogador de la policía secreta—. Cuéntame qué demonios te ha sucedido.
La cuestión era que Karou siempre decía la verdad, aunque la acompañara de una sonrisa sarcástica, como si estuviera relatando algo extravagante. Ni siquiera tenía una expresión facial que identificara cuándo decía la verdad realmente. ¿Y qué le contaría? No era una historia que pudiera ir descubriendo poco a poco, como quien moja el dedo gordo del pie en agua fría. Había que saltar de golpe.
—Un ángel ha intentado matarme —le espetó a su amiga.
Zuzana permaneció en silencio un instante.
—Claro.
—De verdad.
Karou era consciente, demasiado consciente, de su expresión. Se sentía como en una audición para el papel de «personaje sincero» en la que estuviera poniendo todo su esfuerzo.
—¿Te ha hecho esto el caraculo?
Karou soltó una carcajada, demasiado rápida y demasiado intensa, luego se estremeció y sujetó su mejilla hinchada. La idea de que Kaz pudiera herirla era simplemente estúpida. Bueno, herirla físicamente, aunque en aquel momento incluso que le hubiera roto el corazón resultaba tonto, en comparación con todos los asuntos que la preocupaban.
—No, no fue Kaz. Los cortes son de una espada, cuando un ángel intentó matarme el viernes por la noche. En Marruecos. Por Dios, es probable que saliera en las noticias. Luego vino aquel tipo mitad lobo que creí que estaba muerto, pero definitivamente no lo estaba. Y el resto me lo hizo Brimstone. Ah, y… Bueno, todo lo que aparece en mi cuaderno de dibujo es cierto —giró las muñecas y las juntó para que se pudiera leer en sus tatuajes historia real—. ¿Ves? Es una prueba.
A Zuzana no le hizo gracia.
—Por Dios, Karou…
Karou se zambulló de lleno. Sintió que la verdad tenía un tacto suave, como un canto rodado sobre la palma de la mano.
—¿Y mi pelo? No es teñido. Pedí un deseo para que se volviera de este color. Y hablo veintiséis idiomas, la mayoría también fruto de deseos. ¿Nunca te ha resultado extraño que hable checo? Me refiero a que ¿quién habla checo aparte de los checos? Brimstone me lo regaló cuando cumplí quince años, justo antes de venir aquí. Ah, ¿y te acuerdas de cuando tuve malaria? Pues la cogí en Papúa Nueva Guinea, y fue una mierda. Y también me han disparado, y creo que maté al bastardo que lo hizo, pero no me arrepiento, y por alguna razón un ángel ha tratado de asesinarme, y era el ser más bello y tenebroso que jamás he visto, aunque el tipo mitad lobo también era jodidamente terrorífico, y anoche cabreé demasiado a Brimstone y me echó, y cuando regresé aquí, Kaz estaba esperándome y le lancé a través del cristal de la puerta, lo que me vino muy bien, porque no tenía llaves —hizo una pausa—. Así que no creo que intente asustarme de nuevo, que es lo único positivo de todo esto.
Zuzana permaneció callada. Arrastró la silla hacia atrás y se puso las botas, golpeando el suelo con cada pie, y se habría marchado —probablemente para siempre— de no ser por el golpeteo que sonó en los cristales de la puerta del balcón.
Karou lanzó un grito ahogado y saltó de la cama, sin preocuparse de sus numerosas heridas. Se abalanzó hacia la puerta. Era Kishmish.
Era Kishmish, y estaba envuelto en fuego.
Murió en sus manos. Karou apagó las llamas y lo acunó. Tenía el cuerpo en carne viva y chamuscado, y el ímpetu de colibrí de su corazón fue convirtiéndose en largas pausas, mientras Karou suplicaba, reclinada sobre él: «No, no, no, no, no…». Kishmish metía y sacaba del pico su lengua bífida y sus inquietos gorjeos fueron debilitándose, al igual que sus latidos. «No, no, no. Kishmish, no…». Y murió. Karou permaneció agachada en el balcón, con Kishmish en sus manos. Sus súplicas fueron apagándose hasta convertirse en simples susurros, que no desaparecieron hasta que Zuzana habló.
—¿Karou? —su voz era débil.
Karou levantó los ojos.
—¿Ese es…? —Zuzana señaló con mano temblorosa el cuerpo sin vida de Kishmish—. Ese es… Parece…
Karou no la ayudó. Miró de nuevo a Kishmish e intentó comprender aquella repentina intromisión de la muerte. Voló hasta aquí en llamas, pensó. Venía a buscarme.
Notó que había algo amarrado a su pata: un trozo quemado del grueso papel de notas de Brimstone, que se deshizo en cenizas al tocarlo, y… algo más. Sus dedos temblaron al desatarlo, y luego contempló el objeto en la palma de su mano. Su corazón se sobresaltó con un arraigado miedo infantil. Se suponía que no debía tocarlo.
Era el hueso de la suerte de Brimstone.
Kishmish se lo había traído. Envuelto en llamas.
En algún punto de la ciudad aulló una sirena cuyo sonido encadenó los acontecimientos que su mente, demasiado lenta, no había sido capaz de relacionar. Llamas. La huella negra de una mano. El portal. Se puso en pie con dificultad, entró rápidamente y se enfundó una chaqueta y unas botas. Zuzana seguía allí, con sus preguntas —«¿Qué es esto, Karou? ¿Qué significa esto? ¿Qué…?»—, pero Karou apenas la oía.
Franqueó la puerta principal y bajó las escaleras, con Kishmish todavía apoyado sobre su brazo y el hueso de la suerte apretado contra la palma de la mano. Zuzana la siguió hasta la calle y por todo Josefov, hasta llegar a la puerta de servicio que había servido a Brimstone de portal hacia Praga.
Se había convertido en un infierno de color blanco azulado, inmune a los chorros de agua que lanzaban los bomberos con sus mangueras.
En ese mismo instante, aunque Karou no lo sabía, todas las puertas del mundo estampadas con una huella de mano negra ardían furiosamente. Era imposible sofocar aquellos incendios, que, sin embargo, no se extendían. Las llamas devoraron las puertas y la magia ligada a ellas y después se consumieron, dejando huecos quemados en docenas de edificios. El fuego desprendía un calor tan intenso que derritió las puertas metálicas, y los testigos que contemplaban las llamas vieron, en el fondo de su deslumbrada retina, siluetas de alas.
Karou las vio y lo comprendió todo. El camino hacia Otra Parte había sido cortado, y ella quedaba a la deriva.