19

NO QUIÉN, SINO QUÉ

La catedral dirigió el grito de Karou y lo dividió en una sinfonía de alaridos que resonaron y llenaron el vasto espacio abovedado con su voz. Sin embargo, solo duró un instante. La quimera la golpeó con el dorso de la mano y Karou se deslizó de la mesa de piedra hasta caer al suelo, derribando a su paso el gancho metálico y el incensario y provocando un gran estruendo. El hombre saltó tras ella y Karou creyó que le desgarraría la garganta con los dientes, tan cerca estaba de su cara, pero… algo lo arrastró y lo alejó de ella.

Entonces apareció Brimstone.

Karou nunca se había alegrado tanto de verlo.

—Brimstone… —exclamó con un hilo de voz, pero se detuvo y el alivio desapareció. Sus pupilas de cocodrilo se cerraron hasta quedar reducidas a una línea negra, como sucedía siempre que se enfadaba, pero si Karou pensaba que lo había visto enojado antes, esto iba a ser una lección de furia.

El momento se congeló mientras Brimstone vencía la sorpresa de verla allí, y Karou sintió que el intervalo entre los latidos de su corazón se convertía en una eternidad.

—¿Karou? —gruñó con incredulidad, frunciendo los labios en una horrible mueca. Su agitada respiración provocaba silbidos entre sus dientes, al tiempo que levantaba a la chica con las zarpas flexionadas.

Tras él, la quimera lobo de pelo blanco preguntó:

—¿Quién es?

Nadie —bramó Brimstone.

Karou pensó que tal vez debería echar a correr.

Demasiado tarde.

Brimstone la agarró violentamente del brazo, apretando con fuerza el vendaje teñido de sangre que cubría la última cuchillada del ángel. Karou notó que la luz temblaba tras sus párpados, y lanzó un grito ahogado. Él atenazó su otro brazo y la levantó hasta que sus rostros quedaron separados por solo unos centímetros. Ella balanceó los pies desnudos en busca de un punto de apoyo, pero no encontró ninguno. Tenía las garras de Brimstone clavadas en la piel y era incapaz de moverse. Solo podía mirarlo a los ojos, que jamás le habían parecido tan extraños, tan animales, como en aquella ocasión.

—Déjamela a mí —pidió el hombre.

—Thiago, tú debes descansar —respondió Brimstone—. Deberías estar durmiendo aún. Yo me ocuparé de ella.

—¿Ocuparte de ella? ¿Cómo? —preguntó Thiago.

—No volverá a molestarnos.

A su lado, Karou reconoció la familiar silueta de Twiga, con su largo cuello encorvado sobre los hombros caídos, y se volvió hacia él; sin embargo, la expresión de su cara era peor que la de Brimstone. Parecía al mismo tiempo horrorizado y asustado, como si estuviera a punto de contemplar algo que preferiría no ver. Karou comenzó a sentir pánico.

—Espera —jadeó retorciéndose entre las manos apretadas de Brimstone—. Espera, espera…

Pero él ya estaba en movimiento, llevándola hacia las escaleras, subiéndolas deprisa, a saltos y empellones. La zarandeaba sin ningún cuidado, y Karou se sintió como una muñeca en manos de un niño, arrastrada por los rincones y golpeada contra las paredes, tirada y bamboleada como algo inanimado. Antes de lo que habría imaginado posible —o tal vez perdió la consciencia durante un instante— estaban de nuevo en la puerta de la tienda, y Brimstone la arrojó a través de ella. Karou no cayó de pie, sino que se golpeó la mejilla contra una silla y una lluvia de fuegos artificiales estalló tras sus ojos.

Brimstone cerró la puerta de golpe y se abalanzó sobre Karou.

—¿En qué estabas pensando? —bramó—. No podrías haberlo hecho peor. ¡Niña estúpida! ¡Y vosotras! —se volvió hacia Yasri e Issa, que habían salido apresuradamente de la cocina y permanecían boquiabiertas y horrorizadas. Ambas se estremecieron—. Acordamos que si íbamos a tenerla aquí, habría que cumplir ciertas reglas. Reglas inviolables. ¿No estuvimos todos de acuerdo?

Issa trató de responder.

—Sí, pero…

Brimstone se había vuelto de nuevo hacia Karou y estaba levantándola del suelo.

—¿Te ha visto las manos? —preguntó.

Nunca lo había escuchado elevar tanto la voz. Era como una piedra rascando contra otra piedra. Podía sentirlo dentro del cráneo. Le agarraba con tanta fuerza los brazos que se le nubló la vista y temió desvanecerse.

—¿Te las ha visto? —repitió aún más alto.

Karou sabía que la respuesta correcta era no, sin embargo no podía mentir, así que jadeó:

—¡Sí, sí!

Brimstone lanzó una especie de aullido que la aterrorizó más que cualquier otro acontecimiento de aquella terrible noche.

—¿Tienes idea de lo que has hecho?

Karou no lo sabía.

—¡Brimstone! —graznó Yasri—. ¡Brimstone, está herida! —la mujer-loro movía los brazos como si fueran alas y trataba de alejar las manos del Traficante de Deseos de las heridas de Karou, pero este la apartó.

Brimstone arrastró a Karou hacia la puerta principal, que abrió violentamente, y la empujó hacia el vestíbulo delante de él.

—¡Espera! —exclamó Issa—. No puedes echarla así…

Pero él no la escuchaba.

—¡Vete ahora mismo! —le dijo a Karou con un gruñido—. ¡Márchate!

Abrió la puerta exterior del vestíbulo con violencia —otra prueba de su enfado; las puertas nunca debían estar abiertas a la vez, nunca, era una medida de seguridad contra posibles intrusos— y lo último que Karou vio fue su cara deformada por la ira, antes de que la empujara con fuerza y cerrara la puerta bruscamente.

Desequilibrada por la repentina salida, retrocedió tres o cuatro pasos antes de tropezar con el bordillo y desplomarse. Y allí se quedó sentada, aturdida, descalza y sangrando, mareada y con la respiración entrecortada, sobre un reguero de nieve fundida. Sentía al mismo tiempo alivio de que Brimstone la hubiera dejado marchar —por un instante había temido algo mucho peor— e incredulidad por que la hubiera arrojado a la fría ciudad herida y casi sin ropa.

Estaba confusa y desfallecida, y no sabía qué hacer. Empezó a sentir escalofríos. El ambiente era gélido, y estaba empapada de nieve fangosa y sangre. Vacilante, trató de reponerse y se levantó. Tardaría diez minutos en llegar a su piso caminando, y los pies ya le ardían de frío. Miró hacia la puerta —sin sorprenderse esta vez de ver la huella negra de una mano sobre ella— y pensó que seguramente se abriera. Como poco, Issa le llevaría el abrigo y los zapatos.

Seguramente.

Pero la puerta no se abrió, y no se abrió y siguió sin abrirse.

Un coche pasó con gran estruendo al final de la manzana, y aquí y allá se colaban risas y discusiones a través de las ventanas, pero no había nadie en los alrededores. Le castañeteaban los dientes. Karou se rodeó el cuerpo con los brazos, aunque no sirvió de mucho, y clavó los ojos en la puerta sin poder creer que Brimstone la hubiera echado sin más. Transcurrieron unos fríos y terribles instantes y finalmente, con los ojos inundados de lágrimas amargas, Karou se volvió, abrazándose a sí misma, y empezó a arrastrarse con los pies entumecidos en dirección a su casa. Por el camino, recibió varias miradas atónitas y algunos ofrecimientos de ayuda, que ella ignoró, y hasta que no alcanzó su puerta, temblando de frío, y se llevó la mano al bolsillo de un abrigo que no llevaba puesto, no se dio cuenta de que no tenía las llaves del piso. Sin abrigo, ni llaves, ni shings con los que podría haber deseado que la puerta se abriera.

—Mierda, mierda, mierda —maldijo Karou con lágrimas heladas rodando por sus mejillas.

Lo único que tenía era el brazalete de scuppies. Tomó uno entre los dedos y pidió un deseo, pero no sucedió nada. Abrir puertas cerradas con llave superaba el reducido poder de los scuppies.

Estaba a punto de despertar a algún vecino llamando al telefonillo cuando percibió tras ella un movimiento furtivo.

No podía pensar. Y al sentir una mano sobre su hombro, reaccionó de forma instintiva. La agarró, trasladó el peso de su cuerpo hacia delante y arrastró a la figura que había detrás de ella —Karou tardó un segundo en reconocer la voz que, preocupada, le decía: «Por Dios, ¿estás bien?»—, catapultándola por encima de su hombro y a través del cristal de la puerta.

El cristal se hizo añicos cuando Kaz lo atravesó y aterrizó en el suelo con un resoplido. Karou se quedó paralizada, consciente de que esa vez ni siquiera había tratado de asustarla. Ahora estaba allí tirado, al otro lado del umbral y rodeado de cristales rotos. Pensó que tal vez debería sentir algo —¿remordimiento?—, pero no sentía nada.

Al menos, el problema de abrir la puerta estaba resuelto.

—¿Te has hecho daño? —le preguntó con voz inexpresiva.

Kaz solo parpadeó, aturdido, mientras Karou observaba la escena. No había sangre. El cristal se había roto en pedazos rectangulares. Todo estaba bien. Pasó por encima de su cuerpo y se dirigió hacia el ascensor. Lanzar a Kaz por los aires había gastado las escasas reservas de energía que le quedaban, y dudaba que pudiera subir a pie los seis tramos de escalera. Las puertas del ascensor se abrieron y Karou entró, volviendo el rostro hacia Kaz, que todavía no se había movido. La estaba observando.

—¿Qué eres? —le preguntó.

No quién, sino qué.

Karou no respondió. La puerta del ascensor se cerró y se quedó sola frente a su reflejo, en el que descubrió lo que Kaz había visto. Iba vestida únicamente con unos pantalones vaqueros empapados y una finísima camiseta blanca que transparentaba su piel. Llevaba el pelo apelmazado en mechones azules alrededor del cuello, como las serpientes de Issa, y unos sucios vendajes colgaban de sus hombros. En contraste con la sangre, su piel parecía translúcida, casi azulada, y tenía el cuerpo encorvado, con los brazos en torno suyo y temblando como un yonqui. Todo aquello era ya suficientemente impactante; sin embargo, fue su rostro lo que la impresionó. Tenía una mejilla hinchada, del golpe contra la silla cuando Brimstone la lanzó por los aires, y la cabeza tan inclinada que sus ojos quedaban ocultos por la sombra. Parecía alguien por el que cruzarías la calle para no encontrarte con él. Parecía… que no fuera totalmente humana.

Las puertas del ascensor se abrieron con el habitual sonido de campanilla y Karou se arrastró por el pasillo. Tuvo que encaramarse a una ventana para acceder al balcón y romper un cristal de la puerta para entrar en el apartamento, pero lo consiguió antes de que las fuerzas la abandonaran o los temblores se lo impidieran. Por fin estaba dentro, quitándose la ropa empapada. Se metió en la cama, se envolvió con un edredón, hecha un ovillo, y sollozó.

¿Quién eres?, se preguntó a sí misma, recordando las palabras del ángel y del lobo. Sin embargo, era la pregunta de Kaz la que retumbaba en su interior, como un eco incesante.

¿Qué eres?

¿Qué?