CAÍDOS
Akiva encontró a Izîl encogido de miedo tras un montón de basura en Jemaâ-el-Fna, con aquella criatura aún aferrada a su espalda. A su alrededor se había arremolinado un grupo de personas aterrorizadas, amenazantes, pero cuando Akiva descendió del cielo en medio de una explosión de chispas, huyeron en todas direcciones, chillando como cerdos apaleados.
La criatura extendió un brazo hacia Akiva.
—Hermano —musitó con voz suave—. Sabía que regresarías a por mí.
Akiva apretó la mandíbula y se obligó a mirar a aquel ser. Aunque tenía el rostro abotargado, sus rasgos conservaban el recuerdo de una belleza muy lejana: ojos almendrados, nariz fina y con caballete alto y unos labios sensuales que parecían imposibles en un rostro tan espantoso. Pero la clave de su verdadera naturaleza se hallaba en su espalda. En sus omóplatos sobresalían los muñones astillados de unas alas.
Increíblemente, aquella criatura era un serafín. Y solo podía tratarse de alguno de los Caídos.
Akiva creía que se trataba de una leyenda, y jamás se había planteado si estaría basada en hechos reales, no hasta ese momento, en que se encontraba frente a la prueba de ello. Que existían serafines exiliados en otra época por traición y colaboración con el enemigo, arrojados al mundo de los humanos para siempre. Bueno, este era uno de ellos, y sin duda su aspecto distaba mucho del que habría tenido en el pasado. El paso del tiempo había encorvado su columna vertebral, y la piel, tirante, parecía engancharse en cada saliente de las vértebras. Las piernas, inútiles, colgaban a su espalda. Esto no era fruto del tiempo, sino de la violencia. Como si arrancarle las alas —no cortarle, sino arrancarle— no supusiera castigo suficiente, le habían aplastado también las piernas, condenándolo a arrastrarse sobre la superficie de un mundo extraño.
Mil años había vivido de ese modo, y ver a Akiva lo había llenado de gozo.
Izîl no mostraba tanta alegría y se acurrucaba contra el repugnante montón de desperdicios, más asustado de Akiva que de la multitud.
Mientras Razgut repetía «Hermano, hermano» como un cántico extático, el anciano temblaba y trataba de retroceder, pero estaba atrapado.
Akiva se inclinó sobre él, y el brillo de sus alas, ahora visibles, iluminó todo como si fuera de día.
Con ansiedad, Razgut estiró un brazo en dirección a Akiva.
—Mi condena ha terminado y has venido a buscarme. ¿No es así, hermano? Vas a llevarme a casa y a curarme, para que pueda caminar. Para que pueda volar…
—Esto no tiene nada que ver contigo —respondió Akiva.
—¿Qué… qué quieres? —preguntó Izîl con voz entrecortada en el idioma del serafín, que había aprendido de Razgut.
—La chica —espetó Akiva—, quiero que me hables de ella.