14

MORTÍFERO PÁJARO DEL ALMA

Aquel idioma resultaba totalmente desconocido para Karou, no así para Akiva.

—Serafín, ¡te veo! —afirmó la voz—. ¡Sé quién eres! Hermano, hermano, he cumplido mi condena. ¡Haré cualquier cosa! Estoy arrepentido, he recibido suficiente castigo…

Perplejo y sin comprender lo que sucedía, Akiva clavó la mirada en el ser que se había materializado sobre la espalda del anciano.

Estaba prácticamente desnudo, y de su torso abotargado salían unos brazos sarmentosos con los que aprisionaba el cuello del viejo. Unas piernas atrofiadas pendían de su espalda, y su hinchada cabeza aparecía tirante y púrpura, como atiborrada de sangre y a punto de reventar con un estallido húmedo. Resultaba horroroso, y que hablara el idioma del serafín era una auténtica abominación.

La absoluta incongruencia de aquella situación paralizó a Akiva, que permaneció fijo en la escena, antes de que el asombro de oír su propia lengua desembocara en estupor por lo que estaba escuchando.

—¡Me arrancaron las alas, hermano! —con la mirada clavada en Akiva, la criatura retiró un brazo del cuello del anciano y lo extendió hacia él, con gesto implorante—. ¡Me retorcieron las piernas para que tuviera que arrastrarme, como los gusanos! ¡Hace mil años que me expulsaron, mil años de tormento, pero por fin has venido, has venido para llevarme a casa!

¿A casa?

No. Eso era imposible.

Había personas que huían ante la visión de aquella criatura; otras se habían vuelto, siguiendo la dirección de su súplica, y clavaban los ojos en Akiva. Él se percató y recorrió la multitud con su mirada llameante. Algunos retrocedieron, murmurando plegarias. Y entonces sus ojos se posaron en la chica del pelo azul, situada a unos veinte metros de distancia. Una figura tranquila y luminosa en medio de la multitud.

Y le estaba mirando.

Unos ojos perfilados con kohl en un rostro bronceado por el sol. Ojos color fuego con un resplandor de chispas que dibujaban una estela incandescente en el aire. Karou sintió una sacudida —no se trataba de un mero sobresalto, sino de una reacción en cadena que recorrió su cuerpo como un torrente de adrenalina—. Sus extremidades adquirieron la ligereza y la fuerza de un despertar, un enfrentamiento o un vuelo repentino, algo químico y salvaje.

¿Quién es?, pensó al tiempo que su mente trataba de alcanzar el fervor de su cuerpo.

Y ¿qué era?

Porque resultaba obvio que aquella presencia inmóvil en medio del tumulto no era un ser humano. Las palmas de las manos le palpitaban, cerró los puños y sintió la sangre hervir en sus venas.

Enemigo. Enemigo. Enemigo. Aquella palabra resonaba en su interior al ritmo de los latidos de su corazón: aquel ser extraño con ojos de fuego era un enemigo. Su rostro —bello, perfecto, mítico— carecía por completo de expresión. Karou estaba atrapada entre el impulso de huir y el temor a darle la espalda.

Izîl apresuró la decisión.

Malak! —aulló apuntando con el dedo al hombre—. Malak!

Un ángel.

¿Un ángel?

—¡Te conozco, mortífero pájaro del alma! ¡Sé lo que eres! —Izîl se volvió hacia Karou y la urgió—. Karou, hija de un deseo, vuelve con Brimstone. Dile que los serafines están aquí. Que han regresado. ¡Debes advertirle! ¡Corre, pequeña, corre!

Y eso hizo.

A través de Jemaâ-el-Fna, donde aquellos que trataban de huir encontraban el paso obstaculizado por los que permanecían conmocionados. Karou se abrió camino entre la multitud, empujó a varias personas, rodeó a un camello y saltó por encima de una cobra enroscada que le lanzó un mordisco inofensivo, ya que carecía de colmillos. Miró furtivamente por encima de su hombro y no percibió ninguna señal de persecución —ninguna señal de él—, pero notaba su presencia.

Era un estremecimiento en todas las terminaciones nerviosas que mantenía su cuerpo alerta. Se había convertido en la presa de una cacería, y ni siquiera tenía su cuchillo escondido en la bota. Nunca pensó que fuera a necesitarlo en una visita al ladrón de tumbas.

Corrió y abandonó la plaza por uno de los múltiples callejones que desembocaban en ella como afluentes. En los zocos, la muchedumbre se había dispersado y muchas luces estaban ya apagadas. A la carrera, fue atravesando zonas sumidas en la oscuridad, con zancadas largas, acompasadas y ligeras, y pisadas casi silenciosas. Tomaba las curvas muy abiertas, para evitar colisiones, y miraba atrás una y otra vez, una y otra vez, sin ver a nadie.

Un ángel. Aquellas palabras seguían resonando en su cerebro.

El portal estaba próximo —solo un giro más, otro callejón sin salida y lo habría logrado, si conseguía llegar hasta allí.

Por encima de ella, movimientos apresurados, calor y el grave sonido de un batir de alas.

En el cielo, la oscuridad se concentró en el punto donde una silueta ocultaba la luna. Algo se estaba precipitando sobre Karou, impulsado por unas alas enormes e imposibles. Calor, aleteos y el silbido del aire hendido por una espada. Una espada. Karou saltó hacia un lado y sintió el mordisco del acero en su hombro mientras atravesaba una puerta tallada y la cerraba con violencia. La madera saltó en pedazos, ella agarró un trozo irregular, y se volvió para enfrentarse a su atacante.

Él se encontraba prácticamente a su lado, con la punta de la espada sobre el suelo.

Dios mío, pensó Karou al contemplarle.

Dios mío.

Realmente era un ángel.

Apareció ante ella en toda su esencia. La hoja de su larga espada reflejaba el resplandor blanco de sus alas incandescentes —unas alas brillantes tan enormes que rozaban los muros de ambos lados del callejón, y cuyas plumas parecían llamas de vela lamidas por el viento.

Y aquellos ojos.

Su mirada era como una mecha encendida que abrasaba el aire que había entre ellos. Era lo más hermoso que Karou había visto jamás. Su primer pensamiento, incongruente pero embriagador, fue memorizar su imagen para dibujarla después.

El segundo, que no habría un después, ya que iba a matarla.

Se abalanzó sobre ella a tal velocidad que sus alas dibujaron haces de luz en el aire, y cuando Karou saltó de nuevo hacia un lado, aquel perfil encendido siguió abrasando su mirada. La alcanzó otra vez con la espada, en esta ocasión en el brazo, aunque logró zafarse de la estocada asesina. Era rápida. Karou mantenía la distancia entre ambos, y cuando él intentaba reducirla, ella respondía con movimientos precisos, ágiles, fluidos. Sus ojos se encontraron de nuevo y, tras su impresionante belleza, Karou contempló crueldad, y una ausencia absoluta de compasión.

Él atacó de nuevo. A pesar de su rapidez, Karou no lograba mantenerse fuera del alcance de la espada. El golpe dirigido a su garganta rebotó en el omóplato. No sentía dolor —eso vendría después, a menos que la matara—, solo un calor que se extendía y que ella sabía que era sangre. El siguiente golpe lo detuvo con el listón de madera, que se deshizo en astillas dejando en sus manos un pedazo carcomido del tamaño de una simple daga, algo tan ridículo que no podía considerarse un arma. No obstante, cuando el ángel se le echó encima, ella se apartó y le asestó una puñalada, mientras notaba cómo la madera se hundía en su carne.

Karou ya había acuchillado antes a otras personas y detestaba esa horrible sensación de atravesar carne viva. Retrocedió, dejando su improvisada arma clavada en el cuerpo del ángel. Su rostro no transmitía dolor, ni sorpresa. Era un rostro muerto, pensó Karou al contemplarlo de cerca, o tal vez, el rostro vivo de un alma muerta.

Le pareció absolutamente aterrador.

Estaba acorralada, y ambos sabían que no tenía escapatoria. Del callejón y las ventanas, le llegó el vago eco de gritos de sorpresa y miedo, pero su atención estaba concentrada en el ángel. ¿Qué significaba aquella palabra, ángel? ¿Qué había dicho Izîl? «Los serafines están aquí».

Conocía ese término; los serafines eran una especie de ángeles de alto rango, al menos en la mitología cristiana, por la que Brimstone sentía un absoluto desprecio, al igual que por cualquier otra religión.

—Los seres humanos han visto imágenes fugaces de ciertas cosas a lo largo de su historia —había afirmado en cierta ocasión—, lo suficiente para inventarse el resto. Es todo una amalgama de cuentos de hadas con pinceladas de realidad aquí y allá.

—¿Y qué es real? —había querido saber ella.

—Si puedes matarlo, o te puede matar, es real.

Según aquella definición, el ángel era suficientemente real.

Él alzó la espada. Ella observó el gesto, atraída un instante por las líneas negras tatuadas en sus dedos —por un momento le resultaron familiares, pero la sensación se desvaneció tan pronto como había llegado—, levantó la vista hacia su asesino y se preguntó, atónita, por qué. Parecía imposible que fuera el final de su vida. Ladeó la cabeza, buscando desesperadamente en su rostro un atisbo de… alma… y entonces, lo vio.

El ángel vaciló. La máscara de su rostro desapareció solo un segundo, pero Karou percibió cómo afloraba cierto patetismo apremiante, una oleada de sentimiento que suavizó aquellos rasgos rígidos y ridículamente perfectos. Relajó la mandíbula, separó los labios y frunció el ceño en un momento de confusión.

Al mismo tiempo, Karou notó otra vez aquel pálpito en las palmas de las manos que la había empujado a cerrar los puños la primera vez que lo vio. Era un latido suave, una energía contenida, y le sobresaltó la certeza de que emanaba de sus tatuajes. Un impulso la empujó a levantar las manos, pero no en actitud de rendición servil, sino con las palmas dirigidas poderosamente hacia fuera, mostrando los ojos que llevaba en ellas desde siempre y sin saber por qué.

Algo sucedió.

Fue como una detonación —una inhalación profunda que absorbe todo el aire hacia un espacio hermético, para luego expulsarlo—. No hubo estruendo, ni destellos —los testigos boquiabiertos solo vieron a una muchacha que levantaba las manos—, pero Karou lo sintió, y el ángel también. Abrió mucho los ojos al darse cuenta de lo que sucedía, y un instante después una fuerza devastadora lo lanzó contra un muro situado a veinte metros de distancia. Cayó con las alas retorcidas, y la espada rodó por el suelo. Karou se levantó con dificultad.

El ángel no se movía.

Ella se volvió y escapó corriendo. Ignoraba qué había sucedido, pero había provocado un silencio que la perseguía. Lo único que oía era su propia respiración, extrañamente amplificada, como si estuviera en un túnel. Al final del callejón giró a toda velocidad, y tuvo que derrapar sobre los talones para esquivar un burro parado en medio de la calle. Podía ver el portal, una sencilla puerta en una hilera de puertas sencillas, pero ahora con algo diferente: una gran huella de mano quemada sobre la madera.

Karou se abalanzó sobre ella y la aporreó con los puños, con más desesperación de la que nunca había descargado sobre ningún portal.

—¡Issa! —vociferó—. ¡Déjame entrar!

Durante la larga y terrible espera, Karou no dejó de mirar por encima de su hombro, y por fin la puerta se abrió.

Se apresuró a entrar, pero se detuvo con un grito ahogado. Allí no estaba Issa ni el vestíbulo, sino una mujer marroquí con una escoba. Maldición, no. La mujer entrecerró los ojos y abrió la boca para reprenderla, pero Karou no esperó. La empujó hacia el interior de la casa, cerró la puerta de un golpe y permaneció fuera. De nuevo aporreó la madera frenéticamente.

—¡Issa!

Podía escuchar los gritos de la mujer y notaba cómo trataba de abrir. Karou blasfemó y mantuvo la puerta cerrada. Si estaba abierta, la magia del portal no podría actuar.

—¡Aléjate de la puerta! —chilló en árabe.

Miró por encima de su hombro. En la calle se había formado un gran alboroto: brazos que se agitaban, gente que gritaba. El burro permanecía impasible. Ninguna señal del ángel. ¿Lo habría matado? No, sabía que no estaba muerto, y que regresaría.

Golpeó de nuevo la puerta.

—¡Issa, Brimstone, por favor!

Nada, excepto airadas palabras en árabe. Karou sujetó la puerta con el pie y siguió golpeando.

—¡Issa! ¡Va a matarme! ¡Issa! ¡Déjame entrar!

¿Por qué tardaba tanto? Los segundos parecían scuppies en un collar, y se desvanecían uno tras otro. La puerta se movía frenéticamente contra su pie, empujada por alguien que intentaba abrir —¿sería Issa?—, y entonces notó una ráfaga de calor a su espalda. Esta vez no vaciló, sino que se volvió, sujetando la puerta con la espalda para mantenerla cerrada, y levantó las manos, como permitiendo que sus tatuajes miraran. No se produjo ninguna detonación, solo un chisporroteo de energía que erizó su cabello como las serpientes de Medusa.

El ángel la acechaba con la cabeza baja, mirándola desde lo alto con sus ojos en llamas. Se movía con dificultad, como si se enfrentara a un vendaval. El poder de los tatuajes de Karou que antes le había arrojado contra aquel muro obstaculizaba ahora su avance, pero no lo detenía. Sus manos eran puños a ambos lados del cuerpo, y su rostro mostraba una expresión feroz, dispuesta a soportar el dolor.

Se detuvo a unos pasos de ella y la miró intensamente con unos ojos que ya no parecían muertos, sino que recorrían su cara, su cuello, sus hamsas, y volvían a su cara. Una y otra vez, como si algo no cuadrara.

—¿Quién eres? —preguntó. Karou casi no reconoció que el idioma que hablaba era quimérico, ya que en sus labios sonaba muy dulce.

¿Que quién era?

—¿No es algo que se suele averiguar antes de intentar matar a alguien?

A su espalda, un nuevo forcejeo sacudió la puerta. Si no era Issa, estaba perdida.

El ángel se acercó un poco más y Karou se retiró a un lado, dejando que la puerta se abriera de golpe.

—¡Karou! —era la aguda voz de Issa.

Se volvió y de un brinco atravesó el portal, cerrándolo tras ella.

Akiva se lanzó hacia la puerta y tiró de ella para abrirla, pero se encontró cara a cara con una mujer enfadada, que palideció y tiró la escoba a sus pies.

La muchacha había desaparecido.

Permaneció allí un instante, casi ajeno al alboroto que lo rodeaba. La cabeza le daba vueltas. La chica avisaría a Brimstone. Debería haberla detenido, podía haberla matado con facilidad. Sin embargo, había lanzado golpes lentos, dándole tiempo para esquivarlos y moverse con libertad. ¿Por qué?

La respuesta era sencilla. Había querido contemplarla.

Qué loco.

Y ¿qué había visto, o creía haber visto? Imágenes fugaces de un pasado que nunca regresaría —¿el fantasma de la chica que le había mostrado el significado de la piedad, largo tiempo atrás, solo para que su propio destino desbaratara sus gentiles enseñanzas?—. Había pensado que, a esas alturas, todo rastro de compasión habría desaparecido de su interior, sin embargo había sido incapaz de matar a la muchacha. Y después, algo inesperado: las hamsas.

¡Un humano con los ojos del diablo! ¿Por qué?

Solo existía una posible respuesta, tan sencilla como inquietante.

Que ella, en realidad, no fuera humana.